Capítulo 12

—Por desgracia a este jovencito no le gustan los callos —dijo el abogado dirigiéndose al propietario—, preséntale las especialidades de la casa, Manuel.

El propietario puso los brazos en jarras y miró de soslayo a Firmino, quien inclinó la cabeza porque experimentó un sentimiento de culpabilidad.

—Don Fernando —respondió tranquilamente el propietario—, si no consigo que su invitado quede satisfecho me comprometo a invitarles a la comida. ¿Es extranjero?

—Casi —respondió el abogado—, pero se está habituando a las costumbres de esta ciudad.

—Podría recomendarle nuestro arroz con alubias y sardinas fritas —propuso el propietario—, o bien el tronco de bacalao al horno.

Firmino miró al hombretón con aire perdido, como si quisiera dar a entender que cualquier plato le parecía bien.

—Tráenos las dos cosas —decidió el abogado—, así picamos de ambas. Y para mí los callos, naturalmente.

El restaurante, que en verdad no era tal restaurante, sino más bien una bodega repleta de toneles, se encontraba al final de un callejón junto a Rúa das Flores, y aparentemente no tenía nombre. Firmino se había fijado en que sobre la puerta había una especie de cartel de madera pintada ingenuamente que decía: «Ésta es la cantina del ojo».

—¿Cómo cree que deberíamos actuar? —preguntó Firmino.

—¿Cómo se llama el testigo? —preguntó el abogado.

—Se llama Torres, es mecánico electricista en el taller Faísca.

—Esta tarde pasaré a buscarlo y lo llevaré conmigo ante el juez instructor —dijo el abogado.

—¿Y si Torres no quisiera declarar? —objetó Firmino.

—Ya le he dicho que lo llevaré conmigo al juez instructor —respondió plácidamente el abogado.

Vertió vino verde en un vaso y levantó el suyo en señal de brindis.

—Es un Alvarinho que no se comercializa —dijo—, no se encuentra por ahí, pero es sólo como aperitivo, luego beberemos vino tinto.

—Yo no estoy muy acostumbrado al vino —se excusó Firmino.

—Nunca es tarde para acostumbrarse —respondió el abogado.

En ese momento apareció el propietario con unas bandejas y se dirigió al abogado como si Firmino no existiera.

—Aquí está, Don Fernando —exclamó con satisfacción—, y si a su invitado no le gusta, esta comida la pago yo, como ya he dicho, pero luego lo mejor será que el señor abandone esta ciudad.

El arroz con alubias, bañado en una salsa marrón, tenía un aspecto repugnante. Firmino cogió un par de sardinas fritas y se sirvió una loncha del tronco de bacalao. El abogado lo miró con sus ojitos inquisitivos.

—Coma, joven —dijo—, hay que reponer fuerzas, va a ser un asunto largo y complicado.

—Y ¿yo qué debo hacer a partir de ahora? —preguntó Firmino.

—Usted mañana va a buscar a Torres y le hace una buena entrevista —dijo el abogado—, lo más larga y detallada posible, y la publica en su periódico.

—¿Y si Torres no quiere? —preguntó Firmino.

—Claro que querrá —respondió el abogado tranquilamente—, no tiene elección, el porqué es simple y Torres lo cogerá al vuelo, creo que no es ningún estúpido.

El abogado se limpió con la servilleta la salsa de los callos que se le deslizaba por la barbilla y, como si explicara algo elemental, continuó con tono despegado:

—Porque Torres es un hombre quemado —dijo—, esta tarde prestará declaración ante el magistrado, bajo mi vigilancia, eso se lo puedo asegurar, aunque, ¿sabe? Un auto que se queda en manos de los instructores es una mina flotante, no hay que fiarse demasiado, ese auto podría llegar al conocimiento de alguien al que no le gustara, imagínese usted, con tantos accidentes de tráfico que suceden en nuestros días. A propósito, ¿sabía usted que Portugal está a la cabeza de Europa en las estadísticas de accidentes de tráfico? Parece que los portugueses son unos irresponsables al volante.

Firmino le miró con la perplejidad que continuaba causándole el abogado.

—Y la entrevista en mi periódico ¿para qué le sirve? —preguntó.

El abogado tragó con voluptuosidad una porción de callos. A pesar de que estaban cortados en pequeños pedazos, se los comía intentando enroscarlos inútilmente con el tenedor.

—Querido mío —suspiró—, usted me sorprende: no ha dejado usted de sorprenderme desde el primer momento, escribe en un periódico de gran difusión y parece no saber lo que es la opinión pública, es reprobable, intente seguirme un momento: si Torres, después de haber hecho su declaración ante las autoridades judiciales, se reafirma en su periódico, puede sentirse tranquilo porque tendrá consigo a toda la opinión pública, y un conductor distraído, por ejemplo, se lo pensaría dos veces antes de embestir con su coche a una persona que tiene encima la mirada de la opinión pública, ¿capta el concepto?

—Capto el concepto —respondió Firmino.

—Y además —continuó el abogado—, y esto le afecta de lleno como periodista, ¿sabe usted lo que decía Jouhandeau?

Firmino negó con la cabeza. El abogado bebió un vaso de vino y se limpió sus labios carnosos.

—Decía: «Dado que el objeto intrínseco de la literatura es el conocimiento del ser humano y dado que no hay lugar en el mundo en que éste pueda estudiarse mejor que en las salas de los tribunales, ¿no sería de desear que entre los jurados hubiera siempre, por disposición legal, un escritor? Su presencia sería para todos una invitación a reflexionar más». Fin de la cita.

El abogado hizo una breve pausa y bebió otro sorbo de vino.

—Pues bien —continuó—, es evidente que usted no se sentará nunca entre los miembros del jurado de un tribunal como hubiera deseado el señor Jouhandeau, es más, ni siquiera estará presente en los interrogatorios que se llevarán a cabo durante la instrucción, porque la ley no se lo permite, y también es verdad que usted, en puridad, no es exactamente un escritor, pero podemos hacer un esfuerzo y considerarlo como tal, dado que escribe en un periódico. Digamos que usted será un jurado virtual, ése será su papel, jurado virtual, ¿capta el concepto?

—Me parece que sí —respondió Firmino.

Y después quiso ser honesto y preguntó:

—Pero ¿quién es ese Jouhandeau? Nunca lo he oído nombrar.

—Marcel Jouhandeau —respondió el abogado—, un irritante teólogo francés a quien le gustaba armar escándalo, fue también un apóstol de la abyección, si se me permite la expresión, y de una especie de perversión metafísica, o mejor, de lo que él creía que era una metafísica. ¿Sabe?, escribía mientras los surrealistas incitaban a la revuelta y después de que Gide hubiera teorizado sobre el delito gratuito. Pero él, naturalmente, no tenía la grandeza de Gide, en el fondo las suyas son teorías baratas, aunque algunas frases sobre la justicia le salieran bordadas.

—Tendríamos que tratar todavía la cuestión fundamental —dijo Firmino—, porque, naturalmente, mi periódico se hace cargo de sus honorarios.

El abogado le miró con sus ojillos inquisitivos.

—¿O sea? —preguntó.

—En el sentido de que será recompensado convenientemente —dijo Firmino.

—¿O sea? —repitió el abogado—, ¿eso qué quiere decir en términos numéricos?

Firmino se sintió levemente incómodo.

—No sabría decírselo —respondió—, eso podrá precisárselo mi director.

—Hay una casa en Rúa do Ferraz —dijo sin lógica aparente el abogado— donde pasé mi infancia, justo sobre la Rúa das Flores, es un palacete del siglo dieciocho, en él vivía mi abuela, la marquesa.

Suspiró con nostalgia.

—¿Dónde pasó usted su infancia, en qué tipo de casa? —preguntó después.

—En la costa de Cascáis —respondió Firmino—, mi padre estaba en la Guardia de Costas y usufructuaba una casa junto al mar, mis hermanos y yo pasamos en ella prácticamente toda la infancia.

—Oh, sí —dijo el abogado—, la costa de Cascáis, esa luz blanquísima del mediodía que se tiñe de rosa en el crepúsculo, el azul del océano, las pinedas del Guincho…, en cambio, mis recuerdos son los de un edificio tétrico, con una abuela impasible que tomaba el té y que cada día usaba una cinta distinta alrededor de su rugoso cuello, pero siempre de seda negra, a veces simple, otras veces con un ligero borde de encaje. Jamás me tocó, en ocasiones me rozaba apenas la mano con su mano fría y me decía que la única cosa que tenía que aprender un niño de aquella familia era a respetar a los antepasados. Yo miraba a aquéllos que ella llamaba los antepasados. Eran antiguos retratos al óleo de hombres altivos, con un gesto de desprecio en el rostro y los labios carnosos como estos míos; me los dejaron en herencia.

Probó un bocado de bacalao y dijo:

—A mí me parece que este plato está divino, dígame, ¿a usted qué le parece?

—Me gusta —respondió Firmino—, pero me estaba hablando de su infancia.

—Bien —continuó el abogado—, esa casa está abandonada, con todos aquellos recuerdos de la señora marquesa que, a su manera, me hizo de abuela: sus retratos, sus muebles, sus cubrecamas de Castelo Branco y sus árboles genealógicos.

»Digamos que mi infancia está allí encerrada como en un cofre. Hace algunos años todavía iba para consultar los archivos de la familia, pero no sé si ha visto la Rúa do Ferraz, para subir por ella sería conveniente un teleférico, con mi mole no consigo llegar hasta allí, tendría que llamar a un taxi para recorrer quinientos metros, por eso hace siete años que no pongo el pie en ella. De modo que he decidido venderla, se lo he encomendado a un agencia, está bien eso de que las agencias devoren las infancias, es la manera más aséptica de liberarse de ellas, y usted no sabe cuántos burgueses adinerados, de ésos que han hecho fortuna en estos últimos años con las subvenciones de la Comunidad Europea, querrían esa casa. ¿Sabe?, es un lugar que según su mentalidad les proporcionaría el estatus social que buscan desesperadamente, hacerse una villa moderna con piscina en las zonas residenciales está a su alcance, pero un palacete del siglo dieciocho está muchos escalones más arriba, ¿capta el concepto?

—Capto el concepto —asintió Firmino.

—Así que he decidido venderla —dijo el abogado—. El pretendiente más ansioso procede de provincias. Es un típico representante de la sociedad en que hoy vivimos. Su padre era un pequeño ganadero. Él empezó con una modesta empresa de calzado bajo el salazarismo. En realidad, fabricaba sobre todo zapatos forrados de tela encerada, con un par de obreros. Después, en el setenta y cuatro, llegó la revolución y él se alineó con las ideas cooperativistas, incluso realizó una entrevista casi revolucionaria en un periódico exaltado. Y después, tras las ilusiones revolucionarias, llegó el neoliberalismo desenfrenado y él se alineó como debía. En resumen, es uno que ha sabido navegar. Posee cuatro mercedes y un campo de golf en el Algarve, creo que tiene intereses inmobiliarios en el Alentejo, quién sabe si no los tendrá también en la Península de Tróia, es uno que se entiende bien con todos los partidos del arco constitucional, desde los comunistas hasta la derecha, y naturalmente su fábrica de zapatos va viento en popa, exporta sobre todo a Estados Unidos. Usted qué dice, ¿hago bien en vendérsela?

—¿La casa? —preguntó Firmino.

—Pues claro, la casa —respondió el abogado—. Quizá se la venda. Hace algunos días vino a hablarme su mujer, que creo que es la única alfabetizada de la familia. Le ahorro la descripción de aquella señora tan maquillada. Pero subí el precio, porque dije que vendía la casa con los muebles antiguos y con los cuadros nobles, y le pregunté: ¿Qué puede hacer una familia como la suya, gentil señora, con una casa como ésta sin los muebles antiguos y los cuadros nobles? Usted qué dice, jovencito, ¿he obrado bien?

—En mi opinión ha hecho usted muy bien —respondió Firmino—, ya que le importa mi opinión, puedo decirle que ha hecho usted muy bien.

—Pues, entonces —concluyó el abogado—, puede decirle a su director que los gastos por Damasceno Monteiro están ampliamente pagados con dos cuadros del siglo dieciocho de mi casa de Rúa do Ferraz, y que no me venga con proposiciones sobre mis honorarios, por favor.

Firmino no replicó y siguió comiendo. Había probado tímidamente el arroz con alubias y lo había encontrado exquisito, por eso había tomado otra ración. Quería decir algo, pero no sabía cómo decirlo. Al final intentó formularlo.

—Mi periódico —balbuceó—, bueno, mi periódico es el que es, quiero decir, usted sabe muy bien cuál es su estilo, el estilo con el que tenemos que ganarnos a nuestros lectores, es decir, es un periódico popular, valiente quizás, pero es un periódico popular, hace las concesiones que tiene que hacer, en fin, para vender más ejemplares, no sé si me explico.

El abogado estaba ocupado con la comida y no dijo nada. Ahora estaba completamente absorto comiendo el bacalao.

—No sé si capta el concepto —dijo Firmino recurriendo a la fórmula del abogado.

—No, no capto el concepto —respondió el abogado.

—En fin —continuó Firmino—, quiero decir que mi periódico es el periódico que usted conoce, y usted, pues bueno, usted es un abogado importante, tiene el apellido que tiene, o sea, lo que quiero decir es que tiene usted una reputación que defender, no sé si me explico.

—Usted continúa defraudándome, jovencito —replicó el abogado—, se empeña por todos los medios en ser inferior a sí mismo, nunca debemos ser inferiores a nosotros mismos, ¿qué es lo que ha dicho de mí?

—Que tiene una reputación que defender —respondió Firmino.

—Escuche —murmuró el abogado—, me parece que no nos hemos entendido, le diré algo de una vez por todas, pero abra bien las orejas. Yo defiendo a los desgraciados porque soy como ellos, ésa es la pura y simple verdad. De mi ilustre estirpe utilizo sólo el patrimonio material que me han dejado, pero, como los desgraciados a los que defiendo, creo haber conocido las miserias de la vida, haberlas comprendido e incluso asumido, porque para comprender las miserias de esta vida es necesario meter las manos en la mierda, perdóneme la palabra, y sobre todo ser consciente de ello. Y no me obligue a ponerme retórico, porque ésta es retórica barata.

—Pero usted ¿en qué cree? —preguntó con ímpetu Firmino.

No sabría decir por qué hizo aquella ingenua pregunta en aquel momento, y justo mientras la formulaba le pareció una de esas preguntas que se hacen en la escuela al compañero de pupitre y que hacen sonrojar al que la hace y a quien la recibe. El abogado levantó la cabeza del plato y lo miró con sus ojillos inquisitivos.

—¿Me está haciendo una pregunta personal? —preguntó con explícito fastidio.

—Digamos que es una pregunta personal —respondió Firmino con coraje.

—¿Y por qué me hace esa pregunta? —insistió el abogado.

—Porque usted no cree en nada —afirmó Firmino—, tengo la impresión de que usted no cree en nada.

El abogado sonrió. A Firmino le pareció que se sentía incómodo.

—Podría creer, por ejemplo, en algo que a usted pudiera parecerle insignificante —respondió.

—Explíqueme, por ejemplo —insistió Firmino—, algo que pueda ser convincente.

Ahora que ya estaba metido en aquel lío, quería desempeñar su papel.

—Por ejemplo, una poesía —respondió el abogado—, pocos versos, podría parecer una tontería, pero también pudiera ser algo fundamental, por ejemplo:

Todo lo que he conocido

tú me lo escribirás para recordármelo,

con cartas,

y yo también lo haré,

te diré todo tu pasado.

El abogado calló. Había apartado el plato y estrujaba en su mano la servilleta.

—Hölderlin —continuó—, es un poema titulado Wenn aus der Ferne, es decir, «Si desde la lejanía», es uno de los últimos. Digamos que hay personas que esperan cartas desde el pasado, ¿le parece algo plausible en lo que creer?

—Tal vez —respondió Firmino— pudiera ser algo plausible, aunque me gustaría entenderlo mejor.

—Es simple —murmuró el abogado—, cartas del pasado que nos expliquen un tiempo de nuestra vida que nunca entendimos, que nos den una explicación cualquiera que nos haga aprehender el significado de tantos años transcurridos, de aquello que entonces se nos escapó, usted es joven, usted espera cartas del futuro, pero suponga que existan personas que esperen cartas del pasado, y que quizás soy de esas personas y que incluso me aventuro a imaginar que un día me llegarán.

Hizo una pausa, encendió uno de sus cigarros y preguntó:

—¿Y sabe cómo me imagino que me llegarán? Haga un esfuerzo.

—No tengo ni la menor idea —respondió Firmino.

—Pues bien —dijo el abogado—, en un paquetito atado con una cinta rosa, justamente así, y perfumado de violetas, como en las peores novelas de folletín. Y ese día yo acercaré esta horrible narizota mía al paquetito, desharé el lazo rosa, abriré las cartas y comprenderé con claridad meridiana una historia que nunca antes pude comprender, una historia única y fundamental, repito, única y fundamental, algo que puede sucedernos sólo una vez en la vida, que los dioses conceden que suceda una sola vez en nuestra vida y a lo cual no prestamos la debida atención en su momento precisamente porque éramos unos idiotas presuntuosos.

Hizo otra pausa, esta vez más larga. Firmino lo miraba en silencio, observaba sus mejillas gruesas y fláccidas, los labios carnosos y casi repugnantes, aquella expresión perdida en sus recuerdos.

—Y, además —continuó el abogado en voz baja—, Que faites-vous des anciennes amours? Bueno, eso me pregunto yo también, Que faites-vous des anciennes amours? Es el verso de un poema de Louise Colet que continúa así: Les chassez-vous comme des ombres vaines? Ils sont été, ces fantômes glacés, coeur contre coeur, une part de vous même. Posiblemente está dedicado a Flaubert. Hay que precisar que Louise Colet escribía unas poesías penosas, la pobrecita, aunque se creyera una gran poetisa y quisiera ascender hasta los salones literarios parisienses, sus versos eran verdaderamente mediocres, sin lugar a dudas. Pero estos pocos versos son una espina en el corazón, me parece, porque ¿qué hemos de hacer con los amores pasados?, ¿los guardamos en un cajón con los calcetines rotos?

Miró a Firmino como si esperara una confirmación, pero Firmino no se pronunció.

—¿Sabe lo que le digo? —continuó el abogado—, que si Flaubert no lo comprendió era un verdadero idiota y, en ese caso, habría que darle la razón a ese presuntuoso de Sartre; pero quizás Flaubert lo comprendió, ¿usted qué opina?, ¿lo comprendió Flaubert o no?

—Tal vez lo comprendiera —respondió Firmino—, así, de repente, no podría asegurárselo, quizás lo comprendiera, aunque no pueda afirmarlo.

—Perdone, joven —dijo el abogado—, usted pretende estudiar la literatura, incluso quiere escribir un ensayo sobre literatura, y me confiesa que no sabe pronunciarse sobre este hecho fundamental, sobre si Flaubert comprendió o no el mensaje cifrado de Louise Colet.

—Pero yo estudio la literatura portuguesa de los años cincuenta —se defendió Firmino—, ¿qué tendrá que ver Flaubert con la literatura portuguesa de los años cincuenta?

—Aparentemente nada —prosiguió el abogado—, pero sólo en apariencia, porque en literatura todo está relacionado con todo. Mire, querido mío, es como una tela de araña, ¿se imagina una telaraña?, pues bien, piense en todas esas complicadas tramas tejidas por la araña, todas esas vías conducen al centro, mirándolas desde su periferia no lo parece, pero todas conducen al centro, le pondré un ejemplo, ¿cómo podría comprender usted La educación sentimental, esa novela tan terriblemente pesimista y a la vez tan reaccionaria, porque según los criterios de su Lukács es terriblemente reaccionaria, si no conociera esas novelitas de mal gusto de ese periodo de terrible mal gusto que fue el Segundo Imperio; y a la vez, siguiendo los nexos pertinentes, si ignorara usted la depresión de Flaubert? Porque, ¿sabe?, cuando Flaubert permanecía encerrado en su casa de Croisset espiando al mundo detrás de la ventana, estaba terriblemente deprimido, y todo esto, aunque a usted no se lo parezca, forma una tela de araña, un sistema constituido por conexiones subterráneas, por relaciones astrales, por inaprensibles correspondencias. Si usted quiere estudiar literatura aprenda eso por lo menos, a estudiar las correspondencias.

Firmino lo miró e intentó replicar. Curiosamente sentía de nuevo aquel absurdo sentimiento de culpa que le había provocado el propietario al describirle el menú.

—Intento ocuparme humildemente de la literatura portuguesa de los años cincuenta —replicó—, sin que se me suba a la cabeza.

—De acuerdo —respondió el abogado—, que no se le suba a la cabeza, pero tiene que impregnarse de aquella época. Y para hacerlo quizás tenga que conocer los partes meteorológicos que los periódicos portugueses publicaban en aquellos años, como le enseñará una magnífica novela de uno de nuestros escritores, que consigue describir la censura de la policía política utilizando los partes meteorológicos de los periódicos, ¿sabe a cuál me refiero?

Firmino no respondió e hizo un leve gesto con la cabeza.

—Bien —dijo el abogado—, se lo dejo como apunte para una posible investigación, acuérdese, incluso los partes meteorológicos pueden ser útiles, aunque tomados como una metáfora, como un indicio, sin caer en la sociología de la literatura, ¿me explico?

—Creo que sí —dijo Firmino.

—Sociología de la literatura —repitió con expresión disgustada el abogado—, vivimos tiempos bárbaros.

Hizo ademán de levantarse y Firmino se levantó precipitadamente antes que él.

—Ponlo todo en mi cuenta, Manuel —gritó el abogado al propietario—, a nuestro invitado le ha gustado la comida.

Se dirigieron a la salida. En el umbral el abogado se detuvo.

—Esta noche le haré saber algo sobre la postura de Torres —dijo—, le mandaré un mensaje a la pensión de Doña Rosa. Pero lo importante es que usted lo entreviste mañana mismo y que su periódico saque otra edición especial, ya que sobre esta cabeza cortada están sacando ustedes muchas ediciones especiales, ¿entendido?

—Entendido —respondió Firmino—, cuente conmigo.

Salieron a la luz del mediodía de Oporto. Las calles estaban animadas y el calor era húmedo, con una neblina que desdibujaba la ciudad. El abogado se pasó el pañuelo por la frente y le hizo un rápido gesto de saludo.

—He comido demasiado —farfulló—, como siempre he comido demasiado. A propósito, ¿sabe usted cómo murió Hölderlin?

Firmino lo miró sin conseguir responder. En aquel momento no conseguía recordar cómo había muerto Hölderlin.

—Murió loco —dijo el abogado—, es algo que hay que tomar en consideración.

Se alejó tambaleándose con paso incierto sobre su enorme mole.