«Nos encontramos en el Antártico, conocida heladería de la desembocadura del Duero, frente al maravilloso estuario del río que atraviesa Oporto. Ha aceptado hablar con nosotros un personaje que está en el punto de mira de la opinión pública y sobre quien pesan, según algunas declaraciones, graves acusaciones por la muerte de Damasceno Monteiro, el sargento Titanio Silva, de la Guardia Nacional de esta localidad. Ofrecemos un breve retrato del personaje: cincuenta y cuatro años, natural de Felgueiras, de origen modesto, academia militar en Mafra, combatiente en Angola desde 1970 a 1973, una distinción honorífica al valor por los servicios prestados en África, desde hace más de diez años sargento en expectativa de ascenso en la comisaría de la Guardia Nacional de Oporto.
—Sargento, ¿está de acuerdo usted con el breve retrato que hemos reseñado? ¿Es usted un héroe de la guerra de África?
—Yo no me considero un héroe, sólo cumplí con mi deber por mi patria y mi bandera. A decir verdad, cuando fui a Angola no conocía ni siquiera su geografía. Digamos que en nuestros territorios de ultramar adquirí mi conciencia nacional.
—¿Quiere definirnos mejor su concepto de conciencia nacional?
—Lo digo en el sentido de que tomé conciencia de que estaba combatiendo a los subversivos que se oponían a nuestra civilización.
—Con la palabra civilización, ¿a qué se refiere?
—A la portuguesa, porque la nuestra es la civilización portuguesa.
—Y, con la palabra subversivos, ¿a quién se esté refiriendo?
—A los negros que disparaban contra nosotros porque se lo decían algunos como ese Amílcar Cabral. Tomé conciencia de defender aquellos territorios que eran nuestros desde la noche de los tiempos, cuando en Angola no había ni cultura ni cristianismo, cosas que llevamos nosotros allí.
—Y después, con su condecoración, regresa usted al continente y hace carrera en el cuerpo de policía de Oporto.
—No es así exactamente, primero me asignaron a las afueras de Lisboa, porque debido a que nosotros habíamos perdido la guerra, era necesario ocuparse de todos los desocupados que volvían de África, los retornados.
—¿A quién se refiere con nosotros? ¿Quién había perdido la guerra?
—Nosotros, Portugal.
—Y con esas personas que volvían de las antiguas colonias, ¿cómo iba la cosa?
—Había muchos problemas, porque tenían la pretensión de alojarse en grandes hoteles. Incluso hubo manifestaciones en las que lanzaban piedras a la policía: en lugar de quedarse a defender Angola fusil en mano, llegaban a Lisboa y pretendían un alojamiento de lujo.
—Y ¿cómo prosigue su carrera?
—Después fui trasladado a Oporto. Pero me destinaron antes a Villa Nova de Gaia, primero estuve allí.
—Y, por lo que se dice, en Gaia hizo algunas amistades.
—¿Qué quiere decir?
—Hemos oído hablar de amistades con empresas de importación y exportación.
—Me parece que está usted insinuando algo. Si quiere hacer acusaciones concretas dígamelo explícitamente y yo le llevo ante los tribunales, porque los periodistas os merecéis eso justamente, que os lleven a los tribunales.
—No, sargento, no se sulfure. Sólo le refiero rumores que uno oye por ahí. Sin embargo, nos consta que usted conocía la Stones of Portugal. ¿O ésta es también una insinuación? La pregunta es: ¿Conocía usted la Stones of Portugal?
—La conozco como conozco todas las empresas de los alrededores de Oporto y sabía que necesitaba protección.
—¿Por qué? ¿Le consta que estuviera amenazada?
—Sí y no, aunque el propietario no se había quejado explícitamente. Sin embargo, sabíamos que requería ser vigilada porque importaba materiales de alta tecnología, material apetitoso, cosa de millones.
—Nos han dicho que de manera clandestina en algunos de los contenedores de alta tecnología llegaban también otras mercancías. ¿Estaba usted al corriente?
—No sé qué quiere decir.
—Droga, heroína pura.
—Si así hubiera sido, lo habríamos sabido, porque tenemos muy buenos informadores.
—Por tanto, usted no tiene constancia de que en los contenedores de la Stones of Portugal llegaba droga desde Hong Kong.
—No me consta. Nuestra ciudad no necesita drogas, es una ciudad sana. A nosotros nos gustan sobre todo los callos.
—Y, sin embargo, hemos leído en la prensa nacional que aquí en Oporto hay un local donde se trafica con droga, y parece que usted es el propietario del mismo.
—Ésa es una insinuación que rechazo con firmeza. Si se refiere usted al Puccini’s, puedo asegurarle que se trata de un local frecuentado por gente distinguida y que no me pertenece, pertenece a mi cuñada, como consta en el Ayuntamiento.
—Pero se dice que usted trabaja allí.
—Algunas veces voy a echar una mano con la contabilidad. Soy muy bueno con los números, hice un curso de administración.
—Pero, volviendo a la Stones of Portugal, parece que aquella noche usted estaba haciendo la ronda con su patrulla en aquella zona, ¿qué puede explicarnos?
—Llegamos con las luces de posición, no recuerdo la hora exacta, pero debía de ser en torno a las doce, se trataba sólo de una visita rutinaria.
—¿Y por qué esa visita rutinaria?
—Porque, como ya le he dicho, la Stones importaba material de alta tecnología, que es muy tentador para los bribones, y nuestro deber es protegerla.
—¿Y después?
—Aparcamos el coche fuera de la verja y entramos. La luz de la oficina estaba encendida. Yo entré primero y encontré a Damasceno Monteiro en flagrante delito.
—Explíquese mejor.
—Estaba de pie ante el escritorio y tenía en la mano material tecnológico que sin duda había robado.
—¿Sólo material tecnológico?
—Sólo material tecnológico.
—¿Acaso no tenía también en la mano unas bolsas llenas de polvo?
—Yo soy un policía, una autoridad del Estado, ¿quiere poner en duda mis palabras?
—¡Por Dios! ¿Y qué sucedió después?
—Arrestamos inmediatamente al sujeto, que a continuación fue identificado como Monteiro.
Lo hicimos subir al coche y lo llevamos a la comisaría.
—En este momento surge una primera contradicción. Por lo que se desprende de su primera declaración, ustedes manifestaron que lo hicieron bajar durante el trayecto.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Digamos que los juzgados están llenos de topos: a veces un dactilógrafo, a veces una telefonista, incluso una simple mujer de la limpieza, pero es un detalle insignificante, lo importante es que en su primer interrogatorio ante el juez instructor sostuvieron que Damasceno Monteiro no fue llevado a la comisaría, sino que se le hizo bajar durante el trayecto.
—Ésa es una equivocación que me he encargado de rectificar personalmente. Fue un malentendido de un compañero mío, el agente Ferro.
—¿Puede explicarnos mejor esa equivocación?
—La patrulla estaba compuesta por dos coches. En el mío llevábamos a Monteiro. El otro coche, conducido por otro compañero, en el cual viajaba el agente Ferro, nos seguía. En cierto momento nos detuvimos y al agente le pareció ver que Monteiro descendía, pero se equivocó. ¿Sabe? El agente Ferro es un recluta, un chico joven, y se duerme fácilmente en el coche. Simplemente, se equivocó.
—Pero usted, ante el juez instructor, no desmintió de inmediato al agente Ferro.
—Lo desmentí después, cuando leí bien su declaración.
—¿No es más cierto que la desmintió porque el testigo, el señor Torres, declaró que los siguió con su automóvil y que vio con sus propios ojos a su amigo Damasceno Monteiro entrar en la comisaría a base de puñetazos y patadas?
—¿A base de puñetazos y patadas?
—Eso es lo que afirma el testigo.
—Mi querido señor, nosotros no tratamos a la gente a puñetazos ni a patadas. Escríbalo claramente en su periódico: nosotros respetamos a los ciudadanos.
—Dejamos constancia de que la Guardia Nacional es muy correcta. Pero ¿querría describirnos los acontecimientos de aquella noche?
—Muy simple, subimos al piso de arriba, donde están las oficinas y la celda de seguridad, y procedimos a un primer interrogatorio del reo. Él parecía desesperado, y empezó a llorar.
—¿Lo tocaron ustedes?
—Explíquese.
—Si lo tocaron físicamente.
—Nosotros no tocamos a nadie, señor mío, porque respetamos las leyes y la Constitución, por si le interesa. Le diré que Monteiro estaba desesperado y se echó a llorar, nosotros incluso intentamos consolarlo.
—¿Intentaron consolarlo?
—Era un pobrecillo, un desgraciado, invocaba a su madre y decía que su padre era un alcohólico. En aquel momento estábamos sólo el agente Costa y yo, porque el otro agente se había ido al baño, así que le dije al agente Costa que bajara a la cocina de abajo a hacerle un café, porque aquel chico daba pena, créame, daba pena de verdad; el agente Costa bajó y dos minutos después me llamó desde las escaleras y me dijo: Señor sargento, baje porque la máquina no funciona, el café no sale. De modo que bajé yo también.
—¿Y dejaron solo a Monteiro?
—Por desgracia. Es ésa nuestra única culpa, porque de ese hecho asumimos toda la responsabilidad, para prepararle un café dejamos solo durante un momento a aquel muchacho desesperado y así ocurrió la desgracia.
—¿Qué desgracia? ¿Podría explicarse mejor?
—Oímos un disparo y corrimos hacia arriba. Monteiro yacía exánime en el suelo. Se había apoderado de una pistola que el otro agente había dejado distraídamente sobre la mesa y se había pegado un tiro en la sien.
—¿A quemarropa?
—Cuando uno se dispara un tiro en la sien, se lo dispara a quemarropa, ¿no le parece?
—Claro, era sólo para precisar un detalle técnico, es evidente que un suicida se dispara a quemarropa. ¿Y qué más ocurrió?
—Pues que nos encontramos con aquel cadáver en el suelo. Y algo de este calibre, como usted podrá suponer, provoca un cierto pánico incluso entre los policías más acostumbrados a las miserias del mundo. Por otra parte, yo ya no podía más, estaba de servicio desde las ocho de la mañana, tenía forzosamente que volver a mi casa. Tenía forzosamente que ponerme una inyección de Sumigrene.
—¿De Sumigrene?
—Es una medicina americana que está en el mercado desde hace poco tiempo, es la única medicina que puede dar alivio cuando la migraña es insoportable. He aportado a los autos un certificado médico sobre las migrañas que padezco desde que en Angola estalló junto a mí una mina que me reventó el tímpano. Así que abandoné mi puesto, es la única culpa, si puede llamársele culpa, de la que debo responder ante los jueces, he abandonado mi puesto, yo, que en África en el campo de batalla nunca abandoné mi puesto.
—¿De modo que dejó el cuerpo de Damasceno Monteiro en el suelo?
—Así fueron las cosas. Pero no sé lo que hicieron mis compañeros.
—¿Quiénes eran?
—No quiero darle sus nombres. Se los di al juez instructor, ya aparecerán durante el juicio.
—¿Y el cuerpo de Damasceno Monteiro?
—¡Usted debe comprender la desorientación y la angustia de dos pobres agentes que se encuentran con un cadáver en el suelo de su comisaría! No los disculpo, pero puedo comprender que se lo llevaran.
—Pero eso es ocultación de cadáver.
—Ciertamente, le doy la razón, es ocultación de cadáver, pero, como ya le he dicho, debe usted comprender la angustia de dos simples agentes que se encuentran en una situación de ese tipo.
—El cuerpo de Damasceno Monteiro fue encontrado decapitado.
—Pueden pasar tantas cosas en los parques hoy en día…
—¿Quiere decir que cuando el cuerpo de Damasceno Monteiro fue sacado de la comisaría tenía todavía la cabeza sobre los hombros?
—Eso es algo que aclarará el juicio. Por lo que a mí respecta, puedo decirle que pondría la mano en el fuego por mis muchachos. Puedo asegurarle que mis agentes no son cortadores de cabezas.
—¿Quiere decir que en su opinión la cabeza de Damasceno Monteiro fue cortada en el parque?
—Hay mucha gente rara en los parques de la ciudad.
—Es difícil hacer ese trabajo en un parque: según la autopsia, la decapitación fue llevada a cabo de manera perfecta, como si hubiera sido hecha con un cuchillo eléctrico, y los cuchillos eléctricos necesitan ser enchufados a la corriente.
—Si lo dice por eso, hay cuchillos de carnicero que cortan mucho mejor que los cuchillos eléctricos.
—Nos consta por otra parte que el cuerpo de Damasceno Monteiro presentaba signos de tortura. Tenía quemaduras de cigarrillo en el pecho.
—Nosotros no fumamos, señor mío, escríbalo en su periódico. Nadie fuma en mis oficinas, es una regla que he impuesto, he hecho poner incluso los carteles de prohibición en las paredes. Además, ¿ha visto lo que el Estado ha decidido por fin escribir en los paquetes de cigarrillos? Que el tabaco perjudica seriamente la salud».