Capítulo 1

Manolo el Gitano abrió los ojos, miró la débil luz que se filtraba por las rendijas de la chabola y se levantó, procurando no hacer ruido. No le hacía falta vestirse porque dormía vestido, la chaqueta anaranjada que le había regalado el año anterior Agostinho da Silva, llamado Franz el alemán, domador de leones desdentados en el Circo Maravilhas, hacía ya tiempo que le servía de traje y de pijama. A la mortecina luz del amanecer buscó a tientas las sandalias transformadas en zapatillas que usaba como calzado. Las encontró y se las puso. Conocía la chabola de memoria, y podía moverse en la semioscuridad respetando la exacta geografía de los míseros muebles que la ocupaban. Avanzó tranquilo hacia la puerta y entonces su pie derecho chocó contra la lámpara de petróleo que estaba en el suelo. Mierda de mujer, dijo entre dientes Manolo el Gitano. Había sido su mujer la que la noche anterior quiso dejar la lámpara de petróleo junto a su catre con el pretexto de que las tinieblas le producían pesadillas y soñaba con sus muertos. Con la lámpara tenuemente encendida, decía ella, los fantasmas de sus muertos no tenían valor para visitarla y la dejaban dormir en paz.

—¿Qué hace El Rey a estas horas, alma en pena de nuestros muertos andaluces?

Su mujer tenía la voz pastosa e insegura de alguien que empieza a despertarse. Ella le hablaba siempre en geringonça, una mezcla de la lengua de los gitanos, de portugués y de andaluz. Y le llamaba El Rey.

Rey de una mierda, tuvo ganas de replicar Manolo, pero no dijo nada. Rey de una mierda, cierto, antaño sí que era el Rey, cuando los gitanos eran respetados, cuando su gente recorría libremente las llanuras de Andalucía, cuando fabricaban colgantes de cobre que vendían en las aldeas y su pueblo vestía de negro con nobles sombreros de fieltro, y el cuchillo no era un arma de defensa en el bolsillo, sino sólo una joya honorífica labrada en plata. Aquéllos si que eran los tiempos del Rey. ¿Pero ahora? Ahora que se veían obligados a vagar, ahora que en España les hacían la vida imposible, y en Portugal, donde se habían refugiado, tal vez incluso más, ahora que ya no les quedaba la posibilidad de fabricar colgantes y mantillas, ahora que tenían que apañárselas con pequeños robos y la mendicidad, ¿qué coño de Rey era él, Manolo? El rey de una mierda, se repitió. El municipio les había concedido aquel terreno lleno de desechos en las afueras de la pequeña localidad, en la periferia de los últimos chalés, se lo habían concedido sólo como acto de caridad, recordaba bien la cara del funcionario municipal que firmaba la concesión con aire condescendiente y al mismo tiempo de conmiseración, doce meses de concesión a un precio simbólico, y que Manolo lo tuviera en cuenta; el municipio no se comprometía a construir las infraestructuras, del agua y la luz ni se hablaba, y para cagar que se fueran a la pineda, total los gitanos ya están acostumbrados, así abonaban el terreno, y atención, porque la policía estaba al corriente de sus pequeños trapicheos y tenía los ojos bien abiertos.

Rey de una mierda, pensó Manolo, con aquellas chabolas de cartón cubiertas con zinc que durante el invierno estallaban de humedad y durante el verano eran auténticos hornos. Las cuevas de Granada, secas y lindas, de su infancia ya no existían, aquello era un campo de refugiados, o más bien, un campo de concentración, se decía Manolo, rey de una mierda.

—¿Qué hace El Rey a estas horas, alma en pena de nuestros muertos andaluces? —repitió su mujer.

Ahora ya estaba despierta del todo y tenía los ojos completamente abiertos. Con el pelo gris esparcido por el pecho, como se lo colocaba para dormir, deshaciéndose el moño, y aquella bata roja con la que se acostaba, era ella la que parecía un espectro.

—Voy a mear —respondió lacónicamente el Manolo.

—Eso es bueno —dijo su mujer.

Manolo se acomodó en los calzoncillos el sexo, que notaba duro e hinchado y le apretaba contra los testículos hasta hacerle daño.

—Yo todavía sería capaz de finfar —dijo—, todas las mañanas me despierto así, con el mangalho duro como una cuerda, todavía sería capaz de finfar.

—Es la vejiga —respondió su mujer—, eres viejo, Rey, te crees joven pero eres viejo, más viejo que yo.

—Todavía sería capaz de finfar —replicó el Manolo—, pero a ti no te puedo finfar, tienes tus partes llenas de telarañas.

—Pues entonces vete a mear —concluyó su mujer.

Manolo se rascó la cabeza. Desde hacía unos días tenía una erupción cutánea, formada por pequeñas ronchas rojas, que desde la nuca le había subido hasta la coronilla y le producía un picor insoportable.

—¿Me llevo a Manolito? —susurró a su mujer.

—Deja dormir al pobre niño —respondió ella.

—A Manolito le gusta mear con el abuelo —se justificó Manolo.

Miró hacia el catre donde dormía Manolito y sintió un arrebato de ternura. Manolito tenía ocho años, era todo lo que quedaba de su descendencia. No parecía ni siquiera un gitano. Tenía el pelo oscuro y liso, sí, como un verdadero gitano, pero sus ojos eran de un azul pálido, como debía de tenerlos su madre, a la que Manolo no había conocido nunca. Su hijo Paco, su único hijo, lo había tenido con una prostituta de Faro, una inglesa, decía él, que trabajaba en las calles de Gibraltar y de la que Paco se había convertido en protector. Después la muchacha había desaparecido en Inglaterra, porque la policía la había repatriado, y Paco se había encontrado con el niño entre los brazos. Se lo había endilgado a los abuelos, porque él tenía un asunto importante que resolver en el Algarve, estaba metido en el contrabando de cigarrillos, pero de aquel asunto no había regresado. Y Manolito se había quedado con ellos.

—A él le gusta ver salir el sol —insistió tercamente Manolo.

—Déjalo dormir, pobre criatura —dijo su mujer—, ni siquiera ha amanecido, ¿es que no tienes corazón? Vete a descargar la vejiga.

Manolo el Gitano abrió la puerta de la chabola y salió al aire de la mañana. La explanada estaba desierta. Todo el campamento dormía. El pequeño chucho que se había hecho adoptar a la fuerza por el campamento se levantó de su montón de arena y se acercó a él meneando la cola. Manolo chasqueó los dedos y el chucho se alzó sobre las patas traseras meneando con más fuerza la cola. Manolo cruzó la explanada seguido por el chucho y enfiló el sendero que cruzaba la pineda municipal, por la falda de la colina que descendía hacia el Duero. Eran unas cuantas hectáreas que habían sido pomposamente denominadas Parque Municipal y presentadas al público como el pulmón verde de la localidad. En realidad, se trataba de una zona abandonada, carente de controles y de seguridad. Todas las mañanas Manolo encontraba en el suelo preservativos y jeringuillas que el municipio no se preocupaba en recoger. Comenzó a descender por el pequeño sendero flanqueado de gruesas matas de retama. Era agosto, y aquella retama, quién sabe por qué, seguía floreciendo como si fuera primavera. Manolo olfateó el aire como un entendido. Era capaz de captar los olores más diversos de la naturaleza, como le había enseñado la vida salvaje. Contó: retama, espliego, romero. Por debajo de él, al final del declive, brillaba el río Duero bajo el sol oblicuo que nacía entre las colinas. Dos o tres barcazas de mercancías que venían del interior y se dirigían hacia Oporto tenían las velas henchidas, pero parecían inmóviles sobre la cinta del río. Transportaban barriles de vino para las bodegas de la ciudad, Manolo lo sabía, un vino que después se transformaría en botellas de Oporto y tomaría los caminos del mundo. Manolo sintió una gran nostalgia por el vasto mundo que nunca había conocido. Puertos ignotos, lejanos, llenos de nubes, sobre los que descendía la niebla como había visto una vez en una película. En cambio, él no conocía más que aquella luz ibérica blanca y cegadora, la luz de su Andalucía y la luz de Portugal, las casas blanqueadas con cal, los perros salvajes, los alcornocales y los policías que les expulsaban de una y otra parte.

Para mear había escogido un gruesa encina que proyectaba su ancha sombra sobre una explanada de hierba justo fuera de la pineda. Quién sabe por qué, le consolaba mear contra el tronco de aquella encina, quizá porque era un árbol mucho más viejo que él, y a Manolo le gustaba que en el mundo hubiera seres vivos más viejos que él, aunque no fuera más que un árbol. El caso es que se sentía a gusto, como si una forma de tranquilidad le invadiera mientras hacía sus necesidades. Se sentía en armonía consigo mismo y con el universo. Se acercó al grueso tronco y orinó con alivio. Y en aquel momento vio un zapato. Lo que llamó su atención es que no parecía un zapato viejo y abandonado, como se encontraban a veces en aquel terreno, era un zapato lustroso, brillante, de un cuero que le pareció de cabrito, que se mantenía derecho como si un pie lo calzara. Y salía de un arbusto.

Manolo se acercó con cautela. Su experiencia le enseñaba que podía ser un borracho o un malhechor al acecho. Miró por encima de la maleza pero no consiguió divisar nada. Recogió un trozo de madera y empezó a apartar las ramas de los arbustos. Al zapato, que resultó ser un botín, le seguían dos piernas cubiertas por un par de vaqueros ceñidos. La mirada de Manolo llegó hasta la cintura y allí se detuvo. El cinturón era de cuero claro, con una gruesa hebilla de plata que representaba la cabeza de un caballo y sobre la cual estaba escrito «Texas Ranch». Manolo intentó descifrar las palabras con dificultad y se las grabó bien en la memoria. Después continuó su inspección apartando la maleza con la madera. El tronco llevaba una camiseta azul de manga corta sobre la que estaba escrita una frase extranjera, «Stones of Portugal», y Manolo la estuvo mirando largo rato para grabársela bien en la memoria. Con el trozo de madera prosiguió su inspección, con calma y cautela, como si tuviera miedo de hacer daño a aquel cuerpo que yacía boca arriba entre los arbustos. Llegó hasta el cuello y no pudo seguir. Porque el cuerpo no tenía cabeza. Era un corte limpio que, además, había producido poca sangre, sólo algunos coágulos oscuros sobre los que revoloteaban las moscas. Manolo retiró la madera y dejó que los arbustos volvieran a cubrir aquella atrocidad. Se alejó algunos metros, se recostó contra el tronco de la encina y se puso a pensar. Para pensar mejor sacó la pipa y la rellenó de cigarrillos Definitivos que deshizo cuidadosamente. Antaño le gustaba fumar en la pipa picadura, pero ahora era demasiado cara, de modo que se veía obligado a deshacer los cigarrillos de tabaco negro que compraba sueltos en la tienda del señor Francisco, llamado Cagón porque caminaba con las nalgas contraídas, como si estuviera a punto de cagarse encima. Manolo llenó la cazoleta de la pipa, dio algunas bocanadas y meditó. Meditó sobre lo que había descubierto y pensó que no hacía falta que volviera a mirar. Con lo que había visto bastaba y sobraba. Y, entretanto, el tiempo pasaba, las cigarras habían empezado su insoportable canto y a su alrededor se extendía un fortísimo olor a espliego y romero. Bajo sus ojos se extendía la brillante cinta del río, se había levantado una brisa ligera y cálida, las sombras de los árboles se iban acortando. Manolo pensó que por fortuna no había traído consigo a su nieto. Los niños no deben ver atrocidades así, se dijo, ni siquiera los niños gitanos. Se preguntó qué hora podría ser e interrogó al disco del sol. Sólo entonces se dio cuenta de que la sombra se había desplazado, de que el sol le embestía de lleno y de que estaba bañado en sudor. Se levantó cansinamente y se dirigió al campamento. Había mucha animación a aquella hora en la explanada. Las viejas bañaban a los niños en los barreños y las madres preparaban la comida. La gente le saludaba, pero él casi no respondió. Entró en su chabola. Su mujer estaba vistiendo a Manolito con un viejo traje andaluz, porque la comunidad había decidido mandar a los niños a vender flores a Oporto y causaban mayor efecto emperifollados con trajes tradicionales.

—He encontrado un muerto en la pineda —dijo a media voz Manolo.

Su mujer no lo entendió. Estaba peinando a Manolito y le untaba el pelo con brillantina.

—¿Qué dices, Rey? —preguntó la vieja.

—Un cadáver, junto a la encina.

—Deja que se pudra —respondió su mujer—, todo es podredumbre por aquí.

—No tiene cabeza —dijo Manolo—, se la han cortado limpiamente, zas.

E hizo un gesto con la mano en el cuello. La vieja lo miró con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Manolo se llevó la mano al cuello como si fuera un cuchillo y repitió: zas.

La vieja se enderezó e hizo que Manolito saliera.

—Tienes que ir a la policía —dijo, decidida.

Manolo la miró con conmiseración.

—El Rey no va a la policía —dijo con orgullo—, Manolo, el de los Gitanos libres de España y Portugal, no va a ir a ningún cuartel de la policía.

—Y entonces, ¿qué? —preguntó la vieja.

—Entonces los avisará el señor Francisco —replicó Manolo—, ese Cagón tiene teléfono y siempre está en contacto con la policía, que los avise él, ya que es tan amigo suyo.

La vieja lo miró con aire afligido y no dijo nada. Manolo se levantó y abrió la puerta de la chabola. Cuando estaba en el umbral, mientras la luz del mediodía le inundaba, la mujer le dijo:

—Le debes dos mil escudos, Rey, te dio a crédito dos botellas de giripití.

—¿A quién coño le importan dos botellas de aguardiente? —respondió Manolo—, que le den por culo.