Capítulo 15

La Avenida de Montevideu, que confluía con la Avenida do Brasil, formaba un paseo marítimo larguísimo, mucho más largo de lo que Firmino se había imaginado, y no le quedaba más remedio que recorrerlo hasta llegar al local, pues no sabía a qué altura se encontraba. Corría una hermosa brisa atlántica que hacía ondear las banderas de un gran hotel. El paseo marítimo, al menos al principio, estaba lleno de gente, sobre todo de familias que atestaban las terrazas de las heladerías donde los niños muertos de sueño lamían cansinamente sus helados. Firmino pensó que sus compatriotas mandaban a los niños demasiado tarde a la cama, y que quizás tenían demasiados niños. Y después murmuró para sí: Divagaciones idiotas. Notó que la zona inicial, abarrotada y popular, se iba convirtiendo paulatinamente en una zona más solitaria y aristocrática, formada por villas austeras y por edificios de principios de siglo, con balcones de hierro forjado y decoraciones de estuco. El océano estaba bastante encrespado y las olas violentas rompían en la escollera.

El Puccini’s Butterfly ocupaba un edificio entero de los años veinte, según le pareció a Firmino a bote pronto, una hermosa construcción modernista, con cornisas de baldosas verdes y barandas con pequeños tímpanos que imitaban el estilo manuelino. Sobre la terraza del primer piso, un rótulo violeta de neón, con volutas rococós, rezaba «Puccini’s Butterfly». Y sobre cada una de las tres puertas del local sendos rótulos más discretos indicaban respectivamente el Restaurante Butterfly, el Night-Club Butterfly y la Discoteca Butterfly. La discoteca era la única de las entradas que carecía de alfombra roja. Las otras dos la tenían y eran vigiladas por un portero vestido con cierta elegancia. Firmino pensó que quizás la discoteca no fuera el lugar más adecuado. Sin duda era un sitio en el que no se podía hablar, con luces psicodélicas y música ensordecedora. En el restaurante no sabría qué hacer: aquella noche ya había tenido bastante con las albóndigas. Sólo le quedaba el night-club. El portero le abrió la puerta e hizo una imperceptible reverencia. La luz era azulada. El vestíbulo proseguía con un pequeño bar de estilo inglés, una gran barra de madera maciza y taburetes de cuero rojo. Estaba desierto. Firmino lo atravesó, apartó las cortinas de terciopelo y entró en la sala. También allí la luz era azulada. Como un tramoyista que espera al actor detrás del telón, una figura atenta, pero cuya voz tenía algo de repulsivo, le susurró:

—Bienvenido, señor, ¿tiene reserva?

Era el maître. Sobre los cincuenta, esmoquin impecable, pelo gris que bajo la luz azulada parecía azul, una majestuosa sonrisa estereotipada.

—No —respondió Firmino—, la verdad es que se me ha olvidado.

—No importa —susurró el maître—, tengo una buena mesa para usted, acompáñeme, se lo ruego.

Firmino lo siguió. Calculó que habría una treintena de mesas, casi todas ocupadas. Clientes de mediana edad, sobre todo, le pareció, las señoras bastante elegantes, los caballeros con estilo más deportivo, con americanas de lino y simples polos. Al fondo del local había un pequeño escenario con proscenio de estilo barroco. Estaba vacío. Evidentemente, era un intermedio, y en la sala teñida de azul flotaba una música que a Firmino le pareció reconocer. Se llevó un dedo al oído en ademán interrogativo y el maître murmuró:

—Puccini, señor. ¿Esta mesa es de su agrado?

Era una mesa no muy cercana al escenario, pero escorada, lo que le daba la posibilidad de observar toda la sala.

—¿El señor ha cenado ya o debo traerle la carta? —preguntó el maître.

—¿Se puede cenar también aquí? —preguntó Firmino—, creía que el restaurante estaba aquí al lado.

—Tapas únicamente —respondió el maître—, pequeñas raciones.

—¿Por ejemplo?

—Pez espada ahumado, tapas de langosta fría, cosas así, pero ¿no prefiere que le traiga la carta? ¿O le apetece sólo algo de beber?

—Bah —respondió Firmino distraídamente—, ¿qué me recomienda?

—Para no equivocarme yo diría una buena copa de champán, aunque sea sólo para empezar —respondió el maître.

Firmino pensó que tenía que telefonear urgentemente al director para que le mandara un giro postal, a aquellas alturas el anticipo para gastos se había acabado y vivía de los préstamos de Doña Rosa.

—De acuerdo —respondió con displicencia—, que sea champán, pero que sea del mejor.

El maître se alejó de puntillas. La música pucciniana cesó, las luces bajaron de intensidad y un reflector iluminó el escenario. Con un foco azul, naturalmente. Del foco emergió una chica joven y bella con el pelo recogido en un moño, y empezó a cantar. Cantaba sin acompañamiento musical, la letra era portuguesa pero la melodía era una especie de blues, y sólo al rato Firmino se dio cuenta de que era un viejo fado de Coimbra que la muchacha cantaba como si fuera una pieza de jazz. Hubo un aplauso muy discreto y las luces subieron de nuevo. El camarero llegó con la copa de champán y la depositó sobre la mesa. Firmino bebió un trago. No es que entendiera mucho de champán, pero aquél era horrendo, con un gusto dulzón. Miró a su alrededor. Todo era mullido y tranquilo, el ambiente, vaporoso. Los camareros paseaban entre las mesas con paso afelpado, un altavoz transmitía en sordina una moma de Cesária Évora, los clientes charlaban en voz baja. En la mesa contigua había un caballero solo que fumaba un cigarrillo tras otro, mirando obstinadamente la cubitera con la botella de champán que tenía enfrente. Ése sí que es auténtico champán, se dijo Firmino al leer la etiqueta de una conocida marca francesa. El caballero se dio cuenta de que Firmino lo miraba y lo miró a su vez. Tenía unos cincuenta años, gafas de carey, un bigotito enmarañado, el pelo rojizo. Vestía de sport, una camiseta malva bajo una americana de lino arrugada. El hombre levantó su copa con mano insegura hacia Firmino y le dirigió un brindis. También Firmino levantó su copa, pero no bebió. El hombre lo miró con expresión interrogativa y acercó su silla.

—¿No bebe? —preguntó.

—El mío no vale nada —respondió Firmino—, pero me uno idealmente a su brindis.

—¿Sabe cuál es el secreto? —preguntó el hombre guiñando un ojo—, pedir una botella entera, con eso puede estar seguro; si pide una copa de champán, le sirven uno nacional y le cuesta un ojo de la cara.

Se sirvió otra copa y se la bebió de golpe.

—Estoy deprimido —murmuró en tono confidencial—, querido amigo, estoy muy deprimido.

Dio un profundo suspiro y apoyó la cara en una mano. Tenía un aire desconsolado. Murmuró:

—Ella va y me dice: Frena. Así, de repente: Frena. Y eso en la carretera de Guimaráes, que, por si fuera poco, está llena de curvas. Yo aminoro y la miro y ella me dice: Te he dicho que frenes. Abre la puerta, se arranca el collar de perlas que le había regalado por la mañana, me lo tira a la cara y baja, sin decir ni una palabra, nada de nada, y cierra de un portazo. ¿No tengo motivos para estar deprimido?

Firmino no se pronunció, pero hizo un ligero gesto como de asentimiento.

—Veinticinco años de diferencia —confesó el hombre—, no sé si me explico. ¿No tengo razones para sentirme deprimido?

Firmino intentó decir algo, pero el hombre siguió por su cuenta porque iba embalado:

—Por eso he venido al Puccini’s, es el sitio indicado cuando uno se siente deprimido, ¿no? Es el sitio indicado para animarse, y usted lo sabrá mejor que yo.

—Claro —respondió Firmino—, lo entiendo perfectamente, es el sitio más indicado.

El hombre dio un golpecito a la botella de champán y a la vez se tocó la nariz.

—Esto —dijo— es lo que hace falta, claro, pero el mejor sitio está allí, en el saloncito.

Hizo un gesto vago hacia el fondo de la sala.

—Ah —murmuró Firmino—, el saloncito, es verdad, eso es lo mejor.

El hombre se tocó de nuevo la nariz con el índice.

—Es lo mejor, precio asequible y discreción asegurada, pero yo estoy antes que usted.

—¿Sabe? —dijo Firmino—, esta noche yo también me siento algo deprimido, claro, acepto mi turno.

El cincuentón deprimido señaló una cortina de terciopelo justo al lado del escenario.

—La Bohéme es justo lo que uno necesita —dijo sonriendo de mala gana—, es la música ideal para animarse.

Y con el índice se dio otra vez un golpecito en la nariz.

Firmino se levantó con aparente desinterés y rodeó la sala arrimado a las paredes. Junto a la cortina señalada por el cincuentón deprimido había otra con la indicación de «Servicios», con dos figuritas en traje regional, un campesino y una campesina. Firmino entró en el aseo, se lavó las manos y se miró en el espejo. Pensó en el consejo del abogado de que no se sintiera Philip Marlowe. No era realmente su papel, pero la indicación del cincuentón deprimido le estaba interesando. Salió del aseo y, con la misma expresión de displicencia, se metió por la cortina de al lado. La cortina se abría a un pasillo forrado de moqueta en el suelo y las paredes. Firmino avanzó tranquilamente. A la derecha había una puerta acolchada con un letrero de plata en el que estaba escrito «La Bohéme». Firmino la abrió y metió la cabeza dentro. Era un pequeño reservado tapizado de azul, con luces difusas y un sofá. En el sofá había un hombre tendido y le pareció que la música era pucciniana, aunque no logró identificar la ópera de la que se trataba. Firmino se acercó a la figura tendida boca arriba y le dio un golpecito en el hombro. El hombre no se movió. Firmino lo sacudió por un brazo. El hombre parecía en coma profundo. Firmino salió rápidamente y cerró la puerta.

Regresó a su mesa. El cincuentón deprimido continuaba mirando obstinadamente su botella de champán.

—Me parece que tendrá que esperar un poco —murmuró—, el saloncito está ocupado.

—¿Usted cree? —preguntó el hombre con ansiedad.

—Estoy seguro —respondió Firmino—, dentro hay un caballero en el mundo de los sueños.

El cincuentón deprimido puso una expresión desesperada.

—Pero si no tardo nada —dijo—, dos minutos, quizás pase un momento por la oficina del director.

—Ah, claro —respondió Firmino.

El hombre hizo una señal al maître, hubo un pequeño conciliábulo, se alejaron juntos bordeando las paredes de la sala y desaparecieron tras la cortina de terciopelo. Las luces bajaron, la muchacha que antes había cantado el blues se asomó al escenario, entretuvo al público con dos bromas simpáticas y prometió que cantaría un fado de los años treinta rogando que aguardaran todavía unos diez minutos porque, especificó, el que tocaba la viola había sufrido un contratiempo. Firmino mantenía los ojos clavados en la cortina del pasillo. El cincuentón deprimido salió de ella y con paso ágil atravesó la sala pasando entre las mesas. Cuando se sentó, miró a Firmino. Ya no estaba deprimido, tenía los ojos brillantes y una expresión llena de vitalidad. Le hizo a Firmino un gesto con el pulgar en alto, como si fuera un piloto que dice OK.

—¿En forma? —le preguntó Firmino.

—Veinticinco años menos que yo, pero era una putita —susurró el hombre—, sólo que para darme cuenta necesitaba un momento de reflexión.

—Una reflexión un poco cara —susurró a su vez Firmino.

—Doscientos dólares bien empleados —dijo el hombre—, verdaderamente barato, si tenemos en cuenta la discreción.

—En efecto, no es carísimo —respondió Firmino—, pero, por desgracia, me he olvidado los dólares en casa.

—Titanio sólo acepta dólares —dijo el cincuentón—, querido amigo, póngase en su lugar, ¿usted aceptaría escudos portugueses con todos los riesgos que debe correr?

—Claro que no —confirmó Firmino.

—¿Había hecho su reserva para La Bohéme? —preguntó el hombre—, lo siento por usted.

Firmino miró la cuenta y apuró su dinero hasta el último céntimo. Por fortuna se pagaba en escudos. Tenía ganas de recorrer a pie todo el paseo marítimo, estaba seguro de que un poco de aire le sentaría bien.