Capítulo 6

El plato de Doña Rosa para aquel día eran rojoes al estilo del Miño. Tal vez no fuera el plato más adecuado precisamente para el calor de Oporto, pero a Firmino le volvía loco, taquitos de solomillo de cerdo fritos en la sartén y acompañados de patatas rehogadas.

Por primera vez desde que había llegado se sentó en el comedor de la pensión. Había tres mesas ocupadas. Doña Rosa se acercó y quiso presentarle al resto de los huéspedes, le hacía ilusión. Firmino la siguió. El primero, el señor Paulo, era un señor de unos cincuenta años que importaba carne para la zona de Setúbal. Era calvo y robusto. El segundo, el señor Bianchi, era un italiano que no hablaba portugués y que se expresaba en un francés titubeante. Tenía una empresa que compraba setas frescas y secas y las exportaba a Italia, en vista de que los portugueses prestaban tan poca atención a las setas. Contó sonriendo que el negocio iba viento en popa y que esperaba, que los portugueses siguieran prestando tan poca atención a dichas setas. Y finalmente había una pareja de Aveiro que celebraba sus bodas de plata y estaba en su segunda luna de miel. Quién sabe por qué habrían elegido precisamente aquella pensión.

Doña Rosa le dijo que el director le había estado buscando y que quería que le llamara urgentemente. Firmino dejó aparcado al director de momento, porque, si no, toda aquella maravilla que circulaba en las fuentes se habría quedado fría.

Comió con calma y con gusto, porque el cerdo estaba realmente exquisito. Pidió un café y al final se resignó a telefonear al periódico.

El teléfono estaba en el saloncito, en las habitaciones no había más que un interfono que comunicaba exclusivamente con la recepción. Firmino introdujo las monedas y marcó el número. El director no estaba. La telefonista le pasó con el señor Silva, a quien Firmino llamó inmediatamente señor Huppert para que no se enfadara. El señor Huppert se mostró afectuoso y paternal.

—Ha llamado alguien sin identificar —dijo—, con nosotros no quiere hablar, quiere hablar con el enviado, es decir, contigo, le hemos dado el número de la pensión, te llamará a las cuatro, para mí que llama desde Oporto.

Silva hizo una pausa.

—¿Te gustan los callos? —preguntó en tono pérfido.

Firmino contestó que acababa de tomarse un plato con el que él no podía soñar ni en los días de gracia.

—No salgas de la pensión —insistió Silva—, podría no ser más que un chalado, pero no me ha dado esa impresión, trátale bien, quizás tenga cosas importantes que decirte.

Firmino miró el reloj y se sentó en el sofá. Caramba, pensó, ahora hasta ese majadero de Silva se permitía darle consejos. Cogió una revista del revistero de bambú. Era una revista que se llamaba Vultos y que dedicaba sus páginas a la jet-set portuguesa e internacional. Se puso a leer con interés un reportaje que se refería al pretendiente al trono de Portugal, Don Duarte de Bragança, que acababa de tener un hijo varón. El pretendiente, con bigotes al estilo decimonónico, estaba rígido sobre un asiento de cuero de respaldo alto y apretaba la mano de su consorte, hundida en un sillón bajo, de modo que se le veían sólo las piernas y el cuello, como si estuviera cortada por la mitad. Firmino concluyó que el fotógrafo era pésimo, pero no tuvo tiempo de acabar de leer el artículo porque sonó el teléfono. Esperó a que Doña Rosa contestara.

—Es para usted, señor Firmino —dijo amablemente Doña Rosa.

—¿Diga? —dijo Firmino.

—Mire en las páginas amarillas —susurró la voz en el auricular.

—En las páginas amarillas, ¿y qué busco? —preguntó Firmino.

Stones of Portugal —dijo la voz—, en la sección de importación-exportación.

—¿Quién es usted? —preguntó Firmino.

—Eso no importa —respondió la voz.

—¿Por qué no llama a la policía en vez de llamarme a mí? —preguntó Firmino.

—Porque conozco a la policía mejor que usted —respondió la voz. Y colgó.

Firmino se puso a pensar. Era una voz joven, con un marcado acento del norte. No era una persona instruida, eso se veía por la dicción. ¿Y qué? Y con eso, ¿qué? El norte de Portugal estaba lleno de jóvenes con fuerte acento del norte que no tenían mucha instrucción. Cogió de la mesita las páginas amarillas y buscó la sección importación-exportación. Leyó: Stones of Portugal, Vila Nova de Gaia, Avenida Heróis do Mar, 123. Miró en su guía, pero no le resultó de mucha ayuda. No le quedaba más remedio que recurrir a Doña Rosa. Doña Rosa, con mucha paciencia, abrió de nuevo el mapa de Oporto y le señaló el lugar. La verdad es que no estaba precisamente a dos pasos, estaba en la otra punta, prácticamente ya no era Oporto, Vila Nova era un pueblecito autónomo, con su ayuntamiento y todo. ¿Tenía prisa? Pues si tenía prisa no le quedaba otra solución que coger un taxi, porque con el transporte público no llegaría hasta la hora de la cena, y cuánto le iba a costar no sabría decírselo, ella no había ido nunca en taxi a Vila Nova de Gaia, pero está claro que los lujos se pagan. Y ahora hasta luego, jovencito, ella se iba a echar una pequeña siesta, era justo lo que necesitaba.

La Avenida Heróis do Mar era una larga calle de la periferia con algunos árboles escuchimizados, bordeada por terrenos en construcción, pequeños talleres y chalés de edificación reciente con jardines llenos de estatuas de Blancanieves y golondrinas de cerámica en las paredes de los miradores. El número 123 era un edificio blanco de una planta, con un pórtico de ladrillos y un muro ondulado al estilo mexicano. Detrás del edificio se levantaba una nave cubierta de hojalata. En la pared, un letrero de latón decía: Stones of Portugal. Firmino apretó un botón y la verja se abrió. El edificio tenía un pequeño pórtico con columnas como el resto de los chalés de la calle y en una de las columnas había un letrero que decía: «Administración». Firmino entró. Era una pequeña sala decorada con muebles modernos, pero no carente de cierto gusto. Detrás de una mesa de cristal repleta de papeles había un señor anciano calvo y con gafas que estaba escribiendo a máquina.

—Buenos días —dijo Firmino.

El viejecito interrumpió su trabajo y le miró. Devolvió el saludo.

—¿Cuál es el motivo de su visita? —preguntó.

Firmino se sintió cogido por sorpresa. Pensó que era un verdadero idiota, durante todo el trayecto había pensado en Manolo, y luego en su novia, de la que sentía ya nostalgia, y luego en cómo habría reaccionado Lukács si en vez de hallarse frente a una situación narrativa de Balzac hubiera debido enfrentarse a una realidad pura y simple como la que él estaba viviendo. Había estado pensando en todo eso, y no había pensado en cómo presentarse.

—Estoy buscando al jefe —respondió casi balbuceando.

—El dueño está en Hong Kong —dijo el viejecillo—, estará ausente todo el mes.

—¿Con quién puedo hablar? —preguntó Firmino.

—La secretaria se ha tomado una semana de vacaciones —explicó el viejecillo—, aquí no quedamos más que el mozo de almacén y yo, que me encargo de la contabilidad, ¿es algo urgente?

—Sí y no —respondió Firmino—, dado que estoy de paso por Oporto quería hacerle una propuesta al dueño.

Y a continuación prosiguió, como para dar mayor credibilidad a su presencia:

—Yo también estoy en el ramo, tengo una pequeña empresa en Lisboa.

—Ah —respondió el empleado sin el menor interés.

—¿Puedo sentarme un momento? —preguntó Firmino.

El empleado le indicó con la mano el asiento que estaba delante de la mesa. Era una silla de tela color arena, con brazos, como las que usan los directores de cine. Firmino pensó que el decorador de la Stones of Portugal era una persona de buen gusto.

—¿A qué se dedican? —preguntó con la sonrisa más amable que tenía.

El viejecillo levantó por fin la cabeza de sus papeles. Se encendió un Gauloise del paquete que tenía sobre la mesa y dio una bocanada con avidez.

—Caramba —dijo—, estas cuentas con los chinos son infernales, mandan las relaciones en dólares de Hong Kong y yo tengo que transformarlas en escudos portugueses, con la diferencia de que el dólar de Hong Kong no tiene nunca la menor oscilación, ni siquiera un céntimo, mientras que nuestra moneda es de mantequilla, no sé si sigue usted la bolsa de Lisboa.

Firmino asintió y abrió los brazos como diciendo: Ya, ya, lo sé perfectamente.

—Empezamos con los mármoles —dijo el viejecillo—, hace siete años éramos el jefe, yo, un perro pastor alemán y una barraca de hojalata.

—Ya me lo imagino —le animó Firmino—, en este país los mármoles funcionan.

—Como funcionar —exclamó el viejecillo—, funcionan. Pero hay que adivinar cuál es el mercado apropiado. Y el jefe tiene un olfato excepcional, quizás haya tenido también algo de suerte, pero su sentido para los negocios no se le puede negar, así que pensó en Italia.

Firmino hizo un gesto de asombro.

—Exportar mármol a Italia me parece una idea sorprendente —dijo—, los italianos tienen mármol para dar y tomar.

—Eso es lo que usted se cree, mi querido señor —exclamó el viejecillo—, y lo creía yo también, pero eso es lo que significa no tener olfato y no conocer las leyes del mercado. Le voy a decir una cosa: ¿sabe usted cuál es el mármol más apreciado en Italia? Muy sencillo, es el mármol de Carrara. ¿Y sabe qué pide el mercado italiano? Esto también es muy sencillo, pide mármol de Carrara. Pero lo que sucede es que Carrara ya no da abasto para satisfacer la demanda, mi querido señor, los motivos exactos los desconozco, digamos que porque la mano de obra es demasiado cara, los operarios de las excavadoras son anarquistas y tienen sindicatos muy exigentes, los ecologistas dan la lata al gobierno porque los Alpes Apuanos han quedado reducidos a un colador, cosas de ese tipo.

El viejecillo chupó ávidamente su cigarrillo.

—Bien —continuó—, y por casualidad, mi querido señor, ¿no estará usted familiarizado con el mármol de Estremoz?

Firmino hizo un vago gesto con la cabeza.

—Las mismas características que el mármol de Carrara —dijo con satisfacción el viejecillo—, la misma porosidad, las mismas vetas, la misma resistencia a las pulidoras, lo mismito que el mármol de Carrara.

El viejecillo dejó escapar un suspiro, como si hubiera revelado el secreto del siglo.

—¿Me explico? —preguntó.

—Se explica —dijo Firmino.

—Pues bien —continuó el viejecillo—, es el huevo de Colón. El jefe vende el mármol de Estremoz a Carrara, y ellos lo revenden en el mercado italiano como mármol de Carrara, de modo que los atrios de los edificios de Roma y los cuartos de baño de los italianos pudientes están revestidos de un estupendo mármol de Carrara que proviene de Estremoz, Portugal. Y eso que el jefe no ha querido hacer las cosas a lo grande, ¿sabe? Simplemente ha subcontratado a una empresa de Estremoz que es la que se encarga de cortar los bloques y expedirlos de Setúbal, sólo que con el coste de la mano de obra portuguesa, ¿sabe lo que eso significa para nosotros?

Aguardó con aire impaciente una respuesta de Firmino que no llegó.

—Millones —se respondió a sí mismo. Y después continuó—: Y como una cosa lleva a otra, el jefe intentó encontrar nuevos mercados y los encontró en Hong Kong, ya que a los chinos también les vuelve locos el llamado mármol de Carrara, y como una cosa que lleva a otra lleva a su vez a otra, el jefe, visto que nos dedicábamos a la exportación, pensó que era el momento de dedicarnos a la importación, así que nos convertimos en una empresa de exportación e importación, ¿sabe? Viéndonos así no lo parece, esta sede nuestra es modesta, pero es sólo para no llamar la atención, en realidad somos una de las empresas con mayor facturación anual de Oporto, usted que es del ramo ya comprenderá que hay que mantener a Hacienda a distancia, ¿sabe que mi jefe posee dos Ferraris, dos Testarossas? Los tiene en su casa de campo, y ¿sabe a qué se dedicaba antes?

—No tengo ni idea —contestó Firmino.

—Era un empleado municipal —dijo el viejecillo con enorme satisfacción—, trabajaba en las oficinas del economato, eso es lo que significa tener olfato, claro que tuvo que pagar su peaje en la política, porque es lógico, en este país no se llega a ninguna parte sin la política, se puso a organizar la campaña electoral del aspirante a alcalde de su localidad, le llevaba en coche a todos los comicios del Minho, el alcalde resultó elegido y, como recompensa, hizo que le cedieran estos terrenos por el precio de un caramelo y le consiguió la licencia para la empresa. Pero, a propósito, ¿a qué se dedica su empresa?

—A la ropa —respondió astutamente Firmino.

El viejecillo encendió otro Gauloise.

—¿Y? —preguntó.

—Estamos abriendo una cadena de tiendas en el Algarve —dijo Firmino—, de vaqueros y camisetas, sobre todo, porque el Algarve es un lugar de jóvenes, playas y discotecas, de modo que se nos ha ocurrido comercializar las camisetas más extravagantes, porque ahora los jóvenes quieren camisetas extravagantes, si usted pretende venderles camisetas con rótulos como Harvard University no se las compra nadie, pero camisetas como las de ustedes, ésas sí, y nosotros podríamos producirlas en serie.

El viejecillo se levantó, se dirigió a un trastero con puerta corredera y rebuscó en una caja.

—¿Quiere decir ésta?

Era una camiseta azul, con el logotipo Stones of Portugal. Era la camiseta descrita por Manolo.

El empleado le miró y se la ofreció.

—Quédesela —dijo—, pero tendrá que hablar con la secretaria la semana que viene, yo no sé qué decirle.

—¿Qué es lo que importan? —preguntó Firmino.

—Aparatos de alta tecnología desde Hong Kong —respondió el viejecillo—, material para alta fidelidad y para instalaciones de hospitales, precisamente por eso estamos metidos en un buen lío.

—¿Por qué? —preguntó delicadamente Firmino.

—Sufrimos un robo hace cinco días —respondió el viejecillo—, fue de noche, fíjese, desactivaron la alarma y se dirigieron al contenedor donde estaban los aparatos, como si fueran sobre seguro, robaron sólo dos instrumentos delicadísimos para la maquinaria del TAC, ¿sabe lo que es el TAC?

—Tomografía axial computerizada —respondió Firmino.

—Y el perro guardián —continuó el viejecillo—, nuestro pastor alemán ni siquiera se dio cuenta, y lo cierto es que los ladrones no lo habían drogado.

—Me parece un poco difícil vender instrumental para maquinaria del TAC —objetó Firmino.

—Al contrario —dijo el viejecillo—, con todas las clínicas privadas que surgen como setas en Portugal, perdóneme, pero ¿está usted familiarizado con nuestro sistema sanitario?

—Vagamente —dijo Firmino.

—Pura piratería —explicó con convicción el viejecillo—, por eso los aparatos sanitarios cuestan tan caros, pero el hecho es que el robo fue realmente extraño, más extraño no podía ser, fíjese, dos conmutadores electrónicos para la maquinaria del TAC robados con destreza en nuestros contenedores y abandonados al borde de la carretera a quinientos metros de aquí.

—¿Abandonados? —preguntó Firmino.

—Como si los hubieran tirado por la ventanilla —dijo el viejecillo—, pero hechos papilla, como si un automóvil hubiera pasado por encima.

—¿Avisaron a la policía? —preguntó Firmino.

—Naturalmente —dijo el contable—, sobre todo porque se trata de dos pequeños objetos de pocos centímetros, pero que valen mucho dinero.

—¿De verdad? —dijo Firmino.

—Y, para colmo, con el jefe en Hong Kong y la secretaria de vacaciones —dijo con cierta exasperación el viejecillo—, todo sobre mis hombros, hasta el mozo debe de haberse puesto enfermo.

—¿Qué mozo? —preguntó Firmino.

—El mozo de los recados —respondió el viejecillo—, por lo menos tenía un subalterno para mandarlo aquí y allí, pero hace cinco días que no viene a trabajar.

—¿Un chico joven? —preguntó Firmino.

—Sí, un muchacho —confirmó el viejecillo—, un aprendiz, vino por aquí hace un par de meses a pedir trabajo y el dueño lo admitió como mozo.

Firmino sintió de repente una chispa en el cerebro.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—¿Por qué le interesa? —le interpeló el viejecillo. En su expresión había un vago aire de sospecha.

—Por nada —se justificó Firmino—, una pregunta como cualquier otra.

—Le llaman Dakota —dijo el viejecillo—, porque le vuelven loco las cosas americanas, yo le he llamado siempre Dakota, pero su verdadero nombre lo desconozco, entre otras cosas ni siquiera está en el registro de personal, como le he dicho no es más que un aprendiz. Pero, perdone, ¿por qué le interesa tanto?

—Por nada —respondió Firmino—, por preguntar.

—Bueno —concluyó el viejecillo—, si me disculpa, debo volver a las cuentas, esta noche tengo que mandar un fax a Hong Kong, es una factura urgente, si quiere más información, vuelva dentro de una semana, no le garantizo que esté el jefe, pero la secretaria habrá vuelto con toda seguridad.