Manolo el Gitano estaba sentado junto a una mesita bajo el emparrado de la tienda. Llevaba una chaqueta negra y un sombrero de ala ancha, a la española. Tenía un aire de nobleza perdida: la miseria se le leía a la perfección en el rostro y en la camisa desgarrada en el pecho.
Firmino había entrado en la tienda por la puerta delantera, que daba a una graciosa callecita de casas bajas, humildes pero bien cuidadas. Pero allí, en la parte trasera de la estancia, el panorama era completamente distinto. Más allá de la verja desvencijada que delimitaba los terrenos de la tienda se veía el campamento de los gitanos: seis o siete caravanas medio destrozadas, algunas chabolas de cartón, dos automóviles americanos de los años sesenta, niños medio desnudos que jugaban en la explanada polvorienta. Bajo un cobertizo de hojas secas un asno y un caballo espantaban las moscas con el rabo.
—Encantado —dijo Firmino—, me llamo Firmino. —Y le tendió la mano.
Manolo se llevó dos dedos al sombrero y le estrechó la mano.
—Gracias por haber aceptado que nos viéramos —dijo Firmino.
Manolo no dijo nada, sacó la pipa y deshizo en la cazoleta dos cigarrillos amarillentos. Su rostro no revelaba expresión alguna y sus ojos permanecían fijos mirando hacia arriba, al emparrado.
Firmino depositó sobre la mesa un bloc de notas y un bolígrafo.
—¿Puedo tomar notas? —preguntó.
Manolo no respondió y siguió mirando el emparrado. Después dijo:
—¿Cuántos baguines?
—¿Baguines? —repitió Firmino.
Manolo, por fin, lo miró. Parecía contrariado.
—Baguines, parné, ¿No entiendes la geringonça?
Firmino pensó que las cosas no estaban yendo en la dirección adecuada. Se sintió estúpido, y todavía más estúpido si pensaba en la pequeña Sony que llevaba en el bolsillo y que le había costado un ojo de la cara.
—Hablo también portugués, pero sobre todo la geringonça —especificó Manolo.
No, efectivamente Firmino no era capaz de entender el dialecto gitano, ése al que Manolo llamaba geringonça. Se esforzó en resolver la situación y buscó un hilo lógico, empezando de nuevo por el principio.
—¿Puedo escribir tu nombre?
—Manolo El Rey no acabará en el cagarrao —respondió Manolo cruzando las muñecas, y después se llevó el dedo a los labios.
Firmino comprendió que el cagarrao debía de ser la cárcel o la policía.
—De acuerdo —dijo—, nada de nombres, repíteme la pregunta.
—¿Cuántos baguines? —repitió Manolo rozándose el pulgar y el índice como si contara dinero.
Firmino hizo cuentas rápidamente. Para los gastos inmediatos el director le había dado cuarenta mil escudos. Diez mil podría ser un precio justo para Manolo, la verdad es que había aceptado hablar con él, lo que era excepcional para un gitano, y quizás pudiera sacarle cosas que hubiera ocultado a la policía. ¿Y si en cambio Manolo no sabía nada más de lo que ya había dicho, y si aquella cita no era más que un truco para sacarle baguines, como él decía? Firmino intentó ganar tiempo.
—Depende de lo que me digas —dijo—, de si lo que me cuentes vale la pena.
Manolo repitió desabridamente:
—¿Cuántos baguines? —Y se rozó de nuevo el pulgar y el índice. Tomarlo o dejarlo, reflexionó Firmino, no había elección.
—Diez mil escudos —dijo—, ni uno más ni uno menos.
Manolo hizo un imperceptible gesto de asentimiento con la cabeza.
—Un chavelho —murmuró. Y se llevó el pulgar hacia la boca, echando la cabeza hacia atrás.
Firmino esta vez lo cogió al vuelo, se levantó, entró en la tienda y volvió con un litro de vino tinto. Mientras lo hacía, se metió la mano en el bolsillo y apagó la grabadora. No habría sabido decir por qué lo hizo. Tal vez porque Manolo le gustaba, así, a primera vista. Le gustaba aquella expresión dura y al mismo tiempo perdida, desesperada a su manera, y la voz de aquel viejo gitano no se merecía que fuera robada por un aparato electrónico japonés.
—Cuéntamelo todo —dijo Firmino, y apoyó los codos en la mesa con los puños contra las sienes, como cuando quería concentrarse. Del bloc de notas podía prescindir también, le bastaba con la memoria.
Manolo se lo tomó con calma. A fin de cuentas se explicaba bastante bien, y respecto a las palabras en geringonça, qué se le iba a hacer, Firmino no las descifraba, pero por el hilo del discurso conseguía intuir su significado. Empezó diciendo que le costaba trabajo dormirse, que se despertaba en plena noche, y que eso es lo que les ocurre a los viejos, porque los viejos se despiertan y piensan en toda su vida, y eso les provoca angustia, porque reflexionar sobre toda una vida es fuente de añoranza, especialmente las vidas de los que pertenecen al pueblo de los gitanos, que una vez fueron nobles y ahora se han convertido en unos miserables; pero él era viejo sólo en el alma y en la mente, en el cuerpo no, porque conservaba todavía su virilidad, sólo que con su mujer su virilidad era inútil, porque ella era una mujer vieja, de modo que él se levantaba e iba a vaciar la vejiga para estar tranquilo. Y después habló de Manolito, que era hijo de su hijo, y explicó que tenía los ojos azules y que le aguardaba un triste futuro, porque ¿qué futuro puede haber en un mundo como éste para un niño gitano? Y después empezó a divagar y le preguntó si conocía un lugar que se llamaba Janas. Firmino le escuchaba con atención. Le gustaba la manera de hablar de Manolo, con aquellas frases ampulosas salpicadas de palabras en dialecto, de modo que preguntó con interés:
—Janas…, ¿dónde está?
Y Manolo le explicó que era una localidad no demasiado lejana a Lisboa, hacia el interior, en la zona de Mafra, donde había una antigua capilla circular que se remontaba a los primeros cristianos del imperio romano, y era un lugar sagrado para los gitanos, porque los gitanos recorrían la Península Ibérica desde tiempos remotísimos, y todos los años, el quince de agosto, los gitanos de Portugal se reunían en Janas para una gran fiesta, era una fiesta de cantos y bailes, los acordeones y las guitarras no callaban ni un momento y los alimentos se preparaban en grandes braseros a los pies de la colina, y después, al llegar el ocaso, cuando el sol estaba en el horizonte, justo en ese momento, cuando sus rayos teñían de rojo la llanura que acababa en los acantilados de Ericeira, el cura que había celebrado la misa salía de la capilla para bendecir los animales de los gitanos, los mulos y los caballos, aquellos caballos que eran los más bellos de la Península Ibérica y que los gitanos vendían después a los establos de Alter do Chao, donde eran adiestrados por los jinetes que participaban en las corridas, pero ahora, ahora que los gitanos ya no tenían caballos y que se compraban horribles automóviles, ¿qué iban a bendecir? ¿O es que pueden bendecirse los automóviles, que son de metal? Claro, a los caballos si no se les da cebada y sémola se mueren, pero los automóviles, si no hay dinero para echar gasolina, no se mueren y cuando se les echa gasolina arrancan de nuevo, por eso los gitanos que tenían algo de dinero ya no tenían caballos y se compraban automóviles, pero ¿es que podían bendecirse los automóviles?
Manolo lo miraba con ojos interrogativos, como si esperase de él una solución, y en su rostro había una expresión de profunda infelicidad.
Firmino bajó la mirada, casi como si fuera responsable de lo que estaba sucediendo con el pueblo de Manolo, y no halló el valor de invitarle a continuar. Pero Manolo continuó por su cuenta, con detalles que probablemente él consideraba interesantes, cómo se había puesto a mear bajo la vieja encina y cómo había visto el zapato que sobresalía entre los arbustos. Y luego describió centímetro a centímetro lo que sus ojos habían visto al examinar el cuerpo que yacía entre los arbustos, y dijo que en la camiseta que llevaba el cuerpo había algo escrito que silabeó porque no sabía pronunciarlo, era una lengua extranjera, y Firmino lo escribió en el bloc de notas.
—¿Así? —preguntó Firmino—, ¿estaba escrito así?
Manolo asintió. Estaba escrito: Stones of Portugal.
—Pero la policía ha declarado que el cuerpo tenía el torso desnudo —objetó Firmino—, los periódicos dicen que tenía el torso desnudo.
—No —insistió Manolo—, llevaba esas palabras, precisamente ésas.
—Continúa —pidió Firmino.
Manolo continuó, pero el resto Firmino ya lo sabía. Era lo que Manolo le había contado al dueño de la tienda y que éste sucesivamente había confirmado a la policía. Firmino pensó que quizás ya no pudiera sacar nada más del viejo gitano, sin embargo algo le impulsó a insistir.
—Tú duermes poco, Manolo —le dijo—, ¿oíste algo esa noche?
Manolo puso el vaso y Firmino se lo llenó. Manolo se tragó el vino y murmuró:
—Manolo bebe, pero a su pueblo le hace falta el alcide.
—¿Qué es el alcide? —preguntó Firmino.
Manolo, con condescendencia, se lo tradujo al portugués.
—Quiere decir pan.
—¿Oíste algo durante la noche? —repitió Firmino.
—Un motor —dijo rápidamente Manolo.
—¿Quieres decir un coche? —inquirió Firmino.
—Un coche y portezuelas que se cerraban.
—¿Dónde?
—Delante de mi chabola.
—¿Puede llegar un coche hasta tu chabola?
Manolo le señaló con el índice un sendero de tierra que provenía oblicuamente de la carretera principal y rodeaba el campamento.
—Por ese sendero se puede llegar hasta la vieja encina —precisó—, y bajar por la colina hasta el río.
—¿Oíste voces?
—Voces —confirmó Manolo.
—¿Qué decían?
—No lo sé —dijo Manolo—, imposible comprenderlas.
—¿Ni siquiera una palabra? —insistió Firmino.
—Una palabra —dijo Manolo—, oí que decían cagarrao.
—¿Cárcel? —preguntó Firmino.
—Cárcel —asintió Manolo.
—¿Y después?
—Después no lo sé —dijo Manolo—, pero uno tenía una gran gateira.
—¿Gateira? —preguntó Firmino—, ¿qué quiere decir?
Manolo señaló la botella de vino.
—¿Habla bebido? —preguntó Firmino—, ¿es eso lo que quieres decir, que estaba borracho?
Manolo asintió con la cabeza.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Reía como quien tiene una gran gateira.
—¿Oíste algo más? —preguntó Firmino.
Manolo sacudió la cabeza de derecha a izquierda.
—Piénsalo bien, Manolo —dijo Firmino—, todo lo que puedas recordar es precioso para mí.
Manolo parecía reflexionar.
—¿Cuántos crees que eran? —preguntó Firmino.
—Dos o tres —respondió Manolo—, no lo sé, podría ser.
—¿No te acuerdas de ninguna otra cosa importante?
Manolo reflexionó y bebió otro vaso de vino. El dueño apareció por la puerta del patio y se quedó mirándoles con curiosidad.
—Cagón —dijo Manolo—, ése es su nombre, le debo dos mil escudos de aguardiente.
—Con el dinero que te daré podrás cancelar tu deuda —le consoló Firmino.
—Uno de ellos hablaba mal —dijo Manolo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Firmino.
—Hablaba mal.
—¿Quieres decir que no hablaba portugués?
—No —dijo Manolo—, así: qué m- m- m- mierda de vi- vida, qué m- m- m- mierda de vi- vida.
—Ah —dijo Firmino—, era tartamudo.
—Exacto —confirmó Manolo.
—¿Algo más? —preguntó Firmino.
Manolo sacudió la cabeza.
Firmino sacó la cartera y cogió diez mil escudos. Manolo los hizo desaparecer a una velocidad sorprendente. Firmino se levantó y le tendió la mano. Manolo se la estrechó y se llevó dos dedos al sombrero.
—Ve a Janas —dijo Manolo—, es un lugar muy bonito.
—Iré, antes o después —prometió Firmino alejándose.
Entró en el café y pidió al dueño que llamara un taxi por teléfono.
—Pierde el tiempo —respondió desabridamente el dueño—, los taxis se niegan a venir hasta aquí si se les llama por teléfono.
—Tengo que ir a la ciudad —dijo Firmino.
El dueño espantó las moscas con un trapo sucio y respondió que había un autobús.
—¿Dónde está la parada? —preguntó Firmino.
—A un kilómetro, saliendo a la izquierda.
Firmino salió bajo el sol ardiente. Tus muertos, Cagón, pensó. El calor era feroz, un calor muy húmedo, como correspondía a Oporto. Por la carretera no pasaba nadie, ni siquiera podía hacer autostop. Pensó que en cuanto llegara a la pensión escribiría el artículo y lo mandaría por fax al periódico. Saldría pasado mañana. Ya veía el título: Habla el hombre que encontró el cadáver decapitado. Y debajo, en la entradilla: De nuestro enviado a Oporto. La historia completa con todo lujo de detalles, como se la había contado Manolo, con aquel misterioso coche deteniéndose en medio de la noche junto a la chabola. Y las voces en la oscuridad. Delitos y misterios, como querían los lectores de su periódico. Pero que una de aquellas voces desconocidas tartamudeaba no lo diría. Eso no. Firmino no sabía por qué, pero ese detalle se lo guardaba para sí, no iba a revelárselo a sus lectores.
En la amplia curva de la carretera desierta, con un mar azul cobalto, un enorme anuncio de la TAP Air Portugal prometía unas vacaciones de ensueño en Madeira.