Capítulo 2

Firmino estaba parado en el semáforo del Largo do Rato. Era un semáforo eterno, lo sabía, y el taxi impaciente que iba detrás tenía el parachoques casi pegado a su coche. Firmino sabía que había que tener paciencia con aquellas obras del ayuntamiento, que prometía una ciudad limpia y ordenada y se afanaba para la Exposición Internacional de la ciudad. Iba a ser un acontecimiento mundial, anunciaban los carteles publicitarios esparcidos por los puntos neurálgicos de la circulación, uno de esos acontecimientos que convertirían Lisboa en una ciudad del futuro. Por el momento, Firmino sólo sabía cuál era su futuro inmediato, el otro lo desconocía. Significaba esperar por lo menos cinco minutos en el semáforo, hasta que el obrero de la excavadora se apartara, y aunque el semáforo se pusiera verde no había nada que hacer, era necesario esperar. De modo que se resignó, encendió un cigarrillo Multifilter que le había mandado un amigo suizo, sintonizó en la radio el programa «Los oyentes nos preguntan», para estar al tanto de lo que pasaba por ahí, y echó una ojeada al reloj electrónico de la azotea del edificio de enfrente. Marcaba las dos de la tarde e indicaba treinta y ocho grados de temperatura. En fin, era agosto. Firmino volvía de una semana de vacaciones que habla pasado en un pueblecito del Alentejo junto a la chica con la que salía, habían sido unos días tonificantes, aunque hubieran encontrado fuertes mareas, de todas formas el Alentejo, como siempre, no le había decepcionado. Habían descubierto un centro de turismo rural en la costa, los dueños eran alemanes, había sólo nueve habitaciones, y además el pinar, la playa desierta, los juegos amorosos al aire libre, los platos regionales. Firmino se miró en el espejo retrovisor. Tenía un estupendo bronceado, se sentía en forma, la Exposición Internacional le importaba un bledo y tenía ganas de retomar su trabajo en el periódico. Por lo demás no eran sólo ganas, era necesidad. Durante las vacaciones se había gastado su último sueldo y estaba sin dinero.

El semáforo se había puesto verde, el bulldozer se apartó y Firmino arrancó. Dio la vuelta a la plaza, cogió la Alexandre Herculano y giró por la Avenida da Liberdade. En la plaza de Saldanha se encontró con un atasco. Había habido un accidente en el carril principal y todos los coches intentaban meterse por el carril de la izquierda. Escogió el carril reservado a los autobuses, esperando que no hubiera ningún guardia urbano por los alrededores. Firmino había echado cuentas últimamente con Catarina y se había dado cuenta de que las multas suponían el diez por ciento de sus escasos ingresos mensuales. Pero quizás a las dos de la tarde y con ese calor no hubiera ningún guardia urbano en la Avenida. Y si lo había, pues tanto peor. Cuando pasó por delante de la Biblioteca Nacional, no pudo dejar de reducir la marcha para mirarla con nostalgia. Pensó en las tardes pasadas en la sala de lectura estudiando las novelas de Vittorini y en su vago proyecto de escribir un ensayo que habría titulado La influencia de Vittorini en la novela portuguesa de posguerra. Y con esa nostalgia afloró el olor a bacalao frito del self-service de la Biblioteca, donde había comido durante semanas enteras. Bacalao y Vittorini. Pero el proyecto se había quedado en proyecto, por ahora. Quién sabe, tal vez lo podría retomar cuando tuviera un poco de tiempo libre.

Llegó al Lumiar y bordeó los edificios del Holiday Inn. Una cosa espantosa. Allí desembarcaban los americanos medios que venían buscando la Lisboa pintoresca y que en cambio se veían metidos en un barrio cualquiera, destrozado por las nuevas construcciones, el paso elevado que llevaba al aeropuerto y la segunda circunvalación. Como siempre, encontrar aparcamiento era un problema. Se colocó ante la verja electrónica de una finca, procurando no obstruir el paso. Su coche sobresalía casi medio metro, pero qué se le iba a hacer. Si la grúa se lo llevaba, su porcentaje para multas aumentaría por lo menos en dos puntos, lo que significaba que no podría comprarse el último volumen del Gran Diccionario de la Lengua Italiana. Era un instrumento fundamental para estudiar a Vittorini. Qué se le iba a hacer. A pocos metros de distancia se alzaba el edificio del periódico, una construcción de los años setenta, fea y vulgar, de cemento, sin ninguna personalidad. Todas las plantas estaban habitadas por gente corriente, que trabajaba en el centro y usaba aquella casa sólo para dormir. Algunos inquilinos, para dar un toque de gracia a los tristes balcones, habían instalado en ellos una sombrilla y sillas de plástico. En el balcón del último piso, en contraste con los adornos pequeñoburgueses, destacaba un enorme cartel en caracteres cúbicos que rezaba:

O Acontecimento.

«Todo lo que el ciudadano debe saber».

Era su periódico, y se dirigió hacia allí con cierto orgullo. Sabía que debía afrontar a la telefonista pechugona y paralítica que desde su silla de ruedas dirigía todas las secciones del periódico, que antes de llegar a su cuartucho debía superar el escritorio del señor Silva, el redactor-jefe, que utilizaba el apellido materno, Huppert, porque un nombre francés era más elegante, y que, cuando llegara a su escritorio, sentiría esa insoportable claustrofobia que experimentaba siempre, porque el cubículo de tabiques prefabricados en el que lo habían confinado no tenía ventanas. Firmino sabía todo eso y, sin embargo, avanzó con determinación.

La paralítica se había quedado dormida en su silla de ruedas. Ante su opulento pecho había una pequeña bandeja de papel de estaño grasiento en sus bordes. Estaba vacía. Era la comida que el fast-food de la esquina llevaba a domicilio. Firmino siguió adelante, aliviado, y se metió en el ascensor. Era un ascensor sin puertas, como un montacargas. Bajo los botones había un letrero de acero que decía: «Prohibido el uso del ascensor a los menores no acompañados». Y al lado alguien había escrito con rotulador: fuck you. Como para compensar, al arquitecto que había concebido aquel espléndido edificio se le había ocurrido alegrar el ascensor con una musiquilla que salía de un pequeño altavoz. Era siempre la misma: Strangers in the night. En el tercer piso el ascensor se detuvo. Entró una anciana con una permanente de color que desprendía un terrible perfume.

—¿Baja? —preguntó la señora sin saludar.

—Subo —respondió Firmino.

—Pues yo bajo —dijo la señora en tono perentorio. Y apretó el botón de bajada.

Firmino se resignó y bajó, la señora salió sin dar los buenos días y él volvió a subir. Cuando llegó al cuarto piso, permaneció indeciso en el rellano. ¿Qué hago? Se preguntó. ¿Y si se marchara al aeropuerto y cogiera un avión para París? París, las grandes revistas, los enviados especiales, los viajes por el mundo. Tipo periodista cosmopolita. A veces, a Firmino se le ocurrían ideas así, cambiar su vida de una vez por todas, una decisión radical, una locura. Pero el problema era que no tenía un duro y los billetes de avión son caros. Y París también. Firmino empujó la puerta y entró. El local era uno de los denominados open-space. Pero inicialmente no había sido concebido así, como es natural. Había sido transformado derribando los tabiques divisorios del piso, que, por lo demás, eran fácilmente abatibles, porque eran de ladrillos huecos. La idea había sido de la empresa que había ocupado el local con anterioridad, una empresa de importación y exportación de atún en lata, y el periódico la había heredado en aquellas condiciones, de modo que el director había puesto al mal tiempo buena cara. Los dos escritorios situados delante de la entrada estaban vacíos. En el primero se sentaba habitualmente una señora ya madura que hacía las veces de secretaria, en el otro un periodista que se encargaba del único ordenador que poseía el periódico. El tercer escritorio era el del señor Silva, mejor dicho, Huppert, como firmaba en el periódico.

—Buenas tardes, señor Huppert —dijo amablemente Firmino.

El señor Silva lo miró con severidad.

—Mi director está furibundo —dijo entre dientes.

—¿Por qué? —preguntó Firmino.

—Porque no sabía dónde localizarte.

—Pero si yo estaba en la playa —se justificó Firmino.

—No se puede ir uno a la playa con los tiempos que corren —añadió, ácido, el señor Silva. Y después pronunció su frase preferida—: Mala témpora currunt.

—Sí —replicó Firmino—, pero yo no tenía que volver hasta mañana.

El señor Silva no respondió y le señaló el despacho del director, la pequeña oficina de cristales esmerilados.

Firmino llamó a la puerta al tiempo que entraba. El director estaba hablando por teléfono y le hizo un gesto para que esperara. Firmino cerró la puerta y permaneció de pie. Hacía un calor sofocante en aquella salita, y el ventilador estaba apagado. Y, sin embargo, el director llevaba una impecable chaqueta gris con su correspondiente corbata, además de una camisa blanca. El director colgó y lo miró de arriba abajo.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó con irritación.

—Estaba en el Alentejo —respondió Firmino.

—¿Y qué hacías en el Alentejo? —preguntó el director en tono aún más irritado.

—Estoy de vacaciones —puntualizó Firmino—, y mis vacaciones acaban mañana, he pasado por el periódico sólo para saber si había alguna novedad y si podía ser útil.

—No es que seas útil —dijo el director—, eres indispensable, te marchas en el tren de las seis.

Firmino pensó que lo mejor era sentarse. Se sentó y encendió un cigarrillo.

—¿Que me marcho adónde? —preguntó con flema.

—A Oporto —dijo con voz neutra el director—, obviamente a Oporto.

—¿Y por qué obviamente a Oporto? —preguntó Firmino, intentando adoptar a su vez un tono neutro.

—Porque ha sucedido un caso terrible —dijo el director—, un asunto que hará correr ríos de tinta.

—¿Y con el corresponsal en Oporto no es suficiente? —preguntó Firmino.

—No, no es suficiente, éste es un asunto demasiado grande —precisó el director.

—Pues mande al señor Silva —replicó con calma Firmino—, a él le gusta viajar, y además así podrá firmar con su nombre francés.

—Él es el redactor-jefe —respondió el director—, tiene que revisar las cronicuchas de los corresponsales, el enviado especial eres tú.

—Pero si acabo de ocuparme de la mujer acuchillada por su marido en Coimbra —protestó Firmino—, no hace ni diez días, antes de las vacaciones, y me pasé una tarde entera en el tanatorio de Coimbra oyendo las declaraciones de los forenses.

—Qué le vamos a hacer —respondió secamente el director—, el enviado eres tú, y además mira, ya está todo arreglado, te he reservado una pensión en Oporto para una semana, aunque sólo sea para empezar, este caso llevará su tiempo.

Firmino reflexionó e intentó tomar aliento. Hubiera querido decir que a él Oporto no le gustaba, que en Oporto se comían sobre todo callos al estilo de Oporto y que a él los callos le provocaban náuseas, que en Oporto hacía un calor muy húmedo, que la pensión que le habían reservado sería sin duda un lugar miserable con el baño en el rellano y que se iba a morir de melancolía. Y, en cambio, dijo:

—Pero, señor director, yo tengo que acabar mi ensayo sobre la novela portuguesa de posguerra, es muy importante para mí, y además ya he firmado el contrato con el editor.

—Es un asunto terrible —cortó el director—, un misterio que debe ser desvelado, la opinión pública está ávida, desde esta mañana no se habla de otra cosa.

El director encendió un cigarrillo, bajó la voz como si fuera a confesarle un secreto y murmuró:

—Han descubierto un cadáver decapitado cerca de Matosinhos, su identidad todavía se desconoce, lo ha encontrado un gitano, un tal Manolo, ha realizado una declaración confusa, no consiguen arrancarle una palabra más de lo que ha declarado a la Policía, vive en un campamento de nómadas en las afueras de Oporto, debes localizarlo y entrevistarlo, será la noticia bomba de la semana.

El director parecía haberse apaciguado, como si para él el caso estuviera resuelto. Abrió un cajón y sacó unos papeles.

—Ésta es la dirección de la pensión —añadió—, no es un hotel de lujo, pero Doña Rosa es un encanto de persona, nos conocemos desde hace treinta años. Y éste es el cheque: dietas, hospedaje y gastos para una semana. Y si hay algún extra, anótalo en la cuenta. No lo olvides, el tren sale a las seis.