Firmino salió de la Facultad de Letras y se detuvo en la parte superior de la escalinata recorriendo con la mirada el aparcamiento en busca de Catarina. Abril fulguraba con todo su esplendor. Firmino contempló los árboles de la explanada de la ciudad universitaria en cuyas cepas reventaba el verde de un follaje precoz.
Se quitó la chaqueta, hacía un calor casi estival. Distinguió su coche y bajó la escalinata agitando un papel en la mano.
—Puedes hacer las maletas —gritó en tono triunfal—, ¡nos vamos!
Catarina le echó los brazos al cuello y le dio un beso.
—¿Cuándo empieza? —preguntó Catarina.
—Desde ya —respondió Firmino—, teóricamente podríamos partir mañana mismo.
—¿Es de un año? —quiso saber Catarina.
—La beca anual la ha ganado aquel tipo genial —dijo Firmino—, a mí me han otorgado la semestral, pero eso es mejor que nada, ¿no crees?
Abrió la ventanilla y enumeró como si estuviera soñando:
—El Arco de Triunfo, los Campos Elíseos, el Museo d’Orsay, la Biblioteca Nacional, el Barrio Latino, seis meses en la Ciudad Luz, ¿qué? ¿Lo celebramos?
—Celebrémoslo —respondió Catarina—, pero ¿estás seguro de que tendremos bastante dinero para los dos?
—Las mensualidades son bastante elevadas —respondió Firmino—, claro que París es una ciudad cara, pero también tengo derecho a los tíquets para comer en los comedores universitarios; no será una vida de lujo pero saldremos adelante.
Catarina se adentró en la circulación del Campo Grande.
—¿Dónde vamos a celebrarlo? —preguntó.
—Al Tony dos Bifes, por ejemplo —sugirió Firmino—, pero da la vuelta a la rotonda, llévame al periódico, quiero arreglar las cosas enseguida con el director, total, todavía son las doce.
La telefonista en silla de ruedas estaba ya comiendo de una pequeña bandeja de papel de estaño y leía al mismo tiempo una revista semanal de las que le gustaban.
—¡Conque leyendo a la competencia! —le reprochó burlonamente Firmino.
Aquella mañana la redacción estaba al completo. Firmino, precediendo a Catarina entre las mesas de despacho, pasó frente al redactor-jefe diciéndole amablemente «Buenos días, Monsieur Huppert», y entró en el despacho del director dando dos golpecitos en el cristal.
—Le presento a mi novia —dijo Firmino.
—Mucho gusto —murmuró el director.
Se sentaron en aquellas complicadas sillas de metal blanco que el arquitecto progre había sembrado por todas partes. Como de costumbre, en el despacho del director la atmósfera era irrespirable.
—Tengo algo de que hablar con usted, director —dijo Firmino sin saber muy bien por dónde empezar. Y a continuación siguió atropelladamente—: Quisiera pedirle seis meses de permiso.
El director encendió un cigarrillo, lo miró sin ninguna expresión y dijo:
—Explícate mejor.
Firmino intentó explicarse lo mejor que podía: la beca que había ganado, la posibilidad de dedicarse a la investigación en París con un profesor de la Sorbona, evidentemente renunciaba a su sueldo, eso quedaba claro, pero si cesaba en su puesto se quedaría sin seguridad social, no es que pretendiera que el periódico le pagara las cuotas mensuales, se las pagaría él de su bolsillo, pero no quería encontrarse en la condición de parado porque, como bien sabría el director, los parados del país en que vivían tenían una asistencia similar a la de los perros callejeros y, por otro lado, dentro de seis meses volvería y retomaría su trabajo de siempre, promesa solemne.
—Seis meses son muchos meses —murmuró el director—, quién sabe cuántos casos pueden presentarse en seis meses.
—Bueno —dijo Firmino—, ahora entramos en la mejor estación, dentro de poco llegan las vacaciones y la gente se va a la playa, parece que en verano la gente se mate menos, lo he leído en una estadística, eventualmente el trabajo de enviado puede hacerlo el señor Silva, está deseándolo.
El director pareció reflexionar y no respondió. Firmino tuvo una idea imprevista.
—Mire —dijo—, quizá podría enviarle colaboraciones desde París, París es una ciudad en la que suceden muchos delitos pasionales, un periódico cualquiera no puede permitirse un corresponsal en París, y usted lo podría tener gratis, imagínese qué lujo: por nuestro enviado especial en París.
—Podría ser una solución —respondió el director—, pero tengo que pensármelo todavía, hablaremos de ello mañana con más calma, déjame pensarlo.
Firmino se levantó e hizo ademán de despedirse. Catarina se levantó con él.
—Ah, un momento —dijo el director—, hay un telegrama para ti, llegó ayer.
Le tendió el telegrama y Firmino lo abrió. Tenía escrito:
«Necesito hablar con usted urgentemente Stop Le espero mañana en mi estudio Stop Inútil telefonear Stop Cordialmente Fernando de Mello Sequeira».
Firmino leyó el telegrama y miró perplejo a Catarina. Ella le devolvió la mirada con expresión interrogativa. Firmino leyó el telegrama en voz alta.
—¿Qué querrá de mí? —preguntó.
Ninguno de los dos supo decir nada.
—¿Qué hago? —preguntó Firmino dirigiéndose a Catarina.
—Yo creo que podrías ir —respondió ella.
—¿Tú crees? —replicó Firmino.
—Bueno, por qué no, tampoco Oporto está en el fin del mundo.
—¿Y nuestra celebración en Tony dos Bifes? —preguntó Firmino.
—Podemos aplazarla hasta mañana —respondió Catarina—, comemos un bocado en la pastelería Versailles y después te acompaño a la estación. Hace siglos que no voy a la pastelería Versailles.
Qué distinto era ver una ciudad con una hermosa luz y un sol deslumbrante. Firmino se acordó de la última vez que había visto aquella ciudad, aquel día de niebla de diciembre, cuando le había parecido tan lúgubre. En cambio, ahora Oporto tenía un aspecto alegre, vital, bullicioso, y las macetas de los alféizares de Rúa das Flores estaban todas floridas.
Firmino tocó el timbre y la puerta se abrió automáticamente. Don Fernando estaba hundido en el sofá de debajo de la librería. Estaba en pijama, como si acabara de levantarse, y llevaba un pañuelo de seda alrededor del cuello.
—Buenas tardes, joven —dijo con tono distante—, le agradezco que haya venido, póngase cómodo.
Firmino se sentó.
—Quería verme usted urgentemente —dijo—, ¿de qué se trata?
—Ya hablaremos luego —respondió Don Fernando—, pero antes cuénteme cosas de usted, ¿cómo está su novia? ¿Ya la han contratado en la biblioteca?
—Todavía no —respondió Firmino.
—¿Y su ensayo sobre la novela portuguesa de posguerra? —preguntó el abogado.
—Lo escribí —dijo Firmino—, pero no es un ensayo largo, es un ensayito de unas veinte páginas.
—¿Siguió con su Lukács? —preguntó Don Fernando.
—Modifiqué ligeramente el enfoque —explicó Firmino—, me he concentrado en una única novela apoyándome además en otras metodologías.
—Cuénteme —dijo el abogado.
—El boletín meteorológico de los periódicos como metáfora de la interdicción en una novela portuguesa de los años sesenta —dijo Firmino—, ése es el título de mi disertación.
—Buen título —aprobó el abogado—, un buen título, de verdad. ¿Y la metodología de apoyo?
—Básicamente Lotman, por lo que respecta al desciframiento del mensaje oculto —explicó Firmino—, pero seguí a Lukács en lo concerniente a los aspectos políticos.
—Interesante combinación —dijo el abogado—, siento curiosidad por leerlo, a ver si me lo envía. ¿Y qué más?
—Con ese ensayito participé en un concurso para una beca en París y lo gané —admitió con cierta satisfacción Firmino—, tengo un buen proyecto de investigación.
—Interesante —dijo el abogado—, ¿y a qué se refiere dicho proyecto?
—La censura en la literatura —dijo Firmino.
—¡Vaya! —exclamó el abogado—, le felicito, ¿y para cuándo tiene pensado marcharse?
—Lo antes posible —respondió Firmino—, la beca empieza en cuanto el candidato la acepta, y yo he firmado la aceptación esta misma mañana.
—Entiendo —afirmó el abogado—, quizás le haya hecho venir inútilmente, no podía imaginarme esta circunstancia tan feliz y a la vez de tanto compromiso para usted.
—¿Por qué dice inútilmente? —preguntó Firmino.
—Lo necesitaba —dijo el abogado.
Don Fernando se levantó y se acercó a la mesa. Cogió un cigarro y lo olfateó un tiempo, sin decidirse a encenderlo, después se hundió de nuevo en el sillón y echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo.
—He pedido la revisión del proceso —dijo.
Firmino lo miró con estupor.
—Pero ahora ya es tarde, usted no interpuso un recurso en su momento.
—Es cierto —admitió el abogado—, entonces me parecía inútil.
—Y el proceso se ha archivado —puntualizó Firmino.
—Ya —dijo el abogado—, se ha archivado. Y yo haré que vuelvan a abrirlo.
—¿Con qué motivo? —preguntó Firmino.
Don Fernando permaneció en silencio, se enderezó, sin levantarse abrió un pequeño aparador que había junto al sillón, cogió una botella y dos vasos.
—No es un Oporto excepcional —dijo—, pero tiene cierta dignidad.
Sirvió el vino y se decidió finalmente a encender el cigarro.
—Tengo un testigo ocular —dijo con lentitud—, las cosas que ha visto me permiten pedir la revisión del caso.
—¿Un testigo ocular? —repitió Firmino—, ¿eso qué quiere decir?
—Un testigo ocular del asesinato de Damasceno Monteiro —respondió Don Fernando.
—¿Quién es? —preguntó Firmino.
—Se llama Wanda —dijo Don Fernando—, es un conocido mío.
—¿Wanda? —preguntó Firmino.
El abogado saboreó un sorbo de vino.
—Wanda es una pobre criatura —respondió—, una de esas pobres criaturas que vagan por la superficie del mundo y a las cuales no les ha sido prometido el reino de los cielos. Eleutério Santos, conocido como Wanda. Es un travestí.
—No lo entiendo —dijo Firmino.
—Eleutério Santos —continuó Don Fernando como si estuviera leyendo en un fichero—, treinta y dos años, natural de un pueblecito de las montañas del Maráo, perteneciente a una familia de pastores paupérrimos, violado por un tío suyo a los once años, criado en un hospicio hasta los diecisiete años, trabajitos ocasionales como descargador de fruta en la desembocadura del Duero, otro trabajo ocasional como ayudante de sepulturero en el cementerio municipal, un año de internamiento en el manicomio de esta ciudad por una depresión, lo que le ha hecho convivir con oligofrénicos y esquizofrénicos en esas gentiles instituciones psiquiátricas que son el orgullo de nuestro país, actualmente conocido como Wanda, fichado por prostitución en la vía pública de Oporto, alguna ligera crisis depresiva de vez en cuando, pero ahora puede permitirse un médico.
—Lo conoce muy bien —observó Firmino.
—Fui su abogado contra un cliente ocasional que lo había rajado durante un encuentro dentro del coche —dijo Don Fernando—, un pequeño sádico que tenía sin embargo algo de dinero, y Wanda salió del paso con un discreto beneficio.
—¿Y su declaración? —preguntó Firmino—, cuénteme su declaración.
—En síntesis —explicó Don Fernando—, Wanda estaba en la calle que suele frecuentar, aquella noche parece que el trabajo escaseaba, de modo que se desplazó hacia la calle de al lado, que no es su zona, y allí se topó con el macarra que controla aquella calle y que la atacó. Wanda se defendió y se armó una trifulca. Pasaba por allí una patrulla de la Guardia Nacional, y el macarra se escapó, Wanda estaba caída en el suelo, la recogieron y la llevaron en coche hasta la comisaría, a la celda de seguridad, o mejor a lo que ellos califican de celda de seguridad, un cuartucho cualquiera que comunica con las oficinas. Pero se da la circunstancia de que los policías de servicio tenían sentido del deber y la hicieron anotar en el registro de detenciones. En aquel registro está escrito: Eleutério Santos, ingreso a las veintitrés horas. Y ese registro ya no pueden manipularlo.
El abogado se calló, dibujó nubes de humo en el aire y fijó su mirada de nuevo en el techo.
—¿Y después qué ocurrió? —preguntó Firmino.
—Después la patrulla que la había detenido se marchó porque acababa su turno, y Wanda se quedó en aquel cuartucho que justamente colinda con los despachos, se echó en el catre y se durmió. Hacia las doce y media de la noche la despertaron los gritos, entreabrió la puerta y miró por la ranura. Era Damasceno Monteiro.
El abogado hizo una pausa y aplastó el cigarro en el cenicero. Sus ojillos hundidos en la grasa miraban fijamente un punto lejano.
—Lo habían atado a una silla, estaba con el torso desnudo y el sargento Titanio Silva le apagaba cigarrillos en la barriga. Dado que en aquélla comisaría no se puede fumar, Damasceno Monteiro era un óptimo cenicero para apagar las colillas. Titanio quería saber quién había robado la heroína del envío anterior, porque era la segunda vez que se la habían jugado, y Damasceno juraba que no lo sabía, que era su primer robo a la Stones of Portugal. Y, en cierto momento, Damasceno gritó que lo denunciaría, que todos sabrían que el sargento Titanio Silva controlaba el tráfico de heroína de Oporto, y Titanio empezó a tartamudear y a saltar como un poseso, pero estos detalles son superfluos, eventualmente los conocerá mejor después, sacó la pistola y le disparó en la sien un tiro a quemarropa.
El abogado se sirvió otro vasito de vino de Oporto.
—¿Le parece interesante? —preguntó.
—Muy interesante —respondió Firmino—, ¿y cómo sigue?
—Titanio le dijo al agente Costa que fuera a la cocina de abajo y que cogiera el cuchillo eléctrico. El agente Costa regresó con el cuchillo eléctrico y Titanio le dijo: Córtale la cabeza, Costa, tiene una bala en el cerebro que puede comprometernos, la cabeza la tiras al río, del cuerpo ya nos ocuparemos Ferro y yo.
El abogado lo miró con sus ojillos movilísimos y preguntó:
—¿Le basta con esto?
—Me basta —respondió—, pero ¿y yo?
—Verá —explicó Don Fernando—, yo ya sé todas estas cosas, pero no puedo publicarlas en un periódico. Y dado que esta mañana he acompañado a Wanda a presentar su denuncia ante las autoridades competentes, me gustaría que Wanda le contara todo lo que sabe también a un periódico, digamos que se trata de una especie de medida preventiva, con todos esos accidentes de tráfico que suceden en este país.
—Entiendo —dijo Firmino—, ¿y dónde puedo localizar a esa Wanda?
—La he escondido en la granja de mi hermano —respondió Don Fernando—, allí está segura.
—¿Cuándo podría hablar con ella? —preguntó Firmino.
—Ya mismo —explicó el abogado—, pero sería mejor que fuera hasta allí solo, si quiere llamo a Manuel, le acompañará en mi coche.
—De acuerdo —dijo Firmino.
El abogado telefoneó al señor Manuel.
—Tardará sólo el tiempo de sacar el coche del garaje —dijo al colgar el auricular—, no más de diez minutos.
—Salgo a esperarlo a la calle —dijo Firmino—, el aire de hoy es particularmente agradable, ¿ha sentido el perfume de la naturaleza, abogado?
—¿Y su beca? —preguntó Don Fernando.
—Bueno —dijo Firmino—, siempre queda tiempo para eso, dura seis meses, si pierdo algunos días tanto da, luego llamaré a mi novia. Abrió la puerta e hizo ademán de salir. Pero se detuvo en el umbral.
—Abogado —dijo—, nadie va a creer en ese testimonio.
—¿Usted cree? —preguntó el abogado.
—Un travestí —dijo Firmino—, hospital psiquiátrico, fichado por prostitución. Imagíneselo.
Y empezó a cerrar la puerta tras de sí. Don Fernando lo detuvo haciéndole un gesto con la mano. Se levantó con dificultad y avanzó hacia el centro de la habitación. Apuntó con el índice hacia el techo, como si se dirigiera al aire, después apuntó con él a Firmino, y después lo apoyó sobre su propio pecho.
—Es una persona —dijo—, recuérdelo, joven, antes que nada es una persona.
Y después prosiguió:
—Intente ser amable con ella, tenga mucho tacto, Wanda es una criatura frágil como el cristal, una palabra fuera de tono y le entran crisis de llanto.
Helsinki, 30 de octubre de 1996.