—Oiga, señor director —dijo Firmino—, estoy sobre una pista, creo que he encontrado una buena pista, he identificado la camiseta del cadáver, es de una empresa de importación y exportación de Vila Nova de Gaia, hacen unas camisetas idénticas a la que me describió Manolo.
—¿Algo más? —preguntó con flema el director.
—Tenían un mozo —respondió Firmino—, un chico, no se sabe nada de él desde hace cinco días, pero no he conseguido averiguar su nombre. ¿Damos la noticia?
—¿Algo más? —insistió el director.
—La empresa sufrió un robo hace cinco días —dijo Firmino—, los ladrones cogieron dos instrumentos de alta tecnología y después los abandonaron al borde de la carretera aplastándolos con las ruedas del coche. Stones of Portugal, importación y exportación, ¿damos la noticia?
Hubo un breve silencio y después el director dijo:
—Calma. Esperaremos.
—Pero a mí me parece una noticia bomba —dijo Firmino.
—Consúltalo con Doña Rosa —ordenó el director.
—Perdone, director —preguntó Firmino—, pero ¿cómo es que Doña Rosa está tan bien informada?
—Doña Rosa conoce al tipo de personas que pueden sernos útiles en este caso —precisó el director—, es más, en cierto sentido es la señora de Oporto.
—Perdone, ¿en qué sentido? —preguntó Firmino.
—¿No te parece una mujer con clase? —le apremió el director.
—Demasiado incluso para una pensión como ésta —contestó Firmino.
—¿Has oído hablar alguna vez del Bacchus? —preguntó el director.
Firmino no dijo nada.
—Eran otros tiempos —dijo el director—, era un bar mítico, por él pasaba toda la gente importante de Oporto, y también la que no lo era. Y ya bien entrada la noche, cuando una copa de más provoca grandes conmociones para la propia vida, a todos, quien más y quien menos, se les escapaban unas lagrimitas sobre el hombro de la propietaria. Que era Doña Rosa.
—¿Y ha acabado aquí? —exclamó Firmino.
—Escucha, Firmino —prorrumpió el director—, no des tanto la lata y quédate ahí tranquilito atento a cómo se desarrollan las cosas.
—Sí —dijo Firmino—, pero es sábado, esta noche podría coger el tren y pasar el domingo y la mañana del lunes en Lisboa, ¿no le parece?
—Perdona, jovencito, ¿y qué vas a hacer en Lisboa el domingo y la mañana del lunes?
—Está claro —respondió Firmino con vehemencia—, el domingo lo paso con mi novia, porque me parece que tengo derecho, y el lunes por la mañana me voy a la Biblioteca Nacional.
La voz del director adquirió un tono ligeramente irritado.
—La novia pase —dijo—, todos hemos tenido un periodo romántico en nuestra vida, pero ¿quieres explicarme a qué vas a ir el lunes por la mañana a la Biblioteca Nacional?
Firmino se dispuso a dar una explicación plausible. Sabía que con el director hacía falta tacto.
—En la sección de manuscritos hay una carta de Elio Vittorini a un escritor portugués —dijo—, me lo ha dicho el doctor Luís Braz Ferreira.
El director mantuvo un instante de silencio y tosió en el auricular.
—¿Y quién se supone que es ese doctor Luís Braz Ferreira?
—Es un gran experto en los manuscritos de la Biblioteca Nacional —respondió Firmino.
—Peor para él —dijo en tono de desprecio el director.
—¿Qué quiere decir? —preguntó estúpidamente Firmino.
—Quiero decir que peor para él, que es asunto suyo —repitió el director.
—Pero disculpe, señor director —insistió Firmino esforzándose en ser cortés—, el doctor Luís Braz Ferreira conoce todos los manuscritos del siglo veinte que se conservan en la Biblioteca Nacional.
—¿Conoce también los cadáveres decapitados? —preguntó el director.
—No es asunto de su competencia —dijo Firmino.
—Entonces peor para él —concluyó el director—, a mí me interesan los cadáveres decapitados, y a ti también, en este momento.
—Sí —convino Firmino—, de acuerdo, pero mire que la carta en cuestión se refiere a los libros de las «Tres Abelhas», y que, le interese a usted o no, esos libros han sido fundamentales para la cultura portuguesa de finales de los años cincuenta, porque publicaban a autores americanos, y todos llegaban a través de Vittorini, gracias a una antología que él había publicado en Italia y que se llamaba Americana.
—Escúchame, jovencito —cortó el director—, tú trabajas para el Acontecimento, que, en la práctica, soy yo, y el Acontecimento te paga un sueldo. Y yo quiero que tú te quedes en Oporto, y sobre todo que te quedes en la pensión de Doña Rosa. No salgas a dar demasiados paseos y no pienses en los grandes sistemas del mundo, de la literatura ya te ocuparás cuando tengas ocasión, siéntate en el sofá y cuéntale chistes a Doña Rosa, y sobre todo escucha los suyos, son muy correctos, y ahora, adiós.
El teléfono hizo clic, y él miró desconsolado a Doña Rosa, que entraba por la puerta del comedor.
—¡Menuda cara, hijo mío! —le sonrió Doña Rosa, como si lo hubiera escuchado todo—, no haga caso, los directores son así, son prepotentes, yo también he conocido en mi vida a muchas personas prepotentes, hace falta paciencia, un día de éstos nos sentamos aquí y le explico cómo tratar a los prepotentes; lo importante es hacer bien el propio trabajo. —Después añadió con aire maternal—: ¿Por qué no va a echarse una siesta? Tiene usted ojeras, su habitación es fresca y las sábanas están limpias, hago que se las cambien cada tres días.
Firmino se fue a su habitación. Se hundió en un bonito sueño, como deseaba, y soñó con una playa de Madeira, un mar azul y su novia. Cuando se despertó era la hora de la cena, se puso una chaqueta y bajó. Tuvo la fortuna de encontrarse con un plato de su infancia, pescadillas fritas. Cenó con ganas, bajo la atenta mirada vigilante de la joven camarera, una muchachota robusta con visible bigote. El italiano, desde la mesa de al lado, intentó entablar una conversación centrada en la cocina, y se puso a explicarle un plato compuesto de anchoas y pimientos, diciendo que era piamontés. Firmino, amablemente, se fingió interesado. En aquel momento Doña Rosa se le acercó y se inclinó hacia su oído.
—Ha sido hallada la cabeza —musitó.
Firmino estaba mirando las cabezas de las pescadillas, que se habían quedado en el plato.
—¿La cabeza? —preguntó como un estúpido—, ¿qué cabeza?
—La cabeza que le faltaba al cadáver —dijo amablemente Doña Rosa—, pero no hay prisa, primero acabe de cenar, luego le daré todas las indicaciones sobre el caso. Le espero en el salón.
Firmino no fue capaz de mantener la calma y la siguió precipitadamente.
—La ha encontrado el señor Diocleciano —dijo con calma Doña Rosa—, la ha repescado en el Duero, y ahora siéntese y escúcheme bien, póngase aquí, junto a mí.
Dio dos golpecitos en el sofá como tenía por costumbre y como si le invitara a un té.
—Mi amigo Diocleciano tiene ochenta años —continuó Doña Rosa—, ha sido vendedor ambulante, barquero, y ahora es pescador de cadáveres y de suicidas en el Duero. Dicen que en su vida ha recogido más de setecientos cuerpos del río. Los cuerpos de los ahogados los entrega en el tanatorio y el tanatorio le pasa un salario, es su trabajo. Pero estaba al corriente de este caso y no ha entregado todavía la cabeza a las autoridades. Trabaja también de guardián de almas en el Arco das Alminhas, en el sentido de que no sólo se ocupa de los cadáveres, sino también de su eterno reposo, les enciende unas velas en ese lugar sagrado, les reza una oración, etcétera. La cabeza la tiene en su casa, la ha pescado en el río hace un par de horas y me ha avisado, ésta es la dirección. Pero cuando vuelva, no se olvide de hacer una parada en el Arco das Alminhas y de rezar una oración por los difuntos; a propósito, no olvide la cámara fotográfica, antes de que la cabeza vaya a parar al tanatorio.
Firmino subió a su habitación, cogió la cámara fotográfica y bajó a la búsqueda de un taxi, haciendo caso omiso de las críticas de un colega envidioso que escribía en su periódico que los colaboradores del Acontecimento cogían demasiados taxis. El trayecto fue breve, entre las callejas del centro histórico. La vivienda del señor Diocleciano era una vieja casa con una entrada desconchada. Le abrió una anciana gorda.
—Diocleciano le espera en el salón —dijo abriéndole paso.
El salón de la familia de Diocleciano era una habitación espaciosa con una lámpara de cristal. El mobiliario había sido comprado en algún supermercado, muebles clásicos de imitación, con patas doradas, cubiertos por planchas de cristal. Sobre la mesa central, en un plato, como en el relato bíblico, había una cabeza. Firmino la miró unos instantes con cierta repugnancia y luego miró al señor Diocleciano, que estaba sentado presidiendo la mesa, como si estuviera en una cena importante.
—La he pescado en la desembocadura del Duero —dijo para informarle—, había echado los anzuelos para las lochas y una pequeña red para los cangrejos, la cabeza se ha enganchado a los anzuelos de las lochas.
Firmino miró la cabeza colocada en la bandeja intentando vencer su repugnancia. Probablemente llevaba en el río varios días. Estaba hinchada y violácea, un ojo se lo habían comido los peces. Intentó determinar su edad, pero no pudo. Podía tener veinte años, pero podía tener también cuarenta.
—Tengo que entregarla —dijo tranquilamente el señor Diocleciano, como si fuera la cosa más natural del mundo—, si quiere fotografiarla, dése prisa, porque la he pescado a las cinco y más allá de cierto margen no puedo mentir.
Firmino cogió la cámara fotográfica y disparó. Fotografió la cabeza por delante y de perfil.
—¿Ha visto esto? —preguntó el señor Diocleciano—, acérquese.
Firmino no se movió. El señor Diocleciano señalaba a la sien con un dedo.
—Mire aquí.
Firmino se acercó por fin y vio el orificio.
—Es un agujero —dijo.
—Una bala —precisó el señor Diocleciano.
Firmino preguntó al señor Diocleciano si podía telefonear, iba a ser una llamada breve. Le acompañaron al teléfono de la entrada. En el periódico respondía el contestador automático. Firmino dejó un mensaje para el director.
—Soy Firmino, la testa del decapitado ha sido repescada en el río por un pescador de cadáveres. La he fotografiado. Tiene un orificio de bala en la sien izquierda. Le mando inmediatamente las fotos por fax o por cualquier otro medio, pasaré por la Agencia Luso, tal vez pueda sacar una edición extraordinaria, no creo que escriba nada por ahora, los comentarios sobran, hablaremos mañana.
Salió a la cálida noche de Oporto. Ahora no tenía ningunas ganas de taxis, un buen paseo era lo que le hacía falta. Pero no hasta el río, aunque estuviera a dos pasos. Aquella noche no tenía ningunas ganas de mirar el río.