—Felicidades, joven, ha hecho un buen trabajo.
El abogado estaba hundido en el sillón de debajo de la librería, aquella mañana en la habitación flotaba un insólito perfume fresco, entre la lavanda y el desodorante.
—Mire qué peste —dijo Don Fernando—, ha pasado la portera, ella no soporta los cigarros, yo no soporto sus sprays.
Firmino se fijó en que las cartas sobre la mesilla verde estaban todas descubiertas y en columna.
—¿Ha conseguido completar el solitario? —preguntó.
—Esta mañana lo he conseguido —respondió el abogado—, sucede de vez en cuando.
—Ese Titanio es un personaje repulsivo —observó Firmino—. Qué cosas dice y con qué cara más dura.
—¿Acaso se esperaba algo mejor? —preguntó el abogado—, es la versión que mantendrá ante los jueces, y con esas mismas palabras, porque obviamente Titanio posee un único nivel estilístico, solo que los autos de los procesos no salen publicados en los periódicos, mientras que usted ha conseguido que los lectores sepan cómo habla el Grillo Verde. Y con esto tengo la impresión de que su tarea ha concluido.
—¿Ha acabado de verdad? —preguntó Firmino.
—Al menos por ahora —respondió el abogado—, toda la documentación ha sido recogida y la instrucción está cerrada, sólo resta esperar el juicio, que se realizará pronto, quizás antes de lo que usted se imagina, tal vez tengamos ocasión de volver a vernos durante el juicio, quién sabe.
—¿Cree usted que será algo rápido? —preguntó Firmino.
—En casos como éste hay dos posibilidades —respondió el abogado—, la primera es que aplacen el juicio hasta las calendas griegas dejándolo en el limbo de las marismas burocráticas, de manera que la gente se olvide, que acaso estalle un buen escándalo nacional o internacional en el que toda la prensa se concentre. La segunda es resolverlo en el menor plazo de tiempo posible, y yo creo que escogerán esta segunda vía, porque tienen que demostrar que la justicia es rápida y eficiente y que instituciones del Estado, es decir, la policía, son límpidas, transparentes y sobre todo democráticas. ¿Capta el concepto?
—Capto el concepto —respondió Firmino.
—Y además usted tiene una novia —continuó el abogado—, y a las novias no conviene dejarlas demasiado solas, porque si no se sumen en la melancolía, vaya a hacer el amor, es una de las mejores cosas que pueden hacerse a su edad.
Miró a Firmino con sus ojillos inquisitivos como si esperara una confirmación. Firmino sintió que enrojecía y asintió.
—Y luego está su estudio sobre la novela portuguesa de posguerra, ¿no? También ésa es una tarea que le está esperando. Pase por la pensión de Doña Rosa y haga las maletas, si se apresura tiene un tren que sale a las dos y dieciocho, pero no es demasiado aconsejable, se detiene incluso en Espinho, el siguiente lo tiene a las tres y veinticuatro, y otro a las cuatro y doce, y otro a las seis y diez, puede comprobarlo usted mismo.
—Se sabe los horarios de memoria —dijo Firmino—, me da la impresión de que utiliza usted esa línea a menudo.
—Hace veinticinco años que no salgo de Oporto —respondió el abogado—, pero me gustan los horarios de trenes, encuentro que tienen cierto interés.
Se levantó y se dirigió a una de las estanterías laterales, donde había libros antiguos elegantemente encuadernados. Extrajo un delgado libro encuadernado en piel, con las cantoneras de plata, y se lo tendió a Firmino. En la primera página de las guardas, en una hoja de pergamino, estaba impreso el nombre del encuadernador y una fecha: «Taller Sampayo, Oporto, 1956». Firmino lo hojeó. La portada del volumen original, que el encuadernador había conservado, era de una cartulina barata amarillenta y desteñida y decía en francés, alemán e italiano: Horario de los Ferrocarriles Suizos. Firmino lo hojeó rápidamente y miró al abogado con expresión interrogante.
—Hace muchos años —dijo Don Fernando—, cuando estudiaba en Ginebra, compré este horario, era una edición conmemorativa de los Ferrocarriles Suizos, los ferrocarriles suizos tienen una puntualidad verdaderamente suiza, pero lo mejor es que consideran Zurich el centro del mundo, por ejemplo, vaya a la página cuatro, después de la publicidad de los hoteles y los relojes.
Firmino buscó la página cuatro.
—Hay un mapa de Europa —dijo.
—Con todos los trayectos ferroviarios —añadió Don Fernando— marcados con números correlativos, y cada número remite a la línea de cada país europeo y a la página respectiva. Desde Zurich se puede recorrer en tren toda Europa y los ferrocarriles suizos le indican todos los horarios de los enlaces. Por ejemplo, ¿le apetece ir a Budapest? Vaya a la página dieciséis.
Firmino buscó la página dieciséis.
—El tren para Viena parte de Zurich a las nueve y quince del andén cuatro —dijo el abogado—, ¿me equivoco? El transbordo para Budapest, el mejor de ellos, que está señalado con un asterisco, es a las nueve de la noche, porque le permite coger el tren que procede de Venecia, el horario le indica los servicios del convoy, en este caso literas en compartimientos de cuatro personas, lo más barato, coche cama en compartimento doble o individual, coche restaurante y servicio de bebidas por la noche. Pero si quiere continuar hasta Praga, que está en la página siguiente, no tiene más que escoger entre las distintas posibilidades que le ofrecen los ferrocarriles húngaros, ¿lo está comprobando?
—Lo estoy comprobando —dijo Firmino.
—¿Quiere visitar el gran Norte? —continuó Don Fernando—, Oslo, por ejemplo, la ciudad del sol de medianoche y del Premio Nobel de la Paz, página diecinueve, salida desde Zurich a las doce y veintiuno del andén séptimo, el horario de los transbordadores disponibles se encuentra en una nota. O bien, ¿qué sé yo? La Magna Grecia, el teatro griego de Siracusa, la antigua civilización mediterránea, para llegar hasta Siracusa vaya a la página veintiuno, la salida de Zurich es a las once en punto, están indicados todos los enlaces posibles con los ferrocarriles italianos.
—¿Usted ha realizado todos esos viajes? —preguntó Firmino.
Don Fernando sonrió. Cogió un cigarro pero no lo encendió.
—Claro que no —respondió—, me he limitado simplemente a imaginármelos. Después he regresado a Oporto.
Firmino le tendió el volumen. Don Fernando lo cogió, le dio una rápida ojeada sin mirar de verdad y se lo tendió de nuevo.
—Me lo sé de memoria —dijo—, se lo regalo.
—Pero quizás le tiene usted aprecio —respondió Firmino sin saber qué decir.
—Oh —dijo Don Fernando—, todos esos trenes han dejado de funcionar, puntualísimas horas suizas que el tiempo ha engullido. Se lo regalo a usted como recuerdo de estos días que hemos pasado juntos y como un recuerdo personal mío, si no es una presunción por mi parte pensar que a usted le apetezca tener un recuerdo de mi persona.
—Me lo quedaré de recuerdo —respondió Firmino—. Perdóneme, abogado, quisiera ir a buscar una cosa, vuelvo dentro de diez minutos.
—Deje la puerta entreabierta —dijo el abogado—, no me haga levantar para pulsar el botón.
Firmino volvió con un paquete bajo el brazo, lo desenvolvió con cuidado y dejó la botella sobre la mesita.
—Antes de partir quisiera brindar con usted —explicó—, por desgracia la botella no está fría.
—Champán —observó Don Fernando—, le habrá costado un ojo de la cara.
—La he cargado en la cuenta del periódico —confesó Firmino.
—Retiro los cargos —dijo Don Fernando.
—Con todas las ediciones especiales que han hecho gracias a nuestros artículos, me parece que lo mínimo es que el periódico nos invite a una botella de champán —dijo Firmino.
—Sus artículos —puntualizó Don Fernando cogiendo las copas—, sus artículos.
—Bueno —murmuró Firmino. Levantaron las copas en señal de brindis.
—Propongo brindar por el éxito del proceso —dijo Firmino.
Don Fernando bebió un sorbo y no respondió.
—No se haga demasiadas ilusiones, joven —dijo posando la copa—, será un tribunal militar, me juego lo que quiera.
—Pero eso es absurdo —exclamó Firmino.
—Es la lógica de los códigos —respondió tranquilamente el abogado—, la Guardia Nacional es un cuerpo militar. Haré lo posible por recusar esa lógica, pero no abrigo demasiadas esperanzas.
—Pero se trata de un homicidio brutal —dijo Firmino—, de tortura, de turbios manejos, de corrupción, no se trata en modo alguno de un episodio bélico.
—Ya —murmuró el abogado—, ¿y cómo se llama su novia?
—Catarina —respondió Firmino.
—Es un nombre muy bonito —dijo el abogado—, ¿y a qué se dedica?
—Por ahora ha hecho una oposiciones para la biblioteca municipal, es licenciada en biblioteconomía, pero todavía no le han contestado.
—Trabajar con los libros es un buen trabajo —murmuró el abogado.
Firmino llenó de nuevo las copas. Bebieron en silencio. Firmino cogió el libro encuadernado y se levantó.
—Me parece que ya es hora de que me vaya —dijo.
Se intercambiaron un rápido apretón de manos.
—Preséntele mis respetos a Doña Rosa —le gritó por detrás Don Fernando.
Firmino salió a Rúa das Flores. Se había alzado un vientecillo fresco, casi punzante. El aire era limpísimo. Notó que sobre las hojas de los plátanos se estaban dibujando imperceptibles manchas de color amarillo. Era la primera señal del otoño.