Capítulo 5

—¡Caramba! —dijo Firmino—, ¿cómo se puede decir que no te gusta una ciudad si no la conoces bien?

Era ilógico. Una verdadera falta de espíritu dialéctico. Lukács sostenía que el conocimiento directo de la realidad es un instrumento indispensable para formular una opinión crítica. No había duda.

Por eso Firmino había entrado en una gran librería y había buscado una guía. Su elección se había decantado por una publicación reciente, de un bonito color azul, con magníficas fotografías a color. El autor se llamaba Helder Pacheco, y además de demostrar una enorme competencia, revelaba un inusitado amor por Oporto. Firmino detestaba las guías técnicas, impersonales y objetivas, con su fría información. Prefería las cosas hechas con entusiasmo, entre otras cosas porque a él le hacía falta entusiasmo en la situación en que se encontraba. Así, provisto de aquella guía, se puso a dar vueltas por la ciudad entreteniéndose en buscar en el libro los lugares a los que sus pasos vagabundos le llevaban. Se encontró en Rúa S. Bento da Vitoria, y el lugar le gustó, sobre todo porque, con aquel calor, era una calle oscura, fresca, donde el sol parecía no penetrar. Buscó el lugar en el índice, que era de consulta fácil, y lo encontró enseguida en la página ciento treinta y dos. Descubrió que antiguamente esa calle se llamaba Rúa S. Miguel, y que en 1600 un para él desconocido fray Pereira de Nováis le había dedicado una pintoresca descripción en castellano. Se deleitó con la ampulosa descripción de aquel fraile que hablaba de las «casas hermosas de algunos hidalgos», ministros, cancilleres y otros notables de aquella ciudad a los que el tiempo había devorado, pero de cuyas vidas quedaban testimonios arquitectónicos: frontones y capiteles de estilo jónico que recordaban la época noble y fastuosa de aquella calle, antes de que los rigores de la historia la transformaran en una calle plebeya, como era actualmente. Prosiguió con su inspección y llegó frente a un palacete de aspecto imponente. Según la guía, había pertenecido a la baronesa da Regaleira, había sido construido a finales del siglo XVIII por un tal José Monteiro de Almeida, comerciante portugués en Londres, y había albergado con posterioridad la central de Correos, un convento de carmelitas, un instituto estatal, hasta convertirse en la sede de la policía judicial. Firmino se detuvo un momento ante aquel majestuoso portal. La policía judicial. Quién sabía si alguien, allí dentro, estaría ocupándose del cuerpo decapitado cuyas inciertas pistas él también estaba siguiendo. Quién sabía si un austero magistrado, inmerso en el desciframiento de los informes de los forenses que habían realizado la autopsia, no estaría intentando remontarse hasta la identidad que escondía aquel cuerpo mutilado.

Firmino miró el reloj y siguió su camino. Eran casi las doce de la mañana. El Acontecimento debía de estar ya en los kioscos de Oporto, llegaba con el avión de la mañana. Desembocó en un plazoleta que no se preocupó de buscar en la guía. Se dirigió al kiosco y compró el periódico. Se sentó en un banco. El Acontecimento dedicaba al caso la portada, con un dibujo violeta en el que se veía la silueta de un cuerpo sin cabeza superpuesto a un cuchillo del que chorreaba sangre. El enorme titular decía: Todavía sin nombre el cadáver decapitado. Su artículo estaba en las páginas interiores. Firmino lo leyó con atención y vio que no había modificaciones sustanciales. Notó, sin embargo, que el pasaje en el que hablaba de la camiseta había sido ligeramente cambiado, y sintió cierta irritación. Se dirigió a una cabina telefónica y llamó al periódico. Naturalmente, respondió la señorita Odette, y le entretuvo un buen rato, pobrecilla, en su silla de ruedas, su único contacto con el mundo era el teléfono. Quería saber si en Oporto se comía de verdad tantos callos como decían, y Firmino respondió que él los había evitado. Y luego si era más bonita que Lisboa, y Firmino dijo que era diferente pero con un encanto propio, que estaba descubriendo. Por último ella le felicitó por su artículo, que le había parecido «subyugante», y le hizo saber que era una verdadera suerte para él vivir aventuras tan intensas. Por fin le pasó con el director.

—Oiga —dijo Firmino—, veo que hemos decidido ser cautos.

El director rió.

—Es una cuestión de estrategia —respondió.

—No acabo de comprenderlo —dijo Firmino.

—Escucha, Firmino —explicó el director—, tú afirmas que Manolo el Gitano había descrito con todo detalle la camiseta a la policía, pero la policía, en su comunicado, afirmó que el cadáver tenía el torso desnudo.

—Precisamente —se impacientó Firmino—, ¿y entonces?

—Pues que entonces alguna razón habrá para ello —insistió el director—, no seremos nosotros quienes desmintamos a la policía, creo que lo mejor sería decir que, según algunas voces recogidas por nosotros, el cadáver llevaba una camiseta con las palabras Stones of Portugal, no vaya a ser que el tal Manolo se lo haya inventado todo.

—Pero nos jugamos la noticia si no decimos que la policía ha ocultado la camiseta —protestó Firmino.

—Alguna razón habrá para ello —respondió el director—, y sería una maravilla que tú lo descubrieras.

Firmino se contuvo a duras penas. Qué ideas más grandiosas se le ocurrían a su director. La policía ni siquiera le recibiría, ni pensar en que contestaran a las preguntas de un periodista.

—¿Y qué narices haría usted, pues? —preguntó Firmino.

—Exprímete las meninges —dijo el director—, eres joven y tienes una buena imaginación.

—¿Quién es el magistrado encargado del caso? —preguntó Firmino.

—Es el juez Quartim, ya lo sabes, pero de él no sacarás nada, porque todos los elementos del caso se los ha proporcionado la policía.

—Me parece un círculo vicioso estupendo —objetó Firmino.

—Exprímete las meninges —dijo el director—, para esa investigación es para lo que te he mandado a Oporto.

Firmino salió de la cabina chorreando sudor. Ahora se sentía más irritado que nunca. Se dirigió a la fuentecilla de la plaza y se lavó la cara. Mierda, pensó, ¿y ahora? La parada del autobús estaba justo en la esquina. Firmino consiguió coger al vuelo el autobús que llevaba al centro. Se felicitó a sí mismo porque dominaba ya los puntos de referencia fundamentales de aquella ciudad cuya topografía le había parecido tan hostil al principio. Pidió al conductor que le indicara la parada más cercana a un centro comercial. Bajó a un gesto del conductor y sólo entonces se dio cuenta de que ni siquiera había pagado el billete. Entró en el centro comercial, un espacio enorme que algún arquitecto inteligente, especie cada vez más rara, había conseguido integrar en unos viejos edificios sin estropear la fachada. Oporto era una ciudad organizada: a la entrada, en un amplio vestíbulo lleno de escaleras mecánicas que descendían al sótano o subían a las plantas superiores, había un mostrador donde una bella muchacha con un traje azul repartía entre los clientes un folleto descriptivo en el que estaban indicadas todas las tiendas del centro y su ubicación exacta. Firmino estudió el folleto y se dirigió con decisión hacia el pasillo B de la primera planta. La tienda se llamaba «T-shirt International». Era un local lleno de espejos, con probadores y las estanterías repletas de mercancía. Algunos chicos se estaban probando camisetas y se contemplaban en los espejos. Firmino se dirigió a la dependienta, una rubita de pelo largo.

—Quisiera una camiseta —dijo—, una camiseta especial.

—Aquí tenemos para todos los gustos, señor —respondió la chica.

—¿Son nacionales? —preguntó Firmino.

—Nacionales y extranjeras —respondió la chica—, las importamos de Francia, Italia, Inglaterra y, sobre todo, de los Estados Unidos.

—Bien —dijo Firmino—, su color es azul, pero podría ser de cualquier otro color, lo importante es el logotipo.

—¿Qué es lo que pone? —preguntó ella.

Stones of Portugal —dijo Firmino.

La chica pareció reflexionar un instante. Torció ligeramente la boca, como si aquellas palabras no le dijeran nada, cogió un grueso catálogo escrito a máquina y lo recorrió con el índice.

—Lo siento, señor —dijo—, no la tenemos.

—Pues yo la he visto —dijo Firmino—, la llevaba uno con el que me crucé por la calle.

La chica adoptó de nuevo un aire reflexivo.

—Tal vez sea publicidad —dijo después—, pero nosotros no tenemos camisetas publicitarias, sólo camisetas comerciales.

Firmino reflexionó también. Publicidad. Podía ser una camiseta publicitaria.

—Sí —dijo—, pero ¿publicidad de qué? ¿Qué cree usted que puede ser Stones of Portugal?

—Bueno —dijo la chica—, podría ser un nuevo grupo de rock que ha dado un concierto; habitualmente, cuando hay un concierto, venden en la entrada camisetas publicitarias, ¿por qué no prueba en una tienda de discos? Con los discos suelen vender también camisetas.

Firmino salió y buscó en el folleto una tienda de discos. Música clásica o música moderna. Naturalmente eligió música moderna. Estaba en el mismo pasillo. El chico del mostrador llevaba auriculares y escuchaba inspirado. Firmino esperó pacientemente a que advirtiera su presencia.

—¿Conoce un grupo que se llama Stones of Portugal? —preguntó.

El dependiente le miró y adoptó un aire pensativo.

—No me suena —repondió—, ¿es un grupo nuevo?

—Puede —respondió Firmino.

—¿Muy nuevo? —preguntó el dependiente.

—Puede —respondió Firmino.

—Nosotros solemos estar bien informados acerca de las novedades —aseguró el dependiente—, los grupos más recientes son Novos Ricos y los Lisbon Ravens, pero el que usted busca, francamente, no me suena, a menos que sea un grupo de aficionados.

—¿Cree usted que un grupo de aficionados podría confeccionar camisetas publicitarias? —preguntó Firmino, aunque ya sin esperanza.

—Ni pensarlo —respondió el dependiente—, a veces no pueden hacerlo ni los profesionales, ¿sabe? Vivimos en Portugal, no en los Estados Unidos.

Firmino le dio las gracias y salió. Eran casi las dos de la tarde. No tenía ganas de ponerse a buscar un restaurante. Quizá pudiera comer algo en la pensión de Doña Rosa. Siempre que el plato del día no fueran callos.