CAPÍTULO 17

—Allí. —Rebecque señaló los cuerpos que yacían sobre la hierba al este de La Haye Sainte. Estaban desparramados en forma de abanico, como si los hubieran matado mientras se desplegaban desde un solo punto de ataque. En el centro del abanico, allí donde los soldados se habían agrupado para una desesperada defensa, los cuerpos estaban amontonados. Sharpe frunció el ceño mientras que Harper, a unos pocos pasos de distancia por detrás del estado mayor del príncipe, se santiguó ante la horripilante visión.

—Eran tropas hanoverianas. Unos buenos soldados, todos ellos —dijo Rebecque en tono sombrío, luego estornudó. El tiempo cada vez más seco hacía que le volviera la alergia.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Sharpe.

—Los hizo avanzar en línea, por supuesto. —Rebecque no miró a Sharpe mientras hablaba.

—¿Había caballería?

—Claro. Traté de detenerlo, pero no quiso escucharme. Se cree que es el nuevo Alejandro el Grande. Quiere que haga hacer una bandera de color naranja para que un soldado la lleve tras él a todas horas… —A Rebecque se le fue apagando la voz.

—¡Maldito sea!

—Sólo tiene veintitrés años, Sharpe, es joven y tiene muy buenas intenciones. —Rebecque, que temía que sus anteriores palabras pudieran interpretarse como desleales, encontró excusas para el príncipe.

—Es un maldito carnicero —replicó Sharpe con mucha frialdad—. Un carnicero con granos.

—Es un príncipe —dijo Rebecque con incómoda reprobación—. Debe usted recordarlo, Sharpe.

—Como mucho, Rebecque, podría ser un teniente medio aceptable, y hasta sobre eso tengo mis dudas.

Rebecque no respondió. Se limitó a darse la vuelta a quedarse mirando con ojos llorosos la parte oeste del valle que era una destrozada ruina de infantería muerta, soldados de caballería muertos y caballos muertos bajo las nubes de humo de cañón. Volvió a estornudar y maldijo la alergia al polen.

—¡Rebecque! ¿Lo vio? ¿No fue glorioso? —El príncipe espoleó su caballo y se alejó del puñado de hombres que señalaban la posición de Wellington junto al olmo—. ¡Tendríamos que haber estado allí, Rebecque! ¡Dios mío, pero si el único lugar para el honor está en la caballería!

—Sí, señor. —Rebecque, que seguía anormalmente apagado, hizo lo que pudo para igualar el buen humor de su monarca.

—¡Capturaron dos águilas! ¡Dos águilas! —El príncipe dio unas palmadas—. ¡Dos! Han traído una para mostrársela al duque. ¿Alguna vez ha visto alguna de cerca, Rebecque? No son de oro, sólo están adornadas para que lo parezca. ¡No son más que un feo truco de los franceses, nada más! —El príncipe se dio cuenta por primera vez de la presencia de Sharpe y generosamente incluyó al inglés en su entusiasmo—. Debería ir y echar un vistazo, Sharpe. ¡No se ve un águila todos los días!

—El sargento Harper y yo capturamos un águila en una ocasión. —La voz de Sharpe rebosaba un odio inconfundible—. Fue hace cinco años, cuando usted todavía iba al colegio.

El alegre rostro del príncipe cambió como si alguien le hubiera golpeado. Rebecque, asustado por la mayúscula grosería de Sharpe, trató de poner su caballo entre el fusilero y el príncipe, pero este último no quiso saber nada del tacto de su jefe de estado mayor.

—¿Qué diablos hace usted aquí? —le preguntó en cambio a Sharpe—. Le dije que se quedara en Hougoumont.

—Allí no me necesitan.

—¡Señor! —El príncipe gritó aquella palabra, exigiéndole a Sharpe que utilizara el honorífico. Los demás oficiales de estado mayor, entre ellos Doggett, retrocedieron para alejarse de la ira real.

—Allí no me necesitan —dijo Sharpe con terquedad, y no pudo resistir más la antipatía y el desprecio que sentía por el príncipe—. Los hombres que hay en Hougoumont son soldados como Dios manda. No necesitan que les enseñe a desabrocharse los pantalones antes de mear.

—¡Sharpe! —gritó Rebecque sin poder contenerse.

—Dígame, ¿qué les ha ocurrido? —Sharpe señaló a los alemanes rojos pero miraba al príncipe.

—¡Rebecque! ¡Arréstelo! —le chilló el príncipe a su jefe de estado mayor—. ¡Arréstelo! Y a su criado también. ¿Qué diablos hace usted aquí, a todo esto? —La pregunta fue dirigida a gritos a Harper, que miró con tranquilidad al príncipe sin molestarse en responder.

—Señor… —Rebecque sabía que no tenía ni autoridad ni motivos para llevar a cabo ningún arresto, pero el príncipe no quería atender a razones.

—¡Arréstelo!

Sharpe levantó dos dedos delante de las narices del príncipe en un gesto grosero, añadió las palabras adecuadas, dio la vuelta a su caballo y se alejó.

El príncipe le gritó al fusilero que regresara pero, de pronto, los cañones franceses, que habían hecho una pausa mientras la caballería británica era masacrada en el valle, abrieron fuego otra vez, y a Sharpe le dio la impresión de que todos los cañones de la colina francesa dispararon en el mismo instante, provocando un estruendo de fatalidad digno de señalar el fin del mundo, e incluso suficiente para distraer la indignación de un príncipe.

Las granadas y las balas cayeron con furia sobre la colina francesa. Las explosiones y las cascadas de tierra sacudieron toda la línea. De repente el ruido fue ensordecedor, una combinación de fuego de cañón y un prolongado y atronador retumbo que martilleaba el cielo. Los miembros del estado mayor del príncipe agacharon la cabeza instintivamente. Un oficial de artillería, situado a menos de diez pasos de distancia de allí por donde Sharpe se alejaba del príncipe a medio galope, desapareció en medio de un estallido de sangre cuando una bala de doce libras le dio directamente en el vientre. Uno de sus cañones, que fue alcanzado de lleno en el tubo, se fue hacia atrás con una sacudida y quedó metido en las profundas rodadas que abrió con su propio retroceso. Los franceses abastecían sus cañones con frenética y desesperada rapidez.

Lo cual sólo podía significar una cosa.

Se avecinaba otro ataque.

Pasaban dos minutos de las tres de la tarde y los prusianos no habían llegado.

* * * *

Los soldados belgas que habían huido de la batalla afluyeron a Bruselas. Aquélla no era su guerra, no le debían tributo a un gobernante holandés que había sido nombrado rey de la provincia francófona de Bélgica, ni tampoco tenían ningún cariño a la infantería británica que se había burlado de su retirada.

Una vez en la ciudad los asediaron con preguntas. La batalla estaba perdida, dijeron los belgas. Los franceses salían victoriosos de todas partes. Por el riachuelo del bosque de Soignes corría la sangre de los ingleses.

Lucille, que paseaba por las calles en busca de noticias, oyó las historias de soldados muertos desparramados por el suelo de un bosque. Escuchó descripciones de una vengativa caballería francesa que daba caza a los últimos supervivientes, pero ella seguía oyendo el cañoneo y pensó que los cañones no estarían disparando si la batalla ya se hubiese ganado.

Pasó a ver a su conocida, la condesa viuda de Mauberges, que vivía en el precario refinamiento de una pequeña casa detrás de la calle Montagne du Parc. Las damas tomaron café. La parte de atrás de la casa de la condesa daba al patio de la cocina del hotel más de moda en Bruselas.

—Las cocinas del hotel ya están preparando la cena de esta noche —le confió la condesa a Lucille.

—La vida debe continuar —dijo Lucille en tono piadoso. Supuso que, indirectamente, la condesa se estaba disculpando por el olor de grasa para cocinar que impregnaba el salón lleno de polvo. Por encima de la cabeza de Lucille, las lágrimas de cristal de una araña temblaban con el sonido de los cañones.

—¡No! ¡No me ha interpretado bien! ¡Están preparando la cena de celebración, querida! —La condesa estaba eufórica—. Dicen que al emperador le gusta mucho el pollo asado, ¡y eso es lo que están preparando! Personalmente, yo prefiero el pato, pero esta noche comeré pollo con mucho gusto. Lo van a servir con una salsa de miga de pan y leche, creo, o al menos eso es lo que me han dicho los criados. Chismorrean con el personal del hotel, ¿sabe? —Lo dijo como si estuviera muy avergonzada de haber revelado que escuchaba los cotilleos de los criados, no obstante la cena era un augurio de la victoria francesa, por lo que la condesa no podía guardarse la buena noticia.

—¿Están cocinando para el emperador? —Lucille sonó dubitativa.

—¡Pues claro! Querrá una cena de la victoria, ¿no es cierto? ¡Será igual que en los viejos tiempos! ¡Todos los generales capturados obligados a comer con él y ese asqueroso principito babeando sobre su comida! Disfrutaré al verlo, ¡ya lo creo! Usted vendrá, ¿no?

—Dudo que me inviten.

—¡No habrá tiempo para mandar invitaciones! Pero naturalmente usted debe venir, toda la nobleza va a estar allí. Tiene que cenar con el emperador esta noche y ver su desfile de la victoria mañana. —La condesa suspiró—. ¡Será todo tan agradable!

En el piso de arriba del hotel las ventanas temblaban con el impacto de los disparos de cañón. Jane Sharpe estaba tumbada en la cama, las cortinas estaban corridas y tenía los ojos cerrados. Estaba mareada.

Escuchaba el cañoneo y rezaba para que una pequeña parte de su terrible violencia la liberara matando a Sharpe. Rogaba de forma apasionada, insistiéndole a Dios, suplicándole, llorándole. No pedía mucho. Sólo quería casarse, tener un título y ser la madre del heredero de lord John. Pensaba que la vida era muy injusta. Había tomado toda clase de precauciones y aun así estaba embarazada, por eso, en aquellos momentos, mientras resonaban los cañones, rezaba por una muerte. Tenía que casarse con lord John, de lo contrario, podría ser que él se casara con otra y entonces a ella la considerarían una puta, y a su retoño el hijo de tal. Notaba aquel hijo como algo agrio en su vientre. Se tumbó de lado en la habitación oscurecida, maldijo los olores de la cocina que le daban ganas de vomitar y lloró.

Los cañones seguían disparando y Bruselas esperaba.

* * * *

Peter D’Alembord estaba resignado a morir. El único milagro del día hasta entonces era que su muerte todavía no había acaecido.

En aquellos momentos parecía inevitable, puesto que un repentino torrente de metal se vertió sobre la colina. Los cañones franceses estallaban con furia y, alrededor de D’Alembord, las granadas y las balas revolvían la tierra y la convertían en una masa irregular. A su caballo lo habían matado durante el bombardeo que había iniciado la batalla, así que D’Alembord se veía obligado a no moverse mientras el aire zumbaba, vibraba y se agitaba con el paso de los proyectiles, y mientras el suelo temblaba, reverberaba con los golpes y arrojaba montones de barro y piedras.

Se encontraba delante del batallón que a su vez estaba a unos cientos de pasos a la derecha del olmo. No es que el árbol se divisara todavía, porque el humo de cañón se había asentado en la colina británica y ocultaba todo aquello que estuviera a más de cien metros de distancia. D’Alembord había observado los anteriores ataques a Hougoumont y luego había visto a los hanoverianos dirigirse hacia la muerte, pero la gran carga de caballería había permanecido oculta ante sus ojos debido al humo de los cañones que disparaban desde el centro de las líneas británicas. Lamentó no poder ver más cosas de la batalla porque al menos eso le serviría de distracción mientras esperaba la muerte. Había aceptado que iba a morir y estaba decidido a hacerlo con toda la dignidad de la que fuera capaz.

Ése era el motivo por el que se había dirigido al frente del batallón, para estar en el lugar de mayor peligro en la cima de la colina. Podía haberse quedado con el grupo de abanderados donde el coronel Ford se preocupaba y se limpiaba constantemente las gafas con su fajín de oficial, o podía haber ocupado su puesto en la retaguardia del flanco derecho de los Voluntarios del Príncipe de Gales, pero en cambio D’Alembord se había adelantado unos pasos a los oficiales de la compañía y ahora estaba allí, inmóvil, mirando fijamente el humo de cañón al otro lado del valle. A sus espaldas los soldados estaban tumbados boca abajo, pero ningún oficial podía resguardarse de ese modo. El trabajo de un oficial consistía en dar ejemplo. El deber de un oficial era quedarse quieto, mostrar despreocupación. Ya llegaría el momento en el que los soldados tendrían que ponerse en pie ante el fuego francés y por lo tanto los oficiales debían ser un paradigma de absoluto estoicismo. Aquélla era la tarea principal de un oficial de infantería durante el combate, dar ejemplo, y no importaba si tenía un nudo en el estómago debido al miedo, o si al respirar a veces soltaba un quejido, o si el cerebro se le encogía de terror, aun así debía demostrar una calma absoluta.

Si un oficial tenía que moverse bajo el fuego enemigo, tenía que hacerlo lentamente y con parsimonia, con el aire de alguien que, de forma distraída, da un meditabundo paseo por el campo. El capitán Harry Price se movió de aquella manera, aunque su deliberado modo de andar se echó un tanto a perder cuando sus nuevas espuelas se le engancharon en una maraña de centeno aplastado y casi lo arrojaron de culo al suelo. Recuperó el equilibrio, trató de mostrar dignidad tirando de su nueva pelliza y luego se relajó al lado de Peter D’Alembord.

—Ahora hace un poco de calor, Peter, ¿no le parece?

D’Alembord tuvo que controlar su respiración, pero logró dar una respuesta digna.

—Definitivamente el día se ha vuelto más caluroso, Harry.

Price se quedó un momento en silencio, sin duda tratando de encontrar algún comentario para que no decayera la conversación.

—¡Si el cielo se despejara de nubes haría un día excepcional!

—Sí, en efecto.

—Haría un tiempo muy bueno incluso para jugar un partido de críquet.

D’Alembord miró de soslayo a su amigo y por un segundo se preguntó si Harry Price se había vuelto completamente loco, pero entonces vio un músculo que temblaba en la mejilla de Harry y se dio cuenta de que Price sólo trataba de ocultar su propio miedo.

De repente Price esbozó una sonrisa.

—Hablando de críquet, ¿está contento nuestro valiente coronel?

—No habla mucho. No hace más que limpiar esas malditas gafas suyas.

Harry Price bajó la voz como si, aun en medio de aquella vorágine de granadas y balas, alguien pudiera oírlo que decía.

—Puse un poco de mantequilla en los extremos de su fajín esta mañana.

—¿Que hizo qué?

—Le unté el fajín con mantequilla —dijo Price con regocijo. Miró hacia arriba con recelo cuando una granada hizo un curioso sonido vibrante por encima de sus cabezas y luego se relajó cuando ésta explotó a lo lejos por detrás de ellos—. Lo hice esta mañana, mientras se afeitaba. Sólo utilicé un pedacito de mantequilla, no quería que fuera demasiado evidente. Tampoco es la primera vez que le unto las gafas. Lo hice la última vez que se empeñó en que jugáramos al críquet. ¿Por qué cree que no podía ver la pelota?

D’Alembord se preguntó cómo alguien podía gastar una broma tan propia de un colegial la mañana de una batalla y entonces, tras una pausa, habló con repentina vehemencia.

—Odio el maldito críquet.

Price, a quien el juego le gustaba, se sintió ofendido.

—Eso no es muy inglés por su parte.

—No soy inglés. Soy de ascendencia francesa, ¡lo cual probablemente sea el motivo de que el críquet me parezca un juego tan condenadamente aburrido! —D’Alembord temió estar dejando traslucir una nota histérica.

—Hay juegos más aburridos que el críquet —dijo Price con seriedad.

—¿De verdad lo cree?

Una bala de cañón cayó sobre la compañía número cuatro. Mató a dos soldados e hirió a otros dos de tanta gravedad que morirían antes de poder llegar a los cirujanos. Uno de ellos empezó a chillar con una voz trémula que destrozaba los nervios hasta que el brigada del regimiento, McInerney, le gritó al herido que se callara y luego ordenó que arrojaran a los muertos donde se estaban amontonando los cadáveres para formar una burda barricada. Una granada estalló por los aires y ahogó la voz del brigada del regimiento. Harry Price levantó la mirada hacia la nube de humo que había dejado la explosión de la granada y que la brisa arrastraba.

—Una de esas baterías franchutes está cortando unas mechas demasiado reducidas, ¿no le parece?

—¿Asegura que hay un juego más aburrido que el críquet? —D’Alembord no quería pensar en mechas ni en granadas.

Price asintió con la cabeza.

—¿Alguna vez ha visto a alguien jugar al golf?

D’Alembord movió la cabeza en señal de negación. A su izquierda, a lo lejos, podía distinguir a los fusileros franceses que avanzaban entre los hanoverianos muertos hacia La Haye Sainte. El inconfundible sonido de los disparos de los fusiles reveló que la guarnición de la granja se había dado cuenta del peligro y entonces los mosquetes franceses empezaron a sumar su propio humo a la neblina de la batalla.

—Nunca he visto jugar al golf —dijo D’Alembord. El esfuerzo por controlar su miedo hizo que su voz sonara muy afectada, como alguien que ensayara una lengua foránea—. Es un juego escocés, ¿no?

—Es un maldito y extraño juego escocés. —Price parpadeó y tragó saliva cuando un proyectil de cañón pasó horriblemente cerca y el viento que levantó a su paso acarició a los dos hombres—. Golpeas una pelotita con un palo torcido hasta llevarla cerca de una madriguera de conejos. Entonces le das un toquecito y la metes dentro del agujero, la vuelves a sacar y la golpeas hacia otro agujero.

D’Alembord miró a su amigo, que estaba muy serio.

—Se lo está inventando, Harry. Se lo inventa para hacerme sentir mejor.

Harry Price lo negó con un movimiento de cabeza.

—Palabra de honor, Peter. Puede que no haya llegado a dominar los matices más sutiles del juego, pero vi practicarlo a un hombre con barba cerca de Troon.

D’Alembord se empezó a reír. No sabía exactamente por qué era tan divertido, pero había algo en la solemnidad de Harry que lo hizo estallar en carcajadas. Durante unos pocos segundos su risa resonó por todo el batallón y luego una granada estalló con lo que pareció una violencia fuera de lo normal y el alférez Huckfield gritaba a sus hombres que permanecieran agachados. D’Alembord se dio la vuelta y vio que tres de los soldados de su antigua compañía ligera habían sido transformados en muñecas de trapo manchadas de sangre.

—¿Qué estaba haciendo en Troon, por el amor de Dios?

—Tengo una tía que vive allí, una mujer sin hijos viuda de un abogado. Su testamento todavía no está decidido y la fortuna del letrado estaba lejos de ser despreciable. Fui para convencerla de que soy un devoto, formal y digno heredero.

D’Alembord esbozó una sonrisa burlona.

—¿Ella no sabe que es un granuja perezoso y dado a la bebida, Harry?

—Le leí los Salmos todas las noches —dijo Price con muy precaria dignidad.

El ruido sordo de unos cascos hizo que D’Alembord se volviera para ver a un oficial de estado mayor que galopaba por la cima de la colina. El hombre aminoró la marcha de su caballo a medida que se acercaba a los dos oficiales.

—¡Tienen que retroceder! ¡Unos cien metros, no más! —El hombre espoleó su caballo gritando adelante y gritó la orden al batallón del coronel Ford, cuyos soldados seguían tendidos en el suelo—. ¡Cien metros, coronel! ¡Retrocedan cien metros! ¡Túmbense allí!

D’Alembord se giró de cara al batallón. A lo lejos, en la retaguardia, una granada había hecho estallar un carro de munición, y en ese momento comenzó a arder y mandaba una borboteante columna de humo hacia las bajas nubes. El coronel Ford estaba de pie en los estribos y gritaba sus órdenes por encima del estruendo de cañones y proyectiles. Los sargentos hicieron ponerse en pie a sus hombres y les ordenaron retroceder detrás de la cima. Los soldados, que se alegraban de alejarse del cañoneo, marcharon a paso ligero, dejando atrás a sus muertos ensangrentados.

—Creo que iremos andando. —D’Alembord oyó un temblor en su voz y lo intentó de nuevo—: Definitivamente iremos andando, Harry. No correremos.

—No puedo correr con estas espuelas —admitió Price—. Creo que lo que pasa con las espuelas es que necesitas un caballo para llevarlas.

La pequeña retirada alejó del borde de la colina a las compañías que estaban en cabeza y las llevó a la oculta ladera del otro lado, pero aun así, y aunque estaban tendidos sobre el pisoteado grano, las balas y granadas seguían dando en el blanco. Los heridos iban renqueando hacia la retaguardia, dirigiéndose hacia la linde del bosque donde aguardaban los cirujanos. Los miembros de la banda llevaron allí a algunos soldados que no podían caminar. Había unas pocas y mermadas bandas que seguían tocando, pero su música quedaba atenuada por el martilleo del desmedido bombardeo. Fueron alcanzados más carros de munición, y el fuego y el humo que desprendían se hicieron cada vez más intensos, hasta que el límite del bosque pareció un crisol gigantesco en el que las llamas chisporroteaban y centelleaban. Unos caballos asustados, a los que les habían cortado las correas que los unían a los carros, galopaban presas del pánico entre los heridos que cojeaban y se arrastraban hacia los cirujanos.

En la colina del sur, los oficiales generales franceses trataban de encontrar posiciones estratégicas para que el humo de sus cañones no les oscureciera la vista y desde las que pudieran examinar las líneas británicas en busca de pistas para la efectividad de su bombardeo.

Vieron el revuelo de la munición que ardía. Vieron a los heridos que retrocedían renqueando; había tantos que parecía una retirada. Entonces, de manera totalmente repentina, vieron que los batallones alineados en la cima retrocedían y desaparecían.

La infantería francesa seguía atacando Hougoumont y acababan de mandar a más hombres para capturar el incómodo bastión de La Haye Sainte, pero tal vez no hiciera falta que ninguno de los dos ataques tuviera éxito, porque estaba claro que la cacareada infantería británica estaba derrotada.

Los malditos ingleses se batían en retirada. Sus filas habían sido despedazadas por las jeune filles del emperador y los casacas rojas huían. El emperador estaba en lo cierto: los británicos no resistirían un verdadero ataque. Los cañones seguían disparando, pero la colina parecía vacía, y los franceses olieron la gloria en el humo de la pólvora.

El mariscal Ney, el más valiente entre los valientes, había recibido órdenes del emperador de acabar rápidamente con los británicos. Miró a través de su catalejo hacia la colina enemiga y vio una magnífica oportunidad para una rápida victoria. Cerró el catalejo de golpe, se dio la vuelta en la silla e hizo señas a sus comandantes de caballería.

Eran las tres y media, y los prusianos no habían llegado.

* * * *

Sharpe y Harper habían regresado instintivamente a la colina por encima de Hougoumont, donde yacía el cuerpo del capitán Witherspoon. Aquél era el lugar donde había empezado su batalla y donde sentían una curiosa sensación de seguridad. El bombardeo francés se concentraba en el terreno que tenían a su izquierda y dejaba la ladera que se extendía sobre el atribulado castillo en relativa calma.

Frenaron a sus caballos cerca del cadáver destripado de Witherspoon. Un brillante cuervo se quejó ruidosamente de su llegada y luego siguió alimentándose.

—Adiós a mi paga de coronel —dijo Sharpe después de observar en silencio el cambiante humo que se cernía sobre el valle.

Harper miraba el cadáver con el ceno fruncido y se preguntaba si era el del joven y simpático capitán que se había mostrado tan agradable al comienzo de la batalla.

—Aunque vale la pena sólo por decirle unas cuantas verdades a ese cabrón de mierda holandés —continuó diciendo Sharpe.

Miraba fijamente hacia Hougoumont. El tejado del castillo ardía de forma violenta y despedía copiosas chispas que se elevaban hacia el cielo cargado de humo. El extremo oeste de la casa ya había quedado reducido a paredes desnudas y vigas ennegrecidas aunque, a juzgar por la cantidad de humo de mosquetes que rodeaba el castillo, la conflagración no había mermado la resistencia de los defensores. Los ataques franceses seguían rompiendo en vano contra los muros del castillo y las descargas de los mosquetes.

—¿Qué quiere hacer? —le preguntó Sharpe a Harper.

—¿Quiere decir que podemos irnos? —Harper sonó vagamente sorprendido.

—No hay nada que nos retenga aquí, ¿verdad?

—Supongo que no —asintió Harper; sin embargo, ninguno de los dos se movió. A la izquierda del castillo el valle aún seguía extrañamente incólume de la batalla. El único ataque francés contra la principal línea británica se había realizado por el este, no allí en el oeste, y las únicas señales que había en aquel prado en el que se alternaban el trigo y el centeno eran unas marcas negras donde algunas granadas se habían quedado cortas y habían chamuscado las cosechas húmedas y azotadas por la lluvia. La infantería francesa se concentraba alrededor de Hougoumont y una multitud de soldados se acercaba a La Haye Sainte, pero entre aquellos dos bastiones el valle se extendía vacío bajo el silbante paso de los proyectiles franceses.

—¿Dónde diablos están los malditos prusianos? —preguntó Harper con irritación.

—Sabe Dios. Tal vez se hayan ido a otra guerra.

Harper se volvió para mirar a la infantería británica que yacía paciente e inmóvil bajo la arremetida de los cañones franceses.

—¿Y usted adónde irá? —le preguntó a Sharpe.

—Iré a buscar a Lucille y regresaré a Inglaterra, supongo. —Lucille tendría que esperar para volver a casa y a Sharpe se le ocurrió que la espera podría resultar muy larga, puesto que si se perdía aquella batalla, los austríacos y los rusos podrían firmar la paz con Napoleón y se tardaría años en forjar otra alianza contra Francia. Incluso si la batalla de aquel día se ganaba, aún podrían pasar meses antes de que los aliados destruyeran los restos de los ejércitos de Napoleón.

—Podría esperar en Irlanda —sugirió Harper.

—Sí, eso me gustaría. —Sharpe sacó un trozo de queso duro de sus alforjas y le lanzó un pedazo a Harper.

Una granada rebotó en la colina allí cerca y la mecha giró enloquecida por el aire y dejó una disparatada espiral de humo.

El proyectil cayó al suelo, rodó unos segundos por una hondonada fangosa y luego sencillamente se extinguió. Harper la observó con recelo, esperando la explosión que no llegaba, y luego volvió la vista hacia la colina ocupada por los franceses.

—Es una pena irse precisamente ahora. —Harper había ido a Bélgica porque el ejército británico y su guerra contra el emperador habían conformado toda su vida de adulto y no podía renunciar ni a la institución ni al propósito de ésta. Tal vez fuera un civil, pero seguía considerándose un soldado, y para él tenía muchísima importancia que aquel día terminara con una victoria.

—¿Quiere quedarse aquí entonces? —preguntó Sharpe como si a él le diera bastante igual una cosa u otra.

Harper no contestó. Seguía mirando hacia el otro lado del valle, mirando a través de las cortinas de humo y, mientras miraba, sus ojos se abrieron como bocas de cañón.

—¡Dios salve a Irlanda! —Su voz estaba llena de asombro—. ¡Por los clavos de Cristo, quiere mirar eso!

Sharpe miró y, al igual que Harper, sus ojos se abrieron sorprendidos.

Toda la maldita caballería de todo el condenado mundo parecía derramarse cuesta abajo al otro lado de aquel valle poco profundo. Uno tras otro, los regimientos de la caballería francesa se abrían paso por los espacios entre las baterías de artillería enemigas para formar en los tranquilos campos de trigo y centeno. El sol empezó a brillar a través de las deshilachadas nubes y se reflejaba en los petos y los cascos de alta cimera de los coraceros. Detrás de los coraceros había lanceros, y tras ellos había aún más jinetes. Todos los uniformes de caballería del imperio estaban allí: dragones, carabineros, húsares, cazadores, todos ellos formando sus largas líneas de ataque tras los lanceros y los coraceros.

Sharpe enfocó su catalejo hacia la otra colina. No vio infantería. Tenía que haber infantería. Examinó las nubes de humo, pero no la vio. ¿Una carga sólo de caballería? ¿Y dónde estaban los artilleros franceses? Después de todo, la caballería obligaría a la infantería británica a formar en cuadro, lo cual proporcionaba unos maravillosos objetivos a los artilleros y a los soldados de infantería, pero la caballería no podía esperar destruir los cuadros ella sola. ¿O es que los franceses creían que aquella batalla ya estaba ganada? ¿Habría considerado el emperador que no habría tropas tan maltratadas por el fuego de los cañones que pudieran oponerse a su preciada caballería?

—¡No hay infantería! —le dijo Sharpe a Harper, y luego se volvió para lanzar un grito advirtiendo a los batallones británicos más próximos que se acercaba la caballería, pero sus oficiales ya se habían dado cuenta de la amenaza y, a lo largo de toda la línea británica, los batallones se estaban poniendo en pie y formando cuadros.

Mientras tanto, al otro lado del valle, los coraceros desenvainaron sus espadas. La luz del sol reverberaba en la larga línea de acero. Tras ellos, las banderas blancas y rojas de los lanceros atravesaban las nubes de humo. Harper quedó extasiado ante aquella visión. Era como algo salido de una saga, una leyenda de antiguas batallas convertida en carne y acero. La mitad del campo de batalla estaba abarrotado del esplendor de la caballería, con penachos, cimeras, pieles de leopardo, banderas y armas de hoja de acero.

Los oficiales de brigada galopaban entre los recién formados cuadros británicos y ordenaron a algunos batallones que retrocedieran un poco más para que así las rígidas formaciones estuvieran escalonadas como un damero. En aquella posición el flanco de un cuadro no podría disparar en el frente de otro y se dejaron anchos espacios entre los batallones de manera que la caballería enemiga pasara libremente entre los cuadros. Baterías de la Real Artillería Montada colocaron sus cañones en los amplios espacios y los cargaron con balas. Hubieran preferido haber puesto una descarga doble, pero los cañones más ligeros de la artillería montada no habrían soportado la presión añadida. Los tiros de caballos de los artilleros fueron conducidos mucho más atrás de los cuadros, allí donde la caballería ligera británica y holandesa aguardaba para enfrentarse a cualquier jinete francés que sobreviviera al paso entre aquel siniestro laberinto de soldados, mosquetes y disparos de cañón.

El cañoneo francés no mermaba y, como entonces los británicos estaban formados en cuadros, las granadas y balas que pasaban a toda velocidad por el borde de la colina daban en el blanco. Sharpe vio una bala de cañón que caía de forma salvaje sobre uno de los lados de un cuadro de soldados de los Highlanders. Al menos diez hombres fueron abatidos, tal vez más. Otra bala alcanzó el frente de la formación y abrió un sangriento hueco que se cerró al instante cuando las filas se reorganizaron.

—¡Esos cabrones vienen hacia aquí! —advirtió Harper.

Los coraceros hacían avanzar a sus pesados caballos. Tras ellos iban los lanceros rojos con sus sombreros czapka cuadrados y los granaderos a caballo con sus altos gorros de piel de oso de color negro. Más atrás estaban los carabineros, ataviados con sus deslumbrantes uniformes blancos, escuadrones de dragones vestidos de verde y tropas de húsares con penachos. Los jinetes recorrieron la ladera contraria y borraron las apagadas cosechas húmedas extendiéndose sobre ellas con un magnífico tapiz de colores cambiantes, penachos que se agitaban, cascos iluminados por la luz del sol y banderas con flecos dorados. Era algo que Sharpe, en todos sus años de soldado, no había visto nunca. Ni siquiera las hordas montadas de la India igualaban el esplendor de aquella visión. Era la concentrada caballería de un imperio reunida en un solo campo de batalla. Sharpe intentó contarlos, pero había demasiados hombres y caballos que fluían entre las vaporosas nubes de humo de cañón. El sol destellaba en miles de espadas desenvainadas, lanzas alzadas, armaduras bruñidas y sables combados.

La caballería avanzaba al paso. Así debía atacar una caballería, no en una alocada desbandada hacia la gloria, sino con un acercamiento lento y constante que se aceleraba gradualmente hasta que, en el último momento, los pesados caballos con sus jinetes vestidos de acero cayeran sobre el objetivo como una sola unidad. Si un caballo era alcanzado por un disparo en la galopada final, hombre y caballo podían venirse abajo como carne muerta y aplastar el frente de un cuadro. Sharpe había visto cómo ocurría; él había cabalgado detrás de los alemanes en García Hernández y vio a un caballo muerto y a su jinete agonizante chocar en medio de la sangre y el terror contra el frente de un cuadro francés. Todos los soldados franceses murieron en aquel instante, cuando los jinetes que venían demás se abalanzaron por el hueco para destruir el cuadro desde el interior.

Sin embargo, si el cuadro era firme y disparaba en el momento adecuado aquello no tenía por qué ocurrir. Cada uno de los lados de un cuadro estaba formado por cuatro filas. Las dos filas delanteras se colocaban de rodillas con los fusiles con las bayonetas caladas clavados con fuerza en el suelo para formar una barrera de acero. Las dos filas posteriores permanecían de pie con los mosquetes apuntando. Cuando las dos filas de vanguardia habían disparado no recargaban sino que se limitaban a sostener sus bayonetas con fuerza para que no se movieran. Las filas traseras podían cargar y disparar, cargar y disparar, y los caballos atacantes, poco dispuestos a desafiar tamaño obstáculo, darían un brusco viraje y se alejarían del frente del cuadro, en cuyo momento serían barridos por el fuego de los flancos.

No obstante, un caballo muerto que patinara sobre el barro y la sangre podía desmontar esa teoría. Y cuando un cuadro rompía filas sus hombres corrían a refugiarse en otro cuadro, abriéndose camino a la fuerza hacia el interior, y los jinetes cabalgarían con ellos y dejarían que la aterrorizada infantería rompiera las filas del segundo cuadro. Entonces la carnicería podía continuar.

—¡Ese bobo cabrón se ha equivocado! —exclamó Harper con manifiesto júbilo.

El comandante de la caballería francesa había formado su ataque con una sucesión de largas líneas, pero demasiado largas, puesto que los flancos quedaban cerca del fuego proveniente de Hougoumont y La Haye Sainte. Aquellos baluartes que se alzaban como rompeolas por delante de la línea británica estaban siendo asediados por la infantería, pero sus defensores tenían mosquetes y rifles suficientes para disparar sobre el tentador objetivo que constituía la caballería, que de esa forma se vería obligada a contraer su línea. Los extremos de la caballería trotaron hacia el interior, aumentando con ello la densidad del centro del ataque pero comprimiéndolo al mismo tiempo, de forma que, cuando empezaron a trepar por la colina británica, parecían más una columna de jinetes que una línea de ataque. La compresión empeoraba a medida que los jinetes se acercaban a la cima y se replegaron aun más debido a la amenaza de las baterías situadas en los flancos. Los caballos estaban tan apiñados que algunos eran alzados del suelo embarrado y arrastrados por sus vecinos. Por todas partes se oía el tintineo de las barbadas, el golpeteo de las vainas sobre el cuero, el ruido sordo de los cascos y el restallido de los banderines de las lanzas al agitarse.

Los cañones británicos ahogaron el ruido de la caballería. La primera descarga provino de las baterías de cañones nueve libras situadas en la cima de la colina. Los cañones lanzaron las balas hacia el interior de la comprimida formación. La segunda descarga fue doble y Sharpe, en medio del ensordecedor retumbo de las detonaciones de la artillería, oyó el traqueteo de las balas de mosquete al chocar contra los petos de los coraceros. Los artilleros recargaron frenéticamente y atacaron una última carga de botes de metralla en los tubos calientes mientras las trompetas francesas impulsaron el ataque a un medio galope.

—¡Fuego! —Los amenazadores cañones dispararon una última descarga. Sharpe tuvo la enmarañada impresión de jinetes lanzados hacia el interior con el impacto de la granada, entonces, él y Harper dieron la vuelta a sus caballos y se precipitaron a refugiarse en el cuadro más próximo. Asimismo, los oficiales de estado mayor que habían tomado posiciones en la cima galopaban para ponerse a salvo.

Sharpe y Harper pasaron con estrépito a través de una abertura en un cuadro de soldados de la Guardia Real que inmediatamente cerraron filas tras los dos fusileros. A menos de treinta metros delante del cuadro, una batería de artillería montada aguardaba al enemigo.

Los jinetes franceses estaban cerca, pero aún permanecían ocultos por el declive de la ladera frontal, y entonces siguió uno de aquellos extraños momentos de aparente silencio en el campo de batalla. Los artilleros franceses, temerosos de alcanzar a su propia caballería, habían dejado de disparar, mientras que a los artilleros británicos, mucho más próximos, tenían que adjudicarles su objetivo. No era un verdadero silencio, puesto que la infantería enemiga seguía gruñendo y disparando alrededor de Hougoumont y La Haye Sainte y los cañones de la zona este del valle seguían abriendo fuego mientras que más cerca, mucho más cerca, se oía la atronadora sacudida de incontables cascos, sin embargo, la ausencia del mortífero bombardeo enemigo hizo que el momento se asemejara mucho al silencio. Incluso era palpable el alivio de que las granadas y las balas hubieran detenido su carnicería. Los soldados respiraron mientras esperaban y observaban la cima vacía coronada por sucio humo.

En algún lugar por detrás de aquel humo, una trompeta atronó.

—¡No disparen hasta que vean al Monsieur! —Un oficial de la Guardia montada fue con su caballo al paso por detrás del lado frontal del cuadro en el que Sharpe y Harper se habían refugiado—. ¡Dejen que esos cabrones se acerquen hasta que puedan oler sus pedos antes de matarlos! ¡Borre esa sonrisa de su cara, encargado de la Guardia, no está usted aquí para pasárselo bien, sino para morir por su rey, por su país y sobre todo por mí!

Harper, a quien le gustó el estilo del oficial de la Guardia, sonrió de oreja a oreja igual que cualquiera de los soldados. El comandante hizo un guiño a Sharpe y siguió con su arenga.

—¡No malgasten la pólvora! ¡Y recuerden que son miembros de la Guardia Real, que es casi como ser unos caballeros, así que se comportarán con educación! ¡Dejen que esas monadas se levanten las faldas antes de obsequiarlas con sus bolas!

De pronto, esas monadas aparecieron allí cuando la cresta se llenó de una horda de caballos. Momentos antes la línea del horizonte estaba vacía, entonces el mundo quedó dominado por la caballería y el cielo fue atravesado por las últimas y delicadas notas que lanzaron a los coraceros al galope.

La artillería de apoyo cercana, que se hallaba expuesta en los espacios entre los cuadros, abrió fuego. Los cañones retrocedieron sobre sus gualderas con una fuerte sacudida y el barro salió despedido desde debajo de sus zarandeadas ruedas.

Sharpe vio cómo una bala de cañón partía la concentración de jinetes como si una cuchilla de carnicero invisible hubiese caído sobre la formación. Los artilleros limpiaban el tubo del cañón, apretaban un bote de metralla contra la carga de pólvora y se alejaban precipitadamente del inminente retroceso.

—¡Fuego! —En aquella ocasión, una ráfaga de metralla abatió a una docena de caballos apiñados y luego los artilleros abandonaron su cañón para ponerse a salvo dentro de los cuadros. Los soldados de artillería llevaban consigo las baquetas y botafuegos.

El fuego de los cañones no podía parar a los coraceros. Pasaron entre sus muertos y moribundos y se lanzaron contra los cuadros en un ataque valiente y desesperado. Habían creído que estaban persiguiendo a un enemigo vencido que huía y su general les había prometido que los únicos obstáculos que había entre ellos y las prostitutas de Bruselas eran unos cuantos malditos ingleses fugitivos desmoralizados, sin embargo, los jinetes descubrieron entonces que los habían conducido a una trampa mortal. Los cuadros estaban escondidos tras la cima, el enemigo no había roto filas ni huía corriendo, sino que estaba allí esperando para entrar en combate.

Aquéllos eran los coraceros del emperador, sus «hermanos mayores», y la gloria sería suya si atravesaban esos cuadros. En lo alto, todos los batallones británicos enarbolaron su estandarte que, si era capturado, proporcionaría a un hombre la fama eterna en el cielo de un imperio, así que los jinetes lanzaron un grito de desafío y bajaron las puntas de sus pesadas espadas.

—¡Compañías número uno y dos! —El comandante de la Guardia se abstuvo de bromear cuando el enemigo se acercó—. ¡Aguarden mi orden! —Hizo una pausa. Sharpe oyó la respiración de los caballos, vio los rostros crispados de los coraceros bajo sus Viseras de acero y entonces, al fin, el comandante gritó—: ¡Fuego!

La cara frontal del cuadro desapareció bajo una humareda blanca. Las llamaradas de los mosquetes hendieron el aire con su brillo y en algún lugar un caballo lanzó un grito de dolor horrible, como si le arrancaran las entrañas. Las dos filas delanteras, sin molestarse en recargar, clavaron las culatas de sus mosquetes en el suelo de forma que las bayonetas formaran una feroz barrera de afilado acero. Las dos filas traseras recargaron con la rapidez de unos soldados cuyas vidas dependían de las descargas de sus armas.

Hubo una pausa de un instante durante la cual los soldados de la Guardia Real se preguntaron si un caballo muerto se deslizaría con el horror de sus cascos agitándose para chocar contra la cara sur del cuadro, entonces, más allá de los márgenes de la humareda, aparecieron los jinetes. Habían dado un brusco viraje y se habían separado, dividiéndose en torrentes de soldados que fluían a cada lado del cuadro. Los caballos no chocarían contra el objetivo puesto que los supervivientes habían virado para alejarse y galopar entre los cuadros.

—¡Fuego! —Era un oficial desde el flanco del cuadro de la Guardia. El caballo de un coracero fue alcanzado en el pecho y bombeó una sangre escandalosamente brillante al tiempo que las patas le fallaban. El jinete, con la boca muy abierta de mudo terror, salió despedido por encima de la cabeza del animal. Otro coracero era arrastrado por el estribo en medio de una rociada de sangre.

—¡Fuego! —La cara frontal del cuadro volvió a descargar y en aquella ocasión las balas abatieron a cuatro lanceros rojos.

Los lanceros habían ido siguiendo a los coraceros y buscando la seguridad del terreno abierto entre los cuadros que no era seguro en absoluto, sino que se había convertido en una zona sanguinaria que conducía a las descargas de más cuadros. A los jinetes los habían embaucado para que se metieran en aquel laberinto mortal, pero eran hombres valientes y seguían soñando con conducir al emperador a la victoria con sus puntas de lanza.

—¡Arremetan contra el objetivo! ¡Arremetan! —Sharpe oyó que un oficial de los lanceros les gritaba a sus hombres, luego vio que un grupo de aquellos jinetes de uniforme rojo cambiaba de dirección y se dirigía hacia el cuadro con sus armas sujetas abajo—. ¡Arremetan con fuerza!

—¡Fuego! —El comandante de la Guardia dio bruscamente la orden y un chorro de humo tapó a los lanceros que atacaban, de manera que la única prueba de su existencia era el terrible grito agudo que soltaron tanto hombres como animales y, cuando el humo se desvaneció, Sharpe sólo vio a los caballos masacrados, a un soldado que se alejaba arrastrándose, el astil de una lanza que vibraba con la punta enterrada en el fango y a un caballo que temblaba mientras intentaba ponerse en pie.

—¡Fuego por secciones! —gritó el coronel de la Guardia.

—¡Apunten a los caballos! —Un sargento se paseaba tras el frontal del cuadro—. ¡Apunten a los caballos!

—¡Sección número uno! —bramó otro comandante—. ¡Fuego!

En aquel momento las secciones de los lados del cuadro dispararon una tras otra de manera que los estallidos de humo y llamas parecían moverse como la manecilla de un reloj. Cada descarga hacía más densa la humareda que rodeaba los flancos del cuadro y el alcance de la batalla se limitó a los pocos metros con visibilidad entre la blanca nube asfixiante. Los otros cuadros no se veían, quedaban ocultos tras sus propios bancos de niebla. Sharpe oía sus descargas y oyó también a un gaitero que tocaba una extraña melodía en algún lugar hacia el oeste. El torrente de jinetes galopó entre el humo y a veces algún valiente se precipitaba contra el cuadro de soldados de la Guardia en un intento suicida de forzar una victoria en un punto muerto. Un lancero trató de acercarse en diagonal al flanco de un cuadro, pero un cabo lo alcanzó a tres pasos de que su hoja alcanzara su objetivo. Dos jóvenes tenientes de la Guardia competían con sus pistolas y se apostaron la paga de un mes a ver quién podía matar a más franceses. Un sargento descubrió a un soldado que a escondidas se deshacía de parte de la pólvora de su cartucho para disminuir el dolor del retroceso del mosquete, el sargento lo golpeó con su vara y le prometió un verdadero castigo al terminar la batalla.

Con todo, los jinetes se acercaban, los uniformes cambiaron cuando las líneas de ataque de retaguardia siguieron el sangriento camino de los coraceros y lanceros. Los carabineros y los dragones se precipitaron como locos por los pasillos de la muerte. El torrente de atacantes se dividía y se subdividía mientras éstos trataban de hallar el paso más seguro entre los cuadros.

—¡Apunten a los caballos! —gritaba a sus hombres el comandante de la Guardia—. ¡Apunten a los caballos!

Harper llevaba el rifle en el hombro. Apuntó con él al caballo de un oficial francés, siguiendo su trayectoria, disparó y vio cómo hombre y bestia se venían abajo. Los caballos eran blancos más fáciles, y un caballo muerto eliminaba a un soldado de caballería con la misma efectividad que disparándole a él.

—¡Fuego! —Otra descarga frontal. Un caballo inmerso en la humareda se encabritó entre dos de los cañones abandonados. Su jinete cayó hacia atrás y el casco le golpeó contra una de las ruedas con un chasquido escalofriante. Un caballo agonizante repiqueteaba con sus cascos sobre la turba. Un coracero desmontado buscaba a tientas las hebillas para desprenderse del peso de su armadura. Otro coracero, que había caído de espaldas, se sacudía para darse la vuelta y sacar del empalagoso fango su enorme peso de acero. Una bala de mosquete levantó un chorro de barro junto al hombre que forcejeaba.

—¡Dejad a esas langostas! —chilló el comandante de la Guardia—. ¡Ya no cuentan! ¡Id por los vivos!

Sharpe vio a un soldado de caballería que, impotente, propinaba golpes de espada uno de los cañones capturados. La caballería francesa, al igual que la británica anteriormente, no había traído instrumentos para inutilizar las piezas de artillería. Un oficial de los húsares franceses disparó una pistola contra el flanco del cuadro que formaban los soldados de la Guardia y, como venganza, recibió el impacto de la descarga de toda una sección.

—¡Alto el fuego! ¡Que recarguen las primeras filas! —El tumulto de atacantes ya había dejado atrás aquellos primeros cuadros, todos menos algunos tímidos jinetes que eran reacios a arriesgarse por aquellos letales pasillos y que, por consiguiente, optaron por quedarse atrás en la cima de la colina. Los jinetes más valientes y afortunados ya habían conseguido alejarse cabalgando a toda prisa a través de los cuadros escalonados, sólo para encontrarse frente a una línea de caballería británica y holandesa. Los soldados de caballería franceses, desperdigados y sin formación, sabían que iban a morir a manos de los sables que los esperaban, así que se dieron la vuelta para regresar a toda velocidad de vuelta a la seguridad del valle. Al igual que una gran ola, la caballería había roto filas y se había dividido entre los cuadros, por lo que entonces debía retroceder de nuevo antes de volver a formar. El humo empezaba a dispersarse y a disiparse y dejó ver que los otros cuadros estaban intactos. Caballos y hombres muertos yacían desparramados por los espacios entre los cuadros. Un lancero sin caballo que se tambaleaba a causa de una conmoción o de la debilidad iba trastabillando como un borracho hacia la cima de la colina.

—¡Presenten armas! —El coronel de la Guardia había visto que volvía la carga francesa y les iba a ofrecer más fuego a los jinetes cuando trataran de recuperar sus propias líneas. El retumbo de sus cascos se hizo más fuerte y entonces aparecieron los primeros soldados asustados—. ¡Fuego! —El uniforme blanco de un carabinero pareció teñirse de rojo instantáneamente. Un caballo se derrumbó, rodó hacia un lado y le rompió la pierna a su jinete. Otro soldado herido se aferraba a la crin de su montura con el rostro pálido de terror mientras corría desesperadamente para atravesar los escalonados muros de fuego. El lancero desmontado fue atropellado por sus propios hombres. Gritó al caer, mientras que los cascos lo pateaban hasta convertir su carne en gelatina.

—¡Fuego! —gritó un teniente de la Guardia.

Pasó la riada de jinetes que aquella vez se batían en retirada y Sharpe alcanzó a ver a un hombre pelirrojo vestido con el magnífico uniforme de mariscal del imperio, sin sombrero, que daba gritos a sus tropas. Los caballos sin jinete se habían unido a la muchedumbre que huía. Unos cuantos soldados de caballería corrían entre los caballos y algunos de ellos trataban de agarrar las riendas de algún animal libre.

—¡Fuego! —Un dragón con trenzas y una espada rota se desplomó sobre el cuello de su caballo, pero de alguna forma se quedó allí aferrado. Sharpe percibía el olor a sangre, a cuero y a sudor equino. Los uniformes estaban salpicados de barro. Los caballos ponían los ojos en blanco mientras galopaban y el bombeo de su respiración sonaba fuerte y áspero.

Los jinetes se fueron tal como habían venido. En cuanto pasó el último de los franceses los artilleros británicos salieron de los cuadros a toda velocidad para recuperar sus intactos cañones. Algunos de ellos se habían quedado cargados con botes de metralla y los botafuegos tocaron las plumas para lanzar aquellos toneles llenos de mortíferas balas de mosquete contra los restos de la caballería que huía. El terreno entre los cuadros parecía el patio de un matadero, donde los muertos y agonizantes yacían entre tallos de centeno apisonados en el fango que estaba lleno de huellas de cascos y estiércol de caballo.

—Es muy lamentable. —El comandante de la Guardia ofreció a Sharpe un pellizco de rapé.

—¿Lamentable?

—¡Eran unos caballos con un aspecto fenomenal! —El comandante, a todas luces muy popular entre sus hombres, resultó tener un comportamiento bastante melancólico cuando no estaba actuando para ellos—. Es una verdadera lástima no aprovechar una buena carne de caballo, pero ¿qué se puede esperar de un artillero tan malo como Bonaparte? ¿Le apetece un poco de rapé?

—No. Gracias.

—Debería. Despeja los pulmones.

El comandante cerró la caja de golpe y luego inhaló el polvo que tenía en la mano. Algunos de sus soldados habían ido corriendo a desvalijar los cadáveres franceses y el comandante les gritó que aliviaran el sufrimiento a los caballos heridos antes de robarles a los muertos. A un coracero con una bala de mosquete en el muslo lo arrastraron de vuelta al cuadro. Un soldado de la Guardia recogió el brillante casco del hombre herido, con su largo penacho de crin, sustituyó su chacó por aquel yelmo chillón y pasó meneándose por delante del frente del cuadro, parodiando de forma grotesca a una prostituta de las que había en las puertas de los barracones. Sus compañeros lo aclamaron.

—Me imagino —el comandante sonrió ante la pantomima del soldado— que los malditos cañones del Monsieur empezarán de nuevo.

En cambio, fue la artillería británica situada en la cima la que abrió fuego. Por el ruido de la descarga Sharpe supo que los cañones llevaban doble carga y la frenética velocidad de los artilleros al recargar advertía que la caballería se acercaba de nuevo por la vertiente central de la colina.

—¡Dios mío! ¡Esos cabrones no han tenido bastante! —exclamó el comandante con incredulidad y entonces se animó al darse cuenta de que tendría otra oportunidad de animar a sus hombres—. ¡Mademoiselle Franchute viene a por más, chicos! ¡Debéis de haberla tratado bien la última vez, así que ofrecedle otra vez el mismo trato!

En efecto, la caballería estaba regresando, y esa vez había incluso más jinetes. Debían de haber mandado refuerzos por el valle y ahora parecía como si toda la caballería de Francia fuera a lanzarse en un desesperado ataque contra los cuadros británicos. Un tumulto de jinetes descendía como una riada por la colina y los cañones situados junto a los cuadros les dieron una bienvenida de botes de metralla antes de que los artilleros corrieran de nuevo con sus valiosos instrumentos a resguardarse en los cuadros.

—¡No disparen! —El comandante de la Guardia miró a través del humo de los cañones con ojos escrutadores—. ¡Esperen, muchachos! ¡Esperen! ¡Fuego!

Los mosquetes no podían fallar. Las pesadas balas alcanzaron con estrépito a hombres y caballos, atravesaron petos y cascos, convirtiendo la majestuosidad de penachos y pellizas en dolor expresado a gritos. También había dolor dentro de los cuadros, donde todavía se refugiaban los soldados heridos por el cañoneo y a los que no se les había dado tiempo para retirarse a la linde del bosque. Los oficiales de batallón cabalgaban entre los heridos al tiempo que animaban a gritos a todos los flancos de sus cuadros y los jinetes franceses pasaban raudos.

La caballería había vuelto totalmente decidida a atacar, pero no podían obligar a los caballos a cargar contra unos cuadros que en aquellos momentos recibían la protección añadida de los improvisados bastiones, formados con los cuerpos de caballos y hombres muertos y agonizantes. El nuevo ataque fluyó entre los cuadros igual que el primero, excepto que en aquella ocasión fue más lento porque los animales estaban cansados. Los caballos que habían perdido a sus jinetes durante el primer ataque también se incluyeron diligentemente en el segundo, obedeciendo sin rechistar sus instintos de manada, incluso cuando dichos instintos los llevaban hacia la tormenta de metralla y mosquetería.

Una vez más, algunos franceses atravesaron todo el largo de la formación de cuadros, pero sólo para descubrir la cortina de caballería que les esperaba. En aquella ocasión, en lugar de arriesgarse a volver por los pasillos de fuego de mosquete, hubo algunos coraceros que dieron un brusco viraje a la izquierda para encontrar otra ruta de regreso al valle. Descubrieron un sendero que iba por detrás de la colina y se precipitaron a seguirlo con intención de llegar al flanco abierto. El camino descendía hacia una profunda zanja cuyos terraplenes eran demasiado empinados y estaban demasiado mojados para que los caballos treparan por ellos, y al final de la zanja había una barricada hecha con árboles talados que habían colocado allí para contener cualquier intento de ataque por parte de los franceses en la otra dirección. Los jinetes se detuvieron y les gritaron a los hombres que iban detrás que dieran la vuelta para encontrar otro camino hacia el otro lado del hundido sendero.

La infantería británica apareció en lo alto de los taludes. Aquellos casacas rojas estaban frescos, apostados para proteger contra un ataque por el flanco que no había ocurrido, y ahora se encontraban con un enemigo indefenso bajo sus mosquetes. Abrieron fuego. Una descarga tras otra cayó en la zanja de abruptos repechos laterales. Dispararon sin piedad, hasta que no quedó ni un solo hombre o caballo intacto, y sólo entonces la infantería descendió atravesando su propio humo hacia aquellos montones de agitado, quejumbroso y plañidero horror. No fueron a ayudar a sus víctimas, sino a desvalijarlas.

La segunda carga terminó igual que la primera, pero los franceses eran valerosos y estaban dirigidos por el más valiente de los valientes, así que volvieron. Los cañones dispararon una última descarga antes de que el ataque llegara a los cuadros, y en esa ocasión un capricho del cambiante humo le permitió que Sharpe viera a un grupo de jinetes atacantes que saltaban en pedazos, como una cosecha sobre la que cayera una guadaña gigante. Los artilleros corrieron a ponerse a salvo con sus baquetas mientras que los caballos eran espoleados de nuevo hacia las caras de los cuadros. De nuevo los mosquetes repelieron el ataque y de nuevo la caballería viró y se alejó. Era una auténtica locura. Sharpe, sin molestarse siquiera en desenfundar su rifle, observó con incredulidad. Los franceses estaban masacrando a su propia caballería, arrojándola una y otra vez contra los incólumes cuadros de la infantería.

La caballería se retiró otra vez y al hacerlo permitió que los artilleros británicos volvieran a ocupar sus intactas baterías. Unos cuantos fusileros franceses habían trepado por la colina a ambos lados de la caballería, pero no había suficientes Voltigeurs para causar problemas a los cuadros. Algunos artilleros franceses abrieron fuego durante el intervalo entre los ataques de la caballería y sus descargas hicieron más daño del que habían conseguido infligir todos los caballos juntos. Los artilleros se vieron obligados a detener su cañoneo cuando la obstinada caballería dio la vuelta para volver a cargar contra los cuadros. Entre uno y otro ataque se dejó salir de los cuadros a unos cuantos casacas rojas para que regresaran con algún botín: una espada dorada de oficial, un puñado de monedas, una trompeta de plata con un estandarte magníficamente bordado. Un sargento le desabrochó el casco de piel de leopardo a un dragón para volver a tirarlo con indignación cuando vio que la piel de leopardo no era más que tela teñida. Otro soldado se rió al encontrarse un enmarañado ramillete de violetas que llevaba en el ojal un general de los dragones muerto, cuyo bigote cano estaba salpicado de sangre.

Sharpe y Harper aprovecharon una de las pausas entre los ataques franceses para salir del cuadro de los soldados de la Guardia a medio galope. En parte fue la curiosidad lo que les impulsó a moverse. Asimismo, otros oficiales de estado mayor cabalgaron entre las formaciones y pasaron junto a los montones de franceses muertos para descubrir cómo les iba a los otros batallones. Sharpe y Harper buscaron su antiguo batallón y al fin divisaron el estandarte amarillo del regimiento de los Voluntarios del Príncipe de Gales que se alzaba por encima del persistente humo de los mosquetes. El estandarte tenía la insignia de un águila encadenada en conmemoración del trofeo que Sharpe y Harper habían capturado en Talavera. Los casacas rojas gritaron con entusiasmo cuando los dos fusileros salieron de la neblinosa humareda y entraron en el abrazo del cuadro.

—No le importa si nos refugiamos aquí, ¿no? —le preguntó educadamente Sharpe a Ford.

Estaba claro que Ford tenía miedo de los motivos que habían impulsado a Sharpe a ir en busca de su antiguo batallón, pero difícilmente podía negarle su hospitalidad, así que dio su renuente consentimiento con un movimiento de cabeza. El coronel se sacó las gafas nerviosamente y frotó los cristales con su fajín. Por alguna razón las lentes parecían empañadas y se preguntó si sería algún extraño efecto causado por la densidad del humo de la pólvora. El comandante Vine miró al fusilero, temiendo que Sharpe hubiera regresado para tomar el mando igual que había hecho en Quatre Bras.

Peter D’Alembord, desmontado, seguía ileso. Le sonrió a Sharpe.

—¡Me da igual esta fantochada! ¡Por mí pueden seguir probando con este disparate día y noche!

Los franceses volvieron a probar con el disparate y de nuevo no consiguieron nada. Habían atacado empujados por una errónea percepción de una retirada británica, sin embargo, aunque ya se habían dado cuenta de su error, parecían incapaces de abandonar aquellas acometidas suicidas. Una y otra vez atacaron y una y otra vez los mosquetes llamearon y humearon, y los agotados caballos cayeron con gritos y temblores. Cerca de Sharpe, entre los Voluntarios del Príncipe de Gales y un cuadro de soldados de la Legión Alemana del Rey, un oficial de los húsares se esforzaba en desabrochar su cara silla. Ninguno de los dos cuadros lo molestó. La cincha había quedado atrapada bajo el peso muerto del caballo, pero al fin el oficial la sacó de un tirón y los alemanes le dedicaron una irónica ovación. El francés se alejó andando penosamente con su carga a cuestas. Dos caballos sin jinete bajaron trotando junto a la cara posterior del cuadro de Ford, pero ninguno de sus hombres podía molestarse en recuperar los trofeos, aunque se ofrecía una recompensa por los caballos capturados. Un coracero herido, despojado de su armadura, se dirigía renqueando hacia el sur.

—¡Eh! ¡Francesito! ¡Hazte con un caballo, tonto cabrón! —le gritó el soldado Clayton.

—¿Por qué siguen insistiendo estos malditos idiotas? —le preguntó Harry Price a Sharpe.

—Por orgullo. —Sharpe ni siquiera tuvo que pensarse la respuesta. Aquéllos eran los jinetes de Francia y no iban a regresar cojeando a sus filas para admitir el fracaso. Sharpe recordaba momentos como aquél en su propia experiencia. En Badajoz, los franceses habían llenado de británicos muertos una zanja recubierta de piedra y aun así la infantería había atacado la brecha. Al final, ese obstinado orgullo había traído consigo la victoria, pero en aquellos momentos, los reventados caballos con sus agotados jinetes eran incapaces de romper un cuadro.

Sharpe fue acercando poco a poco su caballo detrás de su antigua compañía ligera. Weller seguía con vida, al igual que Hagman y Clayton.

—¿Cómo va, muchachos?

Tenían la boca seca de morder los cartuchos, los labios salpicados de pólvora sin arder y el sudor había dibujado unos nítidos regueros en sus rostros, ennegrecidos por el humo y el tizne de la pólvora al explotar en las cazoletas de sus mosquetes. Las uñas les sangraban de tanto arrancar el pedernal, sin embargo sonreían y lanzaron una irónica ovación cuando Sharpe les pasó una cantimplora llena de ron que sacó de su silla. El alférez Huckfield tenía un bolsillo lleno de pedernales de recambio que repartió entre aquellos a quienes se les habían roto los viejos a causa de los repetidos disparos.

—Ahora sé cómo se siente la alta burguesía —le dijo Hagman a Sharpe.

—¿Cómo es eso, Dan?

—Cuando toda la caza es conducida hacia ellos y lo único que tienen que hacer esos cabrones ricos es apuntar y disparar. Porque esto es lo mismo, ¿no es cierto? No es que me importe. Por lo que a mí respecta esos bobos de mierda pueden pasarse el día poniéndose en fila para que les disparen. —Porque, mientras la caballería francesa estuviera cerca de los cuadros, la temida artillería francesa no podía disparar contra los casacas rojas.

Los jinetes regresaron otra vez, aunque para entonces tanto hombres como bestias estaban demasiado cansados y recelaban demasiado como para lanzar otro ataque. Una concentración de caballería enemiga hizo avanzar al paso a sus caballos hasta situarse a menos de sesenta metros de los Voluntarios del Príncipe de Gales y se detuvieron junto a una batería de cañones abandonados. Los caballos sudaban y las costillas les palpitaban con su agitado resuello, pero la caballería seguía sin abandonar la esperanza de acabar con la infantería. Si la fuerza bruta no funcionaba, tal vez lo hiciera la sutileza, y a cada pocos minutos un grupo de caballería espoleaba sus caballos y avanzaba en un intento de provocar que un lado del cuadro disparara. Si aquellos amagos de ataque podían vaciar los certeros mosquetes, habría una posibilidad de que los jinetes restantes pudieran abrirse paso entre las filas, a golpes de sus pesadas espadas, antes de que éstas volvieran a cargar sus armas. Los lanceros, con sus armas de largo y mortífero alcance, podían romper fácilmente un cuadro desde un caballo en pie, pero no si los mosquetes estaban cargados.

Pero el batallón era demasiado astuto para morder el anzuelo. En lugar de eso, abuchearon e insultaron a los franceses. Algunos jinetes se alejaron trotando en busca de otro cuadro, con la esperanza de que tuviera una disciplina más pobre. El gran ataque de la caballería había llegado a un punto muerto. La caballería, demasiado orgullosa para retirarse, no podía atacar, por lo que situaron sus caballos fuera del alcance efectivo de las descargas y trataron de engañar a la infantería para que disparara. Había cientos de franceses muertos o agonizantes, aunque miles de ellos permanecían en sus sillas, suficientes para mantener viva la desesperada esperanza de una victoria. En ocasiones, un oficial conseguía alentar a un grupo para que se lanzara en una vehemente arremetida, los mosquetes volvían a escupir llamas, caían más caballos y se reanudaba el punto muerto.

—¡No disparen! ¡Alto el fuego! —gritaba de pronto D’Alembord a los soldados de la cara trasera del cuadro—. ¡Abran filas!

Tres jinetes habían atravesado el prado y en aquellos momentos se refugiaban entre los Voluntarios del Príncipe de Gales. Sharpe se giró en su silla y vio al duque de Wellington que saludaba con un seco movimiento de cabeza a Ford, quien empezó a limpiarse las gafas con afán. Sharpe volvió la vista al frente, donde permanecían los jinetes franceses con aspecto amenazador, pero no atacaron. Dos de los lanceros, frustrados y resentidos por el punto muerto alcanzado, arrojaron sus lanzas como si fueran jabalinas, pero los proyectiles cayeron a poca distancia de la fila delantera sin causar daños. En son de burla los casacas rojas invitaron a los jinetes a que se acercaran a recuperar sus juguetes. Otro lancero dio un golpe con la punta de su arma a la ennegrecida chimenea de un cañón y no consiguió nada.

—Pierden el tiempo. —La voz del duque sonó justo detrás de Sharpe.

Sharpe se volvió y vio que el duque se dirigía a él.

—Sí, señor.

El rostro del duque no revelaba ni la esperanza de que su ejército sobreviviera, ni el desespero de una derrota. Había perdido la mayor parte de su caballería en una carga estúpida, muchos de sus aliados habían huido y se había quedado con apenas la mitad de efectivos que había desplegado al comenzar el día, pero tenía un aspecto calmado, incluso distanciado. Ofreció a Sharpe un amago de sonrisa, un reconocimiento de los muchos campos de batalla que ambos habían compartido a lo largo de los años. Una persona más perspicaz que Sharpe hubiera interpretado como un mensaje la búsqueda de la camaradería de un soldado veterano por parte del duque, pero Sharpe simplemente sintió la habitual incomodidad que le embargaba cuando estaba en compañía de su antiguo oficial al mando.

—¿Qué opina usted de él? —preguntó el duque.

Sin ninguna duda «él» era el emperador.

—Me ha decepcionado —fue la breve réplica de Sharpe.

Al duque le hizo gracia aquella respuesta.

—Aún podría ser que lo complaciera. Nos está arrojando unos retazos para ver qué hacemos, pero no hay duda de que tarde o temprano organizará un verdadero ataque. —El duque miró a los jinetes enemigos más próximos, una mezcla de coraceros, húsares y lanceros—. Unos demonios con muy buen aspecto, ¿verdad?

—Sí, señor.

De pronto el duque dejó estupefacto a Sharpe al soltar aquel enorme chillido que tenía por risa.

—¡Estaba en otro cuadro de allí y un comandante les decía a sus hombres que hicieran mohines a esos bribones! ¡«Háganles muecas», gritaba! ¿Puede creerlo? ¡Háganles muecas! Tendremos que añadir esa orden al manual de entrenamiento. —Volvió a reírse y luego lanzó una mirada a Sharpe—. ¿Orange le mantiene ocupado?

—Me ha destituido, señor.

El duque se lo quedó mirando con desaprobación unos instantes y luego soltó otra carcajada parecida a un relincho que hizo que los casacas rojas más próximos volvieran la cabeza asombrados ante su comandante en jefe.

—Siempre pensé que fue un idiota al elegirlo. Le dije que usted era un tipo independiente, pero no quiso escucharme. A su edad siempre creen saberlo todo. —El duque volvió a mirar a los jinetes franceses que seguían sin mostrar intención de acercarse al cuadro—. Si esos bellacos no piensan atacar tal vez me escape.

—¿Excelencia? —Sharpe no pudo resistirse a hacer una pregunta cuando el duque dio la vuelta a su caballo para alejarse—. ¿Y los prusianos, señor?

—Hemos divisado a los piquetes de su caballería. —El duque habló con voz muy calmada, como si no lo hubiese atormentado todo el día el miedo a una traición por parte de los prusianos—. Me temo que pasará un buen rato antes de que su infantería pueda acercarse a nosotros, pero al menos hemos visto a sus piquetes. Tan sólo hace falta que nos mantengamos firmes. —El duque alzó la voz para que todo el cuadro pudiera oír lo confiado que estaba—. ¡Ahora tenemos que mantenernos firmes! ¡Le agradezco su hospitalidad, Ford!

Salió al galope de la parte trasera del cuadro, seguido por los dos oficiales de estado mayor que habían conseguido seguirle el ritmo. Algunos jinetes franceses espolearon sus caballos y salieron tras él, pero abandonaron la persecución cuando les quedó claro que su caballo era un animal mucho mejor.

—¡Cuidado a la derecha! ¡Presenten armas! —Ése era D’Alembord, que advertía del acercamiento de otra concentración de caballería enemiga, la cual realizaba un último y vano intento de justificar los hombres y caballos masacrados que yacían en montones ensangrentados alrededor de los tercos cuadros.

Los mosquetes volvieron a soltar llamaradas, las baquetas hicieron ruido en los tubos calientes y las descargas parpadearon, rojas, entre la humareda. En algún lugar, un húsar que agonizaba repetía el nombre de su mujer a voz en grito. Un caballo se dirigía cojeando hacia su base, arrastrando una de las patas traseras que goteaba sangre. La gualdrapa del equino estaba decorada con una «N» imperial bordada con hilos azul y dorado. Junto al animal, y gritando de dolor aunque en apariencia estaba ileso, pasó un perro que se dirigía trotando hacia el sur para buscar a su amo entre la caballería francesa que se retiraba. Un coracero, cuyo rostro reflejaba la amargura del fracaso, golpeó con su espada el tubo de un cañón británico, el acero sonó igual que un martillazo en un yunque, pero no le sirvió de nada. El coracero dio un tirón a su caballo para que diera la vuelta y apretó el paso en dirección sur.

La caballería francesa había sido derrotada y, al igual que una última y exhausta ola que no ha podido abrir una brecha en un malecón, los jinetes retrocedieron hacia el valle. Se alejaron despacio, manchados de sangre y de barro, una horda dorada convertida en una multitud vencida.

Y los cañones del emperador, que aquel día habían sido los mejores asesinos al servicio de los franceses, empezaron a matar de nuevo.