Capítulo 9

«El escenario de esta triste, misteriosa y, podríamos añadir, truculenta historia es la alegre y laboriosa ciudad de Oporto. Efectivamente: nuestra portuguesísima Oporto, la pintoresca ciudad acariciada por suaves colinas y surcada por el plácido Duero. Por él navegan desde los tiempos más remotos los característicos Rabelos, cargados con barriles de roble, que llevan a las bodegas de la ciudad el precioso néctar que, elegantemente embotellado, emprenderá camino hacia los lejanos países del mundo, contribuyendo de esta manera a la fama imperecedera de uno de los más apreciados vinos del planeta.
»Y los lectores de nuestro periódico saben que esta triste, misteriosa y truculenta historia se refiere nada menos que a un cadáver decapitado: los miserables restos mortales de un desconocido, horrendamente mutilados, abandonados por el asesino (o por los asesinos) en un terreno agreste de la periferia, como si se tratara de un zapato viejo o de una olla agujereada.
»Así, por desgracia, parecen ir las cosas hoy en día en nuestro país. Un país que sólo recientemente ha recuperado la democracia y que ha sido acogido en la Comunidad Europea junto a los países más civilizados y desarrollados del viejo continente. Un país formado por personas honradas y laboriosas, que por la noche vuelven cansadas a su casa tras una jornada de duro trabajo y se estremecen leyendo las sórdidas crónicas que la prensa libre y demócrata, como este periódico, debe por desgracia comunicarles, sí bien con el corazón lacerado.
»Y es en verdad con el corazón lacerado, y a la vez con una profunda turbación, como este enviado a Oporto se ve obligado por la deontología profesional a describirles la triste, misteriosa y truculenta historia que él mismo ha vivido en primera persona. Historia que comienza en uno de los muchos hoteles de esta ciudad, en el que este enviado recibe una llamada anónima, porque, como todos los periodistas que siguen casos difíciles, recibe decenas de llamadas anónimas. Él contesta a las llamadas con el escepticismo de un viejo periodista experimentado, preparado para escuchar a un eventual iluminado que acuse de corrupción a un concejal o le diga que la mujer del presidente de algún club deportivo se acuesta con un torero. Pero no. La voz es seca y casi autoritaria, con un marcado acento del norte: una voz juvenil, que podría ser arrogante si no hablara con tono sumiso. Le dice: la cabeza pertenece al señor Damasceno Monteiro, de veintiocho años, trabajaba como mozo en la empresa Stones of Portugal, su domicilio está en la Ribeira, en Rúa dos Canastreiros, el número no lo sé, porque en su casa no hay número, está delante de una fuente, a la familia avísela usted, porque yo no puedo hacerlo por razones que serían largas de explicar, adiós. Este enviado especial se queda turbado. Él, experto periodista que a lo largo de sus cincuenta años ha vivido las situaciones más horribles, debe asumir la tarea, dolorosa y cristiana a la vez, de llevar hasta la familia de la víctima la funesta noticia. ¿Qué hacer? Este enviado se debate en la duda, pero no se deja vencer por el desconsuelo. Sabe que su profesión prevé también misiones como ésa, dolorosas pero imprescindibles. Baja a la calle, toma un taxi y pide que le lleven a la Ribeira, a Rúa dos Canastreiros. Y allí se abre otro escenario de la alegre y laboriosa ciudad de Oporto, para el que la pluma de este enviado es inadecuada, haría falta un sociólogo, un antropólogo, algo que este periodista obviamente no es. Esta Ribeira, la zona más popular de la ciudad, la gloriosa Ribeira que pertenece a los artesanos, a los toneleros, al pueblo humilde de los siglos pasados, reclinada a orillas del Duero; esta Ribeira, que algunas guías superficiales intentar hacer pasar por el lugar más pintoresco de la ciudad; pues bien, ¿qué es, de verdad, esta Ribeira? Este enviado no quiere hacer retórica barata, no quiere recurrir a ilustres ejemplos literarios, y aplaza su juicio. Se limita a describirles la casa, llamésmola así, una casa como hay tantas en la Ribeira, que pertenece a la familia de la víctima. El vestíbulo sirve al mismo tiempo de cocina, con un mísero fogón de gas y un grifo. Una pared de cartón separa el vestíbulo de un cubículo que es el dormitorio de los padres de Damasceno Monteiro. Para entrar en la habitación de Damasceno, situada en el hueco de la escalera del edificio, hay que agachar la cabeza: un colchón, un manta de tipo mexicano y un póster de un indio dakota en la pared. El servicio está en el patio, y es utilizado por toda la manzana.
»Este enviado, portador de la terrible noticia, consiguió balbucear que era un periodista de Lisboa que seguía el caso del cadáver decapitado. Lo recibió la madre, una mujer de unos cincuenta años de edad, de aspecto enfermizo. Le dijo que hasta el mes pasado ganaba un sueldo lavando ropa de cama para algunas familias de Oporto, pero que ahora había tenido que renunciar al trabajo porque sufría pérdidas de sangre, el médico le había diagnosticado un fibroma y ella se había curado con una curandera de la Ribeira que preparaba tisanas. Pero las tisanas no le habían hecho nada, al contrario, las hemorragias habían aumentado: ahora tenía que hospitalizarse, pero por el momento no había ninguna cama libre, por lo que debía esperar. Su marido, el señor Domingos, en tiempos era cestero, pero desde que no trabajaba, había empezado a acudir a tugurios todas las noches. Ahora tomaba Antabús porque era alcohólico. Pero, dado que tomaba Antabús como le había mandado el médico y, al mismo tiempo, bebía aguardiente, tenía crisis de intoxicación, durante las cuales vomitaba todo el día. Y ahora estaba en la habitación vomitando. Damasceno era el único hijo varón, dijo la madre, la señora María de Lourdes. Tenían también una hija de veintiún años, que había emigrado a Bruselas para trabajar de camarera en un bar, pero no tenían noticias de ella desde hacía tiempo.
»Este enviado tuvo, pues, que comunicar a esa pobre mujer trastornada que la cabeza se hallaba en el tanatorio del Instituto Médico Forense, y que era necesario que ella lo reconociera. La desgraciada madre se precipitó a su habitación y volvió un instante después, con unas sandalias negras de tacón alto y un chal con flecos. Dijo que esas prendas se las había regalado la cantante de un local de Oporto, la Borboleta Nocturna, adonde su hijo Damasceno iba a hacer pequeñas reparaciones eléctricas, y que eran la única ropa decente que poseía.
»Cuando, después de haber buscado inútilmente un medio de transporte, este enviado y la pobre madre llegaron al Instituto Médico Forense, el médico se acababa de quitar los guantes y se estaba comiendo un bocadillo. Era un médico joven y simpático, de aspecto deportivo. Preguntó si habíamos venido para el reconocimiento y puntualizó que tenía prisa, porque por la noche tenía un partido de hockey sobre patines con los Invictos, el equipo en el que jugaba de portero. Nos condujo a la sala contigua y…
»Pues bien, lo que evitaré describir a mis lectores, pero que naturalmente todos podrán imaginar, es la reacción de la pobre madre. Un grito sofocado: ¡Damasceno!, ¡mi Damasceno! Una especie de sollozo, casi un estertor, un golpe seco en el suelo: la pobre mujer se había desmayado antes de que pudiéramos socorrerla. La cabeza, aquella espantosa cabeza, estaba colocada sobre una mesa de mármol, como un fetiche amazónico. El corte alrededor del cuello era regular y preciso, como si hubiera sido llevado a cabo con una sierra eléctrica. La cara estaba hinchada y violácea, porque probablemente ha permanecido en el río algunos días, pero la fisonomía era reconocible: era la de un joven de rasgos pronunciados y regulares en los que se leía cierta nobleza popular: el pelo azabache, la nariz afilada, la mandíbula prominente. Damasceno Monteiro».

Doña Rosa levantó la vista de periódico, miró a Firmino y dijo:

—Me ha dado escalofríos, es tan realista y, al mismo tiempo, está escrito de un modo tan clásico.

—No es exactamente mi estilo —intentó explicar Firmino, pero fue interrumpido.

—Pero si a su director le ha entusiasmado —exclamó Doña Rosa—, dice que la gente se ha rifado la edición especial.

—Bah —contestó Firmino.

—Qué valientes —dijo Doña Rosa con admiración—, eso es lo que me gusta, un periódico valiente, no como la revista Vultos, que habla sólo de recepciones elegantes.

—Mi director me ha dicho que mi periódico apoyará a la familia Monteiro para que se constituya en acusación particular —dijo Firmino—, y necesitamos un abogado. Sólo que no nos sobra el dinero, por lo que tendría que ser un abogado que sea razonable con el precio, me sugiere que le pregunte a usted, Doña Rosa, porque dice que usted conoce sin duda a un abogado acorde con nuestras necesidades.

—Claro que lo conozco —aseguró Doña Rosa—, ¿cuándo quiere ir a verlo?

—Mañana mismo sería estupendo —dijo Firmino.

—¿A qué hora?

—Pues no lo sé —reflexionó Firmino—, a la hora de comer, por ejemplo, podría pasar a recogerlo e invitarlo a comer, pero ¿de quién se trata?

Doña Rosa sonrió y recuperó el aliento.

—Fernando Diego María de Jesús de Mello Sequeira —dijo.

—Caramba —exclamó Firmino—, vaya nombre.

—Pero si le llama así, no le conoce nadie —añadió Doña Rosa—, hay que decir abogado Loton, ése es el nombre por el que todos lo conocen en Oporto.

—¿Es un apodo? —preguntó Firmino.

—Es un apodo —contestó Doña Rosa—, porque se parece a ese actor inglés gordo que actuaba siempre en papeles de abogado.

—¿Charles Laughton, quiere decir? —preguntó Firmino.

—En Oporto se dice Loton —cortó Doña Rosa. Y a continuación añadió—: Pertenece a una familia de rancio abolengo que en siglos pasados poseía casi toda la región, pero que ahora lo ha perdido casi todo. Es un genio, viendo cómo va vestido nadie daría un céntimo por él, pero es un genio, ha estudiado en el extranjero.

—Disculpe, Doña Rosa —preguntó Firmino—, pero ¿por qué iba a aceptar defender los intereses de la familia de Damasceno Monteiro?

—Porque es el abogado de los desgraciados —respondió Doña Rosa—, en su vida no ha hecho otra cosa que defender a desventurados, es su vocación.

—Siendo así… —respondió Firmino— y ¿dónde puedo encontrarlo?

Doña Rosa cogió un pedazo de papel y escribió en él una dirección.

—De la cita me encargo yo —dijo—, usted no se preocupe, vaya a buscarlo a mediodía.

En aquel momento sonó el teléfono. Doña Rosa fue a contestar y miró a Firmino, haciéndole su habitual llamada con el índice.

—Diga —dijo Firmino.

—El reconocimiento lo ha confirmado —dijo la voz—, como ve, tenía yo razón.

—Escuche —dijo Firmino cogiendo la ocasión al vuelo—, no cuelgue, usted necesita hablar, lo intuyo, tiene cosas importantes que decir y me las quiere decir a mí, yo también querría que me las dijera.

—Por teléfono no, naturalmente —dijo la voz.

—Por teléfono no, naturalmente —dijo Firmino—, dígame dónde y cuándo.

Al otro lado hubo un silencio.

—¿Mañana por la mañana? —preguntó Firmino—, ¿le parece bien mañana a las nueve?

—De acuerdo —dijo la voz.

—¿Dónde? —preguntó Firmino.

—En San Lázaro —dijo la voz.

—¿Eso qué es? —preguntó Firmino—, no soy de Oporto.

—Es un parque público —respondió la voz.

—¿Cómo le reconoceré? —preguntó Firmino.

—Ya le reconoceré yo a usted, escoja un banco solitario y póngase su periódico sobre las rodillas, si hay alguien con usted no me detendré.

Y el teléfono hizo clic.