Capítulo 11

Eran las doce y cuarto. Firmino pensó que era mejor así, no quería mostrar una puntualidad excesiva. Iba bajando por Rúa das Flores. Era una calle bonita, elegante y popular a la vez. El tono popular se lo daban los alféizares con geranios en flor, que quizás fueran el origen de su nombre, y la elegancia, las tiendas de joyeros con riquísimos escaparates. Firmino se había olvidado de coger su guía, lo que en el fondo lamentaba. Qué se le iba a hacer, ya la leería después. El portal era majestuoso, pero estaba claro que había conocido tiempos mejores, un portal de encina claveteado, que tal vez se remontara al siglo XVIII. Estaba abierto de par en par, para dejar paso a los automóviles, porque al fondo, en el patio, había sitio para aparcar. Buscó alguna placa con el nombre del abogado Mello de Sequeira, pero no la encontró. Entró en el vestíbulo con perplejidad. Había una portera. Estaba haciendo punto sentada en una garita de cristal. Era una portera de ésas que se pueden encontrar en Oporto, y quizá todavía en París, pero sólo en algunos barrios. Gorda, con un seno opulento, tenía una mirada inquisitiva, vestía no sin cierta elegancia y calzaba unas zapatillas con pompón.

—Estoy buscando al abogado Mello de Sequeira —dijo Firmino.

—¿Es usted el periodista? —preguntó la portera.

Firmino se lo confirmó.

—El abogado le está esperando, planta baja, hay cuatro puertas, llame a la que quiera, todas son suyas —dijo la portera.

Firmino entró en los pasillos de aquel viejo edificio y llamó a la primera puerta. En el pasillo no había luz, la puerta se abrió con un chasquido, Firmino entró y la cerró tras de sí. Se encontró en una sala enorme, con los techos abovedados, medio en penumbra. La habitación estaba forrada de libros. Pero también el suelo estaba repleto de libros, pilas de libros en precario equilibrio, paquetes de periódicos y papeles diversos. Firmino intentó que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Al otro lado de la habitación, hundido en un sofá, había un hombre. Firmino dijo: «Buenos días» y avanzó hacia él. Era un hombre gordo, obeso más bien, con su corpulencia ocupaba medio sofá, así a primera vista aparentaba unos sesenta años, tal vez más, estaba calvo, tenía un rostro fofo, las mejillas caídas y los labios carnosos. Mantenía la cabeza echada hacia atrás, mirando fijamente al techo. Verdaderamente se parecía a Charles Laughton.

—Encantado —dijo Firmino—, soy el periodista de Lisboa.

El obeso le indicó con un gesto distraído un sillón y Firmino se sentó. Junto al hombre, sobre el sofá, estaba la última edición del Acontecimento.

—¿Es usted el autor de este texto? —preguntó con voz neutra.

—Sí —respondió no sin incomodidad Firmino—, pero ése no es exactamente mi estilo, tengo que adecuarme al estilo de mi periódico.

—¿Puedo preguntarle cuál es su estilo? —preguntó con el mismo tono neutro el obeso.

—Intento tener uno propio —respondió con más incomodidad aún Firmino—, pero, como usted sabrá, el estilo nos viene también de la lectura de los libros ajenos.

—¿Qué tipo de lecturas, por ejemplo? Si me es lícito preguntárselo —dijo el obeso.

Firmino no supo qué decir. Después contestó:

—Lukács, por ejemplo Gyórgy Lukács.

El obeso tosió un par de veces. Separó los ojos del techo y lo miró por fin.

—Interesante —replicó—, ¿es que Lukács tiene un estilo?

—Bueno —dijo Firmino—, yo creo que sí, por lo menos a su manera.

—¿Y cuál sería? —preguntó siempre con el mismo tono neutro el obeso.

—El del materialismo dialéctico —respondió precipitadamente Firmino—, llamémosle ensayístico.

El obeso volvió a toser y a Firmino le pareció como si esos golpecitos de tos fueran una especie de risita sofocada.

—Así que, según usted, el materialismo dialéctico es un estilo —continuó impasible el obeso.

Firmino se sentía cada vez más incómodo. Y sintió también cierta irritación. Aquel obeso abogado, desconocido para él, que lo estaba interrogando sobre el estilo como si fuera un examen universitario, era inconcebible.

—Lo que quiero decir —puntualizó— es que la metodología de Lukács me es útil para los estudios de los que me ocupo, un ensayo que quiero escribir.

—¿Ha leído Historia y conciencia de clase? —preguntó el obeso.

—Naturalmente —respondió Firmino—, es un texto fundamental.

—Es una obra del año veintitrés —comentó el obeso—, ¿sabe usted lo que estaba ocurriendo en Europa en aquellos años?

—Más o menos —atajó Firmino.

—El Círculo de Viena —murmuró el obeso—, Carnap, los fundamentos de la lógica formal, la imposibilidad de una no contradicción dentro de un sistema, bagatelas de este tipo. Y en lo que se refiere al estilo de Lukács, dado que usted se ocupa de estilo, mejor ni hablar, ¿no cree usted? A mí me parece el estilo de un campesino húngaro familiarizado con los caballos de la Puszta.

Firmino hubiera querido rebatir que no estaba allí para hablar de estilo, pero no lo hizo.

—A mí me es útil para estudiar el neorrealismo portugués —precisó Firmino.

—Oh —bostezó el obeso—, el neorrealismo portugués, buena falta hacía que alguien estudiara su estilo.

—No el primer neorrealismo —precisó de nuevo Firmino—, no el de los años cuarenta, a mí me interesa el segundo, el de los años cincuenta, tras el paso tardío del surrealismo, lo defino neorrealismo por convención, pero naturalmente es otra cosa.

—Eso me parece ya más interesante —murmuró el obeso—, me parece más interesante, pero como instrumento de indagación no elegiría precisamente a Lukács.

El obeso lo miró fijamente y le tendió una caja de madera. Le preguntó si quería un cigarro y Firmino lo rechazó. El obeso encendió un cigarro enorme. Parecía un habano y tenía un fuerte aroma. En silencio, se puso a fumar tranquilamente. Firmino miró a su alrededor con aire perdido observando aquella sala enorme rebosante de libros, libros por todas partes, en las paredes, sobre las sillas, en el suelo, paquetes de periódicos y de papeles.

—No vaya a creer que está metido en una situación kafkiana —dijo el obeso, como si le leyera el pensamiento—, usted habrá leído seguramente a Kafka y habrá visto El proceso, con Orson Welles, yo no soy Orson Welles, aunque este antro esté repleto de papelajos, aunque sea obeso y fume un cigarro enorme, no se equivoque de personaje cinematográfico, en Oporto me llaman Loton.

—Eso me han dicho —respondió Firmino.

—Vayamos a las cosas prácticas —dijo el obeso—, dígame exactamente qué desea de mí.

—Creía que Doña Rosa ya se lo había dicho todo —objetó Firmino.

—En parte —murmuró el obeso.

—Bueno —dijo Firmino—, el asunto es el que ha leído en mi periódico, aunque no esté escrito con el estilo que más le gusta a usted, y mi periódico querría hacerle una propuesta; la familia de Damasceno Monteiro no tiene dinero para pagarse un abogado, pero mi periódico se ofrece a ello, necesitamos un abogado y hemos pensado en usted.

—Pues no sé —farfulló el obeso—, el caso es que me estoy encargando de Angela, supongo que habrá oído hablar de ella, ha salido en las páginas de sucesos.

Firmino lo miró con aire perplejo y confesó:

—No, francamente, no.

—La prostituta que ha sido torturada casi hasta la muerte —dijo el obeso—, el asunto que está en los periódicos de Oporto, yo la represento. Es una lástima que usted, que es de la prensa, siga tan poco los periódicos; Angela es una prostituta de Oporto, se pusieron en contacto con ella para una velada «divertida» fuera de la capital, la acompañó allí su proxeneta, la llevaron a una villa cerca de Guimaráes donde había un jovenzuelo de buena familia que hizo que dos sicarios la ataran para infligirle toda clase de violencias físicas, porque era un capricho que se quería dar, pero no sabía con quién hacerlo, de modo que lo hizo con Angela, total, no era más que una puta.

—Es horrible —dijo Firmino—, ¿y usted la representa?

—Pues sí —confirmó el abogado—, ¿y sabe por qué?

—No lo sé —respondió Firmino—, por afán de justicia, diría yo.

—Llamémoslo así —murmuró el obeso—, aunque también podría ser una definición. Sepa sólo que el sádico es un niñato, hijo de un cacique de provincias que viene de la nada y que se ha enriquecido con los últimos gobiernos, es la peor burguesía que ha surgido en Portugal en los últimos veinte años: dinero, incultura y mucha arrogancia. Es gente terrible, con la que hay que arreglar cuentas. La familia a la que yo pertenezco ha explotado durante siglos a mujeres como Angela y de alguna manera las han violado, quizá no del modo en que lo ha hecho nuestro jovenzuelo, digamos que de manera más elegante. Podríamos suponer, si a usted le parece, que la mía es una especie de corrección tardía de la historia, una paradójica inversión de la conciencia de clase, no según los mecanismos primarios de su Lukács, digamos que a otro nivel, pero éstas son cosas mías que prefiero no explicarle.

—Quisiéramos invitarle a que asumiera el papel de abogado de la acusación particular —recapituló Firmino—, si conseguimos ponernos de acuerdo sobre sus honorarios.

El obeso dio esos golpecitos de tos que parecían risitas. Sacudió la ceniza del cigarro en el cenicero. Parecía divertido. Hizo un gesto vago indicando la habitación.

—Este edificio me pertenece —dijo—, pertenecía a mi familia, y la calle adyacente también me pertenece, pertenecía a mi familia. No tengo descendencia, mientras me dure el patrimonio, puedo divertirme.

—¿Y este caso le divierte? —preguntó Firmino.

—No es exactamente eso lo que quería decir —respondió sosegadamente el abogado—, pero quisiera que fuera usted más preciso acerca de los elementos que poseen.

—Tengo un testigo —dijo Firmino—, nos hemos visto esta mañana en un parque público.

—¿Estaría dispuesto su informador a presentarse ante el juez? —preguntó el abogado.

—Si usted se lo pide, creo que sí —respondió Firmino.

—Vaya al grano —dijo el abogado.

—Parece ser que a Damasceno Monteiro lo mataron en la comisaría de la Guardia Nacional —soltó Firmino.

—Guardia Nacional —murmuró el abogado. Dio una bocanada del cigarro y rió—: Pero entonces se trata de una Grundnorm.

Firmino lo miró con aire desorientado, y el abogado le leyó en el rostro la desorientación.

—No puedo pretender que sepa usted lo que es una Grundnorm —continuó el abogado—, soy consciente de que a veces nosotros, los hombres de leyes, hablamos en clave.

—Explíquemelo entonces usted —adujo Firmino—, yo estudié en la Facultad de Filosofía y Letras.

—¿Le suena a usted Hans Kelsen? —preguntó en voz baja el abogado, como si se hablara a sí mismo.

—Hans Kelsen —respondió Firmino intentando hurgar entre sus escasos conocimientos jurídicos—, me parece que he oído hablar de él, es un filósofo del Derecho, creo, pero seguro que usted puede explicármelo mejor.

El abogado emitió un suspiro tan profundo que a Firmino le pareció oír el eco.

—Berkeley, California, mil novecientos cincuenta y dos —dijo—. Tal vez no pueda usted imaginarse lo que significaba California en aquella época para un joven que venía de la aristocracia de una ciudad de provincias como Oporto y de un país opresivo como Portugal; en una palabra, podría decirle que era la libertad. No esa libertad estereotipada que se ve retratada en ciertas películas americanas de entonces, también en América había una censura tremenda en aquella época, sino una libertad auténtica, interior, absoluta. Fíjese, yo tenía una novia y hasta jugábamos al squash, juego que entonces era absolutamente desconocido en Europa, vivía en una casa de madera frente al océano, al sur de Berkeley, que pertenecía a mis primos segundos americanos, mi familia tiene por parte materna una ramificación americana. Usted se preguntará por qué fui a la Universidad de Berkeley. Porque mi familia era rica, eso es indiscutible, pero sobre todo porque yo quería estudiar las razones que han inducido a los hombres a elaborar los códigos. No los códigos como los estudiaban mis coetáneos, que después se convirtieron en abogados de renombre, sino sus razones soterradas, en un sentido abstracto quizás, no sé si me explico, y si no me explico, qué se le va a hacer.

El obeso hizo una pausa y dio otra bocanada a su cigarro. Firmino se dio cuenta de que en la enorme habitación reinaba un ambiente cargado.

—Bien —continuó—, yo, con mis conocimientos de estudiante de Oporto, había concentrado mi atención en aquel hombre, Hans Kelsen, nacido en Praga en 1881, judío centroeuropeo; en los años veinte había escrito un ensayo titulado Hauptprobleme der Staatsrechtslehre, que yo había leído de estudiante, porque yo soy de lengua alemana, sabe usted, mis institutrices eran alemanas, es prácticamente mi lengua materna. Así que me matriculé en uno de sus cursos de la Universidad de Berkeley. Era un hombre alto y enjuto, calvo y torpón, a primera vista nadie hubiera dicho que fuese un gran filósofo del Derecho, se le habría tomado por un funcionario del Estado. Había huido primero de Viena y después también tuvo que huir de Colonia, a causa del nazismo. Había enseñado en Suiza y después se había trasladado a los Estados Unidos. Yo lo seguí de inmediato a los Estados Unidos. Al año siguiente se trasladó de nuevo a la Universidad de Ginebra, y yo lo seguí hasta Ginebra. Sus teorías acerca de la Grundnorm se habían convertido en una obsesión para mí.

El abogado guardó silencio, apagó el cigarro, dio otra bocanada como si le faltara el oxígeno.

Grundnorm —repitió—, ¿capta el concepto?

—Norma Base —dijo Firmino intentando servirse del poco alemán que sabía.

—Sí, naturalmente, norma base —precisó el obeso—, sólo que para Kelsen está situada en el vértice de la pirámide, es una norma base invertida, está en la cima de su teoría de la justicia, a la que él definía como Stufenbau Theorie, teoría de la construcción piramidal.

El abogado hizo una pausa. Suspiró de nuevo, pero esta vez débilmente.

—Es una proposición normativa —continuó—, está en el vértice de la pirámide de lo que llamamos Derecho, pero es el fruto de la imaginación del estudioso, una pura hipótesis.

Firmino no fue capaz de comprender si su expresión era pedagógica, meditabunda o simplemente melancólica.

—Si usted quiere, es una hipótesis metafísica —dijo el abogado—, absolutamente metafísica. Y si usted quiere, se trata de un asunto auténticamente kafkiano, es la Norma que nos enreda a todos y de la cual, aunque le pueda parecer incongruente, se deriva la prepotencia de un señorito que se cree con derecho a azotar a una puta. Las vías de la Grundnorm son infinitas.

—El testigo con el que he hablado esta mañana —dijo Firmino, cambiando de tema— está seguro de que Damasceno fue asesinado por la Guardia Nacional.

El abogado esbozó una sonrisa cansada y miró el reloj.

—Bueno —dijo—, la Guardia Nacional es una institución militar, se trata precisamente de una perfecta encarnación de la Grundnorm, la cosa empieza a interesarme, sobre todo porque tal vez no sepa usted la cantidad de personas que han sido asesinadas o torturadas en nuestras simpáticas comisarías en los últimos tiempos.

—Lo sé tan bien como usted —le hizo notar Firmino—, los últimos cuatro casos han sido seguidos de cerca por mi periódico.

—Ya, ya —murmuró el abogado—, y todos los responsables absueltos, todos siguen tranquilamente de servicio, la cosa empieza a interesarme de verdad, en fin, ¿qué le parece si nos vamos a comer? Es la una y media, y empiezo a sentir apetito, hay un restaurante de mi confianza aquí al lado. A propósito, ¿le gustan los callos?

—Moderadamente —contestó preocupado Firmino.