Casi dos mil quinientos hombres reunidos tras la plana cima de la colina. Unos soldados se ponían unos cascos relucientes que en la parte superior tenían unos penachos de crin. Los escoceses, montados en sus enormes caballos blancos, llevaban los gorros altos de piel de oso de los granaderos, en memoria del día en que habían capturado el estandarte de la Guardia Real de Luis XIV en Ramillies. Se ajustaron las correas a la barbilla y bromearon como habitualmente hacían los hombres que se enfrentaban a un combate. En la atmósfera abundaba el olor de los excrementos de los caballos.
Un oficial levantó una mano enguantada, la mantuvo un segundo en alto sin moverla y luego la bajó para señalar allí donde el humo de cañón se cernía sobre el valle. Una corneta daba el toque de avance mientras las largas líneas de ataque marchaban hacia delante con el tintineo de las barbadas de cadena y el crujido del cuero.
Eran la caballería pesada de Gran Bretaña, la Guardia del Soberano y la Brigada de la Unión, la caballería mejor montada de todo el mundo y la peor dirigida.
Llevaban caballos grandes y fuertes, criados en ricas praderas inglesas e irlandesas. Los caballos estaban frescos, ilesos y ansiosos. Los jinetes desenvainaron las espadas y se engancharon las correas de cuero de las armas en sus muñecas cubiertas por el puño de los guantes. La hoja de aquellas espadas era un pesado acero de casi noventa centímetros que había sido afilado como si se tratara de una lanza. La corneta dio la señal de ponerse al trote y los largos penachos empezaron a ondular detrás de las filas. Algunos de los soldados tomaron un último sorbo de ron de sus cantimploras mientras otros tocaban sus amuletos de la suerte. Un caballo torció el labio para mostrar unos largos dientes amarillos, otro relinchó excitado. Un soldado escupió un pedazo de tabaco y luego se lió las riendas alrededor de la muñeca izquierda. Las filas de caballería que iban a la cabeza se encontraban en la cima y, a través de la cortina de humo, pudieron ver que el valle era como el patio de recreo de un asesino; un amplio prado repleto de un enemigo desprevenido. Veinte mil soldados de infantería franceses habían cruzado el valle y dos mil quinientos de caballería cargarían sobre su expuesto flanco. Los jinetes espolearon a sus caballos para avanzar a medio galope y sus penachos se zarandearon furiosamente en el viento humeante. Las alforjas y las vainas se agitaban en sus costados. Un banderín bordado con hilo de oro los guiaba cuesta abajo. Las filas de los soldados de caballería eran irregulares pues todos querían acercarse al enemigo, mientras que sus oficiales, que no querían quedarse atrás, avanzaron a toda velocidad como si estuvieran cabalgando por tierras de caza y temieran perder a su presa.
Por fin, los trompetas hicieron sonar el toque de ataque. Las diez notas, que subían de tonalidad en tresillos, sonaron penetrantes hasta alcanzar el agudo y claro tono haciendo que los jinetes salieran disparados. ¡Al carajo la prudencia! ¡Al carajo el lento avance y la regular carga final que llevaría a los caballos hacia su objetivo como un solo grupo unido! ¡Aquello era la guerra! Aquél era un terreno de caza con presas humanas y la gloria no esperaba a que el último de los soldados formara en línea, así que las trompetas hacían temblar la sangre con su toque demencial. ¡A la carga y que cada uno salve su propio pellejo!
Realizaron un glorioso ataque con una genial caballería que cruzó en diagonal la cara de la ladera frontal de la colina como un torrente. Por delante de ellos estaban los coraceros, y más allá de los jinetes enemigos con peto la infantería que no formaba ni en línea ni en columna. Ninguno de los franceses se esperaba el ataque.
Los caballos de los coraceros estaban reventados. Todavía estaban formando sus líneas tras la matanza de los alemanes rojos, y en aquel momento no tuvieron ninguna oportunidad. Fueron arrollados en un instante. Lord John, que corría tras los soldados de la Guardia Real, oyó el sonido metálico de las espadas al chocar contra los petos de las armaduras; vio fugazmente a soldados desmontados, a caballos derribados en el suelo, luego una espada ensangrentada que se alzaba en lo alto. Los coraceros, ampliamente superados en número, fueron arrasados mientras que un soldado de caballería con su montura al galope tardaba en golpear una vez con su arma. Un jinete irlandés dio un grito, no de dolor, sino de puro regocijo al matar. Otro soldado estaba ebrio de ron y con su espada manchada de sangre y su caballo, que sangraba por las heridas de las espuelas, se abalanzó para seguir con la matanza.
Unos cuantos jinetes británicos fueron derribados cuando sus caballos tropezaron con los abatidos coraceros, pero la mayor parte de la carga fluyó entre los caballos caídos y los franceses heridos. Los jinetes vieron que los soldados de infantería se arremolinaban como si fueran ovejas llevadas ante la guarida del lobo. Una corneta, que daba unas notas ondulantes tocadas desde un caballo al galope, lanzó su claro desafío a la gloria.
Lord John gritaba como si estuviera bebido. Nunca, en toda su vida, había sentido una excitación como aquélla. La mismísima tierra parecía estremecerse. Por todo su alrededor, brillando en aquella penumbra diurna, un torrente de hombres y caballos avanzaban extendidos al máximo y dispuestos a matar. Los caballos, que enseñaban los dientes, parecían volar por encima del prado. El barro que levantaban los cascos de las bestias que tenía delante le manchó y le golpeó el rostro. Había una música desenfrenada en el aire, el sonido estrepitoso de los cascos y de agudos chillidos, de los pulmones de los caballos que resollaban como si fueran fuelles, de gritos que se desvanecían por detrás y de bramidos de advertencia que sonaban más fuerte por delante, de las cornetas que los impelían a avanzar, de una gloria tan vivida como el banderín que parecía ir directo al corazón de la condenada columna francesa.
Entonces los jinetes alcanzaron su objetivo.
Y los franceses, que todavía estaban maniobrando para cambiar la formación, estaban indefensos.
Los grandes caballos y sus imponentes jinetes cayeron sobre el enemigo a lo largo del flanco roto de su columna. La caballería abrió grandes brechas en el mismísimo centro de la infantería francesa. Las espadas descendían, se alzaban y volvían a caer. Los caballos se encabritaban y con los golpes de sus patas rompían cráneos. Los soldados de caballería, deleitándose en la matanza, marcharon hacia el centro de la columna que se rompía para acelerar su desintegración y facilitar así la eliminación de sus componentes. Azotaban a los franceses con acero y seguían llegando más jinetes para abrir aun más senderos de muerte y horror entre aquella masa hecha pedazos.
—¡Calen las bayonetas! —Los casacas rojas que estaban en la cima de la colina buscaron a tientas sus vainas, desenfundaron las largas hojas y encajaron las bayonetas en los calientes y humeantes cañones de los fusiles.
—¡Adelante!
Se oyó un hurra a lo largo de la colina y entonces los casacas rojas salieron corriendo para unirse a la matanza.
Los franceses se vinieron abajo. No había infantería que hubiera podido resistir. Las columnas francesas rompieron filas y huyeron, cosa que facilitó aún más la tarea a los jinetes. No era ningún problema matar a un hombre que corría, así que los soldados de caballería saciaron sus ansias de muerte y todavía querían más. Estaban ebrios con la matanza, empapados de ella, regodeándose en ella. Algunos jinetes estaban literalmente ebrios, rezumando ron y ansia y asesinando como demonios. Las cornetas les chillaban, animándolos, hasta que las hojas de las espadas estuvieron tan manchadas de sangre que ésta chorreaba de las manos y muñecas de la caballería.
Un sargento escocés de casi dos metros de estatura, que iba montado en un caballo a juego, se hizo con la primera águila. Lo consiguió él solo, adentrándose con su enorme caballo de guerra en un grupo de desesperados franceses que estaban dispuestos a morir por su estandarte. Murieron. El sargento Ewart era lo bastante fuerte para utilizar la tosca espada de casi noventa centímetros. Mató al primero de los defensores atravesándole la cabeza. Un sargento francés, armado con una de las lanzas suministradas para defender las preciadas águilas, apuntó con ella a Ewart, pero el escocés alzó la espada y la clavó en la mandíbula del sargento. Soltó la hoja de un tirón, espoleó a su caballo para que siguiera avanzando, notó que una bala de mosquete pasaba volando junto a su cara y arremetió contra el soldado que la había disparado, abriéndole el cráneo con su despiadado acero. Ewart hizo dar media vuelta a su caballo, alargó el brazo, agarró el águila y sus talones volvieron a golpear al tiempo que alzaba el dorado trofeo por encima de la cabeza. Gritaba para que todo el mundo viera lo que había hecho y su caballo, como si compartiera el triunfo, cabalgó por aquel sendero de muerte con la ensangrentada cabeza alta y las ijadas teñidas de escarlata.
—¡Ya ha hecho bastante por un día! —El coronel de los Escoceses Grises ofreció un saludo al sargento—. ¡Llévela a la retaguardia!
Ewart, sosteniendo el águila en alto y empujándola hacia el cielo para mostrar a los dioses lo que había conseguido, regresó a medio galope a la colina británica. Pasó junto a un regimiento de infantería de las Highland que lo ovacionaron hasta enronquecer.
Los otros jinetes siguieron adelante. El prado estaba mojado de sangre y de lluvia y el suelo era traicionero por los cuerpos de los muertos y lastimoso por los heridos, pero los caballos seguían echando sus lazos de acero y hueso sobre los franceses que huían presas del pánico. Un tambor quedó hecho astillas bajo los cascos de un caballo. El tamborilero, un muchacho de tan sólo doce años, estaba muerto. Otro chico que gritaba aterrado fue arrollado por un caballo blanco que le rompió la cabeza con el golpe de uno de sus cascos. Algunos soldados de la infantería francesa corrieron hacia la infantería británica que cargaba contra ellos y se arrojaron a merced de los casacas rojas. La infantería británica, que se vio frenada por la carnicería que se encontraron a su paso, detuvo el ataque y reunió a los aterrorizados prisioneros.
La caballería no sabía lo que era tal clemencia. Habían soñado con un campo como aquél, lleno de un enemigo destrozado para destrozarlo aún más. El capitán Clark de la Real Brigada capturó la segunda águila haciendo trizas a sus defensores, agarrando el trofeo, defendiéndolo y luego llevándoselo lejos de los patéticos supervivientes que, al oír su propia muerte en los enormes cascos, intentaron salir corriendo, pero no había hacia dónde correr puesto que los jinetes irlandeses, escoceses e ingleses iban arrasando por todo el valle. Hasta los caballos estaban entrenados para matar. Mordían, batían sus cascos, luchaban igual que los enloquecidos hombres que los montaban.
Lord John aprendió al fin a matar. Conoció el placer de abandonar toda circunspección, del poder absoluto, de caer sobre hombres agotados que se daban la vuelta, gritaban y luego desaparecían quedándose atrás cuando su espada arremetía contra ellos. Se encontró eligiendo a un hombre como objetivo y acechándolo incluso si ello significaba no hacer caso de otros franceses más próximos, y luego escogiendo la manera en que iba a morir su víctima. A una de ellas le dio de lado en el cuello y casi perdió su espada de lo profundo que se clavó. Practicó la estocada y aprendió a dominar la pesada punta de la hoja. Empapó el acero de sangre, salpicando el aire con él tras cada victoria y bajando luego la punta para ir por más. Vio a un gordo oficial francés que huía corriendo con torpeza y lord John espoleó su caballo pasando entre los soldados franceses más próximos, se puso de pie en los estribos e hizo descender su espada de golpe. Notó que el cráneo se resquebrajaba como un huevo duro gigante y se rió en voz alta ante la ocurrencia de tal comparación en un momento como aquél. La carcajada sonó más parecida a una risotada demoníaca, un apropiado acompañamiento para los gritos de los demás soldados de caballería, ebrios de muerte, que había a su alrededor. Dio media vuelta, le rajó la cara a un francés y apretó el paso. Vio a Christopher Manvell que esquivaba una desesperada embestida de una bayoneta y luego clavaba su espada. Un puñado de Inniskillings pasaron con gran estruendo junto a lord John, con sus caballos cubiertos con sangre del enemigo y sus voces aullando un himno a la masacre. Delante de lord John había un soldado de caballería de los Escoceses Grises borracho y no paraba de dar cuchilladas a un sargento francés que se agitaba en el suelo en medio de un charco de sangre que se extendía. El rostro del escocés era una risueña máscara ensangrentada.
—¡Seguiremos hasta París! —gritó un comandante de la Guardia Real.
—¡Los cañones! ¡Maten a esos cabrones de artilleros!
—¡Hasta París! ¡Adelante hasta París!
La carga había cumplido su cometido magníficamente bien. Había acabado con el batallón de coraceros y luego había destruido la mayor parte de un cuerpo de la infantería francesa. El ataque había dejado el valle lleno de cuerpos y sangre y había capturado dos águilas, pero aquélla era la caballería británica, la peor dirigida de todo el mundo, y en aquellos momentos sus soldados se consideraban inmortales. Habían inundado sus almas con la gloria de la guerra y ahora harían que sus nombres perduraran en sus anales. Las cornetas dieron la señal de volver a formar y el conde de Uxbridge les gritó a los soldados de caballería próximos a él que se retiraran y volvieran a formar tras la colina, pero había otros oficiales, y otras cornetas, que querían más sangre. Eran la caballería. ¡Adelante hasta París!
Las espuelas volvieron a rasgar, las rojas espadas se alzaron en alto y la carga siguió adelante.
* * * *
El campo de batalla olía entonces de otra manera. La sangre, fresca y empalagosa, mezclaba su olor con la acre fetidez de la pólvora quemada. Los cañones británicos quedaron en silencio con los tubos calientes y humeantes y las bocas ennegrecidas. Ya no había más objetivos puesto que el ataque francés, tan abrumador durante un instante, había quedado destrozado y convertido en sangre, huesos y hombres que lloraban. Los supervivientes de la infantería francesa, muchos de ellos con terribles heridas causadas por las pesadas espadas, deambulaban aturdidos por el aplastado grano. Los fusileros alemanes que se habían retirado del jardín y el huerto de La Haye Sainte corrieron de vuelta a sus posiciones, mientras que los fusileros del 95.º volvieron a ocupar el arenal.
Cerca de dicho arenal un coracero salió lentamente de debajo de su caballo. Se quedó mirando a los fusileros y luego se desabrochó la pesada armadura y la dejó caer. Echó una última mirada temerosa a los casacas verdes y se dirigió renqueando de vuelta a La Belle Alliance. Los fusileros lo dejaron marchar.
El príncipe de Orange, que ya había olvidado la muerte de sus tropas hanoverianas, dio unas palmadas de alegría cuando la caballería británica se dirigió hacia el sur para completar su ataque.
—¿No son magníficos, Rebecque? ¿No son sencillamente magníficos?
El duque, un poco más allá en la colina, también miraba como los jinetes viraban bruscamente hacia el sur de forma desordenada. Por un momento pareció asqueado y luego se volvió y ordenó a su infantería que volviera a refugiarse tras la vertiente dela colina. Los prisioneros franceses, despojados de sus mochilas, bolsas y armas, se dirigían en fila hacia el bosque en tanto que el duque espoleó su caballo para regresar junto al olmo.
Sharpe y Harper habían encontrado un parque de carros de munición de cuatro ruedas en el extremo del bosque, todos bajo la custodia de un oficial regordete que pertenecía al estado mayor del intendente y que se negó a desprenderse de ningún carro sin la debida autorización.
—¿Cuál es la debida autorización? —le preguntó Sharpe.
—Una orden firmada por un oficial competente, por supuesto. Si me perdonan. Hoy no tengo precisamente poco trabajo. —El capitán le ofreció a Sharpe una sonrisa tonta, se dio la vuelta y se alejó.
Sharpe desenfundó su pistola y disparó una bala que se clavó en el suelo entre los talones del capitán.
El capitán se dio la vuelta, con el rostro lívido y temblando.
—Necesito un carro de cartuchos de mosquete —dijo Sharpe con su voz más paciente.
—Me hace falta la autorización, soy el responsable ante…
Sharpe se metió la pistola en el cinturón.
—Patrick, péguele un tiro a este gordo cabrón.
Harper desenfundó su pistola de siete cañones, la amartilló y apuntó, pero el capitán ya había salido corriendo. Sharpe espoleó su caballo y fue tras él, lo cogió por el cuello de la ropa y le acercó la cara a la silla.
—Yo soy un oficial competente y si no consigo la munición que quiero, en los próximos cinco segundos y de manera muy competente, le voy a meter un canon de nueve libras por el culo y desperdigaré su cuerpo por toda Bruselas. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor.
—Pues bien, ¿qué carro nos llevamos?
—El que ustedes quieran, señor, no faltaría más.
—Ordénele a un conductor que nos siga. Queremos munición para mosquete, no para rifle. ¿Eso lo entiende?
—Sí, señor.
—Muchas gracias. —Sharpe soltó al hombre—. Es usted muy amable.
Los fusileros franceses seguían disparando a las paredes del castillo y en el bosque se estaban concentrando más soldados de infantería para realizar otro asalto a Hougoumont cuando el carro bajó con estrépito por el camino lleno de baches y pasó junto al almiar que había en la puerta. Los franceses habían colocado una batería de obuses apuntando a la granja y algunos de sus proyectiles habían incendiado el tejado, pero el coronel MacDonnell estaba sorprendentemente confiado.
—No pueden quemar las paredes de piedra, ¿no? —Una granada cayó sobre el tejado del establo, rebotó en medio de una lluvia de pizarra rota y fue a parar a los adoquines del patio. La mecha silbó y humeó un instante y luego el proyectil estalló sin causar daños, pero la visión de aquel estallido de pólvora actuó de acicate para los soldados de la Guardia Real, que descargaban las cajas de cartuchos del carro recién llegado.
MacDonnell, que se estaba dando la vuelta para volver a entrar en la granja, se detuvo y ladeó la cabeza.
—Si no me equivoco, cosa que más bien dudo, me parece que nuestra caballería se está ganando la paga, para variar.
Sharpe escuchó. En medio del traqueteo de los disparos de mosquete y los estallidos de las armas pesadas, las diez notas de trompeta que indicaban el ataque de la caballería sonaban débiles y claras.
—Creo que tiene razón.
—Esperemos que sepan en qué bando luchan —dijo MacDonnell con sequedad, y entonces hizo un gesto con la mano en señal de agradecimiento y regresó a la casa.
Sharpe y Harper siguieron al carro de vuelta hacia la colina, donde torcieron al este hacia la línea central. Pasaron junto a lo que quedaba del capitán Witherspoon que había muerto cuando una granada común pasó casi rozando la superficie de la colina y le explotó en el vientre. Su reloj, que milagrosamente no se había roto, había caído en un ortigal donde, oculto y escondido, seguía haciendo tictac. Las manecillas del reloj marcaban entonces las dos y veintisiete minutos de la tarde, en la que se suponía que tenían que venir los prusianos, que todavía no habían llegado.
* * * *
Lord John se alejó al galope de la abatida infantería francesa. Por delante de él y a su alrededor iban grupos de otros jinetes, todos cabalgando por el valle para asaltar la línea principal de batalla de los franceses en la colina sur.
La carga británica se había desperdigado con la lucha entre la infantería, por lo que ahora los jinetes galopaban en pequeños grupos como una partida de caza que se hubiese separado debido a una larga carrera detrás de un zorro. Los soldados de caballería todavía estaban enloquecidos por la victoria, seguros de que nada podía oponerse a sus largas y ensangrentadas espadas.
Un seto de acebo, roto y pisoteado por el avance de las columnas francesas, le cortaba el camino a lord John. Su caballo saltó por encima, tropezó con los surcos de arado que había al otro lado, recuperó el equilibrio y siguió adelante al galope. Tres soldados de los Inniskillings iban a la carga por su izquierda y lord John torció hacia ellos en busca de compañía. A su derecha llovió una explosión de humo y tierra que quedó atrás rápidamente cuando siguió galopando. Una desordenada línea de Escoceses Grises iban por delante, con los ijares de sus caballos cubiertos de sangre y sudor. Lord John buscó con la mirada a Christopher Manvell o a otro de sus amigos, pero no vio a nadie. No es que eso importara, porque aquel día sentía que todo soldado de caballería era su amigo.
La caballería se dirigía a la carga por toda la mitad oeste del valle. Sus enormes caballos resoplaban con fuerza y el suelo estaba empapado y enlodado, pero los caballos eran fuertes y dispuestos. Los soldados habían dejado de gritar con la sed de sangre, de manera que el sonido del ataque se había convertido en el chacoloteo de los cascos, el crujir de las sillas y el ruido áspero de la respiración.
Los artilleros franceses situados en la colina sur cargaron sus doce libras con botes de metralla. Rompieron los sacos de pólvora e introdujeron las plumas por las chimeneas.
Los caballos cruzaban el valle con gran estruendo. Ya se estaban acercando unos a otros y se unían por la necesidad de compañerismo y por la conciencia del peligro.
Los artilleros dieron un último ajuste a las gualderas de sus cañones. Se agacharon con la próxima carga preparada en sus brazos. Los oficiales evaluaron la distancia y luego gritaron la orden: Tirez!
Una explosión de metralla barrió la vertiente frontal. Dos de los Escoceses Grises que iban delante de lord John cayeron en medio de un amasijo de sangre y embarrada confusión. Pasó al galope entre los dos soldados al tiempo que observaba el humo de los cañones que descendía hacia él. Un caballo sin jinete con los estribos que se agitaban pasó junto a él a toda velocidad por la derecha. Uno de los jinetes irlandeses que lord John tenía a su izquierda había sido alcanzado por la metralla en su brazo derecho. Se puso las riendas entre los dientes y sujetó su espada con la mano izquierda.
Los cañones dispararon de nuevo; otro estruendo cargado de humo en el que las repentinas llamas se clavaban y fuera del cual otro estallido de metralla abrió enormes brechas en la línea de ataque, pero aun así cientos de hombres permanecieron en sus sillas. El caballo moribundo de un soldado de la Guardia Real chocó contra uno de los Escoceses Grises y ambos hombres, así como sus monturas, se estrellaron gritando contra el suelo. Un oficial que iba detrás saltó por encima de aquella masa agonizante y lanzó el furioso grito de desafío que había iniciado aquella alocada carga: «¡Hacia París!».
Aquella voz pareció desatar otras mil. Los gritos empezaron de nuevo, los alaridos de unos soldados demasiado asustados para reconocer su miedo, demasiado eufóricos para creer en la muerte y demasiado próximos a los cañones para volver atrás.
Los caballos que iban en cabeza disiparon el humo de los cañones y al hacerlo revelaron a los artilleros que corrían desesperadamente a ponerse a salvo entre la infantería situada detrás. Las espadas empezaron de nuevo su trabajo. Un artillero arremetió con su pesada baqueta contra un soldado de la Guardia británica, falló y murió con la hoja de una espada clavada en su boca abierta.
La infantería, que se encontraba a menos de doscientos metros por detrás de los cañones y protegida por un espeso seto, había formado en cuadro. Los jinetes, montados sobre caballos agotados que querían recuperar el aliento, viraron bruscamente y se alejaron de la amenaza de los apiñados mosquetes. Fueron en busca de otros objetivos, galopando en un inútil tumulto entre los cañones abandonados y los invulnerables cuadros de la infantería. Algunos de los caballos aflojaron la marcha y siguieron al paso. A nadie se le había ocurrido traer los martillos y los dúctiles clavos de cobre que se necesitaban para clavar e inutilizar los cañones capturados, así que lo peor que podían hacer era arremeter con sus espadas contra la adornada inicial del emperador que estaba grabada en relieve en todos los tubos de los cañones. Algunos de los artilleros franceses habían sido demasiado lentos para escapar y se habían refugiado bajo sus armas o entre las ruedas de los armones; al menos a aquellos soldados podrían darles caza. Los jinetes se inclinaban torpemente en sus sillas para arremeter contra soldados que se agachaban y se escondían bajo los ejes de los cañones.
Llegaron más jinetes británicos que atravesaron el humo de los cañones con un sordo estrépito para encontrarse con la artillería capturada, los artilleros muertos o agonizantes y una multitud de soldados de caballería que daban vueltas, impotentes, entre los carros de munición. Habían atacado para alcanzar la gloria y no llegaron a ningún sitio. La infantería francesa bloqueaba el prometido camino hacia París, y esa misma infantería fue la que entonces empezó a disparar descargas que, incluso a menos de doscientos metros, encontraron objetivos.
—Creo que es hora de volver a casa. —Un capitán de los Escoceses Grises, con la espada manchada de sangre hasta la empuñadura, pasó con su montura junto a lord John, cuyo agotado caballo pacía en una franja de hierba detrás de un cañón. Lord John miraba fijamente a la infantería más próxima y se preguntaba cuándo se reanudaría la carga.
—¿Volver a casa? —preguntó lord John sorprendido, pero el escocés ya había aligerado el paso en dirección norte, hacia la colina británica y la seguridad.
—¡Retirada! —gritó otro oficial. Un soldado de caballería escocés, cuyo caballo había sido alcanzado por una bala de mosquete, corría entre los cañones en busca de un caballo sin jinete al que consiguió acorralar y montar. Tiró de la cabeza del animal para dirigirlo hacia el valle y lo espoleó con fuerza para ponerse a salvo.
Lord John volvió a mirar a la infantería enemiga, y gracias a un viento hiriente que dispersó la cortina de humo vio a todo el ejército francés desplegado frente a él. Sintió un arrebato de terror y tiró de las riendas. Su caballo, que estaba cansado y respiraba agitadamente, se dio la vuelta a regañadientes. La carga británica había terminado.
Estaba a punto de empezar el ataque francés. Su caballería empezó a cabalgar desde la derecha de su línea. Todos eran jinetes frescos: lanceros y húsares, la caballería ligera de Francia cuyos oficiales conocían su crudo trabajo a la perfección.
No cargaron contra la concentración de destrozados soldados de la caballería británica en la colina, sino que se dirigieron hacia el valle a medio galope para cortarles la retirada.
Los británicos, que regresaban desde los intactos cañones franceses, dispersaron el humo a su paso y vieron al enemigo que les aguardaba.
—¡Mierda! —Un soldado de la Guardia Real clavó sus espuelas y su caballo avanzó pesadamente y con renuencia a medio galope. Era una carrera que la pesada caballería británica estaba condenada a perder. De uno en uno, de dos en dos, en grupos dispersos, presas del pánico, huyeron hacia el norte, hacia la distante colina donde su propia infantería esperaba.
Las trompetas francesas sonaron.
Los lanceros rojos encabezaron el ataque. Algunos de ellos eran polacos, todavía leales al emperador, pero la mayoría eran belgas holandeses que luchaban por la bandera que amaban y que en ese momento bajaban sus banderines de cola ahorquillada y lanzaban sus caballos contra los aterrados británicos.
—¡Corred! ¡Corred! —En aquellos momentos el pánico era absoluto entre los británicos. Los hombres se olvidaron de la gloria y sólo querían alejarse y ponerse a salvo, pero era demasiado tarde.
Los lanceros se precipitaron sobre el flanco de la multitud que huía. Las lanzas, que los lanceros sostenían rígidas contra su cuerpo con la fuerza del codo derecho, penetraron en sus objetivos. Los soldados cayeron de los caballos dando gritos. Los lanceros pasaron por encima de sus víctimas, tiraron de sus lanzas para recuperarlas y las impulsaron hacia delante mientras espoleaban sus caballos a la caza de más fugitivos. Tras los lanceros venían los húsares con los sables, de manera que cualquier soldado que escapara a la lanza era atravesado por aquellas hojas curvas.
Lord John veía la masacre a su derecha, pero su caballo seguía corriendo a su antojo. Un caballo sin jinete pasó galopando junto a él y su propia montura pareció igualar su ritmo. El seto de acebo estaba a unos cien metros frente a él. Vio que la caballería ligera británica se acercaba desde la colina y acudía al rescate de los restos de la brigada pesada.
—¡Vamos! —Dio un golpe hacia atrás con su espada como si fuera una fusta. Un soldado de los Escoceses Grises saltó por encima del seto. El lancero que lo perseguía arremetió contra él, pero el escocés dio un brusco viraje y el lancero se alejó tambaleándose ensangrentado. Lord John miró hacia atrás y vio que dos de aquellos demonios rojos lo perseguían. Espoleó salvajemente a su caballo. Sentía el miedo en la garganta como un vómito agrio. No iba a haber gloria, ni un águila capturada, ni ningún radiante momento heroico que diera fama a su nombre; sólo se trataba de una desesperada carrera para salvar la vida a través de un prado embarrado.
Entonces, a su derecha, vio que un montón de aquellos lanceros rojos cargaban contra él. Sus caballos mostraban los dientes amarillos al tiempo que los jinetes parecían lanzarle unas miradas lascivas por encima de la brillante perversidad de sus lanzas. Lord John se estaba meando encima del miedo, pero sabía que no debía rendirse. Si pudiera atravesar su línea y saltar el seto, tal vez abandonarían la persecución.
Lanzó un grito desafiante, agarró su espada de forma que quedara rígida a continuación de su brazo derecho y tocó las riendas para que su caballo virara bruscamente hacia la derecha. El súbito cambio de dirección hizo que los lanceros se desviaran del curso que seguían para interceptarlo. Tuvieron que girar ligeramente, blandieron sus lanzas y de pronto lord John estaba pasando entre ellos. Su espada, que sujetaba con el brazo extendido, paró el golpe de una lanza de la que se desprendieron fragmentos de brillante madera del astil. ¡Había esquivado las puntas de lanza! Emitió un grito de triunfo al darse cuenta de ello. Su caballo chocó contra otro más pequeño, francés, pero no perdió el equilibrio. Frente a él había dos húsares. Uno de los dos le lanzó una estocada a lord John, pero el inglés fue más rápido y su espada se clavó profundamente en el vientre del soldado francés. La hoja quedó atrapada entre los músculos del hombre agonizante que se contraían, pero lord John consiguió de algún modo arrancarla de aquella succión y con un amplio movimiento del brazo dio un revés y se la clavó al segundo húsar, que esquivó el golpe y dio un desesperado tirón a su caballo para alejarse.
El miedo de lord John se estaba transformando en euforia. Había aprendido a combatir. Había matado. Había sobrevivido. Había vencido a sus perseguidores. Sostuvo en alto su ensangrentada espada prestada como si fuera un trofeo. La noche anterior había mentido acerca de su destreza, sin embargo aquel día las mentiras se habían vuelto realidad; había sido probado en combate y había sido convincente. Lord John rebosaba y bullía de felicidad mientras su caballo atravesaba estrepitosamente el seto de acebo, y frente a él no vio nada más que la larga y despejada ladera. Aquella ladera significaba la libertad, no sólo de sus perseguidores, sino del miedo que lo había acosado toda su vida. De repente fue consciente de lo asustado que había estado, tanto de Sharpe como de la ira de jane. ¡Que se fuera al carajo! Se iba a enterar de que su cólera ya no atemorizaba a lord John, porque había conquistado el miedo cabalgando hacia la línea de cañones enemigos y regresando a la base de operaciones. Gritó su triunfo justo cuando un caballo gris sin jinete se cruzó delante de él al galope.
El grito de lord John se transformó en una exclamación de alarma cuando su caballo giró bruscamente para eludir el obstáculo. El caballo se tambaleó al entrar en un terreno de barro profundo y, mientras intentaba recuperar el equilibrio, se paró en seco.
Lord John le gritó al caballo que se moviera. Le hundió salvajemente las espuelas.
El caballo trató de sacar los cascos del pegajoso fango. Avanzó dando bandazos, pero con pésima lentitud, y el primero de los dos lanceros que todavía perseguían a lord John alcanzó a su señoría.
La primera punta de lanza penetró en la parte baja de la espalda de lord John.
Arqueó la columna vertebral, gritando. Soltó su espada y sus manos buscaron a tientas por detrás y encontraron la hoja que se retorcía en su vientre como un gancho de colgar carne. El segundo lancero soltó un gruñido cuando entró a fondo. Su lanza alcanzó a lord John en las costillas, pero rebotó en el hueso y se le clavó en el brazo derecho.
Lord John chillaba y se derrumbaba. El húsar superviviente, a cuyo amigo había matado lord John, se acercó al inglés por la izquierda y le propinó a su señoría un feroz revés con el sable, el cual, al igual que muchas de las armas francesas, sólo tenía la punta afilada para alentar al soldado a dar estocadas y no cortes. El filo romo del acero chocó con un golpe sordo contra el rostro de lord John, le rompió el caballete de la nariz y con el golpe cegó sus ojos de forma instantánea. El pie izquierdo le resbaló del estribo, y el derecho, atrapado en el hierro, lo arrastró por el barro mientras su caballo trataba de huir desesperadamente. Le sacaron la lanza de la espalda de un tirón. Cayó sobre su estómago, gritando y llorando, cuando el cuero del estribo se rompió. Trató de darse la vuelta para enfrentarse a sus torturadores y buscó a tientas la espada que todavía colgaba de la correa de su muñeca, pero otra estocada le alcanzó en la pierna derecha y, como aquella lanza la habían clavado con toda la fuerza de soldado y caballo juntos, le rompió el fémur. La punta de la lanza se partió en la herida. Lord John quería suplicar a sus atacantes, pero el único sonido que pudo articular fue un balbuciente e infantil grito de terror. Agitaba los dedos inútilmente como si quisiera desviar cualquier otra arremetida.
Los tres jinetes franceses se plantaron alrededor del inglés que sangraba y temblaba.
—Está acabado —dijo uno de los lanceros que descendió de su montura y se arrodilló junto al inglés. Desenfundó un cuchillo con el que cortó las correas de la alforja de lord John en la que tintineaban las monedas. Le arrojó la bolsa a su compañero y luego le rajó los bolsillos al inglés, empezando por los pantalones.
—El sucio bougre se ha meado en los pantalones, ¿lo veis? —El lancero tenía acento belga—. Éste es más rico que un cerdo en la mierda. ¡Mirad! —Había encontrado más monedas en los bolsillos de los pantalones de lord John. El lancero arrancó el fular de seda a lord John y le rasgó la camisa. Lord John intentó hablar, pero el lancero le dio una bofetada—. ¡Calla, cara de cerdo! —Debajo de la camisa de lord John encontró una cadena de oro con un guardapelo también de oro. Le quitó la cadena de una sacudida de la mano, abrió la tapa del dije con su pulgar ensangrentado y soltó un silbido al ver a la belleza de cabellos dorados cuyo retrato estaba en el interior—. ¡Echad un vistazo a este pedazo de mujerzuela! Ya no se la va a tirar más, ¿eh? Tendrá que buscarse a otro que la haga entrar en calor. —Arrojó el guardapelo a su compañero, sacó el reloj de lord John del bolsillo de su chaleco y luego hizo rodar al hombre boca abajo para acceder a los bolsillos traseros de su chaqueta. Encontró un catalejo plegable que metió en sus propios bolsillos. El húsar que había cegado a lord John estaba registrando las alforjas del inglés, pero entonces soltó un grito para advertir que la caballería ligera enemiga se estaba acercando peligrosamente.
El lancero se puso de pie, apoyó la bota derecha en la espalda de lord John y utilizó a su señoría como improvisado montadero. Él y su compañero se dieron la vuelta y se alejaron. Hasta el momento había sido un buen día; los dos belgas se habían lanzado a la carga con la idea de dar caza a un oficial suntuosamente vestido y, al encontrar a lord John, habían conseguido un botín que como mínimo era igual que la paga de todo un año. El húsar se llevó el caballo de lord John.
Lentamente, lord John alejó sus ardientes, sangrantes y cegados ojos del barro. Quería llorar, pero sus ojos eran como barras de fuego que templaban sus lágrimas. Gimió. La gloria se había vuelto obscena, se había convertido en una agonía que llenaba todo su universo. La espalda y la pierna le ardían con un dolor atroz. Un dolor que lo inundaba y lo desgarraba. Chilló, pero no podía moverse, gritó pero nadie acudió en su ayuda. Se había terminado, todo el honor y la excitación y todo el futuro brillante como el oro, todo reducido a un ciego y sangrante horror boca abajo en el barro.
Los supervivientes del ataque británico volvieron a la base lentamente. No había muchos. Unos cuantos caballos sin jinete formaron filas con los supervivientes mientras se pasaba lista. Un regimiento se había lanzado al ataque con trescientos cincuenta soldados de caballería de los cuales sólo regresaron veintiuno. El resto estaban muertos, o agonizaban, o habían sido tomados prisioneros. La caballería británica había destrozado a todo un cuerpo de franceses y a ellos mismos con él.
El vapor se levantaba de los húmedos campos. En aquellos momentos el día era caluroso.
Los prusianos no habían llegado.