Tomás sube al pequeño coche de Gaston Champignon, uno de esos vehículos de dos plazas que están de moda en las ciudades porque son fáciles de aparcar. Es azul, con el logo del Pétalos a la Cazuela estampado en las puertas, y rosas rojas pintadas por todas partes. A decir verdad, hay coches más cómodos, sobre todo para un hombretón como nuestro cocinero. Para poder encajarse entre el asiento y el volante casi debe contener el aliento.
Tomi tiene ganas de reír porque le viene a la cabeza un chiste que le contó su padre: «El señor Champignon en coche me recuerda a aquel elefante que quería entrar en una cabina de teléfonos». «¿Y lo consiguió?», preguntó Tomás. «Sí, pero no llevaba suelto…»
Tomi, sentado en el sofá, soltó una carcajada, mientras su madre, que preparaba la mesa, lanzó una mirada de reprobación a su marido.
—Me cuesta distinguir cuál de vosotros tiene diez años y cuál cuarenta…
En un cruce cercano a los jardines, el cocinero baja la ventanilla y saluda al chico rubio que le está limpiando los cristales, aprovechando que el semáforo está rojo. Tiene la cara sucia y los pantalones descosidos.
—¿Ha sido un buen día, Becan? —pregunta el señor Champignon.
—Más o menos —responde el chaval, quitando la espuma del parabrisas—. La gente prefiere llevar los cristales sucios. No sé por qué.
—Yo te lo explico —apunta el cocinero—: porque así se pueden meter un dedo en la nariz sin que nadie los vea desde fuera…
El rubio sonríe, coge la moneda, se la mete en el bolsillo y da las gracias con una pequeña inclinación. Saluda también a Tomi, que le responde con la mano.
Hay mucho tráfico. Es la hora punta en que todos vuelven del trabajo a casa. Pero el minicoche de Champignon logra meterse por todas partes, como el pequeño Tomás cuando en el campo se cuela entre las piernas de defensas que son el doble de grandes que él.
A los pocos minutos llegan a su destino.
—Ya estamos —dice el cocinero apagando el motor.
Entran en un edificio, cogen el ascensor, suben hasta el último piso y recorren un largo pasillo siguiendo una flecha que indica «Sala de baile».
A medida que se van acercando oyen un ruido que va creciendo en intensidad: parece que estén lanzando balonazos contra una pared. Balonazos y gritos de guerra.
Tomi y Gaston se detienen delante de una cristalera, tras la cual hay una gran sala con las paredes cubiertas de espejos. En cada espejo hay una barra de madera. En la sala solo hay dos chiquillas idénticas, seguramente gemelas, que luchan por una pelota roja. Tomás intuye enseguida las reglas del juego: han puesto dos mochilas en el suelo, que sirven de portería para las dos. La que se hace con el balón ataca y trata de meter gol entre las dos mochilas, la que no tiene el balón defiende y trata de quitárselo a la otra. Las dos son pelirrojas y llevan tutú.
Tomás se queda impresionado por la ferocidad con la que combaten. Será por los espejos, que multiplican su imagen, o será por el alboroto que montan, pero aquello parece un partido de once contra once…
La que lleva trenzas ha recuperado la pelota y mira su reflejo en un espejo. Tomi ha comprendido lo que se propone: deshacerse de la gemela haciendo rebotar la pelota contra el espejo y recogiéndola a sus espaldas. Una triangulación inteligentísima. Pero, cuando ya está a punto de disparar la pelota entre las mochilas, la que lleva una diadema, que ha sido driblada, se lanza al suelo deslizándose y hace caer de culo a la otra gemela.
—Superbe! —aplaude Champignon.
—¡Ha sido falta! ¡Falta! —grita la chica que se encuentra en el suelo.
—¡Hemos dicho que no hay faltas! —replica su hermana, que ha salido corriendo hasta el fondo de la sala y ahora se dispone a atacar. Pero, antes de que pueda decidir qué regate va a hacer, la arrolla la otra gemela, que se ha lanzado contra ella como un tren.
LARA Y SARA
—Superbe! —exclama de nuevo el cocinero.
Tomi no ha visto nunca nada igual. Tiene la boca abierta. Dos tigresas muertas de hambre en una jaula no lucharían con tanto ardor por un chuletón.
De repente entra la señora Sofía y secuestra la pelota poniendo la misma cara que la portera de Nico, una cara que no tiene nada de reconfortante.
—Señoritas, ¿tengo que recordaros por enésima vez que no estamos en el Santiago Bernabéu, sino en una clase de baile? ¡Id a acabar de prepararos!
Las gemelas se van a recoger las mochilas con la cabeza gacha y luego se dirigen al vestuario. Champignon abre la puerta y prácticamente empuja a Tomás al interior.
—Señoritas —anuncia—, él es Tomás, del que ya os he hablado.
La chica de las trenzas sonríe con entusiasmo.
—¿Nuestro capitán? Encantada, yo soy Lara. ¡Chocha esos cinco!
Tomi, un poco azorado, golpea la mano abierta de la primera gemela y luego la de la segunda, que también se presenta:
—Encantada, capitán. Yo soy Sara. ¿Cuándo empezamos a entrenar?
Tomi mira al cocinero en busca de ayuda. Gaston encoge los hombros, como diciendo: «Eres tú quien debe decidir, esta vez te las tienes que apañar solo».
—Bueno… no sé —balbucea Tomás—. En realidad… yo nunca he jugado al fútbol con bailarinas…
Las gemelas se convierten de pronto en las dos tigresas de hace un momento. La sonrisa se transforma en una mirada desafiante. Sudadas como están parecen todavía más enfadadas…
—Amigo, no somos bailarinas. ¡Somos futbolistas que bailan por obligación! —dice Lara.
—Y si no nos quieres en tu equipo, encontraremos otro capitán. ¡Y esperamos tenerte pronto como adversario! —añade Sara.
Se dan la vuelta y se dirigen a paso de carga hacia el vestuario.
El capitán se ha quedado mudo. Champignon tiene ganas de reír, pero se contiene.
—Pero si son chicas… —dice Tomi extendiendo los brazos.
—Cuidado con repetir el error habitual, mon capitaine —le sugiere Champignon—. No desprecies las flores antes de haberlas probado. Estas dos chicas tienen determinación de sobra, y esa es la primera virtud de un defensa. Recuerda la regla número uno: ¡son los buenos ingredientes los que hacen bueno el plato! Espérame un momento, que tengo que hablar con ese señor. Luego volveremos a casa.
El señor en cuestión es muy distinguido, tiene unos elegantes bigotes blancos y lleva un extraño sombrero en la mano, que recuerda al de un piloto de avión.
Tomás se queda sentado sobre un banco de madera en un extremo de la sala de baile. Está pensando: «¿Qué diría la banda de Pedro si me viera jugar con niñas? Es cierto que no hay que juzgar de antemano, pero una cosa es comer flores y otra muy distinta tener bailarinas en un equipo… El señor Champignon es simpático, pero está metiendo en la olla ingredientes un poco extraños; quizá sea mejor que me quede con los Tiburones…».
Mientras piensa eso mirándose las zapatillas de tenis con la cabeza baja, Tomi no se ha dado cuenta de que del vestuario ha salido una bailarina vestida de rosa. Sus zapatillas de baile son de lo más silenciosas. Tiene el pelo negro recogido en la nuca, como la señora Sofía. Levanta la pierna derecha y la coloca con elegancia sobre la barra de madera. Se dobla hasta tocar la punta del pie izquierdo. Son ejercicios de calentamiento antes de empezar la clase. Ahora da pequeños pasos sobre la punta de los pies, levanta los brazos y junta las manos sobre la cabeza. En el espejo ve a un chico pensativo, sentado en el banco, a sus espaldas. Le pregunta sin darse la vuelta:
—¿Eres bailarín?
Tomás levanta la vista y observa encantado el rostro más hermoso que haya visto jamás en un espejo. Responde sin pensar:
—No, soy futbolista.
Le viene de inmediato a la mente el carillón de su casa. Es una caja de metal en la que su madre mete las sortijas. Cuando la abres suena una musiquilla y una bailarina se pone a bailar sobre la punta de los pies girando sobre sí misma, con las manos sobre la cabeza. Es exactamente así como la chica atraviesa la sala de baile para acercarse al banco de Tomi: girando sobre sí misma, sobre la punta de los pies y con los brazos levantados sobre la cabeza.
—Entonces, ¿tú eres Tomás —pregunta—, el capitán del equipo de Lara y Sara?
—Sí, ¿y tú cómo te llamas? —Tomi se pone de pie.
—Eva.
—Bonito nombre.
—Sí, a mí también me gusta, porque muchas actrices y protagonistas de películas se llaman así. Me gusta mucho el cine.
—¿Y el fútbol te gusta?
—No demasiado, pero iré a ver vuestros partidos, porque Lara y Sara son dos de mis mejores amigas. ¿Cuándo empezáis los entrenamientos?
Parece que de pronto todos los peces del estanque han salido a flote para darle a Tomás la respuesta que esperaba.
—Mañana por la tarde, en los jardines —responde con seguridad el ya ex jugador de los Tiburones Azules.
—Bueno, pues mala suerte —dice Eva con una sonrisa que a Tomás le parece hermosa como el mar en calma del verano. Y se vuelve hacia los espejos haciendo piruetas sobre la punta de los pies.
Tomi la sigue con la mirada, encantado, hasta que se da cuenta de que alguien le ha puesto la mano en el hombro; pero es una mano extraña: sin piel ni carne, solo huesos.
Se gira y se encuentra cara a cara con un esqueleto. Se pone pálido y chilla:
—¡Aaaaaahhh!
Las bailarinas, que han ido llenando el aula mientras tanto, se echan a reír.
Lara, divertida, le pregunta:
—Capitán, pero las nenitas… ¿somos nosotras o tú?
También sonríe la señora Sofía, mientras empuja el esqueleto.
—Tomi, te presento a nuestro amigo Socorro. Lo he llamado así porque, cuando lo ven por primera vez, mis bailarinas gritan: «¡Socorrooo!». Esta es la broma que gastamos siempre a las nuevas alumnas.
SOCORRO
Tomás ha recuperado el color.
—Pero ¿usted también enseña a bailar a los muertos?
—No —responde la señora Sofía cogiendo un pie del esqueleto y alzándolo hasta la calavera—. Socorro me sirve para explicar a las bailarinas los movimientos correctos que tienen que hacer. A fuerza de entrenar se vuelven tan flexibles como él, hasta el punto de que pueden tocarse la nariz con la punta del pie.
Ha vuelto también Gaston Champignon:
—Es hora de irnos, campeón.
Tomás se despide de todo el mundo. Lara y Sara lo miran como si esperaran algo. Tomi sabe muy bien de qué se trata:
—Mañana por la tarde a las tres, en los jardines, empezamos los entrenamientos. Os espero.
Durante el trayecto en coche apenas hablan. Tomi solo hace una pregunta antes de bajar para regresar a su casa:
—¿Cree que les habré parecido un cobarde a las chicas?
—Solo un poco —responde el señor Champignon.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana, mon capitaine.
A la mañana siguiente, Tomás va andando al colegio junto a Fidu y Nico, como de costumbre. Delante de la puerta de la escuela secundaria se encuentran con César, Sergio y Pedro.
Pedro da un codazo discreto a César y pregunta con aire chulesco:
—¿Esta tarde dais otra sesión de circo en los jardines?
Fidu, enrabietado, está a punto de responder: «Si vienes tú, ensayaremos un número con animales…», pero se le adelanta Tomás.
—No es un circo, es el equipo que el año que viene te derrotará en el campeonato. Mi nuevo equipo. Sí, nos entrenamos también hoy, a las tres en los jardines. Te aconsejo que vengas: tienes mucho que aprender…
Es difícil decir quién pone mayor cara de asombro, si los tres chavales de la escuela secundaria o Fidu y Nico, a los que Tomi todavía no había comunicado su decisión.
Tomi pasa un brazo por encima de los pequeños hombros de su nuevo número 10 y el otro por las enormes espaldas de su nuevo portero: así es como llegan a la escuela, caminando juntos. Y después de las clases volverán a casa pasándose con los pies una lata aplastada.
Ya está decidido: formarán un equipo.