—¡Homónimos! —exclamó Nicholas Brant, invitado de Thomas Trumbull en el banquete mensual de los Viudos Negros.
Era más bien alto y tenía unas bolsas sorprendentemente prominentes bajo los ojos, a pesar de su apariencia relativamente joven. Su cara era delgada y estaba afeitada con pulcritud. Su cabello castaño no mostraba por el momento señales de canas.
—¡Homónimos! —repitió.
—¿Qué? —preguntó Mario Gonzalo con tono inexpresivo.
—Las palabras que llamas «equisonantes». Su verdadero nombre es «homónimos».
—¿Ah, sí? —inquirió Gonzalo—. Deletréamelo.
Brant lo deletreó.
Emmanuel Rubin miró con aire de búho a través de los espesos cristales de sus gafas y dijo:
—Tendrá usted que excusar a Mario, Mr. Brant. No domina nuestra lengua.
Gonzalo se cepilló algunas motas de polvo de la manga de su chaqueta y observó:
—Manny está corroído por la envidia porque he inventado un juego de palabras. Conoce las palabras, pero no tiene ni una chispa de inventiva y eso le mata.
—Seguro que a Mr. Rubin no le falta inventiva —suavizó Brant—. He leído algunos libros suyos.
—Dejemos mi caso —sugirió Gonzalo—. De todos modos, estoy deseando llamar a mi juego «homónimos», en lugar de «equisonantes». La cosa es inventar cualquier situación corta que pueda ser descrita por dos palabras que sean equisonantes… Bueno, homónimos. Le daré un ejemplo: si el cielo está muy despejado, es fácil decidir irse de picnic al aire libre. Si está lloviendo a cántaros es fácil decidir no ir de picnic. Pero qué pasa si está nublado y el pronóstico es de posibles chubascos; pero parece haber trozos de azul de cuando en cuando, de modo que uno no puede decidirse en cuanto al picnic. ¿Cómo le llamaría a eso?
—Una historia estúpida —contestó Trumbull con aspereza, pasándose la mano por su cabello blanco y rizado.
—Vamos —intervino Gonzalo—, siga el juego. La respuesta es dos palabras que suenen igual.
Hubo un silencio general y Gonzalo continuó:
—La respuesta es whether weather. Es la clase de weather (tiempo) en la que uno se pregunta whether (si) ir de picnic o no. Whether weather. ¿No lo capta?
James Drake aplastó su cigarrillo y contestó:
—Lo captamos. La cuestión es, ¿cómo nos libramos de esto?
Roger Halsted dijo con su suave voz:
—No le hagas caso, Mario. Es un juego de salón razonable, salvo que no parece haber muchas combinaciones que puedas usar.
Geoffrey Avalon bajó la vista austeramente desde su altura de metro ochenta y tantos y contestó:
—Más de las que pueden imaginarse. Supongamos que usted posea un morueco castrado que esté alegre los días claros y triste los lluviosos. Si estuviera nublado, usted podría preguntarse si ese morueco estaría triste o alegre. Eso sería whether, wether, weather.
El coro replicó indignado:
—¿Quéee?
Avalon explicó:
—La primera palabra es whether que significa si. La última palabra es weather que se refiere a las condiciones atmosféricas. La palabra central es wether, que significa un morueco castrado. Mírenlo en el diccionario si no me creen.
—No se preocupen —recomendó Rubin—. Tiene razón.
—Repito —gruñó Trumbull— que esto es un juego estúpido.
—No tiene que ser un juego —observó Brant—. Los abogados son muy conscientes de las ambigüedades creadas en el lenguaje y los homónimos pueden causar dificultades.
La voz suave de Henry, aquel camarero apto para todas las situaciones, se hizo oír sobre el barullo por obra de alguna alquimia que solamente funcionaba para él.
—Caballeros —anunció—, he de interrumpir una discusión acalorada, pero se está sirviendo la cena.
—Aquí hay otro —dijo Gonzalo hablando por encima de la trucha ahumada—. Alguien ha anotado todos los números y en todos ellos, excepto en uno ha dibujado una cara muy inteligente. Un niño que lo observa está encantado, pero no satisfecho porque el proyecto no se halla terminado. ¿Qué es lo que dice?
Halsted, que estaba esparciendo delicadamente sobre su trucha la salsa de rábanos picantes, contestó:
—El niño dice: Do that to two, too (Haz esto también a dos).
Gonzalo preguntó con aire afligido:
—¿Había oído eso en algún sitio?
—No —contestó Halsted—; pero es un ejemplo matemático del juego. ¿Cómo voy a enseñar matemáticas en un instituto si no puedo resolver problemas que implican el número dos?
Gonzalo frunció el ceño.
—¿Está intentando ser gracioso, Roger?
—¿Quién? ¿Yo?
Trumbull intervino:
—Como anfitrión de esta noche, me gustaría recomendar que cambiáramos de tema.
Nadie mostró señal alguna de haberle escuchado.
Avalon sentenció:
—Los homónimos suelen ser consecuencia de accidentes de la historia del lenguaje. Por ejemplo, night (noche), palabra por la cual significo lo contrario de día, es análoga a la alemana Nacht (noche); mientras que knight, por la cual quiero decir un caballero de la Tabla Redonda, es afín a la alemana Knecht. En inglés, las vocales cambiaron y la k es invariablemente silenciosa en una inicial kn, de modo que se termina con dos palabras pronunciadas de modo idéntico.
—Las iniciales kn no dan invariablemente una k silenciosa —objetó Rubin—. Existen algunas palabras que no están suficientemente anglificadas. Tengo un amigo judío que se casó con una señorita de fe no judía. Deseosa de complacer a su reciente marido, compró algunas delicadezas étnicas para él, que ella exhibió con orgullo. Enumerando sus compras, dijo: «Y también te he comprado este nish». Se quedó muy aturdida cuando él rompió en una risa histérica.
Drake observó:
—No lo he captado.
Rubin explicó con un punto de impaciencia:
—La palabra es knish, con la k fuertemente pronunciada. Es una bola de pasta en cuyo interior se ponen patatas machacadas con especias, o algún otro relleno, y luego se fríen o se asan. Cualquier neoyorquino debería saberlo.
Trumbull suspiró y dijo:
—Bien, si no puedes vencerlos, únete a ellos. ¿Alguien es capaz de decirme un grupo de cuatro homónimos, cuatro palabras que se pronuncien igual, con deletreo y significado distinto en cada caso? Les daré cinco minutos en los cuales espero un bendito silencio.
Los cinco minutos transcurrieron de forma bastante agradable, con el único sonido de las crujientes cascaras de langosta golpeando en los tímpanos, y entonces Trumbull continuó:
—Les daré una de las palabras: right, que significa lo contrario de izquierdo. ¿Cuáles son las otras tres?
Halsted contestó, con la boca todavía llena de patas de langosta:
—Existe write, que significa escribir palabras y rite, que es un procedimiento religioso determinado; pero no creo que haya una cuarta.
Avalon afirmó:
—Sí, la hay. Es wright, w-r-i-g-h-t, que significa mecánico.
—Eso es arcaico —protestó Gonzalo.
—No del todo —dijo Avalon—; todavía hablamos de playwright refiriéndonos a alguien que escribe comedias.
Brant intervino:
—Mi amigo Tom ha mencionado right definiéndolo como lo contrario de izquierda. ¿Qué opinan de right, que es lo contrario de wrong (equivocado) y right, significando perpendicular? ¿Serían un quinto y un sexto homónimos?
—No —observó Gonzalo—, el deletreo tiene que ser distinto para que las palabras sean homónimos, al menos mientras se siga este juego mío.
Avalon opinó:
—No siempre, Mario. Dos palabras pueden ser deletreadas del mismo modo, pero tener diferentes significados y distintos orígenes etimológicos; y se contarían como homónimos. Por ejemplo, bear (oso), que se refiere al animal y bear que quiere decir llevar, tienen el mismo deletreo y pronunciación; pero diferentes orígenes, de modo que yo les llamaría homónimos; además de bare, desnudo, naturalmente. Sin embargo, los diferentes usos de right, como en right hand (mano derecha), right answer (respuesta correcta) y right angle (ángulo recto), proceden todas de la misma raíz con el mismo significado, de modo que no serían homónimos.
Hubo quince minutos adicionales antes de que Trumbull se creyera justificado para golpear con su cuchara el vaso de agua y detener la conversación.
—Nunca he estado tan contento —manifestó— en ninguno de los banquetes de los Viudos Negros en el momento de poner fin a una conversación. Si tuviera poder absoluto como anfitrión castigaría a Mario con una multa de cinco dólares por haberla comenzado.
—Usted ha tomado parte en ella, Tom —observó Gonzalo.
—En defensa propia… Y a callar —dijo Trumbull—. Me gustaría presentar a mi invitado, Nicholas Brant. Jeff, usted parece civilizado aunque esté más homonimizado que ningún otro, de modo que, ¿me haría el honor de comenzar las preguntas?
Las formidables cejas de Avalon se levantaron al decir:
—Apenas creo que homonimizado sea inglés, Tom —y, volviéndose hacia el invitado preguntó—: Mr. Brant, ¿a qué se dedica usted?
Brant sonrió con tristeza.
—No creo que pueda decir «a hacer de abogado». Usted conoce quizás el viejo chiste del tiempo en que Dios amenazó con poner un pleito a Satán y éste le contestó: «¿Cómo podrás? Tengo a todos los abogados.» En mi defensa, sin embargo, he de decir que no soy de la clase de abogado que hace trucos delante de un juez y un jurado. La mayoría de las veces estoy sentado en mi despacho e intento escribir documentos que se proponen decir lo que se supone que dicen.
—Yo mismo soy un abogado manifiesto —declaró Avalon—, de modo que hago la siguiente pregunta sin mala intención. ¿Alguna vez intenta escribirlos de modo que no digan lo que se supone que dicen? ¿Trata de establecer argucias?
—Naturalmente —contestó Brant—, intento diseñar un documento que deje a mi cliente toda la libertad de acción posible y a la otra parte la menor que esté en mi mano. Pero la otra parte también tiene un abogado que está trabajando duramente para lo contrario, y el resultado suele ser que el contrato termine razonablemente para ambos.
Avalon hizo una pausa y luego dijo:
—En la discusión anterior sobre homónimos, usted afirmó, si recuerdo bien, que los homónimos eran ambigüedades que podían causar dificultades. ¿Significa eso que usted, profesionalmente, hizo uso de algún homónimo en la preparación de contratos y trajo consigo complicaciones inesperadas?
Brant levantó ambas manos.
—No, no, nada de eso. Lo que tenía en la cabeza cuando hice esa afirmación no tiene nada que ver con el tema que discutimos ahora.
Avalon pasó el dedo alrededor del borde de su vaso de agua.
—Tiene que entender, Mr. Brant, que esto no es un interrogatorio legal. No hay un tema particular en discusión y todo tiene que ver. Repito mi pregunta.
Brant permaneció un momento silencioso y luego continuó:
—Es algo que tuvo lugar hace poco más de veinte años y acerca de lo cual he pensado muy pocas veces desde entonces. El juego de los homónimos de Mr. Gonzalo me lo trajo a la mente; pero no es…, nada. No implica ningún problema legal ni complicación de ningún tipo. Es tan sólo…, un enigma. Se trata de un asunto insoluble que no vale la pena discutir.
—¿Es confidencial? —preguntó Gonzalo—. Porque si es…
—No hay nada confidencial en ello —respondió Brant—. Nada secreto, nada delicado…, y por tanto nada interesante.
Gonzalo intervino:
—Cualquier cosa que sea insoluble es interesante. ¿No está de acuerdo, Henry?
Henry, que estaba llenando los vasos de brandy, contestó:
—Creo que es así cuando existe al menos terreno posible para la especulación, Mr. Gonzalo.
—Bien —comenzó Gonzalo—, entonces, si…
—Mario, déjeme continuar, por favor… —interrumpió Avalon—. Mr. Brant, me pregunto si podría usted darnos detalles de este enigma insoluble suyo. Agradeceríamos mucho oírlo.
—Tendrán una gran decepción.
—Es un riesgo que querernos correr.
—Está bien —aceptó Brant—; si me dan sólo una oportunidad de recordar…
Apoyó la cara sobre la mano, pensando, mientras los seis Viudos Negros lo observaban expectantes. Henry ocupó su lugar habitual junto al aparador.
Brant explicó:
—Comencemos con Alfred Hunzinger. Era un pobre muchacho de una familia de inmigrantes y no poseía ninguna educación digna de mención. Estoy bastante seguro de que nunca fue a un colegio medio. Cuando tenía catorce años, estaba trabajando. Eran las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, y la educación no se consideraba en absoluto como un derecho innato ni siquiera particularmente deseable para los que acostumbraban a llamarse trabajadores. Sin embargo, Hunzinger no era un trabajador corriente. Era industrioso e inteligentísimo. La inteligencia y la educación no van siempre de la mano, ya lo saben.
Rubin dijo de modo un tanto forzado:
—En verdad no lo hacen. He conocido a algunos idiotas educados con mucho esmero.
—Hunzinger era lo contrario —continuó Brant—. Era un genio de los negocios; sin educación ninguna. Tenía capacidad para hacer prosperar una empresa. Cualquier cosa que tocaba marchaba bien y llegó a poseer un negocio formidable. Pero eso no era bastante para él. Siempre sintió vivamente su falta de instrucción, y se embarcó en un programa de estudio en casa. No era continuo, porque su negocio constituía su principal preocupación, y había períodos en los que disponía de poco tiempo. Además, era incoherente, porque leía con promiscuidad y sin que nadie lo guiase. Tener una conversación con él era exponerse a una mezcla curiosa de pedantería e ingenuidad.
—Lo conocía usted personalmente, supongo —quiso saber Avalon.
—En realidad, no —contestó Brant—. No íntimamente. Hice algún trabajo para él. El más importante fue preparar su testamento. Esto, si se hace bien y hay que considerar asuntos de negocios complejos, requiere mucho tiempo y da como resultado un documento largo. Periódicamente debe ser puesto al día o revisado, y las palabras han de elegirse con cuidado a la luz de las leyes fiscales, que cambian sin cesar. Créanme, era virtualmente una carrera por sí mismo y me vi forzado a pasar muchas horas de reunión con él y a entrar en una extensa correspondencia. Sin embargo, fue una relación muy limitada y especializada. Llegué a conocer la naturaleza de sus finanzas bastante a fondo; pero a él, como persona, sólo de un modo superficial.
—¿Tenía hijos? —preguntó Halsted.
—Sí, los tenía —contestó Brant—. Se casó en una época tardía de su vida; a la edad de cuarenta y dos años, si no recuerdo mal. Su esposa era bastante más joven. El matrimonio, aunque no idílicamente feliz, fue bien. No hubo divorcio, ni perspectiva de ello en ningún momento, y Mrs. Hunzinger murió hace tan sólo unos cinco años. Tuvieron cuatro hijos, tres chicos y una niña. La chica se casó bien; sigue casada, tiene sus hijos y está, y ha estado, en muy buena posición. Apenas aparecía en el testamento. Algunas inversiones pasaron a ella en vida de Hunzinger y eso fue todo. El negocio se transmitió sobre una base igualitaria, un tercio a cada uno de los tres hijos cuyos nombres eran Frank, Mark y Luke.
—¿En ese orden de edad? —inquirió Drake.
—Sí. El mayor, para usar su firma legal, es B. Franklin Hunzinger. El mediano es Mark David Hunzinger. El más joven es Luke Lynn Hunzinger. Naturalmente, yo le hice la observación a Hunzinger de que dejar su negocio por partes iguales a sus tres hijos iba a causar dificultades. El producto podía dividirse por igual; pero el poder directivo, el de tomar decisiones, tenía que ser puesto en manos de uno solo. Pero él se mostró muy tercamente reacio a eso. Dijo que había educado a sus hijos de acuerdo con los ideales de la antigua república romana; que todos ellos tenían confianza en él, el paterfamilias (utilizó este término, para gran sorpresa mía) y también la tenían ellos entre sí. No habría ninguna dificultad en absoluto, según afirmó. Me tomé la libertad de observar que podía darse muy bien que fueran hijos ideales mientras él estuviera vivo y con su fuerte personalidad dirigiendo los asuntos. Después de que se hubiera ido, sin embargo, era posible que aparecieran rivalidades ocultas. Nunca, insistió él, nunca. Yo pensé que estaba ciego y me sorprendí de que una persona que era tan viva ante cualquier asomo de trampa en los asuntos de negocios, tan realista en las cosas del mundo, pudiera ser tan locamente romántico en lo que se refería a su propia familia.
Drake interrumpió:
—¿Cómo se llamaba la hija?
—Claudia Jane —contestó Brant—. En este momento, no recuerdo su nombre de casada. ¿Por qué lo pregunta?
—Por simple curiosidad. Ella podía haber tenido también ambiciones, ¿no?
—No lo creo. Al menos no con respecto al negocio. Ella dejó claro que no esperaba ni quería ninguna participación en él. Su marido era rico… Fortuna antigua…, posición social…, esa clase de cosas. Lo último que ella quería era ser identificada con lo que, por decirlo de alguna manera, era un almacén gigante de ferretería.
—Bien, ya entiendo —dijo Drake.
—Debo admitir que la familia parecía estar en armonía total —continuó Brant—. Yo me encontré con los hijos alguna vez que otra, juntos y por separado, y parecían jóvenes agradables, que se llevaban muy bien, y por supuesto, muy apegados a su padre. Entre una cosa y otra llegó un momento en el que a ellos les pareció apropiado invitarme a las fiestas que se organizaron para celebrar el octogésimo cumpleaños del anciano. Y, en aquella ocasión, fue cuando Hunzinger tuvo el ataque de corazón que le llevó a la muerte. No era del todo inesperado. Estuvo enfermo del corazón durante años; pero fue una desgracia total para él que sucediera en su cumpleaños. La fiesta se interrumpió, como es lógico, lo colocaron suavemente sobre el sofá más cercano y se llamó a los médicos. Hubo una especie de silencioso pandemónium. La confusión fue suficiente para que yo pudiera quedarme. Puede parecer macabro, pero imaginé que tenía un trabajo que hacer. Él todavía no había designado a ningún hijo para ser el jefe de la empresa. Era demasiado tarde para hacer nada por escrito; pero, si él dijera cualquier cosa, podía tener alguna fuerza. Supongo que los hijos no sabían lo que yo tenía en la mente. Estaban allí, claro. Su madre, medio presa de un shock, había sido llevada a otra parte. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba presente. Me incliné, me acerqué al oído del anciano y le pregunté: ¿Cuál de sus hijos tiene que ser el jefe de la empresa, Mr. Hunzinger? Era demasiado tarde. Sus ojos estaban cerrados, su respiración se había convertido en un estertor. Me pregunté si me habría oído. Un médico se aproximó. Supe que me detendría, así que lo intenté de nuevo rápidamente. Esta vez las pestañas del moribundo parpadearon y sus labios hicieron un movimiento como si intentara hablar. Sin embargo, solamente salía un sonido. Parecía ser la palabra to (a). No oí nada más. Él duró una hora más; pero no dijo ninguna otra palabra y murió, sin recobrar la conciencia, en el sofá en que había sido colocado… Y eso fue todo.
Gonzalo preguntó:
—¿Qué sucedió con el negocio?
—Nada —respondió Brant con lo que parecía el residuo de una enorme sorpresa—. El anciano tenía razón. Los tres hijos se entienden divinamente. Es una especie de triunvirato. Cuando tiene que tomarse cualquier decisión, se reúnen y llegan a una resolución en seguida. Es en verdad algo sorprendente y si esa especie de cosa se contagiara, los abogados se morirían de hambre.
—Entonces no importa lo que dijera el anciano, ¿verdad? —opinó Gonzalo.
—Ni lo más mínimo, excepto que durante un tiempo despertó mi curiosidad. ¿Qué es lo que estaba intentando decirme? Ustedes ven la dificultad, supongo.
—Naturalmente —contestó Drake atusando su bigotito gris—. No se puede hacer gran cosa con la palabra to.
—Es peor que eso —observó Brant—. ¿Qué homónimo? ¿Era to (a) o too (también) o two (dos)? Existen tres tos en la lengua inglesa. Dicho sea de paso, ¿cómo escriben esta última frase? A menudo me lo ha preguntado. Pueden decir «tres tos», dado que los tres se pronuncian del mismo modo, pero ¿cómo lo escriben, si cada uno de los homónimos se deletrea de modo diferente?
Avalon planteó:
—Yo diría «existen tres palabras que se pronuncian tu». La doble o es la manera menos ambigua de indicar la pronunciación que tienen las tres.
—Bien, en cualquier caso, aunque yo supiera que era too, no serviría de nada.
Trumbull intervino:
—Puede que no haya sido una palabra, Nick. Supongamos que estuviera diciendo una palabra más larga como constitución. Eso son cuatro sílabas y ocurrió que él sólo consiguió articular la tercera. Todo lo que usted tendría sería tu.
—Quizá —admitió Brant—. No puedo probar que no fuera así. Pero, en aquel momento, tuve la impresión de que era una palabra, una de las tres «tos», sea cual sea la manera en que usted quiera deletrearlo. Supongo que yo estaba intentando desesperadamente leer en sus labios y él podía haber dicho Headship to so-and-so (La dirección a fulano) y todo lo que capté fue el to. Lo cual me deja sin nada. Naturalmente, tal como dije, no importa. Los hijos se llevan muy bien. De todos modos…
Brant meneó la cabeza.
—Yo soy abogado. Me preocupaba que llegara tan cerca de haberlo hecho bien. Aunque él estuviera rehusando elegir a ninguno. Aunque estuviera diciendo «A nadie», habría estado expresando su último deseo y eso hubiera sido mejor que caer en una situación por defecto. Así que, durante algún tiempo estuve preguntándome. Y ahora ustedes me lo han vuelto a poner en la cabeza y seguiré preguntándome durante otro tiempo… Y sin sacar nada en limpio, porque no hay nada que sacar.
Un pesado silencio descendió sobre la mesa. Al fin fue roto por Gonzalo, quien dijo:
—Al menos es una versión interesante del juego de los homónimos. ¿Cuál de los equisonantes fue?
Trumbull preguntó:
—¿Y qué más da? Ninguno de los tres nos ayudaría a dar sentido a lo que el anciano intentaba decir.
—Ya se lo advertí —replicó Brant malhumorado—. Es un problema insoluble. No existe suficiente información.
—No tenemos que resolverlo —observó Halsted—, dado que no existe ninguna crisis que tenga que solucionarse ni hay delincuente al cual debamos dar castigo. Todo lo que hemos de hacer es establecer una posibilidad razonable para tranquilizar nuestra mente. Por ejemplo, supongamos que él estuviera diciendo t-w-o (dos).
—Bien, supongamos que fuera así —aceptó Avalon.
—Entonces puede ser que estuviera diciendo algo como «Dárselo al hijo número dos.»
Brant meneó la cabeza y explicó:
—La impresión que tuve fue que el to que oí, estaba a mitad del mensaje. Sus labios se movieron antes y después de que oyera el t-o.
—No estoy convencido de que usted pueda atenerse a eso —dijo Rubin—. Sus labios casi no estaban bajo control. Algo de lo que parecía ser movimiento, podía haber sido solamente un temblor.
—Es lo pone todavía peor —opinó Brant.
—Espere un poco —intervino Halsted—. Mi idea va bien incluso con la palabra en medio del mensaje. Podía haber sido algo como «Darlo a mi hijo número dos» o «Al número dos le pertenece».
Trumbull gruñó.
—Charlie Chan puede decirlo, pero ¿era probable que Hunzinger hiciera eso…? Al, ¿oyó alguna vez que ese hombre se refiriera a sus hijos por medio de un número?
—No —respondió Brant—. No creo que lo hiciera nunca.
—Bien —dijo Trumbull—. ¿Y por qué demonios tenía que comenzar a hacerlo en su lecho de muerte?
—Me sorprende —manifestó Rubin—. Consideren lo siguiente. Su segundo hijo se llama Mark, que es también el nombre del autor del segundo Evangelio. Su tercer hijo se llama Luke, que es el nombre del autor del tercer Evangelio. Apostaría algo a que si hubiera tenido un cuarto hijo, se hubiera llamado John.
—¿De qué sirve hacer una suposición así? —preguntó Gonzalo—. No podemos resolverlo y decidir quién es el ganador.
—¿Por qué no fue Matthew el nombre del primer hijo? —quiso saber Avalon.
Rubin argumentó:
—Quizás Hunzinger no pensó en ello hasta después de que naciera su segundo hijo. O, simplemente, no le gustaba Matthew. En todo caso, me choca que si la palabra era t-w-o, tuviera un doble significado. Se referiría al segundo hijo y al segundo Evangelio e indicaría a Mark en cualquiera de los casos.
Trumbull comentó:
—Podría haber un millón de razones por las cuales el número dos indicaría a Mark; pero aunque las reunamos todas, no resultaría más probable que él se refiriese a «mi hijo número dos», de lo que sería solamente por una razón. ¿Por qué no decir Mark, si quería referirse a él?
Brant continuó:
—Bien, podía haber dicho to Mark; pero todo lo que yo oí fue to (a).
Avalon intervino:
—Mr. Brant, me gustaría saber si usted, en algún momento, observó que Mr. Hunzinger tuviera más confianza en uno de sus hijos que en otro, que valorase en mayor grado la perspicacia para los negocios de uno en particular, que lo quisiera más.
Brant inclinó la cabeza pensativo. Luego la movió en gesto negativo.
—No puedo decir que lo notara. No tengo recuerdo alguno de nada parecido. Naturalmente, tal como dije, mi relación con la familia no era de estrecha amistad personal. Se trataba tan sólo de una cuestión de negocios. El anciano nunca confió asuntos familiares más allá de las cosas que fueran importantes para el testamento.
Gonzalo apuntó:
—Seguimos hablando acerca de los hijos. ¿Cómo sabe usted que el anciano no le concedió ninguna atención a su hija? Supongamos que dejara el negocio a sus tres hijos, por terceras partes, pero quisiera que su hija tomara las decisiones cruciales. Podía haber pensado que ella era la que tenía el mejor sentido para los negocios y dirigiría el cotarro aunque no quisiera estar conectada con los negocios de la empresa de un modo abierto.
—¿Qué es lo que le ha inducido a esa idea, Mario? —preguntó Avalon.
—Supongamos que la palabra fuera t-o-o (también). Podía haber estado diciendo «Mi hija también debería estar incluida». Algo así.
—No lo creo —declaró Brant—. Mr. Hunzinger nunca mencionó a su hija en conexión con la empresa. Recuerden también que sus prejuicios son anteriores a la Primera Guerra Mundial cuando las mujeres ni siquiera podían votar. Él no era feminista en modo alguno. Su esposa fue una simple ama de casa, y eso era lo que a él le gustaba. Se cuidó de casar a su hija con un hombre rico y, por lo que a él concernía, eso constituía el límite de su responsabilidad respecto de ella. Al menos me veo forzado a esa conclusión cuando pienso en nuestras diversas discusiones sobre el testamento.
Una vez más cayó el silencio alrededor de la mesa, hasta que Avalon dijo con un suspiro bastante teatral:
—No importa qué hipótesis establezcamos. No importa lo inteligentes e ingeniosas que éstas puedan ser; no existe modo alguno por el que podamos demostrar que son verdad. Me temo que, por esta vez, tenemos que decidir que nuestro anfitrión tiene razón y que el problema, por su misma naturaleza, es insoluble.
Gonzalo apuntó:
—No, hasta que preguntemos a Henry.
—¿Henry? —se sorprendió Brant, y su voz bajó hasta convertirse en un suspiro—. ¿Se refiere al camarero?
Trumbull le dijo:
—No hay necesidad de hablar tan bajo, Nick. Él es miembro del club.
—Entonces, le preguntaré —decidió Gonzalo—. Henry, ¿tiene alguna idea acerca de esto?
Desde su lugar en el aparador, Henry les dirigió una ligera sonrisa y contestó:
—Debo admitir, Mr. Gonzalo, que me he estado preguntando cuál podría ser el nombre del hijo mayor.
Gonzalo señaló:
—Frank. ¿No lo recuerda?
—Perdón, Mr. Gonzalo; pero me parece recordar que el hijo mayor es B. Franklin Hunzinger. Me preguntaba qué significaba la «B».
Todos los ojos se volvieron hacia Brant, quien se encogió de hombros y dijo:
—Él está identificado como B. Franklin incluso en el testamento de su padre. Ésa es la forma legal de su firma. Siempre pensé, sin embargo, que la B. quería decir Benjamin.
—Es una suposición normal —convino Henry—. Cualquier norteamericano llamado B. Franklin parecería que estaba obligado a ser un Benjamin. Pero, ¿oyó alguna vez que algún miembro de la familia, o cualquier otra persona, se dirigiera a él como Benjamin o Ben?
Brant meneó la cabeza muy despacio.
—No recuerdo nada parecido; pero esto sucedió hace más de veinte años y yo, como he dicho, no formaba parte del círculo familiar.
—¿Y después de la muerte del anciano Hunzinger?
—Apenas tuve contacto con ellos desde entonces, ni siquiera respecto a asuntos legales.
Trumbull preguntó:
—¿A qué viene todo eso, Henry?
—Porque se me ha ocurrido que existen, para hablar de algún modo, cuatro homónimos con el sonido t-o-o.
Avalon inquirió con voz asombrada:
—¿Cuatro? ¿Quiere decir que uno de los homónimos tiene dos significados de derivación independiente como en el caso de b-e-a-r?
—No, Mr. Avalon. Me estoy refiriendo a los cuatro homónimos con cuatro distintos deletreos.
Avalon se apresuró a decir:
—Imposible, Henry. Manny, ¿puede usted hallar un cuarto homónimo además de t-o-o y t-w-o?
—No —respondió Rubin llanamente—. No existe un cuarto homónimo.
Henry puntualizó:
—He dicho «para hablar de algún modo». Todo depende del primer nombre de B. Franklin.
Drake comentó:
—Henry, es usted muy misterioso y nos tiene a todos confundidos. Explíquese, por favor.
—Sí, doctor Drake. Mr. Brant había dicho que el viejo Hunzinger era un autodidacta y había indicado que estaba particularmente interesado en la historia romana. Él educó a sus hijos en lo que creía que era la tradición romana. Utilizó términos tales como «paterfamilias», etc. Y les dio nombres romanos tradicionales. A su hija le puso Claudia; un hijo es Mark, del romano Marcus; otro es Luke, del romano Lucius. Es posible, de hecho, que los nombres originales fueran en realidad Marcus y Lucius y que los jóvenes encontrasen Mark y Luke más aceptable para sus ambientes. Ahora bien, ¿qué ocurre si el hijo mayor tenía también un nombre romano sin ninguna forma inglesada usual? Podía no haberlo usado en absoluto, y se quedó con Franklin que se convierte en el muy común y aceptable Frank. Un nombre corriente romano que empiece con «B» es Brutus, y no tiene ninguna forma de adaptación a la lengua inglesa que resulte aceptable.
—Ajá —exclamó Rubin.
—Sí, Mr. Rubin —dijo Henry—. Si el anciano Mr. Hunzinger había picoteado briznas del latín, indudablemente las últimas palabras de Julio César, una de las más famosas de todas las frases latinas, le sería conocida. Contiene la palabra tú que es la latina para la forma familiar de you (tú) y es tan conocida entre la gente educada de habla inglesa, aunque solamente fuera por esa frase, que podía casi considerarse como un cuarto homónimo. Preguntado acerca de cuál de sus hijos debería dirigir la empresa, el moribundo pensó en el mayor, recordó el nombre que le había dado cuando era niño y podía haber dicho algo así como «todos mis hijos participan y tú, Brutus, serás el jefe». La frase «y tú, Brutus» se convierte en la exclamación que murmuró César de «et tu, Brute» y solamente el «tu» sonó lo bastante fuerte para ser oído.
—Dios mío —murmuró Brant—. ¿Quién podría pensar en algo como eso?
—Pero es lo más ingenioso —observó Avalon—. Espero que tenga razón, Henry. Me sentaría muy mal ver desperdiciado ese razonamiento. Supongo que podríamos llamar a Hunzinger e intentar persuadirle de que nos dijera cuál es su primer nombre.
Gonzalo dijo con excitación:
—Espere, Jeff, ¿no figurará en el Who’s Who in America? Normalmente incluyen a hombres de negocios.
Avalon objetó:
—Podían tener tan sólo la versión oficial de su nombre… B. Franklin Hunzinger. Naturalmente a veces incluyen el resto del nombre entre paréntesis, para indicar que existe pero que no se usa.
—Veamos —propuso Gonzalo.
Bajó el primer tomo de la obra y, durante un ratito, se oyó el sonido de hojas que se movían. De pronto paró y Gonzalo gritó con voz triunfante:
—Brutus Franklin Hunzinger. El «r-u-t-u-s» entre paréntesis.
Brant enterró la cabeza entre las manos.
—Esto ha estado preocupándome durante veinte años, sin dejar de pensar en ello de cuando en cuando, y, si lo hubiera mirado en el Who’s Who… ¿Y por qué tenía que ocurrírseme mirarlo? —Meneó la cabeza—. Tengo que decírselo a ellos. Tendrán que saberlo.
Henry apuntó:
—No creo que sea prudente, Mr. Brant. Los hermanos se llevan bien tal como están; pero, si averiguan que su padre había escogido a uno de ellos para dirigir la empresa, de lo cual tampoco podemos estar seguros, es posible que surgieran sentimientos inconvenientes. No se debe intentar arreglar lo que no está roto.
Post Scriptum
Varios de los enigmas de mis Viudos Negros dependen de las vaguedades de la lengua inglesa. No puedo evitarlo, porque tengo un gran interés y admiración por el lenguaje.
Debo admitir, sin embargo, que me doy cuenta, con desagrado, de que siempre que dependa demasiado del inglés, pongo grandes barreras a los traductores y puedo disminuir mis oportunidades de conseguir ediciones extranjeras. El problema no es sólo que las ediciones extranjeras aportan dinero (es bien conocido que mi carácter es demasiado refinado y noble para que yo esté interesado en el dinero), sino que las traducciones presentan mi obra a públicos que, de otro modo, serían incapaces de leerme. Y ser ampliamente leído sí me interesa.
Sin embargo, debo admitir que, cuando en un punto del lenguaje hallo un truco útil, como en la historia que acaban de leer, nunca puedo resistirme.
El relato apareció por primera vez en la edición de marzo de 1985, del Ellery Queen’s Mystery Magazine.