De aquella jornada Firmino habría de recordar después sobre todo las sensaciones físicas, concretas y a la vez casi extrañas, como si no le concernieran, como si una película protectora lo aislara en una especie de duermevela en la cual las informaciones de los sentidos son registradas por la conciencia, pero el cerebro no es capaz de elaborarlas racionalmente y permanecen fluctuando como vagos estados de ánimo: aquella mañana de niebla de finales de diciembre en que bajó aterido de frío en la estación de Oporto, los pequeños trenes de cercanías que descargaban los primeros viajeros de la periferia con el sueño dibujado en sus caras, el viaje en taxi a través de la ciudad húmeda, de ásperos edificios, que le pareció lúgubre. Y después la llegada al Palacio de Justicia, las formalidades burocráticas para entrar, las estúpidas objeciones del policía de la entrada que lo registró y que no lo quería dejar pasar con la grabadora, el carné de periodista que al final fue convincente, la entrada en la pequeña sala en la que todos los asientos estaban ya ocupados. Se preguntó por qué habrían elegido una sala tan pequeña para un juicio tan importante, y sabía la respuesta, obviamente, y sin embargo no logró formulársela a sí mismo, simplemente tomó nota en aquel estado de sensaciones agudísimas y atenuadas a la vez en que se hallaba.
Encontró un sitio en la tarima reservada para la prensa y delimitada por una baranda de madera que se apoyaba en oscuras columnitas panzudas. Se esperaba una multitud de reporteros, fotógrafos, flashes. Nada de eso. Reconoció a dos o tres colegas con los cuales intercambió un rápido gesto de saludo y después vio a algunos periodistas desconocidos que posiblemente se ocupaban de la sección de sucesos. Comprendió que muchos periódicos publicarían su crónica sirviéndose de las notas de agencias. Vio sentados en primera fila a los padres de Damasceno Monteiro. La madre iba embutida en un abrigo gris, llevaba en la mano un pañuelo arrugado y de vez en cuando se secaba los ojos. El padre vestía un inverosímil chaquetón a cuadros negros y rojos, de estilo americano. A la derecha, en la mesa de los abogados, vio a Don Fernando. Había dejado la toga sobre la mesa y estaba estudiando unos papeles. Llevaba una americana negra y en el cuello una corbata de lazo blanca. Tenía unas profundas ojeras y su grueso labio inferior colgaba más de lo habitual. Entre los dedos de la mano izquierda hacía girar un cigarro apagado. Leonel Torres estaba casi acurrucado en su asiento, con una expresión asustada. Junto a él se sentaba una chica rubia y grácil que debía de ser su mujer. El sargento Titanio Silva estaba sentado junto a los otros dos agentes imputados. Los agentes iban de uniforme, Titanio Silva, de civil, estaba elegantísimo, con un traje de rayas y una corbata de seda. Tenía el pelo reluciente de brillantina.
El tribunal entró y dio comienzo el proceso. Firmino pensó en encender la grabadora, pero al final renunció a ello, la sala no tenía buena acústica, él estaba demasiado lejos y sin duda la grabación hubiera quedado mal. Era mejor tomar apuntes. Sacó el cuaderno y escribió: La cabeza perdida de Damasceno Monteiro. Y después ya no escribió nada más, se limitó a escuchar. No escribió nada más porque todo aquello que se estaba diciendo ya lo sabía. La lectura de la declaración del hallazgo del cadáver por parte de Manolo el Gitano, el testimonio del pescador que había capturado la cabeza con los anzuelos de las lochas, el informe de las dos autopsias. Y cuanto dijo el testigo Leonel Torres, aun esto lo sabía ya, porque el tribunal le preguntó simplemente si se reafirmaba en lo que había declarado durante la instrucción, y Torres se reafirmó. Y cuando le llegó el turno a Titanio Silva, él también lo confirmó. Su cabellera azabache relucía, su bigotito delgado acompañaba los movimientos de sus delgados labios: claro, la primera declaración efectuada durante la fase de instrucción era fruto de una equivocación, porque el agente que viajaba en el coche tenía sueño, un sueño terrible, pobrecito, además estaba de servicio desde las seis de la mañana y sólo tenía veinte años, y a los veinte años el cuerpo necesita dormir; sí, efectivamente, habían llevado a Monteiro a comisaría, era un hombre que estaba destrozado, un hombre desesperado, se había echado a llorar como un niño, era un pequeño malhechor, pero incluso los malhechores dan pena, y él había bajado con otro agente a la cocina para prepararle un café. El presidente observó que le parecían excesivas dos personas para hacer un café. Bueno, eso es verdad, o mejor podría ser verdad, decían con desenvoltura los labios de Titanio Silva en una especie de susurro confidencial, pero entonces sería necesario hablar del mobiliario con que el Estado dotaba a las comisarías y él no se sentía capaz de criticar al Estado, él comprendía las necesidades del Estado, los escasos fondos a disposición del ministerio competente, pero aquella maquinita formaba parte de una dotación de nueve años atrás, si el tribunal quería comprobarlo la oficina de contabilidad de la comisaría tenía las facturas en el archivo, y como es comprensible una máquina de café con nueve años de antigüedad no funciona perfectamente, hay que trajinar con ella, hay que levantar el gas o bajar el gas, y así, mientras él trajinaba con el agente joven alrededor de la maquinita para llevar un café al pobre Monteiro, habían oído un disparo. Habían corrido hacia arriba, Monteiro yacía exánime junto al escritorio con una pistola en la mano, la pistola reglamentaria del recluta Ferro, que la había dejado distraídamente sobre el escritorio. Sí, porque un agente no es un autómata e incluso un agente puede olvidar su pistola sobre el escritorio.
De lo que siguió, Firmino sólo consiguió memorizar alguna frase dispersa. Intentaba prestar toda la atención posible, pero su mente, como privada de control, vagaba por su cuenta y le llevaba hacia atrás, fuera de aquella sala que le parecía absurda, sin lógica temporal alguna se encontró frente a una cabeza cortada posada en un plato, y luego en un campamento de gitanos en un sofocante día de agosto, en un jardín botánico delante de un centenario árbol exótico plantado por un teniente de Napoleón. Y en aquel momento se discutió sobre las migrañas de Titanio Silva, de esta parte Firmino cogió algunos retazos, la presentación de un certificado médico que constataba que el sargento Silva sufría terribles migrañas derivadas de las lesiones en un tímpano causadas por el estallido de una mina que había hecho explosión a su lado en Angola, hecho por el cual, sin embargo, él no había reclamado nunca una pensión del Estado, y a causa de cuyas molestias había tenido que regresar a su casa para ponerse una inyección de Sumigrene, dejando el cadáver de Monteiro en el suelo, tras lo cual los dos agentes empezaron a balbucear que sí, efectivamente ahora lo entendían, ahora se daban cuenta de que podían ser acusados por ocultación de cadáver, pero aquella noche ellos no habían pensado en el código penal, por otro lado ellos no conocían demasiado bien el código penal, estaban angustiados de tal modo y de tal modo impresionados, que se habían llevado el cuerpo y lo habían dejado en el parque municipal. A las preguntas sobre las quemaduras de cigarrillo en el cadáver de Monteiro se encargó de responder Titanio Silva. Y mientras Firmino escuchaba sus palabras, como atenuadas por una capa de algodón y a la vez tan agudas, se dio cuenta de que empezaba a sudar, como si le estuviera quemando un fuego, y entretanto los labios delgados de Titanio Silva explicaban ante el tribunal, con gran desenvoltura, que él había hecho colocar letreros con la inscripción de «Prohibido fumar», porque, como decían los científicos y como los estados civilizados hacían que apareciera por ley en los paquetes de cigarrillos, el tabaco provoca cáncer. Alguien, en la sala, se rió de forma estúpida, y curiosamente Firmino recibió aquella breve carcajada como una señal de demencia, se dio cuenta de que su mano tenía un ligero temblor y de manera mecánica escribió: carcajada. Y después el presidente preguntó a los abogados si, tras la intervención del ministerio fiscal, querían hacer alguna declaración previa; el abogado de la defensa se levantó, era un hombrecillo barrigudo y presuntuoso, afirmó que había algo que debía constar en los autos del proceso, una cuestión de principio, así mismo, de principio, su voz era seca y perentoria, Firmino intentó prestarle atención, pero, como en defensa de cierta integridad psicológica suya que sentía en peligro por aquellas palabras, consiguió sólo fijar en su cuaderno frases que le parecieron inconexas: comportamiento heroico en la guerra de África, medalla de bronce al valor militar, devoción a la bandera, elevado patriotismo, defensa de los valores, lucha contra la criminalidad, fidelidad al Estado. Y después hubo una pausa, seguro que fueron pocos segundos, aunque a Firmino le pareció un tiempo interminable, una especie de limbo durante el cual su imaginación lo transportó a una casa blanca en la costa de Cascáis y al rostro de su padre, a un mar azul encrespado de olas blancas, a un Pinocho de madera con el cual un pequeño Firmino se bañaba en un terrado dentro de un barreño de zinc. El presidente dijo: La acusación tiene la palabra. Don Fernando se levantó, se puso indolentemente la toga, se acercó al estrado del tribunal y miró al público. Tenía un color amarillento. La carne de las mejillas le colgaba a ambos lados de la cara como las orejas de un basset-hound. Tenía en la mano su cigarro apagado, y con aquel cigarro apuntó hacia un punto del techo como si señalara a algo concreto. «Empezaré con una pregunta que, en primer término, me dirijo a mí mismo», dijo Don Fernando: «¿Qué significa estar en contra de la muerte?»
En aquel momento Firmino pulsó la tecla de la grabadora.
El tren corría en la noche. Firmino contempló por la ventanilla un racimo de luces en la lejanía. Tal vez fuera Espinho. Se había situado en el vagón restaurante, que era, en realidad, un self-service con una salita al fondo. En la barra había un camarero con expresión de cansancio y un trapo en la mano. El camarero se le acercó.
—Buenas noches —dijo—, lo siento pero no se puede estar aquí sin consumir.
—Tráigame lo que quiera —dijo Firmino—, un café, por ejemplo.
—La máquina está apagada —dijo el camarero.
—Pues entonces un agua mineral.
—Lo siento —dijo el camarero—, pero no puede usted consumir nada porque el restaurante está cerrado.
—¿Pues entonces? —preguntó Firmino.
—No se puede estar aquí sin consumir nada —repitió el camarero—, pero usted no puede consumir nada.
—No entiendo esa lógica —rebatió Firmino.
—Ordenanzas de los Ferrocarriles —explicó plácidamente el camarero.
—Pero, entonces, ¿para qué está usted aquí? —preguntó con tacto Firmino.
—Tengo que hacer la limpieza, señor —respondió el camarero—, debería hacer sólo de camarero, porque ése es mi contrato, pero los Ferrocarriles me obligan también a hacer la limpieza, y por desgracia mi sindicato no me protege.
—De acuerdo —dijo Firmino—, mientras hace la limpieza déjeme quedarme aquí, no le molestaré, a lo mejor hasta nos hacemos compañía.
El camarero movió la cabeza en señal de comprensión y se alejó. Firmino cogió su bloc de notas y la grabadora. Pensó en cómo escribir un artículo sobre el juicio. No había tomado apuntes, pero para el desarrollo del mismo le bastaba con su memoria. En cuanto al parlamento de Don Fernando, lo tenía en aquel pequeño aparato, quizá la grabación era imperfecta, pero con un poco de esfuerzo la transcribiría. Por la ventanilla vio otras luces. ¿La Granja? Demonios, no se acordaba de si La Granja estaba antes o después de Espinho. La noche se cernía sobre los cristales. Firmino cogió la pluma y se dispuso a taquigrafiar. Pensó que uno a veces no se da cuenta de estas cosas, pero que todo en la vida puede ser útil, como por ejemplo su viejo curso de taquigrafía. Esperó ser todavía lo bastante rápido y apretó la tecla de reproducción.
La voz llegaba desde lejos. La grabación era muy defectuosa, la frase se perdía en el vacío.
«........... repito, pregunta que, en primer término, me dirijo a mí mismo: ¿Qué significa estar en contra de la muerte? ............. cada hombre es absolutamente indispensable para los demás y todos los demás son absolutamente indispensables para cada uno ............ y todos son entidades humanamente concomitantes a él, cada hombre es la raíz del ser humano… repito, el ser humano es el punto de referencia para el hombre ................ la afirmación deontológica está en su origen dirigida contra la negación del hombre, por lo tanto, es propio del hombre su estar contra la muerte, pero puesto que el hombre no tiene experiencia de su propia muerte, sino únicamente de la muerte ajena, a partir de la cual sólo por reflejo puede imaginar y temer la suya propia… y de todos es el fundamento último y la .............. condición infranqueable de toda ética humanística, es decir, de cualquier ................»
El camarero se acercó y Firmino apagó la grabadora.
—¿Está escuchando la radio? —preguntó el camarero.
—No —respondió Firmino—, es una grabación que he hecho esta mañana, es un juicio.
—Si es un juicio tiene que ser interesante —dijo el camarero—, una vez pude ver un juicio en televisión, parecía una película.
Y después añadió:
—Para estar aquí tendría que consumir.
—¿Y si tomara algo? —le preguntó Firmino—, ¿qué le parecería si me tomara algo?
—No es posible —respondió el camarero—, está prohibido por los Ferrocarriles.
—¿Usted sabe quién son los Ferrocarriles? —rebatió Firmino.
El hombre pareció reflexionar sobre ello. Apoyó la escoba en la pared del vagón.
—Bueno —dijo—, yo sólo conozco al señor Pedro, el que está en la portezuela de mi sección del tren.
—Y, en su opinión, ¿el señor Pedro es los Ferrocarriles?
—¡Qué va! —respondió el camarero—, si está incluso a punto de jubilarse.
—Y, entonces, ¿por qué no tomar algo? —dijo Firmino—, ¿por qué no tomamos algo juntos en esta mesita, y nos permitimos algo calentito? ¿Qué me dice?
El camarero se rascó la cabeza.
—La máquina del café está apagada, pero las planchas eléctricas se podrían enchufar.
—Buena idea —dijo Firmino—, ¿y qué se podría preparar en las planchas eléctricas?
—¿Qué le parecerían unos huevos revueltos? —propuso el camarero.
—¿Con jamón? —sugirió Firmino.
—Con jamón de Trás-os-Montes —respondió el camarero, alejándose.
Firmino pulsó la tecla de reproducción.
«Es ist ein eigentümlicher Apparat, ésta es una máquina muy especial. Así, en el lejano 1914, un desconocido judío de Praga que escribía en alemán ................... máquina muy especial que perpetúa una bárbara ley ............... sólo la máquina de una colonia penitenciaria o una terrible previsión del monstruoso acontecimiento que iba a conocer Europa? ............. monstruoso, Ungeheuer, monstruo, vampiro que se esconde detrás de la Norma Base .............. aquel escritor de Praga no podía saber lo que el pueblo en cuya lengua escribía iba a cometer ................. porque evidentemente el homicidio no basta .............. la tortura ............... los verdugos ............... antes de matar hay que hacer sufrir, lacerar, atormentar la carne del hombre… diréis y diremos que ninguno de nosotros es responsable de aquella monstruosidad histórica, pero ¿dónde termina la responsabilidad individual? Porque uno de los fundamentos teóricos de la monstruosidad, la tortura ...................»
Lo siguiente era un murmullo incomprensible, ruidos de fondo, cuchicheos entre el público. Firmino pulsó la tecla de parada. El camarero se acercó con una sartén humeante de huevos revueltos, había tostado unas rebanadas de pan untadas con mantequilla, colocó los platos sobre la mesa.
—¿Lo ha apagado? —preguntó el camarero.
—Por desgracia se entiende muy poco —respondió Firmino—, y cuando él se vuelve hacia el tribunal su voz se pierde y sólo se oyen descargas eléctricas.
—¿Pero quién es el que habla? —preguntó el camarero.
—Un abogado de Oporto —respondió Firmino—, pero se entienden sólo algunas frases sueltas.
—Déjeme que lo escuche —pidió el camarero.
Firmino pulsó la tecla de reproducción.
«… en consecuencia, permítaseme una referencia literaria, porque también la literatura ayuda a comprender el Derecho ................. las machines-célibataires, como las definieron los surrealistas franceses .............. máquinas que son la negación de la vida, porque la transfieren al lecho de muerte ............. nuestras comisarías, hoy, y digo hoy, en este año de gracia en que nos es dado vivir, son nuestras máquinas célibes ...............las agujas de la máquina de aquella colonia penitenciaria o los cigarrillos apagados en la carne ............. leyendo el informe de los inspectores del Consejo de Europa para los derechos humanos de Estrasburgo, encargados de comprobar las condiciones de reclusión de nuestros así llamados países civilizados, un informe escalofriante sobre los centros de reclusión en Europa ...............»
La voz del abogado se perdió en un gorgoteo incomprensible.
—Estaba demasiado lejos —dijo Firmino—, y además a veces él baja la voz, murmura, es como si hablara consigo mismo.
—Siga intentándolo —dijo el camarero.
Firmino pulsó la tecla de reproducción.
«… un gran escritor contemporáneo ha interpretado ese profético relato de 1914 aproximándolo a las conclusiones humanísticas con las que inicié este discurs ................ si es verdad, como él afirma, que ese relato ha sabido encarnar y dar relieve a los fantasmas de la añoranza .............. pero ¿de qué nostalgia se trata? ¿De un paraíso perdido, de una nostalgia de la pureza, cuando el hombre no había sido contaminado todavía por el mal? No estamos en disposición de aclararlo, pero podemos afirmar con Camus que las grandes revoluciones son siempre metafísicas y que, como él sostiene apoyándose en Nietzsche, los grandes problemas se encuentran en la calle ................ este hombre que está frente a nosotros y a quien no tengo el mínimo temor de definir como innoble por las torturas que practica, porque nadie puede concebir en modo alguno que alguien apague colillas de cigarrillos sobre un cadáver, pues bien ............... estas comisarías nuestras carentes de cualquier clase de control jurídico y de protección legal donde operan individuos como el sargento Titanio Silva .............»
Se oyeron ruidos incomprensibles y Firmino apagó la grabadora.
—Ya va siendo hora de que se coma los huevos revueltos —dijo el camarero.
—Todavía no están fríos —replicó Firmino.
—¿Quiere un poco de ketchup? —preguntó el camarero—, ahora todo el mundo pide ketchup.
—Puedo pasar perfectamente sin él —dijo Firmino.
—Esa frase de que los grandes problemas se encuentran en la calle me ha gustado de veras —observó el camarero—, ¿quién la dijo?
—Camus —respondió Firmino—, es un escritor francés, pero en realidad cita a un filósofo alemán.
—¿Y el abogado? —preguntó de nuevo el camarero—, ¿cómo se llama el abogado?
—Tiene un nombre complicado —respondió Firmino—, pero en Oporto todos lo conocen como el abogado Loton.
—Pulse de nuevo la tecla —pidió el camarero—, me gustaría seguir escuchando.
Firmino pulsó la tecla de reproducción.
«… y en cuanto al presunto suicidio de Damasceno Monteiro ......... Jean Améry ............ sus páginas implacables, Diskurs über den Frettod, nos enseñan que la náusea de la vida es condición fundamental para la muerte voluntaria, pero no sólo su libro, sino también su vida resulta fundamental para entender ......... Jean Améry, judío de Centroeuropa, nació vienes, se refugió en Bélgica a finales de los años treinta, fue deportado por los alemanes en 1940, se fugó del campo de concentración de Gurs e ingresó en la Resistencia belga, arrestado de nuevo por los nazis en 1943, torturado por la Gestapo y después deportado a Auschwitz, superviviente ......... pero ¿qué quiere decir supervivencia? ......... pero me pregunto .......... dedicándose con gran sutileza a la literatura escribió en alemán y en francés, recuerdo por ejemplo sus estudios sobre Flaubert y dos novelas ........... pero ¿puede la escritura salvar de una humillación imborrable? .............. finalmente, se suicida en Salzburgo en 1978 ................ y por tanto afirmo que si Damasceno Monteiro dirigió su propia mano contra sí mismo, porque mis profundas dudas no pueden ser ratificadas por un testigo, aunque con muchos esfuerzos nos vemos obligados a creer en esta versión ................... su acto desesperado sería un acto inducido, consecuencia de las torturas sufridas, como la práctica de la autopsia evidencia .......... afirmo que el responsable es el sargento Titanio Silva ................ los métodos inquisitoriales practicados en su comisaría .......... ¿actitudes quijotescas, las mías? Pues bien, permitiéndome una última referencia literaria, diré que para todos los problemas esenciales, es decir, para aquéllos que pueden llegar a causar la muerte o a multiplicar la pasión de vivir, existen tan sólo dos formas de pensamiento, el de la Palisse y el de Don Quijote ................ claro que Damasceno Monteiro murió a causa de un café, según quieren hacernos creer ........... pero esta ofensiva estupidez digna de Palisse escuchada en las declaraciones carnavalescas efectuadas por los imputados pertenece a la infamia ........... la infamia ............ la infamia, .................. intentaré explicar lo que yo entiendo por infamia ...........»
Firmino pulsó la tecla de parada.
—Ahora la grabación se ha escacharrado de verdad —dijo—, pero le aseguro que este momento de su arenga era algo escalofriante, hubiera debido tomar nota allí mismo, pero no fui capaz y además me fiaba de este trasto.
—Lástima —comentó el camarero—, ¿y después?
—Después llegamos a las frases finales —dijo Firmino—, evocó el caso Salsedo.
—¿Quién era? —preguntó el camarero.
—Yo ni siquiera lo conocía —respondió Firmino—, fue un feo asunto que sucedió en los Estados Unidos en los años treinta, creo, Salsedo era un anarquista al que tiraron por una ventana en una comisaría americana y que la policía hizo pasar por suicidio, aquel caso fue dado a conocer en todo el mundo por un abogado que me parece que se llamaba Galleani, fue ésta la conclusión de la arenga, pero, como puede ver, en la cinta no ha quedado nada.
El camarero se levantó.
—Dentro de poco llegaremos a Lisboa —dijo—, tengo que ir a preparar mis cosas.
—Tráigame la cuenta —dijo Firmino—, pago yo.
—No es posible —objetó el camarero—, tendría que darle el tíquet de caja y la máquina señala la hora, y la hora demuestra que usted ha comido en una hora en que no se podía comer.
—No veo la lógica —respondió Firmino.
—Cuatro huevos revueltos no arruinarán a los Ferrocarriles —concluyó el camarero—, y además le estoy agradecido por su compañía, el viaje se me ha hecho más corto, lo único que lamento es lo de su grabación, adiós.
Firmino guardó la grabadora en su bolsa y hojeó el cuaderno de notas que había dejado abierto sobre la mesa. Estaba en blanco. Lo único que había conseguido escribir apresuradamente era la sentencia. La releyó.
«Este tribunal, en virtud de los poderes conferidos por la Ley, vistos los autos del proceso, oídos los imputados, los testigos y los abogados de las partes, condena a dos años de reclusión al agente Costa y al agente Ferro por los delitos de ocultación de cadáver y omisión de los procedimientos reglamentarios, con la circunstancia agravante de haber sido cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Concede los beneficios de la libertad condicional. Declara al sargento Silva responsable de un delito de negligencia al haber abandonado la comisaría estando de servicio y lo suspende por seis meses de sus funciones. Lo absuelve del resto de delitos por no haber participado en ellos».
Por la ventanilla empezaban a aparecer fugazmente las primeras luces de la periferia. Firmino cogió su bolsa y salió al pasillo. Estaba desierto. Miró el reloj. El tren iba a llegar a su hora.