Han pasado algunos días desde la prueba en Pétalos a la Cazuela. Tomi, Fidu y Nico van camino de la escuela. Son los últimos días de clase. El sol calienta tanto que parece puesto adrede en el cielo para anunciar a los chicos que las vacaciones están a la vuelta de la esquina. Por eso, aunque tendrán que enfrentarse a los exámenes finales, cuyos resultados irán a parar directamente a las notas, nadie está demasiado preocupado. Basta con pensar en una ola marina, y el miedo a los exámenes se desmorona como un castillo de arena…
En realidad, como ves, Tomi y Fidu van alegres, riendo y bromeando sin parar. Lo raro del caso es que también Nico se ríe. Normalmente, cuando se acerca el final del año escolar, Nico se pone melancólico. Ya te lo he explicado: estar en clase, escuchar las lecciones y aprender muchas cosas le gusta de verdad, mientras que durante las vacaciones siempre acaba aburriéndose.
Pero este año no. Este año es completamente diferente, porque Nico se ha convertido en el número 10 de un equipo de fútbol de verdad. Este año el verano será un largo y apasionante entrenamiento a la espera del próximo torneo: ¡su primer campeonato!
Todo lo contrario al aburrimiento…
Nico está tan exaltado por esa novedad que, de camino al colegio, sigue contando a sus amigos los progresos que han hecho sus chutes gracias a la pared del patio y a los deberes que le ha puesto el cocinero.
—Ayer acerté a un jarrón de flores desde por lo menos diez metros. La portera me persiguió con la escoba… —explica.
—¿Y por qué no apuntaste a otra cosa? —le pregunta Tomás.
—Porque estaba seguro de que era imposible que le diera. En cambio, acerté de lleno… No me lo esperaba.
Se echan a reír.
Delante de la puerta de la escuela de secundaria se encuentran a César, Julio y Sergio, que hablan de la final. El capitán de los Diablos Rojos saluda a Tomi:
—¡Nos hiciste pasar mucho miedo con tus goles! Jugaste realmente fenomenal. Menos mal que tu entrenador solo te dejó jugar cinco minutos…
—Gracias, Sergio —responde Tomi, orgulloso de recibir cumplidos de un adversario tan temible—. Tú también jugaste muy bien. Y, por desgracia para nosotros, tu entrenador te dejó jugar el partido entero…
Julio le da una palmada en el hombro.
—Pero el curso que viene el campeonato lo ganaremos nosotros, ¿a que sí?
—Me juego el autobús de mi padre a que sí —dice Tomás sin dudarlo—. ¡Los Tiburones Azules no perderán un solo partido!
Se despiden. Sergio recoge la mochila y entra en el cole junto con César y Julio.
Tomás, Fidu y Nico siguen andando hacia las aulas de primaria. Los tres van a la misma clase, 5.º B.
Nico está perplejo y no puede evitar preguntar:
—Tomi, ¿por qué no le has dicho que en el próximo curso jugarás con nosotros y no con los Tiburones?
Tomi está un poco turbado.
—Porque debe ser un secreto. Cuando estemos listos, les daremos una sorpresa a todos.
A Fidu la respuesta no parece convencerlo. Mira a Nico y dice:
—O quizá lo ha dicho porque ya sabe que el próximo año volverá a jugar con los Tiburones. Es lógico, Tomi es un campeón. No puede estar en el mismo equipo que unos patosos como nosotros…
—¡No es verdad! —se enfada Tomi—. Ni se me ha ocurrido.
—Entonces, ¿por qué no quieres entrenarte con nosotros en los jardines? —le pregunta Nico—. Pelotear contra una pared es útil, sí, pero sería mucho más divertido pasarnos la pelota entre los dos; así, si me equivoco al chutar, tú me puedes corregir y darme buenos consejos.
—Nico tiene razón —continúa Fidu—. Si tengo que ser portero, necesito que alguien me entrene disparando a puerta. A lo mejor lo que pasa es que te da vergüenza que tus amigos de los Tiburones te vean jugando con nosotros.
—¡No es verdad! —rebate una vez más Tomás—. No me da vergüenza. Sois mis mejores amigos.
Fidu se detiene de repente delante de la puerta de la escuela.
—Escúchame bien: Nico y yo empezaremos a entrenar esta misma tarde en los jardines. ¿Vendrás con nosotros?
La mirada seria de Fidu y las grandes gafas de Nico apuntan a Tomi, que parece inquieto, como cuando has olvidado la respuesta correcta o te falta valor para contar una mentira. Luego responde:
—Hoy no puedo.
Al salir del colegio, Tomás ve a Fidu y a Nico, que ya están al final de la calle. Regresan a casa sin esperarlo.
Vuelve solo.
Mientras comen, Tomi se lo cuenta todo a su madre. Está muy confuso y tiene unas extrañas ganas de llorar. Ni siquiera Los Simpson, su gran pasión, le hacen reír.
Lo logra en parte su madre poniéndole en la cabeza la gorra de su uniforme de cartera.
—No debes sentirte culpable por preferir a los Tiburones —le dice—. Nico y Fidu son amigos tuyos y aceptarán lo que tú decidas, pero debes ser sincero con ellos, porque de lo contrario creerán que les has tomado el pelo. Fuiste tú quien les propuso la prueba del señor Champignon. ¿Realmente quieres formar parte de ese equipo? Eso es lo que tienes que decidir lo antes posible. Piénsalo bien y, cuando hayas tomado una decisión, comunícasela a tus amigos y al señor Champignon. Es más, estoy segura de que una charla con Gaston te ayudará a tomar la decisión adecuada.
Su madre no habla mucho pero, para dar un buen consejo, encuentra siempre las palabras apropiadas.
Después de lavarse los dientes, Tomi baja al restaurante. Los camareros le dicen que el cocinero se ha ido al mercado de las flores y que volverá hacia las cinco, de modo que se va al patio a coger la bici y decide dar una vuelta al parque. Su madre le ha contado que, cuando pedalea y el viento le da en la cara, se imagina que está en medio del silencio del campo.
Tomi piensa que el aire puro del campo le ayudaría a tomar la decisión correcta. Por eso, de pie sobre los pedales, se lanza en dirección al parque del Retiro, con el aire fresco acariciando su rostro.
Siempre que va al parque, se guarda en el bolsillo una pelota hecha de miga de pan para los peces del estanque.
Le gusta ver cómo suben a la superficie para picotear el pan, parecen pequeños futbolistas saltando para golpear con la cabeza las bolitas de miga. Sentado sobre el muelle de madera con las piernas colgando, espera que tarde o temprano aflore también la respuesta correcta.
En medio del estanque, una pequeña lancha roja teledirigida zumba como un abejorro. Las dudas que le rondan desbocadas por la cabeza hacen el mismo ruido: «¿Qué hago? ¿Me divierto con mis amigos o gano con los Tiburones? ¿Entro en el nuevo equipo del señor Champignon, que es muy simpático y siempre me deja jugar, o me quedo en los Tiburones, donde puedo exhibirme ante el observador del Barça, aunque Charli me deje jugar muy poco?».
Después de arrojar al agua la última miga, Tomi se levanta y coge su bici. A la superficie solo han subido peces rojos; ninguna respuesta útil.
Antes de volver al restaurante, decide pasar por los jardines. Se para a unos cincuenta metros y se esconde tras la cabina de teléfonos, para que no lo vean sus amigos, que se están entrenando.
A Tomi no le hace ninguna gracia ver cómo la banda de ese chulo de Pedro se burla de sus mejores amigos. Le gustaría cruzar la calle y explicarle a Nico cómo hay que chutar un balón y aconsejar a Fidu que antes de atrapar una pelota ponga siempre una rodilla en tierra, para evitar que se le cuele entre las piernas. Los porteros de verdad siempre clavan una rodilla en el suelo para detener los disparos rasos, hasta los más fáciles. Pero le falta valor. Tiene miedo de que Pedro, el hijo del entrenador, le pregunte en qué equipo tiene previsto jugar el próximo campeonato, porque todavía no lo ha decidido.
De no haber sido por un chico rubio, que realiza un sprint vertiginoso y logra detenerlo, quién sabe dónde habría acabado el balón.
El rubio vuelve al semáforo donde limpia los cristales de los coches, mientras pelotea con los pies y la cabeza, antes de devolver el balón a Nico con un derechazo potente y sumamente preciso.
«Así es como se golpea una pelota —piensa Tomi, admirado— y no con la punta del pie, como hace siempre Nico.»
Le entran otra vez ganas de cruzar la calle para explicárselo a su compañero de clase. No soporta que sus dos mejores amigos se pongan en ridículo de esa forma delante de todos. Pero una vez más le falta valor. Da la vuelta con la bici y regresa al restaurante.
Gaston Champignon está aclarando unos pétalos rojos en el fregadero.
—He encontrado unos claveles preciosos —le explica—. Perfectos para servir con queso. Pero tú no has venido a comer, ¿verdad?
Tomás se encoge de hombros.
El cocinero se seca las manos en el delantal blanco y se sienta a la mesita que hay junto a los fogones.
—Cuéntamelo todo, mon capitaine, que en francés significa «mi capitán».
Tomi le habla de su encuentro con Sergio y Julio delante de la escuela, de las dudas de Nico y de Fidu, de la conversación que ha tenido con su madre, del entrenamiento en los jardines…
—Si un amigo se enfada porque tú no juegas en su equipo, eso quiere decir que no es un amigo de verdad —empieza Champignon—. Pero estoy seguro de que Fidu y Nico son buenos amigos, por eso no cambiará nada si tú decides no jugar con ellos. Tu madre tiene razón: lo importante es que siempre digas claramente lo que piensas. Y que no se te pase por la cabeza que a mí me pueda molestar tu decisión. Si sigues jugando en los Tiburones, yo seguiré siendo tu mejor hincha, pero…
—¿Pero? —lo apremia Tomi.
—Pero piénsatelo bien. Mi amigo Platini, el mayor futbolista francés de todos los tiempos, jugaba en un pequeño equipo que se llamaba Saint Étienne. Y llevó a su equipito hasta la final de la Champions, por lo que se convirtió en un héroe. Es mucho más honroso conducir hasta la victoria a un equipo pequeño que a uno grande, lleno de campeones, como el Manchester, el Ajax o el Real Madrid. Cuanto más difícil sea la empresa que te propongas, más satisfecho estarás y más apreciado serás cuando triunfes.
—Pero los observadores de los equipos grandes van a ver a los chicos de los Tiburones y de los Diablos porque saben que en ellos juegan los mejores. Por ejemplo, el año que viene Sergio jugará en el Madrid.
El cocinero le hace una seña negativa con su cucharón de madera.
—Mi Platini jugaba en el pequeño Saint Étienne y acabó en el gran Juventus. Y luego piensa otra cosa: si estás rodeado de muchos compañeros de primer nivel, será más difícil que se aprecie que tú también juegas bien. Sobre todo si te hacen chupar banquillo… Si en un plato se ponen demasiados ingredientes fuertes, es difícil distinguirlos todos. Pero en un guiso de arroz al azafrán, nadie tiene dudas: manda el azafrán, es el gusto dominante. De modo que, si quieres, tú serás el azafrán de mi nuevo equipo. Serás el ingrediente principal y verás cómo los observadores de los equipos grandes no tardarán en ponerte a prueba…
Tomi sonríe.
—Y que quede claro —prosigue el cocinero—: es cierto que nuestro objetivo principal será divertirnos, pero eso no significa que yo no tenga ganas de ganar, ni mucho menos. Cuando cocino no me conformo con echar flores a la olla, sino que aspiro a que mis platos sean buenos, ¡a que triunfen! Y de hecho, sin falsa modestia, si en París y en Madrid la gente hace cola para comer en mi restaurante, será porque soy un cocinero triunfador, ¿no te parece? Pero ahora vámonos, que es tarde. Creo que he encontrado a nuestros dos defensas y te los quiero presentar, mon capitaine.