Si te gusta el fútbol, de ninguna manera puedes perderte este partido. Créeme. Disfruta del espectáculo, y ya me dirás al final si tenía o no razón.
Los equipos ya están en el terreno de juego: los que llevan camiseta roja y pantalones negros son los alevines del equipo Diablos Rojos, y los de camiseta azul y pantalones blancos son los Tiburones Azules. Como todos los años, están a punto de disputar la final del campeonato. Pase lo que pase, siempre gana uno de ellos: o los Diablos o los Tiburones. Es inevitable. Son los clubes juveniles más fuertes de la ciudad, en los que todos los chicos quieren jugar, porque todos los años los equipos de primera eligen a los mejores para incorporarlos a sus plantillas.
¿Ves a aquel señor, el que lleva una camisa blanca y está sentado en el sector derecho de las gradas? No, el que lleva una especie de hongo en la cabeza, no. El otro, el de al lado: es rubio, lleva unas gafas oscuras… el que está leyendo el periódico. Ese señor jugó hace años en primera división y ahora hace de observador, es decir, sigue los partidos de los niños un poco por todas partes en busca de pequeños futuros campeones para el equipo blanco.
Por lo general pasan al Real Madrid los mejores jugadores de los Diablos Rojos, mientras que los Tiburones Azules van al Barcelona, de modo que puede decirse que la enorme rivalidad que enfrenta al Madrid y al Barça se da también entre los Tiburones y los Diablos. Sabiendo esto puedes comprender lo trascendental que es la final que está a punto de comenzar y el empeño que pondrán en ella los dos equipos. Nadie quiere perder, porque después habría que esperar un año entero para jugar la revancha, y durante todo el verano sería la diana de las bromas de sus rivales…
Como te decía, será un partido emocionante: seguro que nos divertimos.
Como todavía falta un poco para el pitido inicial, quiero presentarte a una persona importante en la historia que te voy a contar. También él está sentado en las gradas, ya lo has visto antes: es el señor que lleva una especie de hongo en la cabeza, que en realidad es un gorro de cocinero. Efectivamente, monsieur Gaston Champignon es cocinero.
Lo divertido del caso es que su apellido, Champignon, en francés significa precisamente «champiñón». Si fuera español, tendríamos que llamarlo Gastón Champiñón. Pero eso no es lo único divertido en la vida del simpático «señor Champiñón». Como ves, siempre va por ahí con un cucharón de madera, aunque no esté en la cocina, y no se separa nunca de su gato gris, Cazo.
Cazo se llama así porque tiene el vicio de meterse en las ollas del restaurante y quedarse frito, y un par de veces estuvo a punto de acabar chamuscado de verdad. Por eso el señor Champignon puso un cojín en el fondo de una vieja olla que ya no utilizaba, y desde entonces el gato se ha acostumbrado a meterse dentro de ella cuando quiere echar una cabezada.
Cazo es el gato más dormilón del mundo. Cuando tiene los ojos cerrados, puedes coger una cuchara y darle a la olla como si fuese un tambor, y él seguirá soñando con peces a la parrilla y ratones atrapados en una trampa. Y si hay demasiada luz, el señor Champignon tapa la olla y Cazo es el gato más feliz del mundo.
De joven, Gaston Champignon había sido un buen centrocampista, un número 10 con gran clase, como Platini, Zidane o Ronaldinho. Si no pasó de segunda división fue porque tenía un pequeño problema: después de cada partido le entraba un hambre de lobo y comía por tres. Primero vaciaba su plato y luego se zampaba los restos de los de sus compañeros de equipo. El entrenador lo miraba y se llevaba las manos a la cabeza, preocupadísimo, y todos los martes, cuando volvían a entrenar, hacía subir a su número 10 a la báscula.
—¿Lo ves, Gaston? —le reñía—. Esta semana has vuelto a engordar dos kilos. Tendrás que entrenar el doble que los demás.
Así que, si sus compañeros de equipo daban diez vueltas corriendo al campo, él daba veinte; si sus colegas hacían cincuenta abdominales, a él le tocaban cien. Al final de los entrenamientos estaba tan cansado que ni siquiera tenía hambre: solo sueño. Y se iba directamente a la cama. Los domingos, día de partido, Gaston se presentaba de nuevo con el peso adecuado. Lástima que enseguida volvía al restaurante y recuperaba en un instante los dos kilos que tanto le había costado perder…
En resumen: el joven Gaston Champignon era una especie de acordeón. Semana tras semana se hinchaba y deshinchaba, hasta que un día, cansado de dar vueltas al campo y hacer abdominales, abandonó el fútbol para dedicarse a la auténtica gran pasión de su vida: la cocina. Con el dinero que había ganado jugando al fútbol abrió un restaurante en París que en pocos años se convirtió en uno de los más afamados de Francia.
El restaurante de Gaston Champignon tenía un nombre extraño: Pétalos a la Cazuela. Y también eran extraños los platos que preparaba, todos a base de flores: pasta al tomate con claveles, albóndigas con nomeolvides, ensalada de espinacas con violetas, souflé dulce al geranio… un menú especial que pronto tuvo un éxito increíble. Actores, cantantes, deportistas, políticos y escritores prestigiosos empezaron a hacer cola para sentarse a una mesa en el local de Gaston Champignon, donde el aire siempre estaba perfumado como un jardín en primavera.
GASTON CHAMPIGNON Y CAZO
Una noche entró en el Pétalos a la Cazuela una hermosísima italiana envuelta en un chal blanco. Gaston la vio desde la cocina y el corazón empezó a latirle con fuerza, como cuando hacía cien abdominales seguidas. Se lavó las manos y se empeñó en servirle personalmente un guiso de arroz con pétalos de rosa. Y luego le envió más rosas (con sus tallos, espinas y todo lo demás) al teatro de la Ópera, donde esa chica, Sofía, bailaba todas las noches.
Gaston y Sofía se casaron en la catedral de Notre Dame dos años después. Hace cinco se mudaron de París a Madrid, donde la señora Champignon da ahora clases de danza a jóvenes bailarinas. Monsieur Champignon ha seguido trabajando como cocinero y ha abierto otro restaurante Pétalos a la Cazuela en Madrid, que ha tenido tanto éxito como el de París.
Y ahora te preguntarás qué hace el señor Champignon sentado en las gradas con un cucharón en la mano y un gato dormido sobre las piernas. Muy sencillo: hace de hincha.
En el edificio donde se encuentra el restaurante Pétalos a la Cazuela vive un chico que se llama Tomás, al que casi todos llaman Tomi.
Un día, el cocinero había salido al patio para tirar las sobras del día a los contenedores de basura. Tomi estaba inflando una rueda de su bici, arrodillado en el suelo, cuando llegó rodando hasta sus manos una mandarina que se había caído de la bolsa de Champignon. Tomi se puso de pie y empezó a pelotear con la fruta como si fuera un balón. Se la pasaba del pie izquierdo al derecho una y otra vez… ¡Sin que se le cayera nunca al suelo!
El cocinero se quedó observándolo, admirado: ese chaval realmente sabía utilizar los pies. Decidió retarlo: «Y esto, ¿qué tal se te da?».
El señor Champignon cogió otra mandarina, peloteó un poco con ella y luego la lanzó al aire de un taconazo. Mientras la mandarina caía, se quitó el gorro de cocinero, dobló ligeramente las rodillas y logró que la fruta aterrizara en su cabeza. Luego se volvió a tocar con el sombrero y extendió los brazos, como diciendo «la mandarina ha desaparecido».
Tomás se quedó pasmado. El cocinero le tendió la mano.
—Encantado de conocerte. Me llamo Gaston. Gaston Champignon.
—Tomi —respondió el chico, al tiempo que le estrechaba la mano.
Así nació su amistad.
Después de cada partido, Tomi pasaba por la cocina de Pétalos a la Cazuela para contarle cómo le había ido y se quedaba a escuchar viejas historias del fútbol en Francia y a que Gaston le explicara las virtudes de las flores.
Hoy Gaston Champignon está sentado en el palco para animar a su joven amigo Tomi, que juega en los Tiburones Azules.
¡Atención, el árbitro ha pitado! ¡La final ha empezado!
¿Cuál de los jugadores es Tomi? No, no lo busques en el terreno de juego. Tomi es uno de los chicos que están en el banquillo, el más pequeño, el que se mordisquea las uñas de la mano derecha. Debe de estar muy nervioso…
TOMI
Tomás tiene diez años, pero juega con los de doce porque es un crack con el balón. Un pequeño fenómeno. Pero, claro, al jugar contra adversarios más grandes que él, a menudo tiene problemas. Mira por ejemplo al capitán de los Diablos Rojos, el defensa que lleva el número 5. Es casi tan alto como el árbitro, con la cabeza es imbatible, y sus piernas parecen dos troncos de árbol. Lanza unos penaltis que dan miedo. Un brazo de ese Diablo Rojo es más grueso que una pierna de Tomi…
Se llama Sergio y es el mejor de su equipo. El observador que lleva las gafas oscuras ha venido sobre todo por él. Seguramente Sergio jugará el próximo año en el equipo juvenil del Madrid.
Cuando salga al campo, Tomi, que es delantero, tendrá que vérselas precisamente con el temible Sergio. De momento, el delantero centro de los Tiburones es Pedro, el hijo del entrenador, que todavía no ha tocado el balón porque los Diablos han salido en tromba y presionan a sus adversarios en el área. Los Tiburones Azules tiene graves problemas. Tomi se muerde las uñas también por eso.
El entrenador de los Tiburones, de pie delante de su banquillo, grita como si estuviera en el mercado: «¡Despertaos! ¡Se duerme de noche, no de día!».
También chillan los padres que están sentados en las gradas. Cazo duerme.
¡Atención, peligro! El árbitro ha pitado una falta al borde del área de los Tiburones. El cocinero se acaricia la punta izquierda del bigote: ese gesto significa que está preocupado, o bien que está a punto de ocurrir algo que no le gusta. En cambio, cuando se toca el lado derecho, normalmente quiere decir que ha tenido una gran idea o un buen presentimiento.
Champignon le diría un par de cosas a ese joven entrenador de la coleta: esa no es manera de tratar a un portero que acaba de encajar un gol. Hay que consolarlo, no reprocharle nada. En realidad, así no hay que tratar a nadie. Por mucho que sea la final de un campeonato, no debe dejar de ser un entretenimiento para los chicos.
El pequeño Edu espera que vuelva a comenzar el juego sobre la línea de meta, con las manos en las caderas y la cabeza gacha, como si acabara de recoger un boletín de notas lleno de suspensos.
Los Tiburones Azules tienen la moral por los suelos, han acusado el golpe y les cuesta recobrarse, a pesar de los gritos de ánimo de sus hinchas.
Los Diablos lo aprovechan y se vuelven a lanzar al ataque. Su jugada es preciosa: comienza en Sergio, que pasa al número 10 y se desplaza hacia la derecha, donde el número 7 cruza para el número 9, que lanza un disparo espléndido al bote pronto que se cuela por la escuadra. Inalcanzable para Edu: 2-0. Un gol realmente hermoso.
Gaston Champignon aplaude deportivamente la jugada, junto con los hinchas del adversario.
Charli, el entrenador de la coleta, se enfurece otra vez:
—¡Estamos en mayo, no en diciembre! ¡Parecéis figuras del belén! ¡Todos quietos mirando! ¡Sois unos gallinas! ¡Gallinas, gallinas!
El árbitro pita el final de la primera parte. Cazo se despierta.
El señor Champignon lo acaricia y le reconforta:
—Ahora entra Tomás y ganamos el partido, ya lo verás. Tranquilo.