Capítulo 10

En el césped que se extendía frente a él había un señor con el pelo blanco ataviado con un chándal que hacía ejercicios de gimnasia. De vez en cuando emprendía una tímida carrerilla alzando apenas los pies del suelo y después volvía sobre sus pasos, junto a un doberman tumbado que le recibía alegremente cada vez que volvía. El hombre parecía muy satisfecho, como si estuviera haciendo la cosa más importante del mundo.

Firmino miró el periódico que tenía bien desplegado sobre las rodillas. Era el Acontecimento, con los grandes titulares de la edición especial. Firmino dobló aquella parte del periódico y dejó a la vista sólo la cabecera. Sacó un caramelo del bolsillo y esperó. A aquellas horas no tenía ningunas ganas de fumar, pero, quién sabe por qué, encendió un cigarrillo. Frente a él pasaron una vieja señora con la bolsa de la compra y un niño de la mano de su madre. Él miraba tranquilamente al señor que hacía ejercicios gimnásticos. E intentó conservar su tranquilidad cuando un joven se sentó en el extremo opuesto del banco. Firmino le miró de reojo. Era un chico de unos veinticinco años, llevaba un mono azul de obrero y miraba tranquilamente hacia adelante. El joven encendió un cigarrillo, Firmino aplastó el suyo en el suelo.

—Él quería jugársela —murmuró el chico—, pero fueron ellos quienes se la jugaron.

El chico no dijo nada más y Firmino permaneció en silencio. Fue un silencio que le pareció interminable. El caballero con el pelo blanco que hacía ejercicios gimnásticos pasó por delante de ellos con su carrerilla gallarda.

—¿Cuándo fue? —preguntó Firmino.

—Hace seis días —dijo el jovencito—, de noche.

—Acérquese —dijo Firmino—, no le oigo bien.

El joven se acercó deslizándose por el banco.

—Intente contármelo con lógica —le rogó Firmino—, sobre todo la sucesión de los hechos, tenga en cuenta que yo no sé absolutamente nada, si no, no podré entenderlo.

En el césped que estaba delante de ellos el señor con el pelo blanco empezaba otra vez a hacer ejercicios gimnásticos. El joven seguía en silencio y encendió otro cigarrillo. Firmino cogió otro caramelo.

—Todo fue por el guardián nocturno —barbotó el chico—, porque estaba de acuerdo con el Grillo Verde.

—Por favor —repitió Firmino—, con lógica, intente contármelo con lógica.

El chico, mirando fijamente el césped, empezó a hablar, en voz baja.

—En la Stones of Portugal, donde Damasceno trabajaba de mozo, había un guardián nocturno, se murió de repente de un patatús, era él quien recogía la droga de los contenedores y se la proporcionaba al Grillo Verde, y el Grillo Verde la distribuía en el Butterfly, o sea, la Borboleta Nocturna, ésa era la ruta.

—¿Quién es el Grillo Verde? —preguntó Firmino.

—Es un sargento de la Guardia Nacional —respondió el chico.

—¿Y la Borboleta Nocturna?

Puccini’s Butterfly, es una discoteca de la costa, el local es suyo, pero lo ha puesto a nombre de su cuñada, el Grillo Verde es muy listo, desde allí sale la droga con la que se trafica en todas las playas de Oporto.

—Continúa —dijo Firmino.

—El guardián nocturno se había puesto de acuerdo con algunos chinos de Hong Kong que introducían la droga en los contenedores del instrumental de alta tecnología. La empresa no sabía nada, sólo lo sabía el guardián nocturno y, naturalmente, el Grillo Verde, que cada mes llevaba a cabo su ronda nocturna para recoger la mercancía. Pero también Damasceno consiguió enterarse del asunto, no sé cómo. Y así, el día que al guardián nocturno le dio un patatús, Damasceno pasó por mi taller y me dijo: No es justo que toda esa maravilla se la lleve la Guardia Nacional, esta noche nos adelantaremos nosotros, total, el Grillo Verde no pasará hasta mañana, mañana es su día. Yo le dije: Damasceno, tú estás loco, no se puede hacer una cosa así a esa gente, después se vengan, conmigo no cuentes, olvídame. Pasó por mi casa hacia las once de la noche. No tenía coche y me pidió que le acompañara con el mío, se contentaba con eso, con que le acompañara, y si no quería entrar en la verja, qué se le iba a hacer, lo haría todo solo. Y apeló a nuestra amistad. Así que le llevé hasta allí. Cuando llegamos me preguntó si de verdad le iba a dejar hacerlo solo. Yo le seguí. Entró como Pedro por su casa, como si nada. Tenía las llaves de la oficina, encendió las luces y todo. Miró en los cajones para buscar el código de los contenedores. Cada contenedor tiene una cerradura codificada. Resultó facilísimo, Damasceno fue a abrir la puerta del contenedor, era evidente que sabía perfectamente dónde estaba la mercancía, porque volvió a los cinco minutos. Llevaba tres grandes bolsas de plástico llenas de polvo, creo que era heroína pura. Y también dos pequeños aparatos electrónicos. Ya que estamos en ello nos los llevamos también, dijo, se los venderemos a una clínica privada de Estoril que los necesita. En aquel momento oímos el ruido de un automóvil.

El señor con el pelo blanco que hacía ejercicios gimnásticos se había encontrado con una persona, una señora con el pelo corto, que le había saludado con familiaridad. Y juntos habían cruzado el césped y habían llegado hasta el borde del sendero, justo delante del banco. La madura señora del pelo corto estaba diciendo que ni por asomo hubiera esperado encontrarle haciendo gimnasia en el parque, y el señor con el pelo blanco respondía que dirigir un banco como el suyo era un trabajo con un pésimo efecto para la artrosis cervical. El chico había dejado de hablar y miraba al suelo.

—Continúa —dijo Firmino.

—Aquí hay demasiada gente —respondió el chico.

—Cambiemos de banco —propuso Firmino.

—Tengo que marcharme —insistió el chico.

—Procura concluir rápidamente, por lo menos —le incitó Firmino.

El chico empezó a hablar en voz baja y algunas cosas Firmino las entendía, otras no. Consiguió comprender que, al oír el coche, se había metido en un ropero. Que era una patrulla de la Guardia Nacional al mando del llamado Grillo Verde. Y el Grillo Verde había cogido a Damasceno por el cuello y le había dado tres o cuatro bofetadas, ordenándole que fuera con ellos, y Damasceno se había negado y les había respondido que iba a acabar con el pastel, porque declararía que era un traficante, y en ese momento los dos agentes de la patrulla le habían empezado a dar puñetazos, lo habían metido en el coche y se habían marchado.

—Me voy —dijo el chico nerviosamente—, ahora sí que tengo que irme.

—Espera un momento, por favor —dijo Firmino. El chico se detuvo.

—¿Estás dispuesto a declarar? —preguntó con cautela Firmino. El chico reflexionó.

—Me gustaría —respondió—, pero a mí ¿quién me defiende?

—Un abogado —contestó Firmino—, tenemos un buen abogado.

Y para resultar más convincente, continuó:

—Y toda la prensa portuguesa, confía en la prensa.

El chico, por vez primera, le miró. Tenía dos profundos ojos oscuros y una expresión inofensiva.

—Déjame un número donde localizarte —pidió Firmino.

—Llame al taller electromecánico de Faísca —dijo el chico—, pregunte por Leonel.

—Leonel ¿qué? —preguntó Firmino.

—Leonel Torres —contestó el chico—, pero si le he dicho estas cosas es porque quería aliviar mi conciencia, porque yo sé que lo han asesinado ellos, usted por el momento no las escriba, después tal vez nos pongamos de acuerdo. Le dio los buenos días y se marchó. Firmino le vio alejarse. Era bajito, con un tronco demasiado largo sobre unas piernas demasiado cortas. Quién sabe por qué, le vino a la mente otro Torres. Pero a ése no había llegado a conocerle, sólo le había visto en algunas imágenes antiguas en la televisión. Era un Torres larguirucho, que había sido el ídolo de su padre, aquel Torres que jugaba de delantero centro en el Benfica de los años sesenta. No sabía jugar, decía su padre, pero le bastaba con levantar la cabeza para que, plaf, la pelota se colara en la portería como por milagro.