Capítulo 3

Quién sabe a qué se debía su antipatía por Oporto. Firmino reflexionó sobre ello. El taxi estaba cruzando la Praga da Batalha. Una plaza noble, austera, de estilo inglés. La verdad es que Oporto tenía un aire inglés, con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente por la calle. ¿Será porque con los ingleses no me siento a gusto? Se preguntó Firmino. Podría ser, pero no era la razón principal. En Londres, por ejemplo, la única vez que había ido se había sentido perfectamente a gusto. Claro que Oporto no era Londres, naturalmente, era una imitación de Londres, pero quizá no fuera por eso, concluyó Firmino. Y se acordó de su infancia, de los tíos de Oporto a quienes sus padres le llevaban a ver inevitablemente todas las vacaciones de Navidad. Terribles, aquellas navidades. A Firmino le volvían a la mente como si fueran cosas del día anterior. Volvió a ver a la tía Pitú y al tío Nuno, ella alta y delgada, vestida siempre de negro con un camafeo en el pecho; él regordete y jovial, especializado en contar chistes que no hacían gracia a nadie. Y la casa. Un chalecito de principios de siglo en la zona burguesa de la ciudad, muebles tristes y sofás con cubrebrazos hechos a mano, flores de papel y viejas fotografías ovaladas en las paredes, la genealogía de la familia, de la que la tía Pitú estaba tan orgullosa. Y la cena de Nochebuena. Una pesadilla. Para empezar, la inevitable sopa de col verde servida en los platos soperos de Cantón que eran el orgullo de la tía Pitú, y de cuya bondad su madre intentaba convencerlo aunque le provocara arcadas. Y después la tortura de despertarse a las once de la noche para la misa del gallo, el ritual de vestirse con el trajecito elegante, la salida a la fría niebla de diciembre en Oporto. Las nieblas invernales de Oporto. Firmino reflexionó sobre ello y concluyó que su antipatía por aquella ciudad era una herencia de su infancia, quizá Freud tuviera razón. Pensó en las teorías de Freud. No es que las conociera muy a fondo, pero no le inspiraban la suficiente confianza. Lukács, con esa exacta radiografía de la literatura como expresión de clase, eso sí, Lukács, mejor, y además le era más útil para su estudio sobre la novela portuguesa de la posguerra, era más fructífero Lukács que Freud, pero quizás aquel médico vienes podía tener razón en algunas cosas, quién sabe.

—Pero ¿dónde está esa maldita pensión? —preguntó al taxista.

Se sentía con derecho a preguntarlo. Circulaban desde hacía media hora por lo menos, primero por las amplias calles del centro y ahora por callejones imposibles y estrechos de un barrio que Firmino no conocía.

—Lo que se tarda, se tarda —masculló desabridamente el taxista.

Taxistas y policías, pensó Firmino, eran las dos categorías que más odiaba. Y le había tocado tratar precisamente con taxistas y policías, dado el trabajo que hacía. Periodista de un rotativo de escándalos y asesinatos, divorcios, mujeres destripadas y cadáveres decapitados, ésa era su vida. Y pensó en lo estupendo que sería acabar su libro sobre Vittorini y la novela portuguesa de posguerra, estaba seguro de que iba a ser un acontecimiento en el ámbito académico, quizás le abriera las puertas de la carrera universitaria.

El taxi se detuvo justo en medio de un callejón, frente a un edificio que mostraba todos sus años, y el conductor, inesperadamente, se dio la vuelta hacia él y se despidió cordialmente:

—Tenía miedo de no llegar, ¿eh, caballero? —dijo con simpatía—, mire que nosotros los de Oporto no estafamos a nadie, no hacemos trayectos inútiles para sacar dinero a los pasajeros, aquí no estamos en Lisboa, ¿sabe?

Firmino bajó, cogió su equipaje y pagó. En el portal estaba escrito: Pensión Rosa, primer piso. La planta baja estaba ocupada por una peluquería de señoras. No había ascensor. Firmino subió las escaleras, adornadas con una alfombra roja, o, mejor dicho, que en tiempos había sido roja, lo que le confortó y le puso melancólico al mismo tiempo. Las pensiones a las que lo mandaba su director se las sabía de memoria: tristes cenas a las siete de la tarde, habitaciones con lavabo empotrado y, sobre todo, viejas brujas como propietarias.

Y en cambio no era así en absoluto, por lo menos en lo que se refería a la dueña. Doña Rosa era una señora de unos sesenta años, con una bonita permanente azulada, no llevaba la habitual bata de flores, como las propietarias de las demás pensiones que conocía, sino un elegante traje gris, y exhibía una sonrisa jovial. Doña Rosa le dio la bienvenida y se tomó la molestia de explicarle los horarios de la pensión. La cena era a las ocho, y aquella noche el plato era callos al estilo de Oporto. Si prefería cenar por su cuenta, saliendo a la derecha, en la plaza, había un café de mucha solera, tal vez ya lo conociera, era uno de los más antiguos cafés de Oporto, una verdadera institución, se cenaba bien y a buen precio, pero quizás fuera mejor que antes se diera una ducha; si quería pasar a su habitación, era la segunda a la derecha por el pasillo, tenía que decirle un par de cosas pero ya lo haría después de cenar, total ella se acostaba tarde.

Firmino entró en su habitación y la positiva impresión de la Pensión Rosa se confirmó. Una amplia ventana que daba al jardincillo trasero, techos altos, sólidos muebles rústicos, una cama de matrimonio. Y un cuarto de baño con bañera revestido de azulejos floreados. Hasta había un secador para el pelo. Firmino se desvistió con calma y se dio una ducha tibia. A fin de cuentas en Oporto no hacía el calor húmedo que se había temido, o por lo menos su habitación era fresca. Se puso una camisa de manga corta, por precaución se colgó una chaqueta ligera del brazo y salió. La calleja parecía bastante animada.

Las tiendas habían bajado ya las persianas, pero los inquilinos estaban en las ventanas tomando el fresco y charlaban con sus vecinos de enfrente. Se detuvo a escuchar aquella cháchara que le producía cierta ternura. Captó algunas frases aquí y allá, especialmente las de una muchacha robusta asomada a su alféizar. Hablaba del equipo del Oporto, que el día anterior había jugado en Alemania y había ganado. La muchacha parecía entusiasmada, sobre todo por el delantero centro, cuyo nombre le era desconocido.

Desembocó en la plaza y vio enseguida el café. No había posibilidad de equivocarse. Era un edificio decimonónico con la fachada cargada de molduras y una puerta de acceso enmarcada por un ancho listón de madera. La enseña representaba un hombrecillo rubicundo sentado sobre un barril de vino. Firmino entró. La sala del café era inmensa, con viejas mesas de madera, una enorme barra taraceada y muchos ventiladores de latón en el techo. Las últimas mesas estaban reservadas para el restaurante, pero no había clientes. Firmino se sentó y se dispuso a una opípara cena estudiando atentamente la carta. Había decidido el menú y ya se le hacía la boca agua cuando llegó el camarero. Era un joven esbelto con una barbita morena y el pelo a cepillo.

—La cocina está cerrada, señor —le informó el camarero—, sólo puedo ofrecerle platos fríos.

Firmino miró el reloj. Eran las once y media, no se había dado cuenta de lo tarde que era. De todas formas, a las once y media en Lisboa se podía cenar tranquilamente.

—En Lisboa a estas horas todavía se puede cenar —dijo por decir algo.

—Lisboa es Lisboa y Oporto es Oporto —respondió filosóficamente el camarero—, pero ya verá como nuestros platos fríos no le decepcionan; si me permite una sugerencia, la cocinera ha preparado una ensalada de langostinos con mayonesa que podría resucitar a un muerto.

Firmino aceptó y el camarero volvió al poco rato con una fuente de ensalada de langostinos. Le sirvió una ración abundante y, mientras le servía, dijo:

—El equipo del Oporto ganó ayer en Alemania, los alemanes son más robustos, pero nosotros se la jugamos con nuestra velocidad.

Evidentemente tenía ganas de charla, y Firmino le siguió la corriente.

—El Oporto es un buen equipo —respondió—, pero no tiene la tradición del Benfica.

—¿Es usted de Lisboa? —preguntó inmediatamente el camarero.

—Lisboa centro —precisó Firmino.

—Ya me había dado cuenta por el acento —dijo el camarero. Y después continuó—: ¿Y qué está haciendo en nuestra ciudad?

—Busco a un gitano —respondió Firmino sin pensárselo.

—¿Un gitano? —preguntó el camarero.

—Un gitano —repitió Firmino.

—A mí los gitanos me caen muy bien —dijo el camarero como si tanteara el terreno—. ¿Y a usted?

—No sé mucho de ellos —respondió Firmino—, más bien casi nada.

—Será porque yo soy de Barcelos —dijo el camarero—, ¿sabe? Cuando era niño, en Barcelos se celebraba la feria más hermosa de todo el Miño, ahora ya no es lo que era, volví el año pasado y casi me dio pena, en cambio en aquellos tiempos era todo un espectáculo, pero no quisiera aburrirle, quizás le esté importunando.

—De ninguna manera —dijo Firmino—, es más, siéntese conmigo, así me hace compañía. ¿Puedo invitarle a un vaso de vino?

El camarero se sentó y aceptó el vaso de vino.

—Le estaba hablando de la feria de Barcelos —continuó el camarero—, cuando yo era niño era magnífica, especialmente por el ganado del mercado, aquella raza de bueyes del Miño, con los cuernos larguísimos, ¿se acuerda? Bah, ahora ya no existen, y además había caballos, potrillos, acémilas, mi padre era tratante y comerciaba con los gitanos durante el verano, aquellos gitanos tenían unos caballos soberbios, y eran personas de honor, me acuerdo de la comida que ofrecían a mi padre tras concluir un negocio, preparaban una mesa enorme en la plaza de Barcelos y mi padre me llevaba con él.

Hizo una pausa.

—No sé por qué estoy aquí molestándolo con mis recuerdos de infancia —dijo—, será porque ahora los gitanos me dan pena, se han visto reducidos a la miseria, y encima tienen que soportar la hostilidad de la población.

—¿De verdad? —preguntó Firmino—, no lo sabía.

—Es un feo asunto local —añadió el camarero—, pero tal vez se lo cuente en otra ocasión, espero que vuelva a comer y que nuestro restaurante le haya gustado.

—Era un plato delicioso —asintió Firmino.

A él también le hubiera gustado quedarse charlando, pero recordó que Doña Rosa quería hablar con él, de modo que pagó la cuenta y se apresuró a volver. La encontró en el saloncito leyendo una revista de actualidad. Ella dio unos golpecitos con la mano en el sofá invitándolo a sentarse, y Firmino se acomodó a su lado. Doña Rosa se interesó por si la cena había resultado de su gusto. Firmino respondió que sí, y que el camarero también, un tipo muy simpático, tenía una excelente relación con los gitanos.

—Nosotros también tenemos una excelente relación con los gitanos —respondió Doña Rosa.

—¿Nosotros? ¿A quién se refiere? —preguntó Firmino.

—A la pensión de Doña Rosa —respondió Doña Rosa. Y con una ancha sonrisa continuó: —Manolo el Gitano le espera mañana a mediodía en el campamento, ha aceptado hablar con usted.

Firmino la miró con estupor.

—¿Se ha puesto en contacto con él a través de la policía? —preguntó.

—Doña Rosa no usa los cauces de la policía —respondió plácidamente Doña Rosa.

—Y entonces, ¿cómo lo ha hecho? —insistió Firmino.

—A un buen periodista le basta con el contacto, ¿no le parece? —dijo con complicidad Doña Rosa.

—¿Dónde queda ese campamento? —preguntó Firmino.

Doña Rosa desplegó un mapa de la ciudad que tenía preparado sobre la mesita.

—Hasta Matosinhos puede ir en autobús —explicó—, luego tendrá que coger un taxi, el campamento está justo aquí, ¿lo ve? Donde esta mancha verde, son terrenos del ayuntamiento, Manolo le espera en la tienda que linda con el campamento.

Doña Rosa dobló el mapa dejando entender que no tenía más que decir.

—¿Tiene una grabadora? —preguntó.

Firmino asintió.

—No la saque del bolsillo —dijo Doña Rosa—, a los gitanos no les gustan las grabadoras.

Se levantó y empezó a apagar las luces, haciéndole comprender que era hora de irse a la cama. También Firmino se levantó e hizo ademán de despedirse.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Doña Rosa.

Firmino respondió con la fórmula que utilizaba siempre cuando se veía en el aprieto de confesar que sólo tenía veintisiete años. Era una fórmula torpe, pero no era capaz de encontrar nada mejor.

—Prácticamente treinta —respondió.

—Demasiado joven para trabajos de esta clase —farfulló Doña Rosa. Y añadió—: Nos veremos mañana, que descanse.