En Bruselas los disparos de los cañones sonaban como truenos muy lejanos, a veces se debilitaban hasta convertirse en un ruido sordo apenas perceptible, pero en otras ocasiones un capricho del viento los henchía, de manera que se podían distinguir las bien diferenciadas sacudidas de cada uno de los cañones al disparar. Lucille, preocupada por aquel sonido, sacó a pasear a Nosey hasta las murallas del sur, donde se unió a la multitud que escuchaba el distante ruido y hacía conjeturas sobre lo que podía significar. Casi todos preveían la llegada de Napoleón al anochecer, un desfile a la luz de las antorchas y baile. El Imperio se restauraría y estaría a salvo, puesto que los austríacos y los rusos no irían a atreverse a lanzar un ataque contra Francia cuando Gran Bretaña y Prusia habían sido derrotadas, ¿no?
Las primeras noticias desde el campo de batalla proporcionaron fundamento a aquellas esperanzas imperiales.
Unos soldados de caballería belgas, con los caballos sudorosos y exhaustos, llegaron con historias sobre una aplastante victoria francesa. Más que una batalla había sido una masacre, dijeron los soldados. Los cadáveres de los británicos estaban desparramados por todo el paisaje, habían matado a Wellington y las tropas del emperador avanzaban entonces hacia Bruselas con los tambores redoblando y las águilas enarboladas.
Lucille observó que los cañones seguían disparando, lo cual parecía poner en duda las afirmaciones de los belgas sobre la victoria, aunque algunos de los cientos de civiles ingleses que todavía se encontraban en Bruselas estaban más dispuestos a dar crédito a la noticia. Ordenaron a sus criados que cargaran los arcones y baúles de viaje en los carruajes que habían estado preparados desde el amanecer. Los carruajes salieron volando de la ciudad por la carretera de Gante; sus pasajeros rezaban para llegar a los puertos del canal antes de que los victoriosos y carroñeros jinetes del emperador cortaran los caminos. Otros ingleses, más cautos, aguardaron la llegada de información oficial.
Lucille, que no quería escapar con su pequeño hacia un futuro incierto, caminó junto a una de las primeras carretas de heridos que llegaron a la ciudad. Un sargento de la infantería británica con el rostro vendado y un brazo entablillado de manera rudimentaria le dijo que la batalla no se había perdido cuando él había abandonado Quatre Bras.
—Era una tarea difícil, señora, pero no estaba perdida. Y mientras el entrometido viva no se perderá.
Lucille regresó con su hijo. Cerró la ventana con la esperanza de que el cristal amortiguara el ruido de los cañones, pero siguió resonando, insistente y amenazador. Al oeste las nubes tormentosas se amontonaban en una masa lóbrega que proyectaba una sombra anormalmente oscura sobre la ciudad.
A cinco calles de distancia de donde se encontraba Lucille, en el caro conjunto de habitaciones que tan a conciencia habían sido fumigadas, Jane Sharpe vomitó.
Después, respirando con dificultad a causa de las náuseas que se apoderaban de su estómago, se dirigió a la ventana, apoyó la frente en el frío cristal y se quedó mirando la enorme masa de nubes que oscurecía el cielo del oeste. Por debajo de ella, en el patio del hotel, un mozo de cuadra silbaba mientras acarreaba dos cubos de agua de la bomba. Una bandada de palomas describió un círculo y a continuación se posaron aleteando en el tejado del establo. Jane no era consciente de nada de eso, ni siquiera del discordante y percutor retumbar del fuego de los cañones. Cerró los ojos, inspiró profundamente pero con indecisión y dejó escapar un quejido.
Estaba embarazada.
Lo había sospechado mucho antes de que ella y lord John abandonaran Inglaterra, pero entonces estaba segura. Tenía los pechos doloridos y el estómago descompuesto. Contó los meses con los dedos y calculó que tendría un hijo en enero, un bastardo de invierno. Maldijo en voz baja.
Se alejó de la ventana y se dirigió al tocador en el que todavía estaban las velas de la noche anterior sobre sus charcos de cera fría. Seguía teniendo náuseas. Le picaba la piel a causa del sudor. Detestaba la idea de estar embarazada, de estar voluminosa, torpe y gorda. Llamó a su doncella, se sentó pesadamente y se quedó mirando al espejo.
—¿Ha regresado Harris? —le preguntó Jane a la doncella.
—Sí, señora.
—Dígale que necesitaré que haga llegar un mensaje a su señoría.
—Sí, señora.
Jane despidió a la doncella con un gesto de la mano y se acercó una gruesa hoja de cremoso papel de carta. Mojó la pluma en la tinta, se quedó sentada unos momentos pensando y luego empezó a escribir.
Los cañones seguían disparando.
* * * *
Llegaron más tropas a Quatre Bras, tropas que habían marchado hasta que sus pies llenos de ampollas les martirizaron, que entonces tenían que sumirse directamente en la espesa atmósfera de humo en medio de la cual el duque, unidad a unidad, preparaba las fuerzas que contraatacarían a los franceses y los harían retroceder hasta Frasnes. Más y más cañones británicos se desviaban de la carretera con estrépito y ruido metálico hacia los aplastados tallos de centeno. Las llamas ardían entre las mieses detrás de los fusileros franceses al tiempo que los proyectiles de los obuses británicos hacían explosión. La batalla todavía no estaba ganada, pero el duque empezaba a sentirse como un hombre que había escapado de la derrota. Sabía que su división de la Guardia Real estaba cerca e incluso corría el rumor de que la caballería británica llegara a la encrucijada antes de anochecer.
Un suave viento del oeste agitaba el denso humo. Los fusileros británicos, con el refuerzo de los recién llegados batallones de infantería ligera, estaban empezando a atemperar el fuego de los Voltigeurs. La artillería francesa seguía cobrándose graves víctimas entre la infantería situada junto al cruce, pero ahora el duque podría reemplazar a los hombres que caían abatidos. Si Blücher resistía frente al emperador, y al mariscal Ney lo hacían retroceder de Quatre Bras, entonces por la mañana los ejércitos prusiano y británico se integrarían en uno y Napoleón habría perdido.
El duque abrió la tapa de su reloj. Eran las cinco y media de una tarde de verano. El campo de batalla se estaba oscureciendo, ensombrecido por las enormes nubes del oeste y envuelto en su cortina de humo, pero aún había luz de sobra para el contraataque del duque.
—¿Hay noticias de la Guardia? —le preguntó a un ayuda de campo.
Al parecer la Guardia Real estaba retenida por el príncipe de Orange quien, a medida que iba llegando una y otra compañía de las tropas de elite, las enviaba al norte por el enorme bosque para que sirvieran de refuerzo a los soldados de Saxe-Weimar. El duque, mascullando que el príncipe era un condenado mocoso al que deberían mandar de vuelta a la habitación de los niños, ordenó que la Guardia no quedara dispersada en grupos tan pequeños, sino que estuviera preparada para recibir sus órdenes.
—¡Su excelencia! —exclamó un edecán como advertencia—. ¡Caballería enemiga!
El duque se dio la vuelta y dirigió la mirada hacia el sur. A través del humo vio una mole de caballería francesa que subía galopando desde la zona que quedaba oculta y cruzaba el campo en diagonal. Se encontraban a unos ochocientos metros de distancia y bien desplegados en cuatro largas líneas. Su laxa formación no hacía de ellos un buen objetivo para la artillería, pero los artilleros británicos cargaron con proyectiles corrientes e hicieron lo que pudieron. Las explosiones derribaron a unos cuantos soldados y caballos, pero la extensa masa de caballería francesa trotaba a salvo entre los estallidos de humo y llamas.
El duque desplegó su catalejo.
—¿Dónde van? —estaba perplejo. A esas alturas su oponente tendría que haberse dado cuenta de que la caballería no tenía nada que hacer contra los robustos cuadros que se habían reforzado con los cañones recién llegados.
—¿Tal vez estén poniendo a prueba a los hombres de Halkett? —sugirió un ayuda de campo.
—¡Entonces se están suicidando! —El duque tenía el catalejo enfocando a la primera línea de caballería que estaba compuesta por los pesados Cuirassiers con su armadura de acero. Detrás de los coraceros estaban los jinetes de la ligera con sus lanzas y sables—. ¡Deben de estar locos! —opinó el duque—. Halkett está formado en cuadro, ¿no es cierto?
Casi al unísono, los anteojos de los oficiales de estado mayor del duque se movieron rápidamente hacia la derecha, pasando de largo las zonas humeantes para centrarse en los cuatro batallones de la brigada de Halkett que estaban delante del bosque. La brigada quedaba oculta por el humo de cañón, pero la sucia cortina tenía fisuras suficientes para poder ver que algo había ido terriblemente mal.
—¡Oh, Dios! —dijo con impotencia una voz del séquito del duque. Hubo un instante de silencio y luego se oyó otra vez—: ¡Oh, Dios!
* * * *
—¿Señor? —Rebecque le pasó su catalejo al príncipe y señaló hacia la granja Gemioncourt—. Allí, señor.
El príncipe enfocó el pesado catalejo. Miles de jinetes habían aparecido de pronto del terreno oculto y en esos instantes, en cuatro largas líneas, avanzaban a ambos lados de la granja. Se levantó polvo del camino cuando los jinetes lo cruzaron estrepitosamente. La caballería enemiga iba al trote, pero justo cuando el príncipe miró, vio que apretaban el paso a medio galope. Los coraceros llevaban desenvainadas sus pesadas y rectas espadas. Unos largos penachos de crin se agitaban y ondeaban en el acerado resplandor de sus cascos. Un coracero fue alcanzado por un proyectil de la artillería británica y el príncipe dio un respingo involuntario cuando, ampliado en su objetivo, el jinete cubierto de acero pareció estallar en una mezcla de sangre y metal. Los lanceros y los húsares, que iban detrás a medio galope, se dividieron para pasar junto a la carnicería que quedó en el suelo.
—Éstos van a por la brigada de Halkett, señor —advirtió Rebecque.
—¡Pues dígale a Halkett que forme en cuadro! —De pronto la voz del príncipe sonó aguda, casi como un sollozo—. ¡Tienen que formar en cuadro, Rebecque! —gritó, rociando a Rebecque de saliva—. ¡Dígales que formen en cuadro!
—Es demasiado tarde, señor. Es demasiado tarde. —Los franceses ya estaban más cerca de la brigada de infantería que cualquier miembro del estado mayor del príncipe. No había tiempo de mandar ninguna orden. En esos momentos ya no había tiempo de hacer nada, excepto mirar.
—¡Pero es que tienen que formar en cuadro! —chilló el príncipe como un niño malcriado.
Demasiado tarde.
* * * *
La caballería francesa estaba al mando del valeroso Kellerman, héroe de Marengo y veterano de mil cargas. En la mayoría de aquellas cargas había encabezado el avance de sus hombres a un ritmo constante, sin pasar del medio galope al galope hasta que no estaba a unos pocos metros del enemigo, puesto que solamente observando tal disciplina podía garantizar que sus jinetes caerían sobre el adversario sin romper la alineación.
Pero aquella tarde sabía que cada segundo de retraso les daría a los casacas rojas una oportunidad de formar en cuadro y que, una vez así formados, sus jinetes estarían vencidos.
Un caballo no cargaría contra un cuadro de cuyas cuatro filas desbordaba el chisporroteo de los disparos de mosquete y el brillo de las bayonetas. Los caballos virarían bruscamente para rodear el cuadro, recibiendo así más fuego todavía desde sus flancos, y aquel día Kellerman ya había perdido a demasiados soldados a manos de los cuadros británicos.
Pero aquellos casacas rojas estaban formados en línea. Se les podía atacar por el flanco, por el frente y por detrás y no debían darles tiempo para cambiar la formación, por lo tanto Kellerman dejó a un lado la disciplina de un lento avance metódico y en su lugar les gritó a sus trompetas que hicieran sonar el toque de ataque. Ya no importaba un carajo si la línea alcanzaba el objetivo unida e intacta, en lugar de eso Kellerman soltaría a sus asesinos a un sangriento galope y los lanzaría hacia la matanza.
—¡A la carga!
Entonces pasó a ser una carrera entre coraceros, húsares y lanceros. Los Cuirassiers rasgaron los flancos de sus caballos y dejaron que sus robustas caballerías corrieran libremente. Los lanceros bajaron las puntas de sus lanzas y lanzaron sus gritos de guerra. El sonido de la carga fue como un millar de tambores enloquecidos, mientras que los cascos de los caballos golpeaban el suelo y hacían saltar una masa de sangre, tierra y paja que salpicaba el cielo tras las cuatro líneas atacantes que, lentamente, se fueron disgregando a medida que los caballos más rápidos se ponían a la cabeza. Una bala de cañón pasó silbando entre los caballos, abrió un surco en la tierra y desapareció en dirección sur. Un lancero realizó un brusco viraje para rodear a un fusilero muerto. La mano enguantada del lancero asía con fuerza la empuñadura de su arma que estaba hecha con cuerda amarrada alrededor del largo bastón de fresno. La hoja de la lanza era una punta de acero bruñido de unos veintitrés centímetros de largo y afilada como una aguja. Una granada estalló sin causar daños frente a los jinetes que iban delante y el humo de su explosión se fue rápidamente hacia atrás pasando entre los asesinos que galopaban. Un trompeta con un penacho rojo tocaba unas notas desenfrenadas y desmedidas. Más adelante, frente a los coraceros, los casacas rojas parecían haberse quedado paralizados por el terror. Aquella era una carrera hacia la muerte, hacia el triunfo, hacia la gloria de la mejor y más mortífera caballería del mundo.
—¡A la carga! —bramó Kellerman, los trompetas hicieron eco de su grito y el torrente de franceses avanzó en tropel.
* * * *
—¡Oh, Dios, Dios mío! —el teniente corone Joseph Ford miró hacia el campo de batalla y lo que vio era una pesadilla. El centeno estaba plagado de jinetes y la luz de la tarde se reflejaba en cientos de espadas, petos y cabezas de lanza. Ford percibió el tamboreo que emitía la tierra al ser golpeada por miles de cascos y no pudo hacer otra cosa que no fuera quedarse mirando fijamente y preguntarse qué diablos se suponía que debía hacer al respecto. Una pequeña parte de su mente sabía que tenía que tomar una decisión, pero estaba paralizado.
—¡Caballería! —gritó D’Alembord innecesariamente. Sus fusileros corrían de vuelta al batallón. D’Alembord, como cualquier buen oficial de los fusileros, había abandonado su montura para combatir a pie con sus soldados y en aquellos momentos corría como una liebre levantada por la amenaza de los cazadores. Apenas podía creer la velocidad con la que los jinetes enemigos habían surgido del terreno que quedaba oculto al otro lado de la carretera.
—¿No deberíamos formar en cuadro? —le sugirió a Ford el comandante Micklewhite, cuyo caballo estaba junto al del coronel.
—¿Son franceses? —Ford, nervioso, se había quitado las gafas de un tirón y limpiaba frenéticamente los cristales con su fajín.
Por un segundo, Micklewhite no pudo hacer más que mirar boquiabierto al coronel. Se preguntó por qué demonios debía imaginarse Ford que la caballería británica pudiera estar cargando contra el batallón.
—Sí, señor. Son franceses —la voz del comandante Micklewhite dejó traslucir entonces cierto pánico—. ¿Formamos en cuadro?
Sharpe había avanzado a lomos de su caballo y se había apostado justo detrás de los soldados de D’Alembord que se estaban alineando a toda prisa a la izquierda de la línea del batallón. En el flanco derecho de la línea, donde la Compañía de Granaderos estaba más cerca de los franceses, una avalancha de caballería se precipitaba hacia el flanco abierto del batallón. Más soldados de caballería se aproximaban en diagonal hacia el frente del batallón. Ala izquierda de Sharpe, más allá del 33.º, el 30.º ya estaba formando en cuadro, aunque el 33.º, al igual que los Voluntarios del Príncipe de Gales, parecían estar clavados en las filas.
—¡Tendríamos que formar en cuadro! —le gritó a Ford el comandante Vine, el más antiguo del batallón, desde la derecha de la línea.
—¡Salga de aquí, Dally! —exclamó Sharpe dirigiéndose a D’Alembord, luego alzó la voz para que todos los soldados del batallón pudieran oírle—. ¡Corran! ¡Vuelvan a los árboles! ¡Corran!
Era demasiado tarde para formar en cuadro. Sólo había una oportunidad de permanecer con vida y era conseguir ponerse a refugio en el bosque.
Los soldados, al reconocer la voz de Sharpe, rompieron filas y salieron corriendo. Unos cuantos sargentos vacilaron.
El coronel Ford intentaba desesperadamente volver a colocar las gafas en su sitio.
—¡Formen en cuadro! —gritó.
—¡Cuadro! —les gritó el comandante Vine a las compañías más próximas—. ¡Formen en cuadro!
—¡Corran! —ése era Harper, el que en otro tiempo fuera brigada del regimiento de aquel batallón y que seguía siendo poseedor de un par de pulmones que podrían sobresaltar a un regimiento que estuviera a ocho campos de distancia—. ¡Corran, cabrones!
Los cabrones corrieron.
—¡Muévanse! ¡Muévanse! ¡Muévanse! —Sharpe cabalgó recorriendo el frente de la línea dando golpes con la cara de la hoja de su espada para que los casacas rojas se apresuraran a retroceder hacia la línea de los árboles—. ¡Corran!
¡Corran! —se dirigía a toda velocidad hacia la carga del enemigo—. ¡Corran!
Los soldados corrieron. El grupo de abanderados, cargados con los pesados cuadrados de seda, fueron los más lentos. Uno de ellos perdió una bota y empezó a cojear. Sharpe irrumpió con su caballo por entre los sargentos cuyas picas protegían las banderas, agarró un puñado de seda con la mano izquierda y atravesó con la espada la bandera del rey que había a su derecha.
—¡Corran! —espoleó a su caballo y se llevó arrastrando las dos banderas. Los primeros refugiados ya se encontraban entre los árboles donde Harper les gritaba que se pusieran en posición para disparar.
Detrás de Sharpe, un sargento dio un chillido cuando un coracero lo acometió con su espada, pero la larga pica del sargento zancadilleó al caballo del francés que, al caer, se interpuso en el camino de un lancero, el cual se vio obligado a frenar detrás de la bestia que se sacudía. Un húsar se acercó al galope desde la izquierda con la intención de hacerse con los estandartes, pero el comandante Micklewhite, a lomos de su caballo, lo embistió con la espada y el húsar tuvo que esquivar el golpe. Echó a un lado la ligera espada de Micklewhite y luego le clavó la punta del sable y le rebanó la garganta hasta el hueso. Al abanderado que había perdido la bota lo atropelló un coracero cuyo robusto caballo le rompió la espina dorsal con los cascos. Una lanza arrojada como una jabalina rasgó la seda amarilla del estandarte del regimiento que se quedó allí colgando y arrastrando por el suelo. Otros dos lanceros avanzaron pero en su ataque se acercaron a los árboles entre los que Patrick Harper estaba al acecho con su pistola de siete cañones. Su único disparo dejó las dos monturas vacías y el mero ruido de la enorme arma pareció alejar a los demás franceses en busca de otras víctimas más fáciles de ensartar.
Sharpe agachó la cabeza, hincó los talones y su caballo atravesó un helechal y se adentró en la arboleda. Dejó caer una de las banderas y sacudió la espada para que la otra se soltara, luego le dio un salvaje tirón al caballo para que se diera la vuelta previendo que los jinetes franceses se habrían acercado por detrás.
Sin embargo, los franceses habían virado bruscamente y se habían alejado. Habían atrapado y acuchillado a un puñado de los soldados más lentos y matado a muchos de los oficiales a caballo que se habían quedado atrás para proteger a los casacas rojas que corrían, pero entonces los jinetes franceses temieron quedarse enredados en el espeso bosque donde los árboles mermarían la fuerza de su ataque, por lo tanto siguieron adelante en busca de presas más fáciles. Tras ellos dejaron al comandante Micklewhite muerto, tumbado en un charco de su propia sangre. El capitán Carline también estaba muerto, así como el capitán Smith y tres tenientes, pero el resto del batallón estaba a salvo al amparo del bosque.
Los soldados del 33.º, alineados junto a los Voluntarios del Príncipe de Gales, también habían ido corriendo hacia el bosque mientras que, detrás de ellos, los del 30.º habían formado en un cuadro desigual que resultó lo bastante sólido como para aguantar como una isla en medio del torrente de caballería francesa que se dividía a ambos lados de los casacas rojas. La caballería hizo caso omiso de los hombres del 30.º pues, más allá de su burda formación, los del 69.º no habían echado a correr ni habían formado en cuadro, sino que permanecían alineados con los mosquetes apuntando cuando todo el poderío de la caballería de Kellerman, burlada por sus primeros tres objetivos, se dirigió con gran estruendo directamente hacia ellos.
—¡Fuego! —gritó un comandante.
Los mosquetes estallaron envueltos en humo. Diez coraceros cayeron en una vorágine de sangre, acero y caballos agonizantes, pero había más coraceros en cada uno de los flancos y toda una furia de lanceros y húsares se acercaban por detrás de la vanguardia acorazada.
Los coraceros arremetieron contra el flanco abierto del 69.º. Un soldado embistió con una bayoneta, luego murió cuando la espada le abrió la cabeza. Los robustos caballos se precipitaron sobre las rojas filas que se rompieron como madera podrida. La infantería se dispersaba y con ello se hacían aún más vulnerables ante el acero enemigo. Los franceses estaban por delante, por detrás y mordisqueando los flancos del batallón con cortantes espadas de las que chorreaban gotas rojas cada vez que arremetían acompañadas de un gruñido.
Entonces los lanceros cayeron sobre el destrozado batallón y los casacas rojas gritaron cuando los jinetes arrollaron por completo la rota alineación. Los franceses gritaban de manera incoherente. Un lancero desprendió la punta de su lanza de un cadáver y volvió a arremeter con ella. Algunos soldados de infantería habían conseguido escapar y corrían hacia el bosque, pero fueron fácilmente alcanzados por lanceros y húsares que los persiguieron al galope, escogieron a sus víctimas y luego acuchillaron, rebanaron, despedazaron o embistieron. Para los franceses no fue más difícil que despedazar o embestir los sacos llenos de barcia para las prácticas con los que los habían entrenado en los depósitos de su país.
Un puñado de casacas rojas se agruparon en torno al estandarte de su batallón. Había sargentos con hachas de largo astil, oficiales con espadas y soldados con bayonetas. Los franceses desgarraron y acuchillaron a los defensores. Los lanceros galoparon a toda velocidad hacia ellos, gruñendo al tiempo que hundían las lanzas en su objetivo. Una de ellas dio en el blanco con tanta fuerza que la bandera de color rojo y blanco que tenía bajo su larga hoja quedó enterrada en el cuerpo de la víctima. Un coracero desmontado arremetió contra los defensores del estandarte hasta que un oficial le disparó en la cara con su pistola. El caballo de un húsar se empinó, agitó los cascos y se abalanzó sobre el grupo de soldados. Dos oficiales cayeron bajo los contundentes cascos. El húsar propinó estocadas con su sable. Una bayoneta le rasgó el muslo izquierdo, pero el francés no notó la herida. Su caballo mordió a un soldado, el sable volvió a silbar, entonces el húsar dejó caer la hoja de manera que le quedó colgando de la muñeca por la tira de cuero y agarró el asta de una de las banderas. El otro estandarte había desaparecido, pero el húsar tenía su mano enguantada asida al asta que quedaba. Dos soldados lo atacaron con sus bayonetas. Una pica hirió a su caballo, pero el húsar resistió. Un fornido sargento tiró del asta. Un lancero hizo chocar a su caballo contra el tumulto aplastando tanto a vivos como a muertos y arremetió con su arma contra el tozudo sargento. La punta de la lanza penetró en la espalda del sargento, no obstante, el inglés todavía resistió, pero entonces un coracero que se acercó cabalgando desde el extremo más alejado atravesó con su espada el chacó del soldado y le golpeó el cráneo. El sargento cayó.
El húsar dio un tirón al asta de la bandera. Un comandante británico agarró la seda del estandarte y le clavó la espada al húsar, pero otro lancero se acercó por la derecha y su hoja alcanzó al comandante en el vientre. El comandante gritó, dejó caer su espada y soltó la bandera. Al húsar le salía sangre de una docena de heridas y su caballo se tambaleaba ensangrentado, pero consiguió hacer girar al animal y sostuvo en alto el estandarte británico por encima de su cabeza. El resto de la caballería francesa pasaba junto a él con gran estruendo y cargaba contra la encrucijada, donde aun más infantería esperaba para ser derribada, pero el húsar consiguió su triunfo.
El 69.º quedó destruido. Unos cuantos soldados habían echado a correr para ponerse a salvo y todavía quedaban unos pocos con vida en medio de un montón de cuerpos, tan empapados y rociados de sangre que ningún soldado de caballería se imaginaba que pudiera quedar algún hombre vivo en aquel montón maloliente, pero al resto del batallón lo habían destrozado y acuchillado hasta destruirlo. Los soldados habían muerto a punta de lanza, o los habían rajado los sables o atravesado las largas y rectas espadas de los coraceros. El batallón, que momentos antes estaba rígido en su línea de formación, no era más que un disperso amasijo de cuerpos y sangre. Había cientos de cuerpos: muertos, arrastrándose, sangrando, vomitando, llorando. Los soldados de caballería los dejaron, no por lástima, sino porque parecía que no quedaba nadie a quien matar. Era como si le hubieran dado la vuelta a un matadero sobre aquel rincón de un campo belga, dejando trozos de carne y sangre derramada que humeaban en la cálida y húmeda atmósfera.
La caballería victoriosa atacó la encrucijada donde la recién llegada artillería le dio la bienvenida con los cañones cargados con dos proyectiles, los batallones de infantería aguardaron formados en cuadro y, por consiguiente, les tocaba morir a los franceses. La infantería apuntó a los caballos a sabiendas de que un caballo muerto era un soldado desmontado a quien podrían eliminar después. Por unos momentos la caballería se arremolinó frente a los disparos de los cañones y las descargas cerradas, pero los trompetas de Kellerman tocaron retirada y los franceses, habiendo cargado ya, se dieron la vuelta y regresaron a su sitio.
Lentamente, los pocos supervivientes del 69.º salieron arrastrándose de su refugio bajo los árboles o apartaron a los muertos. Un soldado, llevado casi a la locura por el recuerdo de las espadas y de la sangre de su hermano que por poco lo ahoga cuando estaba tumbado bajo su cadáver, cayó de rodillas sobre el rastrojo y rompió a llorar. Un sargento, sujetándose las tripas contra el vientre que un sable le había rajado, trató de ir andando hacia la retaguardia, pero cayó de nuevo.
—Estoy bien, estoy bien —le dijo al que había acudido a socorrerlo. Otro sargento al que un coracero había dejado ciego y a quien le habían atravesado el abdomen con una lanza, soltó una maldición. Un teniente que llevaba el brazo colgando de un trozo de cartílago saludaba como si estuviera borracho, mientras se tambaleaba entre los cadáveres.
Los supervivientes arrastraron los cuerpos de los vivos y de los muertos y los alejaron de la bandera del rey. Junto a ella se encontraba el comandante que había realizado el último y desesperado esfuerzo para salvar el estandarte del regimiento. Estaba muerto, con el estómago traspasado por una lanza que seguía incrustada en su columna vertebral. El comandante llevaba medias de seda blanca y zapatos de baile con hebilla dorada, en la insignia de su chacó había una pluma de avestruz que, por extraño que pareciera, no había sido alcanzada ni por una gota de toda la sangre que había cubierto, bañado y empapado al montón de combatientes. Un soldado arrancó la pluma de color gris, decidió que no tenía ningún valor y la tiró.
A unos cuarenta metros al sur, un sangrante húsar francés montado en un caballo herido se dirigía lentamente de vuelta a sus líneas. En su mano derecha llevaba el estandarte capturado con el que, una y otra vez, daba puñetazos en el aire cargado de humo y con cada golpe triunfante lanzaba en voz alta un incoherente grito de victoria. Sus amigos le seguían y le aplaudían.
Desde los árboles Sharpe observaba al francés que cabalgaba hacia el sur. Sharpe había desmontado y se hallaba en el linde de la arboleda con su fusil cargado. El húsar estaba perfectamente a tiro. Harper, con su propio fusil, se encontraba de pie junto a Sharpe, pero ninguno de los dos alzó su arma. Una vez habían salido de un campo de batalla con un estandarte enemigo y ahora tenían que observar cómo otro soldado conseguía su triunfo.
—Cuando anochezca ya será oficial —dijo Harper.
—El cabrón se lo merece.
Por detrás de Sharpe, los Voluntarios del Príncipe de Gales estaban pálidos y asustados. Hasta los veteranos que habían soportado las peores batallas en España permanecían callados y resentidos. Tenían miedo, no del enemigo, sino de la incompetencia de sus propios oficiales. El coronel Ford no se acercó a Sharpe, condujo a su caballo bajo los árboles y se preguntó por qué la mano derecha le temblaba como una hoja.
D’Alembord, con su espada aún desenvainada, subió caminando hacia los dos fusileros. Dirigió la mirada por detrás de ellos al capturado estandarte del 69.º y sacudió la cabeza.
—He venido a darle las gracias. Si usted no hubiera dado la orden para que saliéramos corriendo estaríamos muertos. Y me acaban de nombrar comandante.
—Felicidades.
—Yo también me alegro —D’Alembord lo dijo con un amargo sarcasmo. Él quería un ascenso, de hecho era la razón principal por la que se había quedado en el batallón, pero le molestaba el inesperado precio de su comandancia.
—Está vivo, Peter —Sharpe consoló a su amigo—, está vivo.
—Ese maldito —D’Alembord le lanzó una mirada salvaje a Ford—. Ese maldito, maldito. ¿Por qué no formó en cuadro?
En aquel momento, al norte, sonó una corneta. Se veían tropas de refresco en la encrucijada, una masa de soldados que avanzaban para formar una nueva línea que atravesara el campo de batalla. La artillería montada se encontraba entre la infantería y, a su izquierda, había una impresionante concentración de jinetes. La caballería británica había llegado por fin.
—¡Supongo que hemos ganado esta batalla! —D’Alembord enfundó lentamente su espada.
—Supongo que sí —dijo Sharpe.
Pero daba la horrible sensación de una derrota.
* * * *
Sonaron los tambores, se alzaron las bayonetas y la recién formada línea británica marchó hacia delante. La infantería anduvo por la paja chamuscada, pasó por encima de las manchas de sangre y rodeó los cuerpos muertos y agonizantes de caballos y soldados.
Desde el extremo sur del bosque, donde los soldados de Saxe-Weimar se habían mantenido firmes durante todo el día, la división de la Guardia Real atacó las granjas situadas al oeste. La infantería francesa se defendió pero no resistió. Por el centro los casacas rojas marcharon cruzando el arroyo, volvieron a capturar la granja Gemioncourt y subieron por la ladera. En el extremo izquierdo del campo de batalla, los fusileros hicieron retroceder a los franceses y volvieron a tomar las granjas del este.
Se recuperó cada centímetro de terreno que el mariscal Ney había conquistado durante la tarde. La línea británica, con el apoyo de los cañones y la caballería, avanzó a trancas y barrancas como un paquidermo. Los franceses, de pronto superados en número, se vieron obligados a batirse en retirada hacia Frasnes. Quatre Bras había aguantado y el camino hacia los prusianos seguía abierto. Todavía se oía el fragor de la batalla entre Napoleón y Blücher en aquella tarde de verano, pero también se fue apagando mientras las sombras de las nubes del oeste se extendían oscuras por el paisaje.
Lord John Rossendale, que cabalgaba tras la caballería ligera británica, se detuvo allí donde el cuerpo de un coracero estaba tirado junto al camino. Las tripas del soldado se hallaban completamente fuera de su vientre y se hallaban esparcidas como una masa viscosa de color azul y rojo por casi cinco metros de la revuelta superficie de la carretera. Lord John quiso vomitar pero sólo consiguió atragantarse. Respirando con dificultad, dio la vuelta a su caballo y se alejó. Un fusilero británico muerto yacía sobre el centeno pisoteado con el cráneo partido por una bala. Los sesos, al descubierto, estaban plagados de moscas junto al soldado muerto había un Voltigeur francés con el vientre y el regazo llenos de sangre. El hombre estaba vivo pero temblaba a causa de su traumática herida. Levantó la vista hacia lord John y le pidió agua. Lord John sintió que se desmayaba de la impresión. Hizo girar a su caballo y galopó hacia la encrucijada donde sus criados estaban preparando la cena.
En los graneros situados detrás del cruce los cirujanos realizaban su dramático trabajo con cuchillos, sierras y sondas. Los brazos, manos y piernas amputados se arrojaban al corral. De las vigas del granero colgaban faroles para iluminar las operaciones. Un soldado de los Highlanders con la pantorrilla derecha destrozada por una bala de cañón se negó a ponerse la mordaza de cuero entre los dientes, y ni un sólo sonido salió de su boca cuando el cirujano le cortó la pierna a la altura de la rodilla.
Sharpe y Harper, conscientes de que no era grata su presencia cerca del meditabundo teniente coronel Ford, volvieron a guiar a sus caballos por el flanco del bosque, pero se detuvieron a muy corta distancia de la encrucijada.
—Supongo que me he quedado sin trabajo —dijo Sharpe.
—Ese cabrón lo querrá de vuelta por la mañana.
—Tal vez.
Los dos fusileros amarraron sus caballos en un claro entre los árboles y luego Sharpe se dirigió hacia el ensangrentado trozo de terreno donde había muerto el 69.º. Recogió cuatro bayonetas abandonadas y les quitó los cordones de las botas a dos cadáveres. De vuelta en el bosque hizo una hoguera con pólvora y ramitas. Clavó las bayonetas en el suelo en las cuatro esquinas de la fogata y luego le quitó las correas al peto del coracero que Harper había rescatado anteriormente. Pasó los cordones por los agujeros de los hombros y de la cintura del peto y esperó.
Harper se había llevado su propio cuchillo al campo de batalla. Encontró un caballo muerto y le cortó un grueso y sangrante pedazo de carne de la grupa. Luego, con el filete chorreando en su mano izquierda, cruzó hasta uno de los silenciosos cañones británicos y, haciendo caso omiso de su dotación, se detuvo bajo el tubo para quitarle un puñado de grasa del eje.
De nuevo en el bosque, echó la grasa en el peto vuelto hacia arriba, le arrancó la piel ala carne y la dejó caer sobre la grasa fría.
—Les daré agua a los caballos mientras usted cocina.
Sharpe asintió con un movimiento de la cabeza. Alimentó el fuego con ramas que había cortado con la espada. Por la mañana, antes de que el ejército iniciara su marcha para unirse a Blücher, buscaría a un armero de caballería que le volviera a afilar la hoja. Entonces se preguntó si acaso iba a estar con el ejército al día siguiente. El príncipe lo había despedido, por lo que, siendo así, tal vez fuera mejor cabalgar de vuelta a Bruselas y llevarse a Lucille a Inglaterra.
Sharpe ató el peto a las cuatro bayonetas de manera que colgara sobre las llamas como si fuera una hamaca de acero.
Cuando Harper regresó del arroyo con los caballos, el filete crepitaba y humeaba en la burbujeante grasa.
Caía la noche sobre el pisoteado centeno. Nueve mil soldados habían resultado muertos o heridos en la lucha por la encrucijada y algunas de las víctimas todavía gemían y gritaban en la oscuridad. Algunos miembros de la banda seguían buscando heridos, pero muchos de ellos tendrían que esperar al día siguiente para ser rescatados.
—Mañana, lluvia —Harper olisqueó el aire.
—No lo parece.
—Es agradable volver a oler una buena comida. —Un perro deambulaba cerca del fuego pero Harper lo ahuyentó tirándole un terrón.
Sharpe quemó la carne hasta que quedó negra y luego la cortó cuidadosamente por la mitad y pinchó un trozo con su cuchillo.
—Suyo.
Sostuvieron la carne en la punta de los cuchillos, la royeron hasta terminársela y compartieron una cantimplora de vino que Harper le había quitado a un lancero francés muerto. Al este las primeras estrellas aguijoneaban pálidas un cielo todavía ensombrecido por el humo de la batalla. En el oeste la oscuridad era mayor debido a las imponentes nubes. Los soldados cantaban al otro lado de la encrucijada mientras que en algún lugar del bosque un flautista tocaba una música melancólica. Entre los árboles centelleaban las hogueras; al sur y reflejándose en las nubes que se extendían, un rojo resplandor revelaba el lugar donde las tropas del mariscal Ney hacían sus campamentos.
—Hoy los franchutes han luchado bien —dijo Harper a regañadientes.
Sharpe asintió y luego se encogió de hombros.
—Sin embargo, tendrían que haber atacado con la infantería. Si lo hubieran hecho habrían vencido.
—Me imagino que mañana volveremos a ello.
—A menos que los prusianos hayan vencido a Boney y ganen la guerra por nosotros.
Sharpe cogió una petaca con calvados de su alforja, tomó un trago y se la pasó a Harper. La música de la flauta era plañidera. Hubo un tiempo en el que había querido aprender a tocar la flauta, el pasado invierno había pensado en intentarlo, pero en lugar de eso se había pasado las tardes haciendo una elaborada cuna de madera de manzano. Su intención había sido decorar la capucha de la cuna con tallados de flores silvestres, pero sus intrincadas curvas le habían resultado demasiado difíciles de labrar, así que se conformó con las sencillas líneas rectas de tambores y armas apilados. A Lucille le había hecho muchísima gracia la marcial camita para su bebé.
—¿No debería ir a ver al príncipe? —preguntó Harper.
—¿Por qué demonios tendría que hacerlo? ¡Que se vaya a la mierda ese cabrón!
Harper soltó una risita. Estaba sentado con la espalda apoyada contra su silla de montar y miraba al oscuro vacío donde había tenido lugar la batalla.
—No es lo mismo, ¿verdad?
—¿El qué?
—No es como en España —hizo una pausa mientras pensaba en los soldados que no estaban allí, luego nombró a uno de aquellos hombres—. El Dulce William.
Sharpe gruñó. William Frederickson había sido un amigo casi tan íntimo como Harper, pero Frederickson había roto una lanza por Lucille y había perdido, y nunca había perdonado a Sharpe por esa pérdida.
Harper, a quien no le gustaba que los dos oficiales no se hablaran, ofreció la petaca a Sharpe.
—Hoy nos hubiera venido muy bien tenerlo aquí.
—Eso es cierto. —Sin embargo Frederickson estaba en una plaza fuerte de Canadá, era uno más de los miles de veteranos que habían sido dispersados por el globo, lo cual significaba que debían combatir contra el emperador con demasiados batallones primerizos que nunca habían estado en la línea de batalla y que se quedaban paralizados como conejos cuando se veían amenazados por la caballería.
Hacia el oeste, a lo lejos, unos relámpagos difusos parpadeaban en el cielo y los truenos retumbaban como un distante sonido de artillería.
—Mañana, lluvia —volvió a decir Harper.
Sharpe bostezó. Al menos, aquella noche había comido y estaba seco. De pronto recordó que tenía que haber recibido el pagaré de lord John, pero no le había llegado. Era un problema que valía más dejar para la mañana siguiente, de momento se envolvió con la capa que le había regalado Lucille y a los pocos minutos estaba profundamente dormido.
Hacía cuarenta y una horas que había empezado la campaña del emperador.