Capítulo 14

La pensión de Doña Rosa estaba en calma a aquellas horas. Los pocos huéspedes todavía no habían regresado. En el saloncito el televisor, con el volumen bajo, emitía un documental sobre curiosidades antes de las noticias.

—Veamos si el telediario dice algo sobre el asunto —barbotó el abogado.

Con su mole rebosante en uno de los silloncitos acolchados de la salita de Doña Rosa, bebía agua y se secaba la frente con el pañuelo. Acababa de llegar y se había sentado en silencio en el saloncito. Doña Rosa, sin preguntarle nada, le había llevado con premura una botella de agua mineral con gas.

—Vengo de las oficinas del procurador —añadió—, se han efectuado los primeros interrogatorios.

Firmino no dijo nada. Doña Rosa arreglaba aquí y allá los cojines de los sillones, como si estuviera en otra parte.

—¿Cree usted que el telediario hablará de ello? —insistió el abogado.

—Yo diría que sí —respondió Firmino—, pero ya veremos cómo lo hace.

El telediario habló de ello al inicio. Era una noticia informativa que en el fondo retomaba lo recogido por la prensa, y sobre todo la entrevista a Torres en el Acontecimento, advirtiendo que no podía decirse nada más porque se había decretado el secreto del sumario. En el estudio estaba el sociólogo de turno que hizo un análisis de la violencia en Europa, habló de una película americana en que se veía a un hombre decapitado y llegó a conclusiones casi psicoanalíticas.

—Pero ¿qué tendrá que ver todo esto? —preguntó Firmino.

—Tonterías —comentó lacónicamente el abogado—, ya ve usted, apelan al secreto de sumario, ¿qué me diría de invitarme a cenar? Tengo verdadera necesidad de relajarme.

Se dirigió a Doña Rosa.

—Doña Rosa, ¿qué nos ofrece esta noche la casa?

Doña Rosa enumeró el menú. El abogado no hizo ningún comentario, pero pareció satisfecho porque se levantó e invitó a Firmino a seguirle. El comedor todavía estaba a oscuras, pero el abogado encendió las luces como si fuera el amo y escogió la mesa que quería.

—Si tiene una botella de vino a medias que haya sobrado de la comida —dijo a Firmino—, dígale a Doña Rosa que la tire, no soporto las botellas de vino a medias, tal y como se estila en algunas pensiones, me provocan melancolía.

Aquella noche la cocinera de Doña Rosa había preparado albóndigas en salsa de tomate, y de primer plato había sopa de col. La criada bigotuda llegó con la sopera humeante y el abogado hizo que la dejara sobre la mesa, como si tomara precauciones.

—Estaba hablando del secreto del sumario —dijo Firmino por decir algo.

—Ya —soltó el abogado—, el secreto del sumario, me gustaría hablar con usted del llamado secreto del sumario, pero esto nos llevaría inevitablemente a un argumento más comprometido y quizá demasiado aburrido para usted, y yo no quiero aburrirle.

—No me aburre en modo alguno —respondió Firmino.

—¿No le parece que la sopa está demasiado líquida? —preguntó el abogado—. A mí me gusta más espesa, las patatas y las cebollas son el secreto de una buena sopa de col.

—En cualquier caso, no me aburre en modo alguno —respondió Firmino—, si quiere hablar sobre ello, hágalo con tranquilidad, soy todo oídos.

—He perdido el hilo —dijo el abogado.

—Me estaba diciendo que el tema del secreto del sumario le llevaría inevitablemente a un tema más aburrido —resumió Firmino.

—Ah, ya —barbotó el abogado.

La criada llegó con la bandeja de las albóndigas y empezó a servirlas. El abogado hizo que cubrieran las suyas con abundante salsa de tomate.

—La ética —dijo el abogado untando una albóndiga en la salsa.

—La ética, ¿en qué sentido? —preguntó Firmino.

—Secreto del sumario-ética profesional —respondió el abogado— es un binomio inseparable, por lo menos en apariencia.

La albóndiga que trataba de cortar con el cuchillo se le escapó del plato y acabó en su camisa. La criada observaba la escena y se precipitó hacia él, pero el abogado la detuvo con un gesto perentorio.

—Albóndiga-camisa —dijo—, éste también es un binomio, por lo menos en lo que a mí se refiere. No sé si se ha dado cuenta de que el mundo es binario, la naturaleza discurre sobre estructuras binarias, o al menos nuestra civilización occidental, que es, por otro lado, la que ha hecho todas las clasificaciones, piense usted en el siglo dieciocho, en los naturalistas, no sé, en Linneo, pero ¿cómo llevarles la contraria si, en realidad, esta mísera pelotita que rueda en el espacio y sobre la que navegamos obedece a un esquema completamente elemental como es el binario? ¿Usted qué opina?

—Ya —respondió Firmino—, o macho o hembra, puestos a simplificar, es éste el sistema que usted llama binario.

—Ése es el sentido —confirmó el abogado— del que se deriva también verdad o mentira, por ejemplo, y aquí sería necesaria una conversación verdaderamente aburrida y, como ya le he dicho, no pretendo aburrirle; verdad o mentira, perdóneme los vuelos pindáricos, pero eso ya es la ética y, obviamente, el problema del Derecho, pero no voy a hablarle ahora de tratados sofisticados, no vale la pena.

Resopló como si estuviera molesto, pero sobre todo parecía molesto consigo mismo.

—¿Usted cree que el universo es binario? —soltó de repente.

Firmino lo miró perplejo.

—¿En qué sentido? —preguntó.

—Si es binario como la Tierra —repitió el abogado—, en su opinión, ¿es binario como la Tierra?

Firmino no supo qué responder, así que pensó en darle la vuelta a la pregunta.

—¿Usted qué cree?

—No lo creo —respondió el abogado—, espero que no, digamos que espero que no.

Hizo un gesto a la criada señalándole el vaso vacío.

—Es sólo una esperanza —dijo—, una esperanza para el género humano al cual pertenecemos, pero que en el fondo no nos afecta directamente porque ni usted ni yo viviremos lo bastante como para saber cómo está hecha Andrómeda, por ejemplo, y qué está sucediendo en aquellos lares. Pero piense usted en todos esos científicos de la NASA o cosas por el estilo que se esfuerzan tanto para que dentro de un siglo o dos nuestros descendientes puedan llegar a esos lugares que se llaman los confines de nuestro sistema solar, e imagine las caras de esos pobres descendientes nuestros cuando, tras un viaje tan largo, desembarquen un buen día allá arriba de su astronave y se encuentren con una hermosa estructura binaria: macho o hembra, verdad o mentira y acaso también pecado o virtud, fíjese usted, porque el sistema binario, aunque ellos no se lo esperaban, prevé también un sacerdote, católico o de cualquier religión, que les dice: Esto es pecaminoso, esto es virtuoso. ¿Qué?, ¿se imagina la cara que pondrían?

Firmino tuvo ganas de reír, pero se limitó a sonreír.

—Abogado —dijo—, creo que la ciencia ficción no ha pensado todavía en esa hipótesis, yo leo muchos libros de ciencia ficción, y me parece que todavía no he encontrado un problema como ése.

—Ah —dijo el abogado—, no sospechaba que a usted le gustara la ciencia ficción.

—Me gusta mucho —respondió Firmino—, es mi lectura predilecta.

El abogado tosió con su pequeño gorgoteo que parecía una risa.

—Bien, bien —farfulló—, ¿y qué tiene que ver su Lukács con esas lecturas?

Firmino sintió que se sonrojaba. Le pareció haber caído en una trampa y reaccionó con cierto orgullo.

—Lukács me es útil para la literatura portuguesa de posguerra —respondió—, la ciencia ficción pertenece a lo fantástico.

—Ahí quería yo verle —replicó el abogado—, lo fantástico. Es una bella palabra e incluso un concepto sobre el que meditar, medite al respecto, si tiene tiempo. Por lo que a mí concierne, estaba fantaseando sobre el postre que Doña Rosa ha preparado esta noche, es un flan acaramelado, pero quizás será mejor que renuncie a él, un último sorbo y me iré a la cama porque mi jornada ya ha terminado, pero quizás la suya podría seguir dando frutos.

—Haré lo que pueda —dijo Firmino—, ¿por ejemplo?

—Por ejemplo, una escapadita al Puccini’s Butterfly, es un lugar que podría proporcionarnos noticias interesantes. Sólo eso, una ojeada.

Se bebió su vaso de vino y encendió uno de sus enormes cigarros.

—Una escapadita a su discreción —continuó mientras la cerilla se quemaba entre sus dedos—, por ejemplo qué gente hay, los empleados, si el Grillo Verde está por allí, porque me han dicho que en ese local tiene una oficina, cuatro palabras con él podrían ser interesantes, tendría que ser tarea de la policía, pero ¿usted se imagina a la policía en el Puccini’s Butterfly?

—No, no me la imagino —confirmó Firmino.

—Precisamente —explicó el abogado—, no quisiera que se sintiera usted Philip Marlowe, pero podríamos intentar enterarnos de algo marginal sobre el Grillo Verde, quizá delitos menores, porque ¿sabe qué decía De Quincey?

—¿Qué decía?

—Decía: Si un hombre se decide un día a matar, muy pronto llegará a considerar el robo como algo sin importancia, y de ahí pasará a la bebida y a no observar las fiestas de guardar, después a comportarse de forma maleducada y a no respetar los compromisos, una vez metido en esa pendiente no se sabe adónde irá a parar, y muchos deben su propia ruina a este o a aquel asesinato, al cual en su momento no concedieron importancia. Fin de la cita.

El abogado se regocijó consigo mismo y añadió:

—Querido jovencito, como ya le he dicho no quiero aburrirle, pero supongamos que yo, que antes le hablaba de la ética profesional, tuviera necesidad de una ayuda para romper el, llamémosle así, velo de la ignorancia. No voy a alargarme, es una definición de un jurista americano, un discurso puramente teórico que está en una especie de caverna de Platón. Pero supongamos que, con mis vuelos pindáricos, hiciera descender ese concepto al plano puramente práctico, digamos factual, cosa que ningún teórico del Derecho me perdonaría, y pongamos que a mí me importara un pepino, ¿usted qué pensaría?

—Que el fin justifica los medios —respondió Firmino con prontitud.

—No es ésa exactamente mi conclusión —replicó el abogado—, y no vuelva a repetir esa frase, la detesto, con esa frase la humanidad ha cometido las peores atrocidades, digamos sólo que yo me sirvo desvergonzadamente de usted, es decir, de su periódico, ¿está claro?

—Clarísimo —respondió Firmino.

—Y digamos que siempre podría justificarme con ciertas definiciones de la teoría del Derecho, podría afirmar no sin cierto cinismo que pertenezco a la escuela de la llamada concepción intuicionista, pero no, llamémosle mejor un acto de fantasía arbitraria, ¿le gusta la definición?

—Me gusta —concedió Firmino.

—Y así, con un acto de fantasía arbitrario, podríamos volver a enlazar con la paradoja de De Quincey, es decir: dado que tengo la completa sensación de que no va a ser fácil demostrar que el Grillo Verde corta cabezas ajenas con cuchillos eléctricos, nosotros intentaremos demostrar que se comporta mal en sociedad, qué sé yo, que le rompe los platos en la cabeza a su mujer, ¿me explico?

—Perfectamente —respondió Firmino.

El abogado parecía satisfecho. Se apoyó en el respaldo de la silla. En sus ojillos móviles había una expresión soñadora.

—Y quizás a estas alturas hagamos entrar a su Lukács —añadió.

—¿Lukács? —preguntó Firmino.

—El principio de realidad —respondió el abogado—, el principio de realidad, no me sorprendería que a pesar de todo pudiera serle útil esta noche. Y ahora es mejor que se marche usted, jovencito, me parece justo la mejor hora para un lugar como el Puccini’s Butterfly; después, naturalmente, me contará todo con pelos y señales, pero, se lo aconsejo, preste atención al principio de realidad, creo que puede serle útil.