Doña Rosa estaba preparando el café sentada en una pequeña butaca del saloncito. Eran las diez de la mañana. Firmino sabía que tenía una expresión de aturdimiento, a pesar de la ducha tibia de un cuarto de hora con la que había intentado despertarse.
—Mi querido joven —dijo cordialmente Doña Rosa—, venga a tomar un café conmigo, no consigo verle nunca.
—Ayer estuve en el jardín botánico —se justificó Firmino—, pasé allí todo el día.
—¿Y anteayer? —preguntó Doña Rosa.
—En el museo, y después en el cine, daban una película que me perdí en Lisboa —respondió Firmino.
—¿Y el día anterior? —insistió con una sonrisa Doña Rosa.
—Con el abogado —dijo Firmino—, por la noche me llevó a cenar al campo, en una granja de su propiedad.
—Ya no es de su propiedad —puntualizó Doña Rosa.
—Me lo dijo —respondió Firmino.
—Y en el jardín botánico —preguntó Doña Rosa—, ¿qué encontró de interesante? Yo nunca he estado allí, vivo entre estas cuatro paredes.
—Un drago centenario —respondió Firmino—, es un árbol tropical enorme, en Portugal hay poquísimos ejemplares, parece que lo plantó Salabert en el diecinueve.
—Usted sabe tantas cosas, mi querido muchacho —exclamó Doña Rosa—, claro que para hacer el trabajo que usted hace se requiere cultura; y cuénteme, ¿quién era ese señor de nombre extranjero que plantó el árbol?
—No es que sepa mucho al respecto —respondió Firmino—, lo leí en la guía, era un francés que llegó a Oporto con las invasiones napoleónicas, creo que era un oficial del ejército francés, era un apasionado de la botánica, fue él quien fundó el jardín botánico de Oporto.
—Los franceses son gente de cultura —dijo Doña Rosa—, la revolución republicana la hicieron mucho antes que nosotros.
—A nosotros nos llegó la República en 1910 —respondió Firmino—, cada país tiene su propia historia.
—Ayer, en el Hola, estuve mirando un reportaje sobre las monarquías del norte de Europa —dijo Doña Rosa—, ésa sí que es gente como Dios manda, tienen otro estilo.
—Incluso participaron en la resistencia contra los nazis —dijo Firmino.
Doña Rosa emitió una pequeña exclamación de sorpresa.
—Eso no lo sabía —murmuró—, se ve que es gente como Dios manda.
Firmino terminó de beber su café, se levantó y se disculpó diciendo que tenía que salir a comprar los periódicos. Doña Rosa, con expresión radiante, le señaló un fajo de periódicos que estaba sobre el sofá.
—Ya están todos aquí —dijo—, bien fresquitos, Francisca ha ido a comprarlos a las ocho, es un gran escándalo, habla de ello toda la prensa, Titanio se ha encontrado con un hueso duro de roer, si no llega a ser por vosotros los periodistas, la policía no habría ido nunca a ese local, por fortuna está la prensa.
—Modestamente, se hace lo que se puede —respondió Firmino.
—El abogado ha llamado a las nueve —le informó Doña Rosa—, tiene que hablar con usted, en realidad me ha dejado encargada de todo, pero creo que será mejor que hable antes con él.
—Voy a verle ahora mismo —respondió Firmino.
—No me parece lo más apropiado —puntualizó Doña Rosa—, el abogado no puede recibirle hoy, tiene una de sus crisis.
—¿Qué crisis?
—Todos podemos tener nuestras crisis —dijo dulcemente Doña Rosa—, por eso no me parece apropiado que vaya usted a molestarlo, pero no se preocupe, ha dicho que volverá a llamarle y le dará todas las instrucciones, de momento se trata de que tenga un poco de paciencia.
—Sí —dijo Firmino—, paciencia ya tengo, pero me hubiera gustado dar un paseo, quizás hasta el Café Central.
—Ya entiendo, usted lo que necesita es un buen café cargado —dijo amorosamente Doña Rosa—. Este café que Francisca prepara por la mañana está lleno de achicoria, usted necesita un buen expresso, hago que se lo traigan. Usted quédese aquí y mientras tanto lea todas estas bonitas noticias sobre ese local nocturno, y dentro de poco veremos en la televisión un reportaje sobre la naturaleza. No sé si lo habrá visto alguna vez, es un programa que a mí me fascina, lo hace un científico muy simpático de la Universidad del Algarve. Parece que el Algarve es uno de los pocos lugares de Europa en el que el camaleón ha conseguido sobrevivir, lo he leído en la página de televisión.
—En mi opinión, los camaleones consiguen sobrevivir en todas partes —dijo en broma Firmino—. Les basta con cambiar de color.
—Me ha quitado las palabras de la boca —dijo con una risita Doña Rosa—. Usted debe entender mucho más que yo de esa clase de camaleones, dado el trabajo que tiene. Yo estoy encerrada entre estas cuatro paredes, pero créame, también conozco algún que otro camaleón, sobre todo en esta ciudad.
En la pantalla de televisión se veía una laguna con una playa blanca y dunas irregulares. Firmino pensó en Tavira, y quizá fueran de verdad sus alrededores. Después se vio un chiringuito en la playa que era un restaurante, con unas cuantas mesas de plástico y gente que comía berberechos, personas rubias, de aspecto extranjero. La cámara de televisión enfocó a una chica cuyo rostro estaba lleno de pecas y a la que le preguntaron qué pensaba de aquel lugar. La muchacha contestó en inglés y en la pantalla apareció la traducción en subtítulos. Decía que aquella playa era un verdadero paraíso para alguien como ella, que venía de Noruega, el pescado era formidable y una comida a base de marisco costaba lo mismo que dos cafés en Noruega, pero el motivo principal por el que estaba comiendo en aquel chiringuito era Fernando Pessoa, y señalaba con el índice una rama de la pérgola que recubría el restaurante. El objetivo se desplazaba por la rama y se veía en primer plano un lagarto inmóvil con grandes ojos movilísimos, que parecía formar parte del árbol. Era uno de los pobres camaleones supervivientes en el Algarve. El periodista de televisión preguntó a la muchacha noruega por qué a aquel animal le llamaban Fernando Pessoa, y ella respondió que no había leído nada nunca de ese poeta, pero que sabía que era el hombre de las mil máscaras y que, como los camaleones, se mimetizaba en cada una de sus transformaciones y por eso el propietario del restaurante le había puesto ese nombre. La cámara se movía hacia un cartel pintado a mano que remataba el chiringuito donde habían escrito: Camaleón Pessoa.
En ese momento sonó el teléfono y Doña Rosa con un gesto le indicó a Firmino que contestara.
—Tengo que decirle un par de cosas —dijo el abogado—, ¿tiene algo para escribir?
—Tengo mi cuaderno aquí —respondió Firmino.
—Se contradicen —dijo el abogado—, tome nota porque es importante. En la primera versión negaron haber llevado a Damasceno a la comisaría. Por desgracia eso ha sido desmentido por el testigo, quien, mira por dónde, los siguió con su coche. Ellos dijeron que le habían hecho bajar en la carretera; Torres, que los siguió a distancia con su coche hasta Oporto, sostiene que vio con sus propios ojos cómo Damasceno fue introducido a base de puñetazos y bofetadas en la comisaría. Segunda contradicción: han tenido que aceptar que llevaron a Monteiro a la comisaría solo para realizar un control, pero afirman que lo retuvieron poco tiempo, lo justo para los controles del caso, una media hora como mucho. Por tanto, suponiendo que hubieran entrado hacia las doce, sobre las doce y media Monteiro habría salido de la comisaría por su propio pie. ¿Me sigue?
—Le sigo —afirmó Firmino.
—Solo que Torres —continuó el abogado—, que parece un tipo duro, sostiene que permaneció en el coche hasta las dos y que no vio salir a Damasceno Monteiro. ¿Me sigue?
—Le sigo —asintió Firmino.
—Por tanto —puntualizó el abogado—, por lo menos hasta las dos Monteiro permaneció en comisaría, después de lo cual Torres pensó que ya era hora de regresar a su casa y se marchó. Y a partir de ese momento las cosas se vuelven más confusas, por ejemplo, el agente de guardia que debía anotar las entradas en la comisaría, en aquellos momentos dormía como un angelito, con la mejilla apoyada en el escritorio; cierto café que el Grillo Verde bajó a preparar a la cocina, haciéndose ayudar por otro agente, cosas de este tipo, hasta que han podido preparar una declaración un poco más lógica, que es la definitiva, la que el Grillo Verde usará seguramente en el juicio. Pero esa versión no seré yo quien se la dé.
—¿Y quién me la dará?
—Se la dará directamente Titanio Silva —respondió el abogado—, estoy convencido de que ésa es su última versión y también estoy convencido de que ésa será la que utilice en el juicio, pero es una declaración que sería mejor recoger de viva voz.
Firmino oyó a través del auricular una especie de estertor y algunos golpes de tos.
—Tengo un ataque de asma —explicó con un silbido en la voz el abogado—, las mías son crisis de asma psicosomática, los grillos tienen un polvillo bajo las alas que me provoca asma.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Firmino.
—Le prometí que hablaríamos de ética profesional —replicó el abogado—, considere esta llamada como la primera lección práctica. Mientras tanto, usted deje bien claras en su periódico las contradicciones de estos señores, es bueno que la opinión pública se vaya haciendo una idea, y en cuanto a la última versión, entreviste al Grillo Verde, seguro que él cree que concediendo una entrevista se cubrirá las espaldas, pero también nosotros nos cubriremos las espaldas, cada uno hace su juego, como en el Milligan, ¿conforme?