Firmino entró en el patio del palacete de Rúa das Flores y pasó por delante de la garita de la portera. La mujer le echó una rápida ojeada y sumergió de nuevo la mirada en sus labores de costura. Firmino atravesó el pasillo y tocó el timbre. La puerta se abrió automáticamente, como la primera vez.
Don Fernando estaba sentado ante una mesita forrada de paño verde, casi en vilo sobre una silla que apenas podía contener su mole, y ante sí tenía un juego de cartas. Su cigarro estaba encendido, pero permanecía posado en el cenicero de la mesa y se iba consumiendo lentamente. En la sala flotaba un tufo de moho y de humo rancio.
—Estoy haciendo un Spite and Malice —dijo Don Fernando—, pero no me sale, hoy no es mi día. ¿Sabe usted jugar al Spite and Malice?
Firmino permanecía rígido frente a él, con un fajo de periódicos bajo el brazo, y miró al abogado sin decir nada.
—Les llaman juegos de paciencia —dijo Don Fernando—, pero es una definición inexacta, hay que tener también olfato y lógica, además de suerte, naturalmente. Ésta es una variante del Milligan, ¿no conoce usted ni siquiera el Milligan?
—Sinceramente no —respondió Firmino.
—En el Milligan participan varios jugadores —explicó Don Fernando—, dos mazos de cincuenta y dos cartas y columnas en progresión; se abre con el as o con la reina; con el as la columna es ascendente, con la reina es descendente; pero lo bueno no es eso, lo bueno son los obstáculos.
El abogado cogió el cigarro, que había formado sus dos buenos centímetros de ceniza, y dio una bocanada voluptuosa.
—Debería usted estudiar un poco los llamados juegos de paciencia, algunos tienen un mecanismo similar a esa insoportable lógica que condiciona nuestra vida, el Milligan, por ejemplo; pero siéntese usted, joven, coja ese taburete.
Firmino se sentó y dejó el fajo de periódicos en el suelo.
—El Milligan es muy interesante —dijo el abogado—, está basado en las jugadas que cada participante realiza con el fin de poner trampas para limitar el juego del adversario que va detrás de él, y así en cadena, como en las discusiones internacionales de Ginebra.
Firmino le miró y en su rostro se dibujó una expresión de estupor. Intentó descifrar rápidamente lo que quería decir el abogado, pero no lo consiguió.
—¿Las discusiones de Ginebra? —preguntó.
—¿Sabe? —dijo el abogado—, hace algunos años solicité ir como observador a las conversaciones de desarme nuclear y balístico que tienen lugar en la sede de Naciones Unidas en Ginebra. Hice amistad con una señora, la embajadora de un país que proponía el desarme. Se daba el caso de que su país, que efectuaba experimentos atómicos, estaba también comprometido con la desnuclearización del mundo, ¿capta el concepto?
—Capto el concepto —dijo Firmino—, es una paradoja.
—Bien —continuó el abogado—, la señora era una persona cultivada, naturalmente, pero sobre todo era una apasionada de los juegos de cartas. Y un día le pedí que me explicara el mecanismo de aquellas negociaciones, cuya lógica se me escapaba. ¿Sabe qué me respondió?
—Ni idea —contestó Firmino.
—Que me estudiara el Milligan, porque la lógica era la misma, es decir: cada jugador, aunque aparentemente pretende colaborar con otro, en realidad construye cadenas de cartas estudiando las trampas para limitar el juego del adversario. ¿Qué le parece?
—Un buen juego —respondió Firmino.
—Y que lo diga —dijo Don Fernando—, es en esto en lo que se basa el equilibrio atómico de nuestro planeta, en el Milligan.
Dio un golpecito a una de las columnas de cartas.
—Pero yo juego solo, con la variante del Spite and Malice, me parece más oportuno.
—¿O sea? —preguntó Firmino.
—Que hago un solitario, de manera que soy simultáneamente yo mismo y mi propio adversario, me parece que es lo que requiere la situación, en cuanto a los misiles que se han de lanzar y de evitar.
—Un misil ya lo tenemos —declaró Firmino con satisfacción—, no es de cabeza nuclear, pero algo es algo.
Don Fernando desbarató su juego de paciencia y empezó a recoger las cartas una a una.
—Me interesa, joven —dijo.
—En el Puccini’s Butterfly se trafica con drogas —dijo Firmino—, y se consumen allí mismo. Hay unos saloncitos reservados en el pasillo, música de ópera y cómodos sofás, creo que sobre todo se trata de cocaína, pero podría haber más cosas, una esnifada cuesta doscientos dólares, y quien dirige todos esos recitales es, sin duda, Titanio Silva. ¿Le lanzo un torpedo desde mi periódico?
El abogado se levantó y atravesó la habitación con paso incierto. Se detuvo delante de una consola estilo imperio sobre la que había una fotografía enmarcada en la que Firmino no había reparado. Se apoyó con un codo sobre el mármol de la consola, con una postura que a Firmino le parecía teatral y oratoria a la vez, casi como si frente a él hubiera un tribunal al que dirigirse.
—Usted es un buen reportero, joven —exclamó—, con algunas limitaciones, naturalmente, pero no me venga ahora queriendo hacer de Don Quijote, porque el sargento Titanio Silva es un molino de viento muy peligroso. Y teniendo en cuenta que nosotros sabemos el estado en que quedó nuestro heroico Don Quijote después de ser arrastrado por las palas de los molinos, y teniendo en cuenta que yo ni puedo ni quiero ser su Sancho Panza que unge su miserable cuerpo contusionado con aceites balsámicos, le diré sólo una cosa, y abra bien las orejas. Abra bien las orejas porque es fundamental como jugada de nuestro Milligan. Ahora va usted a preparar una detallada nota de prensa que enviará a una agencia, y esa detallada nota de prensa que describa con pelos y señales el Puccini’s Butterfly, con sus tiernos saloncitos, música de ópera, papelinas de variadas sustancias y dólares contados hábilmente por el experto cajero Titanio Silva, todo esto, decía, será publicado en bloque por la prensa portuguesa, por toda la prensa posible e imaginable, la que se interesa por el destino magnífico y progresivo del género humano, y la que se interesa por los coches deportivos de los empresarios del norte, que es, por otro lado, otra forma de concebir el destino magnífico y progresivo del género humano; en resumen, cada uno a su manera deberá recoger la noticia, quién con ferocidad, quién con escándalo, quién con reservas, pero todos deberán escribir que, probablemente, dígase probablemente, según fuentes bien informadas, en el mencionado local se trafica impunemente, adverbio fortalecido por la curiosa distracción de la Guardia Nacional, que nunca lo ha investigado; que en el mencionado local se venden polvitos onirizantes, ¿le gusta el adjetivo?, al módico precio de doscientos dólares la papelina, es decir, a un tercio del sueldo mensual de un trabajador portugués normal; de este modo le mandamos, al Puccini’s y obviamente al señor Titanio, un estupendo registro de la policía judicial.
El abogado pareció tomar un respiro. Cogió aire como alguien que se estuviera ahogando y su respiración hizo el ruido de un viejo fuelle.
—Toda la culpa es de los puros —dijo—, tengo que comprar puros españoles porque ya no se encuentran habanos, se han convertido en un recuerdo, aunque quizás también aquella isla sea ya sólo un recuerdo. —Y a continuación siguió—: Estamos divagando, bueno, en realidad soy yo quien está divagando, le ruego que me disculpe, hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza.
La mano en la que apoyaba la cara estrujaba su fláccida mejilla.
—Y además he dormido mal —añadió—, tengo demasiados insomnios, y los insomnios nos traen fantasmas y hacen recular el tiempo. ¿Sabe usted lo que significa que el tiempo recule?
Miró a Firmino con aire inquisitivo y Firmino sintió de nuevo un irritado malestar. No le gustaba aquella actitud que Don Fernando adoptaba con él y tal vez con otros, como si requiriera una complicidad, como si esperara una confirmación de sus dudas, pero casi de forma amenazante.
—No sé lo que significa, abogado —dijo—, utiliza usted expresiones demasiado ambiguas, no sé lo que significa que el tiempo recule.
—El tiempo… —susurró el abogado—, me doy cuenta de que no es usted el interlocutor más apropiado. Claro, usted es joven, y para usted el tiempo es una cinta que se le despliega por delante, como un automovilista que corre por una carretera desconocida y cuyo interés radica en lo que le espera tras la siguiente curva. Pero no es eso exactamente lo que quiero decir, me refería a un concepto teórico, caramba, ¿por qué será que las teorías me afectan de esta manera? Tal vez porque me ocupo del Derecho, que no es más que una enorme teoría también, un edificio incierto en cuyo techo se abre una cúpula infinita, como la bóveda celeste que observamos cómodamente sentados en las butacas de un planetario. ¿Sabe? Una vez cayó en mis manos un tratado de física teórica, una de esas elucubraciones elaboradas por esos matemáticos encerrados en confortables celdas universitarias, y que hablaba del tiempo, y encontré una frase que me hizo reflexionar, una frase que decía que, en cierto momento, en el universo el tiempo empezó a existir. El científico añadía con perfidia que ese concepto resulta incomprensible para nuestras categorías mentales.
Miró a Firmino con sus ojillos inquisitivos. Cambió de postura. Se puso las manos en los bolsillos, con la actitud de un gamberrete que está provocando a alguien.
—No quiero parecerle presuntuoso —dijo con expresión provocadora—, pero un concepto tan abstracto requeriría una traducción humana, ¿comprende?
—Hago todo lo posible —respondió Firmino.
—El sueño —respondió el abogado—, la traducción de la física teórica al plano humano es posible sólo en el sueño. Porque, en realidad, la traducción de ese concepto no puede darse más que aquí, justo aquí dentro.
Se dio un toque con el índice en la sien.
—En nuestras cabecitas —continuó—, pero sólo mientras están durmiendo, en ese espacio incontrolable que según el doctor Freud es el Inconsciente en estado libre. Es cierto que ese formidable detective no podía poner en relación el sueño con el teorema de la física teórica, pero sería interesante que alguien lo hiciera algún día. ¿Le molesta si fumo?
Se tambaleó hasta la mesita y encendió uno de sus cigarros. Dio una bocanada sin tragarse el humo y dibujó aros en el aire.
—A veces sueño con mi abuela —dijo en tono meditabundo—, demasiado a menudo sueño con mi abuela. ¿Sabe? Fue muy importante para mi infancia, prácticamente crecí con ella, aunque en realidad de mí se ocupaban las institutrices. Y algunas veces sueño con ella de niña. Porque también mi abuela fue niña, claro. Aquella vieja atroz, tan gorda como yo, con el pelo recogido en un moño, la cintita de terciopelo en el cuello, los negros trajes de seda, su manera de escrutarme en silencio cuando me obligaba a tomar el té en sus habitaciones, aquella mujer horrorosa que fue mi pesadilla despierto ha entrado en mis sueños, y ha entrado como niña, qué extraño, nunca hubiera imaginado que aquella vieja bruja había sido niña, y en cambio en mi sueño es una niña, lleva un vestidito azul ligero como una nube, va descalza, los rizos le caen sobre los hombros, y son rizos rubios. Yo estoy al otro lado de un pequeño arroyo y ella intenta llegar hasta mí metiendo sus piececitos sonrosados en las piedras del cauce del agua. Yo sé que ella es mi abuela, pero al mismo tiempo es una niña igual que yo, no sé si me explico. ¿Me explico?
—No sabría qué decirle —respondió cautamente Firmino.
—No me explico —continuó el abogado—, porque los sueños no se explican, no suceden en el mundo de lo formulable como quiere hacernos creer el doctor Freud, sólo quería decirle que el tiempo puede empezar así, dentro de nuestros sueños, pero no he conseguido decirlo.
Aplastó el cigarro en el cenicero y dio uno de esos grandes suspiros suyos que parecían el soplo de un fuelle.
—Estoy cansado —dijo—, necesito distraerme, tengo cosas más concretas que decirle, pero ahora tenemos que salir.
—He venido a pie —aclaró Firmino—, como sabe, no tengo medio de transporte.
—A pie no —dijo Don Fernando—, con toda esta chicha me cansa demasiado ir a pie, quizás podríamos hacer que nos lleve Manuel, si esta tarde no tiene demasiado trabajo en su cantina, me hace de chófer en algunas ocasiones, él es quien cuida el coche de mi padre, es un Chevrolet del cuarenta y ocho pero funciona perfectamente, tiene un motor que va como una seda, podríamos preguntarle si nos lleva de paseo.
Firmino se dio cuenta de que el abogado requería su consentimiento y se apresuró a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Don Fernando cogió el teléfono y llamó al señor Manuel.
—No es fácil escaparse de Oporto —dijo el abogado—, pero quizás el verdadero problema es que no es fácil escaparse de uno mismo, perdóneme la obviedad.
El coche estaba circulando por el litoral, el señor Manuel conducía muy circunspecto, se había hecho ya de noche y a la izquierda se veían en la lejanía las luces de la ciudad. Pasaron ante un edificio imponente recubierto de pizarra, el abogado lo señaló con un distraído gesto de la mano.
—Es la antigua sede de la Energía Eléctrica —dijo—, qué edificio tan siniestro, ¿no le parece? Ahora es una especie de depósito de la memoria de la ciudad, pero cuando yo era un niño y me llevaban a la granja, la electricidad no llegaba todavía hasta el campo, la gente tenía lámparas de petróleo.
—¿A la Casa de las Bestias? —preguntó el señor Manuel volviéndose levemente.
—A la Casa de las Bestias —respondió el abogado.
Bajó la ventanilla e hizo entrar un poco de brisa.
—La Casa de las Bestias es mi primera infancia —murmuró—, mis primeros años de vida los pasé allí, a la ciudad me llevaba la institutriz alemana para el té dominical con mi abuela, la persona que hizo el papel de mi madre vivía allí, se llamaba Mena.
El automóvil atravesó el puente, giró a la derecha, cogió una carretera poco transitada. A la luz de los faros Firmino consiguió descifrar un par de indicaciones: Areinho, Massarelos, localidades que no le decían nada.
—Cuando era niño era una hermosa y próspera granja —dijo el abogado—, por eso se llamaba la Casa de las Bestias, caballos, sobre todo, y mulos, y cerdos. Vacas no, las vacas los granjeros las tenían cerca de Amarante, aquí había sobre todo caballos.
Suspiró. Pero su suspiro fue tenue, casi imperceptible.
—Mi nodriza se llamaba Mena —continuó en un susurro—, era un diminutivo pero yo siempre la llamé Mena, mamá Mena, una matrona con un pecho que hubiera podido alimentar a diez niños y donde yo me refugiaba para encontrar consuelo, el pecho de mamá Mena.
—En el fondo son hermosos recuerdos —observó Firmino.
—Mena murió demasiado pronto, por desgracia —continuó el abogado sin hacer caso de la frase de Firmino—, la granja se la regalé a su hijo, con la promesa de que conservaría algunos caballos, y él aún tiene tres o cuatro caballos, aunque pierda dinero, lo hace sólo para complacer este capricho mío, para hacerme sentir en la casa de mi infancia, donde yo me refugio cuando siento necesidad de consuelo y de reflexión, y Jorge, el hijo de mamá Mena, es el único pariente que me queda, es mi hermano de leche, puedo ir a su casa a la hora que quiera. Mire, esta noche tiene usted un gran privilegio.
—Me doy cuenta —respondió Firmino.
El señor Manuel enfiló por una carretera sin asfaltar de la que se elevaba una nube de polvo tras el automóvil. La carretera terminaba en una era, con una casa colonial construida a la manera antigua. Bajo el pórtico había un anciano que les esperaba. El abogado descendió y lo abrazó. Firmino le estrechó la mano, el hombre murmuró «Bienvenido» y él comprendió que era el hermano de leche de Don Fernando. Entraron en una sala rústica con vigas de madera, donde había una mesa preparada para cinco personas. Firmino fue invitado a sentarse, el abogado desapareció en la cocina, precedido por el señor Jorge. Cuando volvieron sostenían ambos una copa de vino blanco, y la muchacha que les seguía llenó todos los vasos.
—Éste es el vino de la granja —explicó el abogado—, mi hermano lo exporta al mercado exterior, pero esta botella no se comercializa, es sólo para consumo interno.
Hicieron un brindis y se sentaron a la mesa.
—Dile a tu mujer que venga —dijo el abogado al señor Jorge.
—Ya sabes que le da vergüenza —replicó el señor Jorge—, prefiere cenar en la cocina con la muchacha, dice que es una conversación entre hombres.
—Dile a tu mujer que venga —repitió Don Fernando en tono autoritario—, quiero que se siente a la mesa con nosotros.
La mujer entró con una bandeja de barro, saludó y se sentó en silencio.
—Asado —explicó el señor Jorge al abogado, como si se justificara—, siempre llamas en el último momento, es lo único que hemos podido preparar, el cerdo no es de los nuestros, pero es de confianza.
Durante la cena no dijeron nada, o pocas cosas. El tiempo, aquel calor húmedo, el tráfico que se había vuelto imposible: cosas así. El señor Manuel se dejó llevar por una ocurrencia y dijo:
—¡Ah, querido Jorge, ojalá pudiera tener en mi restaurante un cocinero como el suyo!
—Mi cocinero es mi mujer —respondió con sencillez el señor Jorge.
La conversación terminó ahí. La muchacha que había servido el vino volvió de la cocina y trajo el café.
—Es la nieta de Joaquim —dijo el señor Jorge, dirigiéndose a Don Fernando—, está más con nosotros que en su casa, ¿te acuerdas de Joaquim? Antes de morir sufrió mucho.
El abogado asintió y no respondió. El señor Jorge destapó una botella de aguardiente y sirvió una ronda en los vasos.
—Fernando —dijo—, Manuel y yo nos quedamos en la mesa charlando, tenemos muchas cosas que contarnos sobre automóviles antiguos, si quieres llevar a tu invitado a ver los caballos, ve con toda tranquilidad.
El abogado se levantó con el vaso de aguardiente en la mano y Firmino le siguió fuera de la casa. La noche era estrellada y el cielo de una luminosidad extraordinaria. Por detrás de la colina surgía el resplandor de las luces de Oporto. El abogado avanzó unos pasos por la era con Firmino a su lado. Levantó un brazo e hizo un gesto circular siguiendo la circunferencia de la era.
—Membrillos —dijo—, aquí alrededor antaño había membrillos. Bajo ellos pastaban los cerdos, porque muchos frutos caían al suelo. Mena hacía la mermelada en una olla ennegrecida, la ponía a hervir en el hogar.
Más allá de la era se veían los perfiles oscuros de los establos y los pajares. El abogado se dirigió hacia allí con su paso incierto.
—¿El nombre de Artur London le dice algo? —murmuró.
Firmino reflexionó un instante. Siempre tenía miedo de equivocarse al responder a aquellas preguntas imprevisibles que le hacía el abogado.
—¿No era aquel dirigente político checoslovaco que fue torturado por los comunistas de su país? —respondió.
—Para que confesara en falso —añadió el abogado—, escribió un libro al respecto, se llama La confesión.
—He visto la película —declaró Firmino.
—Es lo mismo —murmuró el abogado—, los nombres de sus principales verdugos son Kohoutek y Smola, ésos son sus nombres exactos.
Abrió la puerta del establo y entró. Había tres caballos, y uno de ellos respingó como si estuviera asustado. Sobre la puerta había una luz azulada como la de los trenes. El abogado se sentó pesadamente sobre un cubo de paja prensada y Firmino siguió su ejemplo.
—Me gusta este olor —dijo Don Fernando—, cuando me siento deprimido vengo aquí, respiro este olor y miro los caballos.
Se dio un golpecito sobre su enorme vientre.
—Creo que para un hombre como yo, con un físico tan deforme y repelente, contemplar la belleza de un caballo es una especie de consuelo, da confianza en la naturaleza. A propósito, ¿el nombre de Henri Alleg le dice algo?
Firmino se sintió de nuevo cogido por sorpresa. Sacudió simplemente la cabeza en la oscuridad y prefirió no responder.
—Lástima —dijo el abogado—, era un colega suyo, un periodista, escribió un libro que se llama La cuestión, en el que cuenta cómo en 1957, acusado por las fuerzas armadas francesas de ser comunista y filoargelino, él, europeo y francés, fue torturado en Argel para que revelara los nombres de otros miembros de la resistencia. Recapitulando: London fue torturado por los comunistas; Alleg fue torturado porque era comunista. Lo que nos confirma que la tortura puede venir de cualquier parte, ése es el verdadero problema.
Firmino no respondió. Un caballo relinchó de repente, con un grito que a Firmino le pareció inquietante.
—El verdugo de Alleg se llamaba Charbonnier —susurró el abogado—, era subteniente de paracaidistas, Charbonnier, era él quien le aplicaba las descargas eléctricas en los testículos, tengo la manía de memorizar los nombres de los torturadores, no sé, pero tengo la impresión de que memorizar los nombres de los torturadores tiene un sentido y ¿sabe por qué? Porque la tortura es una responsabilidad individual, la obediencia a una orden superior no es tolerable, demasiada gente se ha escondido tras esta miserable justificación, haciéndose un escudo legal de ella, ¿entiende? Se esconden detrás de la Grundnorm.
Dio un enorme suspiro y un caballo respondió con un respingo de fastidio.
—Hace muchos años, cuando era un joven lleno de entusiasmo y cuando creía que escribir servía para algo, se me metió en la cabeza escribir sobre la tortura. Volvía de Ginebra, entonces Portugal era un país totalitario dominado por una policía política que sabía cómo arrancar una confesión a la gente, no sé si me explico. Tenía bastante material autóctono para estudiar completamente a mi disposición, la Inquisición portuguesa, y empecé a frecuentar los archivos de la Torre do Tombo. Le aseguro que los refinados métodos de los verdugos que han torturado a la gente durante siglos en nuestro país tienen un interés muy especial, tan atentos a la musculatura del cuerpo humano que fue estudiada por el noble Vesalio, a las reacciones a las que pueden responder los nervios principales que atraviesan nuestros miembros, nuestros pobres genitales, un perfecto conocimiento anatómico, todo ello hecho en nombre de una Grundnorm que más Grundnorm no puede serlo, la Norma Absoluta, ¿comprende?
—¿O sea? —preguntó Firmino.
—Dios —respondió el abogado—. Aquellos diligentes y refinadísimos verdugos trabajaban en nombre de Dios, de quien habían recibido la orden superior; el concepto es básicamente el mismo: yo no soy responsable, soy un humilde sargento y me lo ha ordenado mi capitán; yo no soy responsable, soy un humilde capitán y me lo ha ordenado mi general; o bien el Estado. O bien: Dios. Es más incontrovertible.
—¿Y no escribió nada después? —preguntó Firmino.
—Renuncié.
—¿Por qué? —preguntó Firmino—. Perdóneme si se lo pregunto.
—Quién sabe —respondió Don Fernando—, quizás me pareció inútil escribir contra la Grundnorm; por otro lado, leí un ensayo sobre la tortura de cierto alemán lleno de petulancia, y eso me disuadió.
—Perdóneme la pregunta, pero ¿es que usted sólo lee a autores alemanes?
—Principalmente —respondió Don Fernando—, quizás es la cultura a la que pertenezco de verdad, aunque haya crecido en Portugal, es la primera lengua en la que aprendí a expresarme. El autor de ese ensayo se llamaba Alexander Mitscherlich, es un psicoanalista, por desgracia de estos problemas han empezado a ocuparse incluso los psicoanalistas, ¿sabe? Presentaba la imagen de Cristo crucificado afirmando que es una imagen asociada a nuestra cultura y, de algún modo, utilizándola para sostener que si la muerte en sí no constituye en el Inconsciente un castigo suficiente, bueno, la conclusión práctica es: no nos hagamos ilusiones, la tortura no desaparecerá nunca, porque no podemos suprimir las pulsiones destructivas del hombre. Para decirlo brevemente, resignémonos, porque l’homme est méchant. Y ya está, eso es lo que quería decir ese idiota con todas sus teorías freudianas: el hombre es malo. Por eso tomé otra decisión.
—¿Es decir? —preguntó Firmino.
—Pasar a la acción práctica —respondió Don Fernando—, es más humilde, ir al tribunal a defender a aquéllos que sufren semejantes tratos. No sabría decirle si es más útil escribir un tratado de agricultura o romper terrones con una azada como un campesino. He hablado de humildad, pero no me crea demasiado, en el fondo la mía es sobre todo una postura de soberbia.
—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó Firmino.
—Damasceno Monteiro fue torturado —murmuró el abogado—, tiene señales de quemaduras de cigarrillo por todo el cuerpo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Firmino.
—He pedido una segunda autopsia —dijo Don Fernando—, la primera autopsia se olvidó de mencionar este detalle insignificante.
Respiró profundamente con un gorgoteo de asmático.
—Salgamos —dijo—, necesito aire. Pero mientras tanto escriba acerca de ello en su periódico, obviamente la fuente es desconocida, pero hágalo saber de inmediato a la opinión pública; dentro de dos o tres días es posible que hablemos del llamado secreto del sumario de los interrogatorios en curso, pero cada cosa a su tiempo.
Salieron a la era. Don Fernando levantó la cabeza y miró la bóveda celeste.
—Millones de estrellas —dijo—, millones de nebulosas, coño, millones de nebulosas, y nosotros aquí, ocupándonos de electrodos que nos aplican a los genitales.