Segundo entrenamiento. Gaston Champignon se ha llevado por sorpresa a los chavales al patio del Pétalos a la Cazuela y les ha dicho lo siguiente:
—Nada mejor que una buena escalera para fortalecer los músculos de las piernas.
Así que, uno tras otro, han ido bajando y subiendo del sótano un montón de veces, dando grandes saltos con los pies juntos por los escalones.
—Los jugadores profesionales practican este ejercicio atándose cinturones con pesos —anuncia luego el cocinero—. Así las piernas se vuelven más potentes. Nosotros nos apañaremos con lo que tenemos…
Gaston entra en el sótano y, al cabo de un rato, sale con pesos proporcionales al físico de cada uno. Fidu, que es el más robusto, salta de un escalón al otro sujetando un gran jamón en los brazos; Nico, una garrafa de aceite de oliva; los otros, cajas de pasta.
Después del ejercicio de los saltos, los chicos se van corriendo a los jardines. Ahora el cocinero-entrenador empieza con la técnica.
—Coged cada uno un balón del saco y pelotead durante diez minutos. Por favor, que sean toques suaves, con el empeine. La pelota no debe sentir dolor, tratadla bien, pues de lo contrario durante el partido se escapará a los pies de vuestros adversarios…
Fidu, que la lanza al aire y la bloquea al vuelo con las manos, responde:
—Yo la trato divinamente, míster, ¡con guantes!
Todos se echan a reír.
Gaston Champignon deja a los chicos con Augusto y aprovecha los diez minutos de peloteo para subir al coche y dirigirse al semáforo donde trabaja Becan.
—Hola, Becan, ¿cómo va el día?
—Mal, señor Champignon —contesta el chaval rubio, que lleva en la mano una esponja y un cubo con agua y jabón—. Hace calor, unos treinta grados, pero la gente sube la ventanilla en cuanto me acerco.
—A lo mejor creen que les quieres lavar la cara en lugar del parabrisas… —bromea el cocinero, que luego le habla del equipo y del lugar que podría ocupar él, en la banda derecha.
A Becan se le ilumina la cara de alegría, como a un niño delante del escaparate de una juguetería, pero enseguida se le apaga, como a un niño que sabe que no puede comprar esos juguetes.
—Ayer seguí desde aquí vuestro entrenamiento. Tenía unas ganas enormes de echar la esponja al cubo y salir corriendo a dar patadas a esos balones nuevos… Pero no puedo. Mi padre se ha quedado en el paro y no encuentra trabajo. Mi madre tiene que ocuparse de mis dos hermanitos. El poco dinero que gano lavando cristales es muy útil para mi familia.
El cocinero se frota el extremo derecho del bigote.
—Podemos hacer una cosa: fingir que somos un equipo de verdad; yo soy el presidente y te doy una pequeña paga por tus entrenamientos. Así no pierdes dinero y al mismo tiempo te diviertes. ¿Qué te parece?
Becan sonríe.
—Es usted muy amable, pero yo quiero ganar dinero trabajando. El fútbol solo debe ser un entretenimiento a mi edad.
BECAN
Champignon le pasa la mano por el cabello rubio.
—Eres un chico encantador, Becan. Tienes razón, perdóname.
—No tiene por qué disculparse, señor Champignon. Si me deja que le limpie el parabrisas, aceptaré los céntimos que me dé. Y si tengo un poco de suerte y gano otras monedas, a lo mejor un poco más tarde puedo unirme a vosotros y jugar un poco.
El cocinero vuelve al campo con los cristales limpios, le cuenta a Augusto cómo le ha ido con Becan y silba para llamar a sus jugadores.
—Poneos en fila uno detrás de otro, cada uno con una pelota al pie. Yo vuelvo enseguida.
Gaston va al coche, donde coge una caja de botellas de plástico llenas de agua, que pone en línea recta por el suelo.
—Salid de uno en uno y haced un eslalon con el balón al pie, driblando las botellas —indica—. Os aconsejo que uséis los dos pies para tocar la pelota: un toquecito con el derecho, otro con el izquierdo. Y mantenedla siempre cerca de vosotros, así durante el partido será más difícil que os la quiten. Después de la última botella, disparad a puerta a Fidu, que os espera entre esos dos árboles. ¿Entendido? Bien, empieza tú, Tomi.
También las gemelas, una detrás de la otra, corren entre las botellas. Y luego vuelta a empezar con Tomi. Hasta que interrumpe el ejercicio una sarta de cláxones del cochazo negro, que ha regresado y está aparcando al lado de la acera.
Todos se acercan al coche.
Augusto abre la puerta y deja pasar a un chico rubio con los pantalones descosidos y un cubo en la mano.
Becan se dirige a Gaston Champignon.
—Este amable señor me ha pedido que limpie todos los cristales de su coche. Como tiene tantos, me dará dinero suficiente para todo el día. O, más bien, ¡para una semana! Así que, en cuanto haya acabado, ¡podré jugar con vosotros!
El cocinero sonríe a Augusto y luego dice a los chicos:
—Si le echamos una mano, Becan acabará antes y podremos reemprender el entrenamiento. Yo tengo en mi coche unos trapos y algunas esponjas. ¿Qué me decís?
—¡Una idea excelente! —exclama Fidu, que lleva una botella en la mano—. Además, con este calor es un placer echarse encima un poco de agua… —Aprieta la botella de plástico y salpica a Sara en la cara…
Las gemelas, Tomi y Nico salen corriendo a por las botellas del eslalon.
Limpiar el coche de Augusto se convierte enseguida en una divertidísima y refrescante batalla de salpicaduras y de espuma, que acaba en cuanto Champignon toca el silbato.
—¡Estupendo, chicos! Los cristales están relucientes. Volvamos al trabajo. El día de la apuesta se acerca, no lo olvidéis.
Tomás tiene todavía un poco de agua en su botella.
La tira al suelo y escucha sonriente el ruido que hace. Le recuerda alguna película que ahora no identifica. Seguro que Eva lo sabría…
El señor Champignon explica el nuevo ejercicio.
—Tú, Nico, inicias la jugada y lanzas el balón a Becan desde el centro del campo. Tú, Becan, la recibes, corres hasta el fondo y luego le das un pase cruzado a Tomás. Tomi, tú deberás disparar a la puerta de Fidu y marcar gol. Vosotras dos, Lara y Sara, tenéis que tratar de interceptar el pase e impedir que Tomás dispare. ¿Está claro? ¿Lo habéis entendido todos? De acuerdo; entonces, cada uno a su puesto. ¡Adelante!
Fidu estalla de nuevo de alegría.
—¡Fabuloso, Lara! ¡Con dos defensas así no me dispararán nunca a puerta! No está nada mal, ¿eh, capitán?
Tomi, todavía más asombrado que antes, se sacude la tierra de encima. Lara le tiende una mano diciendo:
—He dado al balón. No te he hecho falta, ¿verdad?
—Todo perfecto —responde Tomi—. No te preocupes, lo has hecho muy bien. Si jugáis con tanta fogosidad, los Tiburones tendrán que sudar para meternos un gol. Vuelvo enseguida…
El delantero centro va a decirle algo a Becan, mientras el cocinero pita para señalar el inicio de una nueva jugada. Nico pasa la pelota a Becan, que da un nuevo pase cruzado. Tomi finge que corre hacia el balón. Sara y Lara saltan para anticiparse a él como la otra vez, pero en esta ocasión el pase es más largo (es lo que le había pedido Tomi a Becan…). La pelota pasa por encima de las dos gemelas y llega hasta Tomi, que está sin marcaje y con un cabezazo preciso mete gol.
Lara y Sara, con las manos en las caderas, miran a Fidu, que se ha tirado a por la pelota en vano. El portero vuelve a ponerse la gorra, que había salido volando.
—Esta vez nos ha engañado a todos…
Tomi choca los cinco con Becan.
—¡Ha salido de maravilla! Bien, este será nuestro «plan 1».
Gaston Champignon sonríe satisfecho y guiña el ojo al chófer Augusto, que coincide con él:
—El equipo está madurando bien, míster.
—¿Y te llamas como el campeón inglés? —le pregunta Sara a Becan.
—No, él se llama «Beckham», con k, h y m. Yo soy más pobre y solo tengo una c y una n. Becan es un nombre muy común en Albania.
—¡Lo importante es que des buenos pases como el Beckham de la k, la h y la m! —comenta Tomi.
Un chico alto, con una pelota de baloncesto bajo el brazo, les observa.
La primera semana pasa volando: todas las tardes un entrenamiento y una batalla festiva de salpicaduras en torno al cochazo de las gemelas, para que Becan pueda jugar en lugar de trabajar en el semáforo.
Solo queda por resolver un pequeño detalle: aún les falta un jugador…
Todos los días Tomi le recuerda a Champignon el problema:
—La apuesta se jugará siete contra siete y nosotros solo somos seis. Sin un reserva siquiera…
Pero el cocinero está de lo más tranquilo.
—No te preocupes, capitán. El sábado encontraremos al chico que nos falta.
—¿Por qué el sábado?
—Ven al restaurante el sábado hacia las tres y te lo explicaré.
A las tres en punto del sábado, Tomás sube al cochecito de flores de Gaston Champignon y se dirigen juntos al parque del Retiro.
—Cuando necesito ingredientes para mis platos —dice el cocinero por el camino—, voy al mercado de las flores, porque sé que allí encontraré plantas de todos los tipos. ¿Estamos buscando a un chico que juegue bien al fútbol? Bueno, pues este me parece un buen sitio para encontrarlo, ¿no crees?
En efecto, como todos los sábados por la tarde, en los prados del parque se juegan a la vez por lo menos diez partidos. El parque parece un inmenso hormiguero de jugadores de todas las edades que corren y tratan de meter goles en porterías improvisadas: dos bolsas tiradas en el suelo, dos árboles, dos palos clavados en tierra y unidos por una cuerda que hace las veces de larguero… Después de una semana de trabajo o de estudio, todo el mundo tiene muchas ganas de divertirse.
—Mira a tu alrededor, capitán, y si ves a un chico de tu edad que te parezca buen jugador, le invitaremos a unirse a nuestro equipo.
Tomi y Champignon caminan por el césped, pasando de un partido al otro, hasta que el cocinero se detiene.
—¿Has oído eso, mon capitaine? ¡Alguien ha dicho «Cartâo vermelho», que en portugués significa «Tarjeta roja»!
—Será un portugués —replica Tomi—, no me parece demasiado interesante…
—No, creo que esos son brasileños, porque un equipo lleva la camiseta de Brasil. Ojo, mon capitaine, que a lo mejor hemos encontrado el puesto donde escoger nuestra flor… Nadie juega tan bien al fútbol como los brasileños.
El equipo de amarillo está formado por niños. Sus adversarios son hombres que juegan con el torso desnudo. Algunos tienen barrigas poco propias de atletas…
Parece un partido entre padres e hijos. Se respira mucha alegría y, entre una jugada y otra, los futbolistas bromean. Los padres están haciendo el ridículo, porque los chicos son demasiado rápidos y en tan solo cinco minutos les meten tres goles. Los tres los ha metido un chaval con el pelo ensortijado, que juega como extremo izquierdo. Tiene las piernas cortas, pero es velocísimo y, cuando echa a correr, no hay quien intercepte sus regates. Quizá debería pasarle un poco más la pelota a sus compañeros, que no dejan de desgañitarse reclamándoselo en cada jugada:
—¡João, pasa! ¡João! ¡Pásamela, João!
Tomi mira a Champignon.
—João.
—Es zurdo, justo lo que necesitamos —responde el cocinero.
Una vez acabado el partido, padres e hijos se ponen a la sombra bajo los árboles, donde algunas mujeres tienen preparados bocadillos y limonada fría. Los jugadores beben y siguen bromeando sobre el partido.
El señor Champignon se acerca, pero, antes de que pueda presentarse, una señora le pregunta:
—Pero ¿usted no es el cocinero de Pétalos a la Cazuela? Hemos ido a su restaurante y comimos divinamente.
Champignon, como un actor consumado, se quita el gorro y hace una reverencia espectacular.
—Se lo agradezco, es usted una verdadera gourmet. Y si nos da algo de beber a mi pequeño amigo y a mí, le explicaré el secreto de la ensalada de espinacas con violetas…
Los brasileños se echan a reír y sirven limonada en dos vasos de plástico. El señor Champignon les da a las mujeres algunas de sus recetas y luego les explica la historia del equipo de fútbol que están formando.
João acepta de inmediato la invitación con entusiasmo. El cocinero asegura a los padres del chaval que irá a buscarlo en coche y lo devolverá a casa después de cada entrenamiento.
—¡Esto hay que celebrarlo! —exclama Carlos, el padre de João, cogiendo una guitarra.
Champignon pide otra.
—Aunque los franceses no bailamos la samba, también nos gusta la música.
Se ponen a tocar y, mientras los demás bailan y cantan alegremente, Tomi explica a João la apuesta que les espera en solo una semana.
JOÃO
Al volver al Pétalos a la Cazuela, el cocinero saca la pizarrilla y escribe «João» bajo el único puntito que todavía no tenía nombre.
—Ahora ya está completo el equipo, mon capitaine.
—Dentro de una semana este equipo meterá tres goles —responde Tomi.
Al salir del restaurante, se cruza con Sofía.
—Buenas tardes, señora.
—Hola, Tomi. Eva me ha dicho que te salude de su parte.
—¿De verdad?
El ascensor en el vestíbulo de su edificio está parado, pero a Tomi le han entrado muchas ganas de echar a correr… Sube a pie hasta su casa, saltando los escalones de dos en dos.