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Et voilà!, como diría Gaston Champignon.

Estás asistiendo al primer entrenamiento de verdad del nuevo equipo creado por el cocinero, que se ha colocado en mitad de los jardines y da órdenes con su cucharón de madera. Va tocado con su infalible gorro en forma de hongo, pero para la ocasión se ha puesto también unas zapatillas de deporte blancas y un chándal azul nuevo. Además del chándal ha comprado siete balones de cuero, que de momento siguen metidos en un saco porque, para empezar, el entrenador ha ordenado diez minutos de carrera lenta.

Tomás, como buen capitán, corre en cabeza del grupito. Para que pasen más deprisa los diez minutos se pone a charlar con sus amigos, pero renuncia después de las primeras preguntas.

Nico y Fidu no le responden siquiera. No lo hacen por mala educación, sino porque les falta resuello para contestar. Resoplan a sus espaldas como si fueran cafeteras… Es lógico, no están tan en forma como Tomi, que ha jugado toda la temporada en los Tiburones Azules.

—¡Fidu, tengo una bombona de oxígeno! —grita Pedro desde los bancos—. ¿La necesitas?

Los amigos de Pedro sueltan una carcajada.

Fidu finge que no los oye. O a lo mejor no los oye de verdad, de tan agotado como está, con los oídos zumbándole y la cara roja como un tomate. Se arrastra bajo el sol ardiente como si la cadena de plástico que lleva al cuello pesara un quintal. Y en cuanto el cocinero-entrenador silba para señalar que se han acabado los diez minutos, se desploma a cuatro patas sobre la hierba de los jardines, con la lengua fuera.

—Me siento como un soldado de la Legión después de tres días de marcha por el desierto… Veo espejismos… camellos… agua, dadme agua…

—Menos mal que el portero no tiene que correr —responde Tomi sonriendo.

—Y que yo tengo que hacer correr el balón… —dice Nico, con goterones de sudor hasta en las gafas—. Confirmado: el balón suda mucho menos que yo.

El cocinero coge una cesta llena de botellitas de agua de su floreado coche y las va pasando a sus jugadores.

Fidu se echa un poco por encima de la cabeza para refrescarse.

—No os preocupéis, chicos —dice Champignon—. Con un poco de entrenamiento os sentiréis mucho mejor. Hace falta paciencia, como en el restaurante: los mejores platos hay que cocinarlos a fuego lento.

—Yo ya estoy bien cocido… —balbucea Fidu con un bufido.

—Lo peor ya ha pasado —le consuela el entrenador—. Ahora, vayamos a la sombra a hacer unos ejercicios para desentumecer los músculos. Empezaremos por este: estirad las piernas, doblaos hacia delante y tratad de tocar con la mano derecha el pie izquierdo. Luego levantaos y haced lo contrario: mano izquierda contra la punta del pie derecho. Así…

Gaston Champignon enseña el movimiento y los tres chicos lo repiten delante de él. No es un ejercicio difícil, pero por culpa de su barriga Fidu tiene problemas para doblarse. De hecho, con las manos solo logra llegar un poco por debajo de las rodillas.

Naturalmente, la banda de Pedro no desaprovecha la ocasión para tomarle el pelo. Gritan desde su banco:

—¡Fidu, imagínate que tienes un pastelillo en la punta de las zapatillas y verás cómo llegas!

Fidu les lanza una mirada feroz de campeón de lucha libre.

—Míster, ¿puedo ir a taparles la boca a esas pulgas? —pregunta.

El cocinero le indica que no con el cucharón de madera.

—Olvídate de ellos. Haz como si no existieran.

—¡Pero me molestan y no puedo entrenar a gusto!

—Es otro tipo de entrenamiento —le explica monsieur Champignon—. Durante los partidos tendremos que ser capaces de concentrarnos exclusivamente en lo que ocurre en el campo, sin hacer caso de lo que digan en las gradas. ¿Está claro? ¿Está claro? ¡Estoy hablando con vosotros, chavales! ¿Está claro?

Nadie le contesta. Tomi, Fidu y Nico se han quedado de piedra, con la boca abierta de par en par.

Gaston Champignon se da la vuelta y comprende por qué: junto a la acera se acaba de detener un automóvil largo como una pista de tenis. Es un cochazo negro, reluciente y deslumbrante, con seis puertas, tres pares de ruedas, una estatuilla de plata con alas sobre el capó y unos cristales oscurísimos. Nadie ha visto jamás nada parecido en el barrio. Solo en el cine o la televisión.

—Tomi, ¡es más largo que el autobús de tu padre…! —comenta Nico limpiándose las gafas.

Del asiento del conductor baja un hombre con bigote blanco, gorra y guantes de piel que Tomi reconoce inmediatamente: es el hombre elegante que había visto hablar con Champignon en la escuela de baile.

El chófer abre la puerta central del coche negro, por la que bajan dos gemelas pelirrojas vestidas con calzones, camiseta, zapatillas de fútbol y gafas de sol oscuras. Se dirigen con paso decidido hacia el cocinero y le estrechan la mano.

—Perdone por el retraso, míster —se disculpa Lara, la de las trenzas—. Nuestro chófer, Augusto, hoy no está en forma y se ha equivocado de camino un par de veces.

Y a continuación chocan los cinco con Tomás.

Fidu y Nico siguen mirando sin comprender. Sabían que esa tarde llegarían dos candidatos a defensas, pero no contaban con que fueran chicas ni que desembarcaran de un coche semejante…

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AUGUSTO

El primero en recuperarse de la sorpresa es Fidu, que comenta:

—A lo mejor vuestro chófer se ha vuelto a equivocar de camino. Esto es un entrenamiento de fútbol, no un concierto de rock.

Sara se quita las gafas oscuras y se queda mirándolo fijamente.

—Has hecho bien en decírmelo. Creía que era una reunión de luchadores, visto que llevas al cuello la cadena de John Cena.

—¿Conoces a John Cena? —pregunta Fidu con los ojos como platos por la sorpresa.

—Conozco a todos los luchadores de lucha libre —replica Sara colocándose la diadema en el pelo—. Y si tienes ganas de acabar tirado por el suelo, te enseño enseguida una llave.

—¡Fabuloso! ¡Una luchadora! ¡Me parece que nos vamos a entender! ¡Choca esos cinco! —dice Fidu alargando su manaza.

Sara le golpea la mano, y Lara hace lo mismo.

—Tenemos que entendernos por fuerza. Tú eres el portero, mi hermana y yo seremos las defensas; los tres juntos formaremos la defensa del equipo. Nos hará falta mucha compenetración cuando nos ataquen los contrarios.

—¡Bien dicho, chica! —interviene Champignon—. Pero basta de hablar, pongámonos a trabajar. Que cada uno coja un balón del saco y se ponga a pelotear por su cuenta. Tú, Fidu, tira la pelota al aire y bloquéala con las dos manos por encima de la cabeza.

Las chicas se van corriendo a dar las gafas de sol al chófer Augusto, y luego cogen su balón del saco junto a sus nuevos compañeros de equipo.

Gaston Champignon observa cómo trabajan sus jugadores.

El balón de Tomás nunca toca el suelo. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, cabeza, derecha, izquierda, muslo…

«¡Qué chaval! —piensa el cocinero con una punta de orgullo—. Es un verdadero genio, hace lo que quiere con la pelota.»

En cambio, el balón de Nico casi siempre está por tierra. Derecha, izquierda, y se le cae. Lo persigue, vuelve a pelotear, se le vuelve a caer… «Puede que le falte talento —se dice Gaston—, pero ese chico tiene muchas ganas de aprender y mejorará rápidamente.»

Las gemelas saben jugar. No pelotean tan bien como Tomi, pero se ve que tienen mucha más confianza con la pelota que Nico. «Tenía razón mi mujer —piensa Champignon—: las dos chicas bailan mucho mejor con pelota que sin ella…»

Es posible que Fidu no sea demasiado ágil, pero sus manos parecen tenazas. Cuando aferra el balón, no se le escapa nunca. «Casi como si fuera una rosita con merengue…», piensa el cocinero sonriendo entre dientes, antes de pitar con el silbato.

—Ya está bien, chicos —les interrumpe—. Ahora poneos por parejas con un solo balón. Lara con Sara, Tomi con Nico. Colocaos a cuatro o cinco metros de distancia y pasaos la pelota usando los dos pies: derecho, izquierdo, derecho, izquierdo… Pero que sean pases precisos, por favor, directos al pie de vuestro compañero.

Los chicos empiezan el ejercicio. Tomi da unos consejos a Nico, que está orgulloso de poder entrenarse con un amigo que juega tan bien. Aprende a golpear la pelota en el lugar adecuado, a poner el pie en la posición correcta, a inclinar el cuerpo como hay que hacerlo y, consejo tras consejo, sus pases se van haciendo cada vez más precisos. Le gustaría anotarlo todo en un cuaderno, para no olvidarlo, como hace todas las mañanas con entusiasmo en el pupitre de la primera fila cuando le explican la lección.

El entrenador vuelve a pitar con su silbato.

Très bien! —Que en francés significa «Muy bien»—. Ahora haced el mismo ejercicio, pero corriendo. Acercaos un poco, a un par de metros de vuestro compañero, y llegad hasta el fondo del campo pasándoos la pelota. ¡Adelante, chicos! Y, por favor, ¡pases precisos!

Concentrado como está en supervisar el ejercicio, el cocinero no se ha dado cuenta de que Augusto ha atravesado el campo y está a su lado.

—Monsieur Champignon, si le parece bien, mientras usted entrena a los jugadores yo podría adiestrar a su portero. Modestamente, he sido un buen número 1. Y, como ve, todavía trabajo con guantes…

El cocinero responde con una sonrisa:

—¡Encantado! Me hace falta un buen Ayudante.

Gaston saca del saco un balón y lo lanza sin avisar al chófer, que lo aferra con seguridad.

—¡Superbe, Augusto! Reconozco enseguida los reflejos de un portero con clase. Fidu tendrá un gran maestro.

La primera lección comienza justamente con esa presa segura. Augusto muestra a Fidu las manos abiertas que tienen inmovilizado el balón.

—¿Lo ves, chico? Mis pulgares casi se tocan. De esta manera puedo frenar mejor la fuerza del tiro. Si en cambio tienes las manos más separadas y agarras la pelota como harías con un jarrón para levantarlo, puede escapársete y acabar en la red, sobre todo si es un tiro fuerte.

Fidu pone las manos sobre la pelota, acerca los pulgares y pregunta:

—¿Así?

—Perfecto —contesta el chófer—. Ahora, si te colocas entre esos dos árboles, te lanzaré varios disparos y tú bloquearás la pelota de esta manera. Bloquéala por delante de ti, no demasiado cerca de la cara, doblando ligeramente los brazos. Y dobla también un poco las rodillas, salta levemente sobre la punta de los pies para que, si tienes que tirarte, puedas hacerlo enseguida.

Fidu se quita la cadena de plástico y la deja junto a uno de los árboles que sirven de postes, gira la visera de la gorra y se la pone sobre los ojos, porque el sol ya está bajo. Bebe un poco de agua de la botellita de plástico que luego tira junto a la cadena, se pone en posición, con las piernas ligeramente dobladas, y empieza a parar los lanzamientos de Augusto.

La banda de Pedro, que, como de costumbre, se disponía a burlarse de él, se queda muda. Fidu se lanza como un gato de un poste al otro. Parece que tenga pegamento en las manos: cuando el balón se estrella contra ellas no se despega. Y cada vez que se tira al suelo sobre la pelota suelta un grito, como si derribara a un adversario en el ring.

¡Un verdadero espectáculo!

En resumen, el primer entrenamiento no podría ir mejor. Todos se han esforzado al máximo y han aprendido algo.

Y así, cuando el cocinero silba para anunciar el final de la sesión, tiene la expresión de un entrenador satisfecho.

—¿Qué tal lo hemos hecho, míster? —le pregunta Lara.

Gaston Champignon se echa a la espalda el saco de los balones y recorre al equipo con la mirada.

—¿Os habéis divertido?

—Sí —responden todos.

—Entonces lo habéis hecho bien —concluye el cocinero—. Si os habéis divertido, ha sido un buen entrenamiento. Pero vuestro capitán os lo explicará mejor: nuestro equipo es como un plato. Como sabéis, yo soy un gran cocinero. ¿Y cuál es, Tomi, el ingrediente principal de nuestro plato?

—La diversión —responde Tomi sonriendo.

—Así es, chicos —se despide Champignon—. ¡Hasta mañana! ¡Divertíos!

Nada más irse el cocinero con su cochecito floreado, Pedro y sus amigos se acercan a los chicos, que se están despidiendo.

—¡Eh, niñas! —pregunta Pedro—, ¿mañana volveréis a hacernos reír u os quedaréis en casa jugando con la Barbie?

Lara, que ya tenía un pie dentro del cochazo negro, se da la vuelta y acerca su nariz a la de Pedro.

—Espera que coja la cadena de Fidu y te haga cerrar esa bocaza.

También se le acerca Sara.

—¡Eh, niñato! Eso que llevas al cuello, ¿es una coleta o un ratón disecado?

Los amigos de Pedro no se esperaban una reacción semejante y se quedan inmóviles sobre sus bicicletas, a la espera del contraataque de su amigo. Tomás, como buen capitán que es, comprende que es el momento de intervenir.

—Lara, Sara, no nos peleemos. Ahorremos fuerzas para los entrenamientos. —Se vuelve hacia su antiguo compañero de los Tiburones Azules—. Pedro, si te parecemos tan ridículos, ¿por qué no organizamos una apuesta?

Pedro sonríe con aire de suficiencia.

—¿Los Tiburones contra vosotros?

—Sí —responde Tomi—. En dos semanas estaremos preparados.

—¡Pero tú has jugado en los Tiburones y sabes lo bien que jugamos! ¿Crees realmente que podrás ganarnos con dos chiquillas, un empollón y un zampabollos?

La banda de Pedro se echa a reír.

—Ganaros quizá no —dice Tomi—, porque acabamos de empezar a entrenar, pero estoy seguro de que os meteremos por lo menos tres goles.

—¿Tres goles? ¿Tú y tus ridículos amigos os creéis capaces de meter tres goles a los Tiburones, que han llegado a la final del campeonato?

—La apuesta —insiste Tomi— es la siguiente: si os metemos tres goles, nos dejaréis entrenar en paz y hasta el próximo campeonato os mantendréis alejados de los jardines. Si no lo conseguimos, seremos nosotros los que desaparezcamos de aquí.

—¿Tres goles? ¡Acepto la apuesta por un solo gol! No lograríais meter ni uno aunque jugáramos con los ojos vendados… —Los amigos de Pedro sueltan otra carcajada.

—Os meteremos tres goles. Dentro de dos semanas en el campo de los Tiburones. Choca la mano, Pedro —responde Tomi con total seriedad.

Los dos antiguos compañeros de equipo se estrechan la mano mirándose a los ojos.

Antes de volver a casa, Tomi pasa por el restaurante para hablarle de la apuesta a Gaston.

El cocinero coge la pizarrilla de la estantería.

—El problema no son los tres goles, el problema es que todavía nos faltan dos jugadores para llegar hasta siete. Y nos queda poco tiempo para encontrarlos.

—A lo mejor ya he encontrado a uno —dice Tomi.

Pide la pizarra, donde ya están escritos su nombre y los de Fidu, Nico, Sara y Lara, y con la tiza escribe bajo el puntito más escorado a la derecha «Becan».

—Le he visto correr y disparar; es bueno —aclara.

Champignon se toca el extremo derecho del bigote:

—Excelente idea, mon capitaine. Mañana hablaré con él. —Pero luego se retuerce el extremo izquierdo y pregunta—: ¿Solo dos semanas? ¿Por qué tanta prisa por desafiarlos, Tomi?

Tomi vuelve a casa. Su padre acaba de empezar a construir un nuevo barco pirata y su madre prepara la cena. Entra en la habitación de sus padres, abre el carillón y mira a la bailarina girar sobre sí misma. Sonríe. Si no se le hubiera ocurrido la idea de la apuesta, habría tenido que esperar al otoño y al comienzo del campeonato para ver a Eva en la grada. Ahora en cambio solo faltan dos semanas. Pero eso… eso no podía confesárselo a Champignon…