Capítulo 8

A las ocho Firmino fue despertado por el interfono. Era la voz viril de la camarera bigotuda.

—Su director le llama por teléfono, dice que es urgente.

Firmino se precipitó hacia abajo en bata. La pensión dormía aún.

—Las rotativas entrarán en funcionamiento dentro de media hora —dijo el director—, voy a sacar una edición especial hoy mismo, apenas dos hojas con todas tus fotografías, no hace falta texto, por ahora es mejor que tú permanezcas en silencio. A las tres de la tarde el rostro misterioso será difundido por todo el país.

—¿Cómo han salido las fotografías? —quiso saber Firmino.

—Horrendas —dijo el director—, pero quien quiera reconocerlo, lo reconocerá.

Firmino sintió un escalofrío en la espalda al pensar en el efecto que iba a provocar el periódico: peor que el de una película de terror. Se aventuró a preguntar tímidamente qué disposición iban a tener las fotos.

—En la portada, la fotografía del rostro tomada de frente —respondió el director—, en las dos páginas interiores el perfil derecho y el perfil izquierdo, y en la última página una fotografía típica de Oporto, con el Duero y el puente de hierro, naturalmente a todo color.

Firmino subió a su habitación. Se duchó, se afeitó, se puso un par de pantalones de algodón y una Lacoste roja que le había regalado su novia. Tomó a toda prisa un café y salió a la calle. Era domingo, la ciudad estaba casi desierta. La gente dormía aún, y más tarde iría al mar. Le entraron ganas de ir también, aunque no tuviera bañador, sólo para respirar un poco de aire sano. Pero renunció a ello. Tenía su guía consigo y pensó en ir a descubrir la ciudad, los mercados, por ejemplo, las zonas populares que no conocía. Bajando por los callejones empinados de la ciudad baja comenzó a encontrar una animación que no sospechaba. La verdad era que Oporto conservaba ciertas tradiciones que en Lisboa se habían perdido: por ejemplo, algunas vendedoras de pescado, pese a que fuera domingo, con las cestas de pescado sobre la cabeza, y además las llamadas de atención de los vendedores ambulantes que le trajeron a la memoria su infancia: las ocarinas de los afiladores, las cornetas graznantes de los verduleros. Atravesó Praga da Alegria, que era en verdad alegre como su nombre rezaba. Había un mercadillo de tenderetes verdes donde se vendía un poco de todo: ropa usada, flores, legumbres, juguetes populares de madera y cerámica artesana. Compró un platito de barro cocido en el que una mano ingenua había pintado la torre de los Clérigos. Estaba seguro de que a su novia le iba a gustar. Llegó hasta Largo do Padrao, que era un mercado sin serlo, porque los campesinos y las pescaderas habían improvisado tiendas provisionales en los huecos de los portales y sobre las aceras de Rúa de Santo Ildefonso. Llegó a las Fontainhas, donde había un pequeño rastrillo. Muchos puestos estaban cerrados, porque el rastrillo funcionaba sobre todo los sábados, pero algunos comerciantes hacían tratos los domingos por la mañana también. Se detuvo ante un tenderete de jaulas donde vendían pajaritos exóticos. Sobre las pequeñas jaulas había letreros de papel que indicaban el nombre del pajarito y su lugar de procedencia. La mayoría venía de Brasil y de Madeira. Firmino pensó en Madeira, en lo bonito que sería pasar allí unas vacaciones de ensueño, como prometían los carteles publicitarios de la Air Portugal. Al lado había un tenderete de libros usados y Firmino se puso a curiosear. Descubrió un viejo libro que hablaba de cómo la ciudad, un siglo antes, se comunicaba con el mundo. Echó una ojeada al capítulo que trataba de los periódicos y de los anuncios publicitarios de la época. Descubrió que a principios del siglo XIX existía un periódico que se llamaba O Artilheiro donde aparecía este curioso anuncio:

«Las personas que deseen enviar paquetes a Lisboa o a Coimbra utilizando nuestros caballos, pueden depositar la mercancía en la estafeta de Correos situada frente a la Manufactura de Tabacos».

La página siguiente estaba dedicada a un periódico que se llamaba O Periódico dos Pobres y en el que aparecían gratuitamente los anuncios de las casquerías, puesto que estaban consideradas de utilidad pública. Firmino sintió un arrebato de simpatía por aquella ciudad hacia la que había experimentado, sin conocerla, cierta desconfianza. Llegó a la conclusión de que todos somos víctimas de nuestros prejuicios y que, sin darse cuenta, a él le había faltado espíritu dialéctico, esa dialéctica tan fundamental a la que Lukács daba tanta importancia.

Miró el reloj y pensó en ir a tomar algo, era la hora de comer y se dirigió intuitivamente hacia el Café Áncora. El café estaba animado, y la zona reservada para el restaurante, también. Firmino encontró una mesa libre y se sentó. Casi enseguida llegó el camarero simpático.

—¿Encontró al gitano? —preguntó con una sonrisa.

Firmino asintió.

—Luego, si me lo permite, hablamos de ello —dijo el camarero—, de los gitanos, quiero decir; si quiere un plato rápido y fresco, hoy le recomiendo la ensalada de pulpo, con aceite, limón y perejil.

Firmino aceptó y, un minuto después, el camarero llegó con la fuente.

—¿Le importa si me siento un momento? —preguntó.

Firmino le invitó a que se sentara.

—Disculpe —dijo educadamente el camarero—, ¿puedo preguntarle cuál es su profesión?

—Soy periodista —contestó Firmino.

—¡Vaya! —exclamó el camarero—, entonces sí que puede ayudarnos. ¿Dónde? ¿En Lisboa?

—En Lisboa —confirmó Firmino.

—Nos estamos movilizando a favor de los gitanos de Portugal —susurró el camarero—, no sé si ha visto las manifestaciones xenófobas que ha habido en algunos pueblecitos de los alrededores, ¿las ha visto?

—He oído algo al respecto —respondió Firmino.

—No les quieren —dijo el camarero—, en un pueblo han llegado a agredirles, es una oleada de racismo. No sé qué partidos alientan a la población, pero se lo puede usted imaginar, nosotros no queremos que Portugal se convierta en un país racista, siempre ha sido un país tolerante, formo parte de una asociación que se llama Derechos del Ciudadano, estamos recogiendo firmas, ¿le importaría firmar?

—Con mucho gusto —contestó Firmino.

El camarero sacó del bolsillo una hoja con el membrete «Derechos del Ciudadano» repleta de firmas.

—No debería hacérselo firmar en el restaurante —precisó—, porque en los locales públicos está prohibido recoger firmas, tenemos puntos de recogida distribuidos por toda la ciudad, pero, total, el propietario no mira, eso es, una firma aquí, con sus datos y el número del carné.

Firmino escribió su nombre, el número de su carné de identidad y en el apartado «profesión» escribió: periodista.

—¿Por qué no escribe un artículo al respecto en su periódico? —preguntó el camarero.

—No le prometo nada —dijo Firmino—, ahora estoy ocupado con otro reportaje.

—Están pasando cosas horribles en Oporto —observó el camarero.

En aquel momento entró en el café un chiquillo con un paquete de periódicos bajo el brazo, que iba voceando entre las mesas: «Hallada la cabeza, del decapitado, el misterio de Oporto». Firmino compró el Acontecimento. Le dio una ojeada por encima y lo dobló cuidadosamente en cuatro porque sentía cierta desazón. Se lo metió en el bolsillo y se marchó. Pensó que lo mejor era regresar a la pensión.

Doña Rosa, sentada en el sofá de la salita, tenía desplegado el Acontecimento ante sí. Bajó el periódico y miró a Firmino.

—¡Qué horror! —susurró—, pobre hombre. Y pobrecillo de usted —añadió—, que a su edad debe afrontar miserias como éstas.

—Es la vida —suspiró Firmino sentándose a su lado.

—Viven mucho mejor los pretendientes al trono —observó Doña Rosa—, en Vultos viene un reportaje sobre una recepción preciosa en Madrid, van todos tan elegantes.

En aquel momento sonó el teléfono y Doña Rosa fue a contestar, Firmino la observaba. Doña Rosa le hizo una señal con la cabeza y su dedo índice lo llamó doblándose un par de veces.

—¿Diga? —dijo Firmino.

—¿Tiene con qué escribir? —preguntó la voz.

Firmino reconoció inmediatamente la voz que le había telefoneado la vez anterior.

—Tengo con qué escribir —respondió.

—No me interrumpa —dijo la voz.

—No voy a interrumpirle —lo tranquilizó Firmino.

—La cabeza pertenece a Damasceno Monteiro —dijo la voz—, veintiocho años, trabajaba como mozo en la Stones of Portugal, vivía en Rúa dos Canastreiros, el número encuéntrelo usted, está en la Ribeira, delante de una fuente, y a la familia avísela usted, yo no puedo hacerlo por razones que serían largas de explicar, adiós.

Firmino colgó y marcó inmediatamente el número del periódico, mirando las notas que había tomado en el cuaderno. Preguntó por el director, pero la telefonista le pasó con el señor Silva.

—Allô, Huppert —respondió Silva.

—Soy Firmino —dijo Firmino.

—¿Están ricos los callos? —preguntó en tono sarcástico Silva.

—Escuche, Silva —dijo Firmino subrayando bien el nombre—, ¿por qué no se va a tomar por culo?

Al otro lado hubo un silencio, y luego el señor Silva preguntó con voz escandalizada:

—¿Qué has dicho?

—Ha oído usted bien —dijo Firmino—, y ahora póngame con el director.

Se oyó una musiquita y luego llegó la voz del director.

—Se llama Damasceno Monteiro —dijo Firmino—, veintiocho años, trabajaba como mozo en la Stones of Portugal de Vila Nova de Gaia, yo me encargo de avisar a la familia, vive en la Ribeira, después iré al tanatorio.

—Son las cuatro —respondió el director, flemático—, si consigues mandarme el reportaje antes de la nueve, mañana salimos con otra edición especial, la de hoy se ha agotado en una hora, y date cuenta, hoy es domingo y muchos kioscos están cerrados.

—Lo intentaré —dijo Firmino sin mucha convicción.

—Es necesario —precisó el director—, y sobre todo, con muchos detalles pintorescos, insiste en lo patético y lo dramático, como en una buena fotonovela.

—No es mi estilo —respondió Firmino.

—Pues vete buscándote otro estilo —replicó el director—, el estilo que funciona en el Acontecimento. Y no lo olvides, que sea un artículo largo, bien largo.