CAPÍTULO 7

A la una de la madrugada, en el corazón de la breve noche, Lucille tiritaba en el patio de la hospedería en la que se alojaba en Bruselas. Dos caballos pisoteaban nerviosos los adoquines en la arqueada entrada del patio. La única luz provenía de un farol que había colgado en la puerta del establo. Su bebé estaba arriba durmiendo.

—Toma esto —Lucille le tendió bruscamente un fardo a Sharpe—. Era de Xavier.

Sharpe sacudió el fardo para deshacerlo y resultó ser una capa de lana de color azul oscuro forrada con seda escarlata, un lujo que había pertenecido al marido de Lucille.

—Es preciosa. —Se sintió incómodo, no estaba seguro de ser merecedor de aquel regalo. Se puso la capa doblada en el brazo y luego acarició la fría mejilla de Lucille—. Te veré mañana a última hora.

—Tal vez. —Lucille frotó distraídamente la sangre seca de la raída casaca de Sharpe—. ¿Cómo vas a saberlo?

—Un día para detenerlos —dijo él quitándole importancia— y un día para vencerlos.

—Tal vez —volvió a decir ella, y, mirándole a los ojos, añadió—: ¿Y qué pasa si perdáis?

—Toma una barcaza en el canal hasta Amberes. Me encontraré contigo allí. Si la cosa se pone realmente fea dirígete a Ostende y cruza hasta Inglaterra.

El abatimiento de Lucille lo causaba el miedo de que Sharpe muriera, no de que los británicos fueran derrotados, pero no se atrevió a articular tales pensamientos. Notaba algo diferente en su compañero: aquella noche Sharpe tenía un aire distante, que aunque él tratara de ocultarlo, para Lucille era muy evidente. Ella sabía que había matado a uno de sus compatriotas la tarde anterior y suponía que se estaba preparando para todos los demás contra los que combatiría. También detectó en Sharpe un cierto alivio. En vez de lidiar con los imponderables de la tierra, los árboles, el drenaje y las cosechas, había vuelto donde sus habilidades le otorgaban una cruel seguridad. Lucille miró por el portón abierto, un pisoteo de botas le llamó la atención. Un batallón escocés marchaba calle abajo, marcando el suave redoble de un tambor enfundado.

—Tal vez debería irme a casa —dijo casi con desesperación—, a Normandía.

Sharpe le puso las manos en los hombros.

—La manera más rápida que ambos tenemos de volver a casa es deshaciéndonos de Napoleón.

—Si tú lo dices… —apoyó la suave mejilla en su casaca—. Te quiero.

Él le acarició el pelo torpemente.

—Te quiero.

—No sé por qué —se echó un poco hacia atrás—. No soy hermosa como Jane.

Sharpe recorrió con su dedo la larga nariz de Lucille.

—Ella no tiene belleza en su interior.

Lucille desdeñó el cumplido con una mueca y entonces lanzó una mirada de advertencia a Sharpe.

—Sus ojos están llenos de odio. Ten cuidado.

—Ahora ya no puede hacer nada, y su compañero no se atrevió a batirse en duelo conmigo;

—De todas formas, ten cuidado —insistió Lucille.

Sharpe se inclinó y le dio un beso.

—Hasta mañana por la noche, amor mío. Nosey cuidará de ti hasta entonces —le apartó las manos de los hombros y dio un paso hacia atrás—. ¡Vámonos, Patrick!

—¡Cuando quiera! —Harper, que con mucho tacto aguardaba junto a la puerta dentro del establo, apareció con sus armas y su mochila. Llevaba puesto su antiguo uniforme de fusilero, excepto los galones de sargento. Se había empeñado en acompañar a Sharpe hasta Quatre Bras, no para combatir, dijo, sólo para tener la oportunidad de ver al emperador.

—¡Cuídese usted, Patrick! —exclamó Lucille en inglés.

—No voy ni a acercarme a la batalla, señora, soy demasiado sensato para eso, sí que lo soy. —Llevaba encima todas sus antiguas armas, todas ellas limpias y engrasadas con cariño y a punto.

Lucille levantó la mano y le rozó la mejilla a Sharpe.

—Ve con Dios.

—¿Y con tu amor?

—Sabes que eso ya lo tienes.

Aborrecía separarse de ella de esa manera. Las palabras eran inútiles. De pronto Sharpe tuvo miedo de perder a Lucille y pensó en cómo el amor hacía vulnerable y temeroso a un hombre. Se le hizo un nudo en la garganta, así que se dio la vuelta y tomó las riendas que Harper tenía dispuestas. Se agarró de la perilla, metió la bota izquierda en el frío hierro del estribo y se alzó sobre la silla de húsar con su alta curvatura que proporcionaba apoyo durante las cabalgatas de largas horas. Sus muslos doloridos protestaron al encontrarse de nuevo sobre una montura. Tanteó con el pie hasta meter la bota derecha en su estribo, tocó la culata del fusil supersticiosamente, empujó la espada para dejarla en una posición cómoda y luego enrolló la capa y la metió debajo de la correa de la pistolera. Miró a Lucille por última vez.

—Dale un beso al niño de mi parte.

—Te veré mañana por la noche —se obligó a sonreír con confianza.

El perro dio un aullido de protesta cuando Sharpe se alejó a caballo. El fusilero se agachó al pasar bajo el arco y luego aguardó a que Harper cerrara los dos pesados portones. El irlandés montó en su silla de un salto y fue detrás de Sharpe siguiendo los pasos de los soldados de las Highlanders.

Sharpe y Harper se dirigían de nuevo a la guerra.

* * * *

Durante la misma corta oscuridad de aquella noche de pleno verano, lord John Rossendale tomó un camino que salía hacia el oeste desde Bruselas para dirigirse a un encuentro con el conde de Uxbridge y la caballería británica. Lord John no montaba su caballo, iba en un reluciente cabriolé descubierto que se había traído de Londres. Harris, su cochero, estaba arriba en el pescante mientras que su mozo de cuadra y su ayuda de cámara les seguían con los caballos de silla. El capitán Christopher Manvell se había adelantado y cabalgaba por delante de todos ellos. Lord John había esperado que su amigo le acompañara, pero notó lo mucho que Manvell le despreciaba por haberse rendido tan fácilmente a la amenaza de Sharpe.

Rossendale cerró los ojos y maldijo en silencio. Estaba totalmente desconcertado, atrapado entre el honor y la belleza. No era el desagrado de Manvell lo que le preocupaba, sino la ira de Jane. Había lacerado a lord John por su cobardía. Se acordaba un tiempo en el que Jane había temido un duelo tanto como él, pero en aquellos momentos parecía más ansiosa por proteger su dinero que la vida de lord John.

—¡Y no tenías derecho a prometerle ningún dinero! —le había recordado Jane a lord John cuando habían recuperado la intimidad de sus habitaciones del hotel—. ¡No es tu dinero, sino el mío!

Para ser sinceros, si el dinero pertenecía a alguien, era propiedad del hermano del emperador, José Bonaparte, otrora rey de España y las Indias, que había perdido su fortuna en la batalla de Vitoria. El rey José había huido y los británicos se habían abalanzado en tropel sobre sus carros de suministro con los que algunos soldados, Sharpe y Harper entre ellos, se habían convertido en hombres ricos. Sharpe había sacado una regia fortuna del campo de batalla, y era esa fortuna la que Jane le había robado y de la cual ya había gastado gran parte en una casa londinense, en sedas, muebles, joyas, en las deudas de lord John, en cuberterías de plata, vajillas de oro, papel pintado chino, en perritos falderos, satén y en el cabriolé en el que lord John se dirigía entonces hacia la caballería y la batalla. Era la misma fortuna que, para salvar su vida, lord John había prometido devolverle a Sharpe.

—¡No lo harás! —había dicho Jane después del vergonzoso enfrentamiento en el baile.

—¿Quieres que me bata con él? —había preguntado lord John.

—Si fueras hombre —dijo Jane con sorna— no lo preguntarías.

Lord John, admitiendo la horrible verdad que encerraba su burla, se había preguntado por qué la felicidad del amor se agriaba con tanta facilidad.

—Puedo batirme con él si insistes.

—¡No insisto!

—Pero puedo batirme con él —lord John sonó abatido porque sabía que perdería un duelo con Sharpe.

Jane había contenido su ira de repente y había ablandado a lord John con una sonrisa.

—Lo único que quiero es tener la oportunidad de casarme contigo. Y cuando estemos casados el dinero será tuyo por derecho. Pero no podemos casarnos hasta…

No hacía falta que siguiera. Lord John conocía aquella letanía. No podían casarse mientras Sharpe viviera, por lo tanto éste debía morir, y si no le iban a dar muerte en duelo, entonces tendrían que ocuparse de él de otra manera; y cuando lord John se había despedido en la oscuridad, Jane lo había instado a hacerlo de la otra manera.

—¿Harris? —llamó entonces lord John a su cochero.

—¡Le oigo, señor! —gritó Harris desde el pescante del cabriolé.

—¿Alguna vez ha oído hablar de oficiales que son asesinados en combate?

Harris, que había sido soldado de caballería antes de que una bala de cañón francesa le aplastara el pie izquierdo en la batalla de La Coruña, se rió ante la ingenuidad de la pregunta.

—Oyes hablar de ello continuamente, milord. —Harris se quedó unos segundos en silencio mientras sorteaba con el cabriolé algunas profundas rodadas de la carretera—. Recuerdo a un comandante que nos rogó que no lo matáramos, milord. Sabía que no podíamos soportar su manera de ser y estaba seguro de que uno de nosotros iba a acabar con él de un machetazo, así que suplicó tener el honor de que fuera el enemigo quien le diera muerte.

—¿Y fue así?

—No. Un asqueroso diablo llamado Shaughnessy le clavó una espada en la espalda —Harris se rió al acordarse—. Hizo un trabajo limpio, ¡como sacado del libro de instrucción!

—¿Y no lo vio nadie?

—Nadie que fuera a hacer ninguna bobada, milord. ¿Por qué iban a hacerlo? A ninguno le caía bien el comandante. Pero usted no debe preocuparse, milord.

—No estaba preocupado por mí, Harris.

Harris cogió una corneta que había tras él en el asiento e hizo sonar una atronadora nota de advertencia. Un batallón de infantería que marchaba en dirección al cabriolé se retiró desordenadamente a la cuneta. Los soldados, con los rostros amarillentos a la tenue luz de los faroles gemelos del cabriolé, miraron llenos de reproche al acaudalado oficial cuyo carruaje pasaba trotando con tanta elegancia tras su par de caballos zainos a juego. Los oficiales del batallón, convencidos de que un vehículo como aquél debía de llevar a un oficial de alto rango, saludaron.

Lord John no dijo nada más sobre asesinatos. Sabía que se había comportado mal aquella noche, que tenía que haberle hecho frente a Sharpe y aceptar el reto. Había quedado mal, había perdido el honor y sin embargo ahora le daba vueltas a la idea del asesinato, que era totalmente ajeno a toda honra, y lo hacía únicamente por una mujer.

Lord John reclinó la cabeza en la plegada capota de cuero del cabriolé. Algunos de sus amigos decían que estaba hechizado pero, en caso de que lo estuviera, se trataba de una fascinación voluntaria. Recordó con cuánto cariño lo había despedido Jane después de que se hubiera aplacado su ira y el recuerdo hizo que levantara la mano para ver, bajo el primer asomo de luz del alba, la pequeña mancha de colorete que todavía tenía en el dedo índice. La besó. El matrimonio, pensó, lo resolvería todo. Se acabaría el engaño, la circunspección, el tener que suplicarle dinero a Jane y el desdén por parte de una sociedad hacia una joven rubia que sin duda merecía las recompensas del matrimonio. La felicidad de Jane sólo costaría una sola muerte; una muerte en un campo de destrucción, un cadáver más entre los batallones de muertos.

Y si se hacía de forma adecuada no hacía falta que nadie llegara a enterarse.

Y si, por la mañana, lord John se retractaba de la promesa de devolver el dinero y aceptaba el reto de un duelo, entonces todo el mundo tendría que aceptarlo como un hombre de valeroso honor. Y si Sharpe moría en combate antes de que ese duelo pudiera llevarse a cabo, su honor no quedaría mancillado. Lord John se había comportado mal aquella noche, pero sabía que podía arreglarse todo, ganarse todo y hacer que todo estuviera bien, y todo ello por una chica de fascinante y desgarradora belleza.

Detrás de lord John, el primer rayo de sol atravesó como una lanza dorada el borde del mundo. Amanecía en Bélgica. Seguía habiendo nubes amontonadas en el oeste, pero encima de la encrucijada en Quatre Bras y por encima de un arroyo justo al norte de Fleurus el cielo era claro como el cristal. Las alondras se abandonaron al canto sobre las carreteras por las que trescientos treinta y ocho mil soldados de los ejércitos de Prusia, Gran Bretaña y Francia convergían hacia la muerte.

* * * *

—Dios salve a Irlanda. —Harper se detuvo en Quatre Bras. Delante de él, manchando el cielo por el sur, se elevaba el humo de miles de fogatas. El humo revelaba la presencia de un ejército acampado. Las tropas francesas estaban ocultas tras las ondulaciones del terreno, los bosques y las cosechas, pero el humo era prueba suficiente de que miles de soldados se habían acercado a Frasnes durante la noche para apoyar al batallón de fusileros franceses que se vieron frustrados la tarde anterior.

Más cerca de Sharpe y Harper, alrededor de la encrucijada de Quatre Bras, se habían reunido más soldados belgas holandeses de las tropas del príncipe de Orange. Se oían algunos disparos de mosquetes al otro lado del arroyo, señal de que las líneas de piquete de las avanzadillas rivales se estaban deseando mutuamente unos mortíferos buenos días. El barón Rebecque, que aguardaba en el cruce con un grupo de ayudas de campo del príncipe, pareció aliviado al ver a Sharpe.

—Estamos concentrando las tropas aquí en vez de hacerlo en Nivelles.

—¡Muy bien hecho! —exclamó Sharpe con fervor.

Rebecque desplegó el boceto de un mapa que había hecho.

—Los franceses están en Frasnes y nosotros hemos tomado todas las granjas del otro lado del arroyo, excepto esta que hay junto al vado. Sólo la guarneceremos si nos vemos obligados a retroceder hasta allí.

—Yo lo haría ahora mismo —recomendó Sharpe.

—No hay hombres suficientes. —Rebecque plegó el mapa—. Hasta ahora sólo han llegado ocho mil soldados de infantería con dieciséis cañones y sin caballería.

Sharpe echó un vistazo profesional al humo de las fogatas francesas.

—Ellos tienen veinte mil, Rebecque.

—Esperaba que no me dijera eso. —Rebecque, que aceptó el experto cálculo aproximado de Sharpe sin cuestionarlo, forzó una sonrisa.

—¿Y si yo sugiero algo?

—Lo que sea, mi querido Sharpe.

—Dígales a nuestros fusileros que no disparen. No queremos provocar a los franchutes para que sean malos, ¿no es verdad? —No tenía ningún sentido incitar a la batalla a un enemigo mucho más poderoso, era mejor retrasar cualquier enfrentamiento con la esperanza de que llegaran más tropas aliadas para equilibrar los contingentes que se enfrentaban al sur de Frasnes.

Por encima de Quatre Bras las hogueras habían ensuciado el cielo, pero por el este el sol naciente reveló una cantidad mucho mayor de humo de leña que se elevaba. Esa mancha más grande en el cielo mostraba el lugar donde el ejército prusiano se enfrentaba a las fuerzas principales de los franceses y donde iba a tener lugar la verdadera batalla del día. Los franceses intentarían derrotar a los prusianos antes de que los británicos y holandeses pudieran acudir en su ayuda, mientras que los prusianos, para asegurarse la victoria, necesitaban que las tropas de Wellington marcharan desde Quatre Bras y atacaran el flanco izquierdo del emperador. Pero esa misión de rescate se había parado en seco debido a la presencia de veinte mil franceses acampados en Frasnes que habían sido enviados por el emperador para asegurarse de que los ejércitos aliados no se unieran. Lo único que tenían que hacer los franceses era tomar la encrucijada en Quatre Bras. Sharpe calculó que al enemigo no le llevaría más de una hora invadir la frágil línea de tropas belgas holandesas, y en otra hora más podrían fortificar el cruce para hacerlo infranqueable a los británicos.

Los franceses se encontraban por lo tanto a una hora de la victoria, sólo a una hora de separar a los ejércitos aliados, no obstante, mientras el sol iba ascendiendo y se disipaba el humo de las hogueras que se iban extinguiendo, los franceses no hicieron ningún movimiento para avanzar hacia la encrucijada. Ni siquiera siguieron a los fusileros holandeses que se retiraban, sino que parecían satisfechos con dejar que la refriega mañanera quedara en nada. Sharpe dirigió la mirada al norte y al oeste en busca de los reveladores cúmulos de polvo, indicio de que los refuerzos se estaban apresurando a llegar al amenazado cruce. Todavía no se divisaba polvareda alguna por encima de los caminos, señal de que los franceses disponían de mucho tiempo para realizar el ataque.

El príncipe de Orange llegó tres horas después del alba, emocionado ante la perspectiva de entrar en acción.

—¡Buenos días, Sharpe! Y radiantes, ¿verdad? ¿Todo bien, Rebecque?

Rebecque trató de explicarle al príncipe la distribución de sus tropas, pero éste estaba demasiado inquieto para limitarse a escuchar.

—¡Muéstremelo, Rebecque, muéstremelo! Galopemos un poco. ¡Todos nosotros! —hizo un gesto a todo su estado mayor, cuyos miembros formaron filas diligentemente tras Rebecque y el príncipe, que se alejaron a toda prisa de la encrucijada en dirección sur. El príncipe saludó alegremente con la mano a un grupo de soldados que sacaban agua del arroyo y acto seguido se dio la vuelta en la silla para gritarle a Sharpe—: ¡Esperaba verle en el baile anoche, Sharpe!

—Llegué muy tarde, señor.

—¿Bailó usted?

—Lamentablemente no, señor.

—Yo tampoco. El deber me llamó. —El príncipe pasó al galope junto a la desierta granja Gemioncourt, atravesó el campamento de una brigada holandesa y no frenó hasta que hubo pasado de largo los piquetes de avanzada holandeses y pudo ver desde la carretera adoquinada el pueblo de Frasnes. Debía de haber algunos fusileros enemigos cerca, pero el príncipe, con despreocupación, hizo caso omiso de la amenaza que representaban. Sus oficiales de estado mayor esperaron unos metros atrás mientras el joven miraba fijamente hacia el enemigo acampado—. ¿Sharpe?

Sharpe se adelantó con su caballo.

—¿Señor?

—¿Ante cuántos de esos demonios diría usted que nos encontramos?

En realidad había muy pocas tropas enemigas a la vista. Había una batería de cañones en el extremo del pueblo, unos cuantos caballos sin ensillar una calle más allá y un batallón de infantería acampado en un prado a la derecha de los cañones, por lo demás el enemigo estaba oculto, así que Sharpe mantuvo su anterior cálculo.

—Veinte mil, señor.

El príncipe asintió con un movimiento de cabeza.

—Lo que a mí me parecía. Espléndido —sonrió cordialmente a Sharpe—. ¿Y cuándo se va a presentar usted con un uniforme holandés?

—Sharpe quedó desconcertado.

—Pronto, señor.

—¿Pronto? ¡He estado solicitando esa pequeña gentileza durante semanas! ¡Quiero verle con el uniforme adecuado hoy mismo, Sharpe, hoy! —Como amonestación el príncipe agitó un dedo hacia el fusilero y luego sacó su telescopio para observar la batería de cañones franceses. No era fácil ver de qué calibre eran los cañones porque el aire era bastante caliente para hacer que los detalles de aquellas alejadas armas refulgieran y se desdibujaran—. Va a ser un día caluroso —se quejó el príncipe. Su piel amarillenta brillaba de sudor. Llevaba una casaca de uniforme de color azul llena de presillas de oro incrustadas y ribeteada de piel de astracán de color negro. De la cadera le colgaba un sable enormemente pesado con empuñadura de marfil. La vanidad del príncipe le había hecho vestirse como para una campaña de invierno en un día que amenazaba con ser el más caluroso del verano hasta entonces.

La sofocante atmósfera oprimía pesadamente a los soldados que montaban guardia en las granjas que delimitaban el perímetro de la posición holandesa. Si el perímetro se rompía quedaba todavía la granja Gemioncourt junto al vado que podría ser un áncora de salvación para una línea defensiva, pero en cuanto se tomó Gemioncourt ya no había nada más entre los franceses y la encrucijada. Sharpe rezó para que los franceses siguieran esperando y para que así las tropas británicas que marchaban con urgencia para servir de refuerzo a los defensores de Quatre Bras superados en número llegaran a tiempo al cruce.

A las ocho los franceses aún no habían atacado. A las nueve las tropas holandesas seguían esperando. A las diez el duque de Wellington llegó a la encrucijada y, contento de que nada amenazara todavía a las tropas holandesas, galopó hacia el este en busca de los prusianos.

La mañana avanzaba lentamente. Parecía imposible que los franceses siguieran dudando. Podía ser que de vez en cuando un jinete enemigo apareciera en el extremo del pueblo para observar a través de un catalejo las posiciones holandesas, pero ningún ataque siguió a tales reconocimientos, los fusileros no atravesaron los campos arrastrándose y ningún cañón lanzó con estrépito obuses ni descargas contra las frágiles líneas holandesas.

Al mediodía los franceses seguían esperando. En esos momentos el calor era sofocante. Las nubes del oeste se habían hecho más espesas y las viejas heridas que Sharpe tenían en la pierna y el hombro empezaron a dolerle: un vaticinio de lluvia segura. Comió con los miembros del estado mayor del príncipe de Orange en los restos de un invernadero situado detrás de la granja que había en el cruce. Harper, de cuya situación los holandeses no terminaban de estar seguros, compartió los principescos pollo frío, huevos duros y vino tinto. El príncipe, que por el momento olvidó las órdenes que le había dado a Sharpe para que se cambiara y se pusiera un uniforme holandés, dominó la conversación durante la comida expresando ansiosamente su deseo de que los franceses atacaran antes de que el duque volviera de su encuentro con los prusianos, puesto que entonces el príncipe podría vencer al enemigo únicamente con la ayuda de sus leales tropas holandesas. El príncipe soñaba con una gran victoria de los Países Bajos de la que él mismo fuera el héroe. Veía a chicas acomodaticias ofreciéndole los laureles de la victoria antes de desmayarse a sus pies de conquistador. Se moría de ganas de iniciar un triunfo como aquél y pedía a Dios que los franceses le proporcionaran la oportunidad de gloria antes de que llegara algún refuerzo británico.

A primera hora de la tarde, antes de que los apresurados refuerzos británicos pudieran llegar a la encrucijada, el deseo del príncipe se cumplió. Un cañón enemigo hizo estallar su señal.

Al fin, los franceses avanzaron hacia la batalla.

* * * *

—¿Eso ha sido un cañón? Juraría que fue un cañón. ¿Usted diría que ha sido un cañón, Vine? —El teniente coronel Joseph Ford, oficial al mando de los Voluntarios del Príncipe de Gales, se giró en la silla y miró preocupado a su comandante en jefe que, como estaba sordo, no había oído nada. El comandante Vine, incapaz por lo tanto de confirmar o negar el sonido que había alarmado de aquella manera a su coronel, se limitó a poner una malhumorada cara de pocos amigos como respuesta, por lo que el coronel Ford dirigió la mirada más allá en busca de la opinión del capitán de su compañía ligera—. ¿Eso fue un cañón, D’Alembord? ¿Diría usted que eso fue un cañón?

D’Alembord, a quien le dolía la cabeza por la resaca, llevaba todavía sus pantalones blancos de baile y los zapatos con hebilla de la noche anterior. No quería hablar con nadie, y ni mucho menos con Ford, pero hizo un esfuerzo y confirmó que el coronel había oído, en efecto, la detonación de un cañón, pero muy a lo lejos y con un sonido muy apagado por la humedad de la atmósfera.

—¡Vamos a llegar tarde! —exclamó Ford con preocupación.

En aquel preciso momento a D’Alembord no le importaba lo tarde que llegaran. Sólo quería tumbarse en algún sitio muy oscuro, fresco y silencioso. Quería que el coronel se fuera, pero sabía que Ford seguiría dando la lata hasta que alguien lo tranquilizara.

—La brigada salió puntualmente, señor —le dijo al inquieto Ford—, y no se puede esperar más de nosotros.

—¡Otro cañón! ¿Lo oye, Vine? ¡Ahí está! ¡Y otro! ¡Dios santo, D’Alembord, si ya ha empezado, ya lo creo que ha empezado! —Los ojos de Ford, tras los pequeños y gruesos cristales de sus gafas, revelaron una nerviosa inquietud. Ford era una buena persona, y agradable, pero poseía un atribulado nerviosismo que sacaba de quicio a D’Alembord. El coronel se inquietaba por las opiniones de los oficiales de alto rango, la diligencia de sus oficiales subalternos y la lealtad de sus suboficiales. Se preocupaba por las reservas de munición, por si los soldados podían oír las órdenes en combate y por la moralidad de las esposas que seguían la marcha de la columna como una muchedumbre de gitanas. Se desesperaba al pensar que podía perder las lentes, ya que era miope como un topo, le preocupaba perder el estandarte de su batallón y que se le cayera el pelo. Se angustiaba hasta por el tiempo y, cuando no se le ocurría nada más por lo que inquietarse, se intranquilizaba por si se había olvidado de algo importante que debiera estar causándole preocupación.

Al siempre preocupado Ford lo habían nombrado sustituto del comandante Richard Sharpe como oficial al mando del batallón, lo que en si mismo ya era causa de desasosiego para el coronel puesto que Joseph Ford era perfectamente consciente de que el fusilero había sido un soldado de lo más competente y experimentado. A Ford tampoco lo ayudaba el hecho de que muchos de sus oficiales subalternos y al menos un tercio de sus soldados rasos habían visto muchos más combates que él. Había sido destinado al batallón en las semanas postreras de la última guerra y solamente había pasado por unas pocas escaramuzas, sin embargo, en esos momentos debía ponerse al mando de los Voluntarios del Príncipe de Gales y enfrentarse al ejército de campaña del emperador, un hecho que naturalmente le ocasionaba una angustia constante.

—Pero al menos —consoló a sus oficiales— es un batallón veterano.

—Lo es, coronel, lo es. —El comandante Vine, un hombre pequeño, jactancioso, con aspecto de armiño, de ojos oscuros y mal genio, siempre estaba de acuerdo con el coronel cuando conseguía oír lo que éste decía.

Ford, que desconfiaba de tan fácil adhesión, buscó respaldo a sus opiniones en los oficiales con más experiencia del batallón pero, como Peter D’Alembord, dudaban que al Voluntarios del Príncipe de Gales se le pudiera llamar sinceramente un batallón veterano. Un tercio de sus hombres eran nuevos reclutas que no habían presenciado ninguna batalla, casi otro tercio habían visto tan pocas como el coronel, mientras que el resto, como D’Alembord, sí que se habían enfrentado al ejército francés en combate abierto. Aun así, aquel tercio experimentado era la columna vertebral del batallón: los soldados cuyas voces darían moral a las tropas y le facilitarían al coronel la victoria que necesitaba en su lid inaugural. Y eso era todo por lo que D’Alembord rogaba en aquellos momentos, que Ford conociera pronto el éxito y de esa forma tranquilizara sus angustiados temores.

Asimismo, D’Alembord rezaba para que él también consiguiera una victoria rápida y aplastante. Quería volver a Inglaterra donde le aguardaban una novia y un futuro civil seguro. Su prometida se llamaba Anne Nickerson, hija de un hacendado de Essex, cuyo reacio consentimiento a una boda militar se había transformado en aprobación sin reservas cuando Peter D’Alembord puso en venta su capitanía justo cuando estaba a punto de vender su grado de oficial y retirarse a una de las granjas de su futuro suegro, Napoleón había regresado a Francia. El coronel Ford, preocupado porque iba a perder a su veterano capitán de los fusileros, le había rogado a D’Alembord que se quedara para la inminente campaña, y en su súplica había la promesa implícita de que D’Alembord recibiría la siguiente comandancia vacante del batallón. Eso fue incentivo suficiente. La capitanía se vendería por mil quinientas libras, cantidad que representaba una buena fortuna para cualquier joven que estuviera pensando en casarse, pero de una comandancia se sacarían dos mil seiscientas libras, así pues, con cierto recelo pero tranquilizado por las perspectivas de una excelente dote que aportar al matrimonio, D’Alembord había accedido al requerimiento de Ford.

En ese momento, por delante de D’Alembord, los disparos de los cañones retumbaban como amortiguados truenos para recordarle que las dos mil seiscientas libras había que ganarlas de la manera más dura. D’Alembord, al considerar cuánta felicidad podía llegar a perder, tuvo un presentimiento que le hizo estremecerse, pero se dijo a sí mismo que siempre había temido lo peor antes de cada batalla.

Joseph Ford, asustado porque estaba a punto de librar su primer combate, y temeroso de que tanto él como alguno de sus soldados pudieran no cumplir con su deber, se quitó las gafas de un manotazo y limpió los cristales con el fajín, como siempre que le abrumaban las preocupaciones. Pensaba que una acción tan común como aquélla expresaba una despreocupada indiferencia cuando en realidad revelaba su inquieto nerviosismo.

Sin embargo, aquel día, mientras se dirigían hacia el fuego de los cañones, los soldados del Voluntarios del Príncipe de Gales estaban ajenos a los temores de su coronel. Avanzaban con dificultad, respirando en aquel seco verano el polvo del camino que habían levantado las botas que se arrastraban por delante, y se preguntaban si distribuirían ron antes de que empezara la contienda o si, por el contrario, llegarían demasiado tarde a la batalla y se alojarían en algún dulce pueblo belga donde las chicas coquetearían y la comida sería abundante.

—Suena mal —dijo el soldado Charlie Weller desde los cañones, cuyo sonido en realidad todavía no era demasiado espantoso, pero Weller estaba un poco nervioso y buscaba el alivio de la conversación.

—Hemos oído cosas peores, Charlie —dijo Daniel Hagman, el soldado de más edad de la compañía ligera, pero lo dijo de forma cansina, diligente e irreflexiva. Hagman era una buena persona que reconoció la aprensión de Charlie Weller, pero aquel día hacía demasiado calor, el sol era demasiado implacable y el polvo demasiado reseco para que la amabilidad tuviera una mínima oportunidad.

El comandante Vine frenó su caballo para observar cómo pasaban marchando las diez compañías. Con brusquedad les dijo a los soldados que levantaran los pies y enderezaran los hombros. Ellos no hicieron caso. Vine no les caía bien porque sabían que el comandante los despreciaba y los consideraba un feo y torpe montón de zoquetes, pero los soldados no eran tan tontos como para creérselo; ellos eran la infantería de Wellington, lo mejor de lo mejor, y se dirigían al este y al sur, hacia el lugar donde una cortina de humo de cañón tomaba la forma de una nube oscura sobre una lejana encrucijada y donde los cañones se aclaraban la garganta para llamar a combate a los soldados.

* * * *

El ataque francés empezó con un cañoneo que perforó con nubes de humo gris y negro la turbia atmósfera que se agitaba sobre el pueblo de Frasnes. El príncipe de Orange, incapaz de resistirse a la atracción del peligro, se alejó del cruce al galope para irse con las tropas que estaban más cerca del enemigo, y su estado mayor, cuyo almuerzo se vio brutalmente interrumpido por los disparos de los cañones franceses, se apresuró a seguirle.

Sharpe se encontraba entre los oficiales del estado mayor que bajaron con sus caballos al trote por la carretera de Charleroi, dejaron atrás la granja Gemioncourt junto al vado y subieron por la llana colina hasta que alcanzaron a la brigada de infantería que protegía la carretera de cualquier ataque frontal.

Los cañones franceses disparaban a los flancos de la posición del príncipe apuntando a las granjas que había al este y al oeste. No se apreciaba ningún movimiento en la carretera propiamente dicha, aunque Sharpe supuso que los franceses debían de tener a algunos fusileros ocultos en los campos de crecido centeno.

—Se acercarán directamente por en medio, ¿no?

Sharpe se giró y vio que Harper se había unido a él.

—Pensaba que iba a mantenerse bien alejado de cualquier peligro.

—¡Por el amor de Dios! ¿De qué peligro habla? No nos dispara nadie. —Harper había rescatado la fría carcasa de un pollo asado del interrumpido almuerzo del príncipe y le lanzó una pata a Sharpe—. Tienen un aspecto condenadamente raro, ¿no es cierto?

Se refería a la brigada de infantería belga holandesa que se había desplegado en cuatro filas a ambos lados del camino para bloquear un ataque directo desde Frasnes. La rareza estribaba en los uniformes de los soldados que eran los típicos de la infantería francesa. Solamente se había cambiado la insignia del águila de los chacós y se había reemplazado por una «W», por el rey William de los Países Bajos, pero aparte de eso los belgas holandeses iban vestidos exactamente igual que los soldados con los que sin duda iban a combatir.

—¿Sabe qué es lo que tiene que hacer? —preguntó el príncipe al comandante de brigada en su francés materno.

—Si no podemos detenerlos, señor, nos replegamos en Gemioncourt.

—¡Exactamente! —La granja que había junto al vado era el último bastión antes del esencial cruce. Ya se habían hecho troneras en las paredes de piedra de los enormes graneros y establos de Gemioncourt, que, al igual que los edificios de un gran número de granjas aisladas de las regiones bajas, estaban unidos y protegidos por un alto muro de piedra, convirtiendo así toda la granja en una enorme fortaleza.

—Algo se mueve, ¿no? —El príncipe, volviendo al inglés, se puso eufórico al oír una descarga de mosquetes que sonó desde algún lugar frente a la línea holandesa. Los disparos de mosquete no eran los enormes estallidos del fuego de una sección, sino más bien los más insignificantes chasquidos esporádicos de los fusileros que revelaban que los Voltigeurs franceses se estaban acercando a las tropas ligeras holandesas, pero las altas cosechas impedían que el príncipe y su estado mayor vieran a alguno de los dos grupos de avanzada.

—Es curioso oír de nuevo ese ruido, ¿no le parece? —comentó Harper con sequedad.

—¿Lo echaba de menos?

—Nunca pensé que lo haría —respondió con tristeza el irlandés—, pero sí.

Sharpe recordó la familiar destreza con la que había matado al teniente francés en aquel mismo campo de centeno.

—Es lo que sabemos hacer mejor, Patrick. Quizás estemos condenados a ser soldados para siempre.

—Usted tal vez, pero yo no. Tengo una taberna y un negocio de caballos robados para mantenerme ocupado. —Harper puso mala cara ante los belgas con sus uniformes franceses—. ¿Cree usted que estos tipos van a combatir?

—Más les vale —dijo Sharpe en tono grave. La brigada, con su artillería de refuerzo, era todo lo que había entre los franceses y la victoria. Indudablemente los belgas holandeses parecían estar dispuestos a luchar. Habían pisoteado el centeno al avanzar desde su línea unos sesenta metros para acortar la distancia mortal y, a juzgar por el sonido de las descargas de sus mosquetes, los fusileros belgas holandeses estaban combatiendo con mucha energía.

Las dos alas de la brigada belga holandesa se extendieron unos ochocientos metros a ambos lados de la carretera mientras que de banda a banda de la calzada propiamente dicha había una batería de seis cañones de nueve libras holandeses. Los artilleros habían aparcado los armones y los carros de munición en el campo que había detrás de Sharpe. Los cañones estaban cargados y las mechas humeaban suavemente preparadas para los franceses.

—Cabrones de cuatro patas, a la derecha —advirtió Harper, y Sharpe se giró para ver a un escuadrón de caballería que se dirigía al trote hacia el flanco derecho de los holandeses.

Los jinetes eran lanceros con casacas color verde y unos altos cascos rematados con unos penachos negros que se agitaban hacia delante. Se encontraban todavía a bastante distancia, al menos a unos ochocientos metros, y aún no suponían ninguna amenaza para las tropas del príncipe.

El príncipe se situó justo detrás de los seis cañones de la batería holandesa. Rebecque permaneció cerca de su señor e inspeccionó con gravedad uno de los cañones, como si nunca hubiera visto un objeto parecido, entonces, aquejado de fiebre del heno, estornudó. El príncipe dijo entre dientes: «¡Salud!», y se puso de pie en los estribos para observar a los lanceros con un catalejo. Los cañones franceses dejaron de disparar repentinamente. Los únicos sonidos que entonces se escuchaban eran el traqueteo de los mosquetes de los fusileros y la música irregular de una banda de los holandeses. El caballo del príncipe relinchó. El de Rebecque piafó sobre los tallos de centeno pisoteados. Era el silencio anterior a la batalla.

—¡Estén preparados! —El príncipe, que no podía soportar estarse quieto, espoleó su caballo hacia el batallón belga más próximo—. ¡Pronto verán a la infantería enemiga! —les gritó a los soldados—. ¡Unas cuantas descargas los ahuyentarán, así que manténganse firmes!

—Esos malditos artilleros sólo están cambiando de objetivo —dijo Harper en tono mordaz después de que Sharpe le hubiera traducido las palabras del príncipe.

—Es probable —dijo Sharpe. Le dio unos golpecitos en el cuello a su caballo.

De pronto Rebecque volvió a estornudar y, como si se hubiera tratado de una orden, las baterías francesas reanudaron su cañoneo. Harper estaba en lo cierto, simplemente habían estado cambiando el objetivo y entonces los artilleros franceses concentraron sus disparos en el centro del campo. Había más cañones enemigos disparando que antes. Sharpe contó veinticuatro volutas de humo en la primera salva.

Los artilleros franceses estaban ocultos entre el centeno pero algunas de sus balas dieron en los batallones holandeses que aguardaban. Una descarga rebotó limpiamente entre dos de los cañones holandeses y de algún modo u otro no tocó a ninguno de los jinetes que rodeaban al príncipe. El coronel de artillería pidió permiso para devolver el fuego pero el príncipe le ordenó esperar hasta que divisaran a la infantería enemiga.

Las baterías francesas dispararon otra descarga. Sharpe vio surgir el humo un instante antes de que el sonido taladrara el aire. Fueron alcanzados más soldados de los batallones holandeses, pero la mayor parte de las balas pasaron por encima de sus cabezas, ya que los artilleros franceses estaban disparando demasiado alto. Sharpe vio el paso de una bola de cañón marcado por la oscilación de los tallos de centeno que, a una velocidad extraordinaria, formó una línea que se oscurecía y atravesaba el campo que había detrás de él. Otra descarga pasó tan cerca de Sharpe que sonó como el repentino y violento chasquido de un golpe de viento. Si hubieran disparado las balas aun más altas el sonido habría sido retumbante, como si se hiciera rodar un tonel por encima de las tablas del suelo.

—Debería volver al cruce —le dijo Sharpe a Harper.

—Sí, lo haré —Harper no se movió.

El príncipe se dirigió a medio galope hacia los batallones belgas holandeses que se encontraban en el lado derecho del camino. Había desenvainado su enorme sable. Llamó a Rebecque para que lo acompañara. El barón, con los ojos llorosos a causa de la fiebre del heno, estornudó una vez más; y los cañones franceses dejaron de disparar como por arte de magia.

Los soldados heridos por el fuego de los cañones gritaban y la banda tocaba, pero parecía un silencio que no presagiaba nada bueno.

Entonces empezaron los tambores franceses.

—Nunca pensé que volvería a oír tocar Pantalones viejos —dijo Harper con nostalgia. Era el sonido de la infantería francesa que era conducida al ataque a golpe de tambor. Redoblaban multitud de tambores pero los que los tocaban, al igual que la infantería francesa, estaban ocultos en la alta cosecha de centeno. Había algo curiosamente amenazador en aquellos repetitivos tabaleos que parecían venir de ninguna parte.

Entonces fue cuando Sharpe vio que los distantes cultivos estaban siendo completamente aplastados y supo que cada una de las zonas donde se abatía el centeno delataba el avance de una columna francesa. Contó tres formaciones justo enfrente. Cada columna era una sólida formación de soldados que se dirigían como un ariete hacia la línea holandesa. Un estrépito de descargas de mosquetes en el flanco derecho reveló que las granjas del oeste estaban siendo atacadas, pero allí en el centro, donde el camino conducía de forma tentadora hacia la encrucijada, el enemigo seguía oculto. Oculto pero no en silencio. De pronto los tambores se detuvieron y las columnas vociferaron su gran grito de guerra: «Vive l’Empereur!». El clamor de la ovación hizo que la banda holandesa parara en seco. Los músicos bajaron sus instrumentos y miraron fijamente hacia el ocultador campo de cultivo donde daba la impresión de que el centeno se movía como si lo aplastaran las pisadas de un gigante invisible.

Los artilleros franceses volvieron a abrir fuego y en aquella ocasión utilizaron unos obuses de cañón corto que disparaban los proyectiles de manera que describían un arco por encima de sus propias columnas y que al explotar formaban pequeñas y sucias volutas de humo y llamas.

Se empezaban a divisar los primeros fusileros franceses en el borde de aquella área pisoteada. La avanzada holandesa cedió el prado y se retiró a sus batallones, por lo que entonces los dispersos Voltigeurs enemigos pudieron arrodillarse sin problemas al borde del campo de centeno y disparar a los defensores que aguardaban. Los soldados empezaron a caer.

Otros gritaron. Algunos murieron. El principal ataque enemigo seguía siendo nada más que el sonido de una mezcla de amenazas: un ruido estrepitoso en el centeno, un aporreo de tambores y una ovación a voz en cuello.

Rebecque galopó de vuelta hacia la batería holandesa gritando a su coronel que abriera fuego sobre las ocultas columnas, pero el coronel miraba a uno de sus oficiales al que una bala de los fusileros había matado. El oficial yacía sobre la carretera calcárea donde su sangre se veía sorprendentemente brillante contra el blanco polvo. Otros artilleros estaban cayendo. Una bala hizo un monstruoso ruido metálico al dar en un cañón y rebotó hacia el cielo.

—¡Fuego! —les gritó enojado Rebecque a los artilleros.

El coronel de artillería se dio la vuelta sobresaltado, se quedó mirando a Rebecque un instante y entonces dio sus propias órdenes a gritos, pero en lugar de disponer una mortífera descarga hacia el alto centeno, mandó a sus hombres que se retiraran. Los conductores condujeron a golpe de látigo los tiros de caballos de vuelta a la carretera mientras los artilleros retiraban las armas a pulso para engancharlas a sus armones. Las enormes carretas de munición partieron hacia la encrucijada y sus macizas ruedas con llantas de hierro iban abriendo grandes surcos en la superficie de la calzada. Los tiros que arrastraban los cañones empezaron a seguirlas pero dos de ellos chocaron, las ruedas de los armones se bloquearon y de repente se originó un enredo de cañones estancados, caballos asustados y conductores que maldecían.

Sharpe había avanzado apretando el paso.

—¿Adónde van? —gritó en francés hacia el otro lado de aquel caos.

—¡Retrocedemos! —exclamó el coronel de artillería por encima del ruido de un proyectil de obús que explotaba.

—¡Deténganse en la granja! ¡Deténganse en Gemioncourt! —Sharpe sabía que no podía controlarse el pánico allí, donde las columnas francesas inundaban el aire con su amenaza, pero tal vez los macizos muros de Gemioncourt les proporcionaran a aquellos artilleros un poco de confianza.

—¡Retrocedan! ¡Echen atrás los cañones! —El coronel daba golpes con su fusta para tratar de desenredar los armones atrapados. Hubo otra descarga de fuego de obús de los franceses que milagrosamente no cayó sobre el tumulto de artilleros y caballos que, aguijoneados por la amenaza de los proyectiles, se desenredaron como por encanto. Los cañones holandeses que huían subieron con estrépito a la carretera con las cadenas y los cubos balanceándose. Los artilleros que no iban montados en los cañones o los armones corrían por las cunetas en una indisciplinada retirada.

—¡Deténganse en la granja! —bramó Sharpe después del coronel de artillería.

Un proyectil de obús cayó ululando y destrozó la rueda del armón del último cañón. Por un segundo el obús se quedó con la mecha humeante entre los restos de la rueda y luego saltó en pedazos con una explosión ensordecedora. Un caballo murió al instante y sus tripas, rojas y húmedas, salieron despedidas por todo lo ancho del camino. Otra bestia que gritaba se derrumbó sobre sus rotas patas traseras. El resto de animales del tiro, presas del pánico, trataron de salir al galope y lo único que hicieron fue dar la vuelta al armón destrozado. Un artillero se cayó de su asiento sobre la caja de munición y la violenta fricción del armón lo aplastó. Intentó agarrarse a la rueda rota que le arrastró primero y luego lo dejó clavado en la carretera. Los demás artilleros no le prestaron atención; en lugar de eso se pusieron a golpear los arreos con espadas o cuchillos y finalmente liberaron a los cuatro caballos que quedaban con vida, que galoparon con ojos desorbitados hacia Gemioncourt. Un oficial le disparó un tiro de gracia al caballo que agonizaba y luego salió corriendo en pos de sus hombres abandonando el cañón.

El soldado que había bajo el armón también quedó abandonado. Lo dejaron gritando con un lamento sobrecogedor que hizo que los soldados de infantería más próximos miraran a su alrededor con nerviosismo. Harper se acercó a caballo al soldado y vio que los radios de la rueda rota le atravesaban el vientre y la ingle. Se descolgó el fusil del hombro, apuntó y realizó un solo disparo.

Los fusileros franceses profirieron gritos de entusiasmo por su victoria sobre los despavoridos tiros de los cañones y acto seguido volvieron sus mosquetes hacia los batallones belgas más próximos. El príncipe de Orange les gritaba a sus soldados que se mantuvieran firmes, que esperaran, pero el desgaste de la avanzada les crispaba los nervios. Empezaron a retroceder poco a poco.

—¡No aguantarán! —le advirtió Harper a Sharpe.

—¡Y tanto que lo harán esos cabrones! —Sharpe se dirigió a toda prisa hacia los belgas más próximos, pero antes de que pudiera acercarse siquiera al batallón, una columna francesa salió de repente de entre el centeno, y los belgas, sin tan sólo disparar una descarga, se dieron la vuelta y echaron a correr. En un instante pasaron de ser un batallón formado a ser una multitud. Sharpe se detuvo. Dos proyectiles de obús estallaron a unos pocos pasos de su caballo y ambas explosiones provocaron dos incendios de poca importancia entre el centeno. Los franceses gritaban entusiasmados. El príncipe pegaba a los soldados que corrían con la cara de la hoja de su sable, pero ellos le tenían mucho más miedo a un emperador que a un príncipe, así pues no dejaron de correr. A los otros batallones se les contagió el pánico y también huyeron. Los fusileros franceses dirigieron sus fuerzas contra el estado mayor del príncipe.

Rebecque, con los ojos rojos e hinchados a causa de la alergia, detuvo su caballo junto a Sharpe.

—No es un comienzo muy digno de admiración, ¿verdad?

—¡Salga de aquí, señor! —Sharpe oía los silbidos y latigazos de las balas de mosquete en torno a ellos.

—¿Podría averiguar qué le ocurre a Saxe-Weimar? —preguntó Rebecque.

Sharpe asintió.

—¡Lo haré, señor! ¡Pero usted váyase! ¡Ahora! —Los primeros soldados de la avanzada francesa avanzaban a toda prisa, pero en lugar de enfrentarse a los oficiales del estado mayor que seguían cerca de la posición holandesa, echaron mano al cañón abandonado, el primer trofeo de su ataque.

Por detrás de la columna sonó una trompeta y un ayuda de campo holandés advirtió a gritos de la presencia de caballería enemiga. El príncipe hizo girar a su caballo y galopó en dirección norte hacia Gemioncourt y Quatre Bras. Rebecque salió al galope tras el príncipe mientras que Sharpe y Harper se dirigieron al oeste. A lo largo de todo el centro de la posición los holandeses se habían venido abajo dejando un atractivo hueco por el que podían irrumpir los franceses, no obstante, desde el distante flanco derecho seguía llegando el sonido tranquilizador de las descargas, lo cual demostraba que los soldados de Saxe-Weimar estaban defendiendo incondicionalmente.

Los batallones del príncipe Bernhard, que habían tomado el cruce la noche anterior, lo protegían de nuevo. Se estaban batiendo en retirada ante el ataque francés pero no corrían; En cambio, retrocedían y se detenían a cada paso para disparar unas constantes y efectivas descargas contra sus atacantes franceses. Sharpe se fijó en que aquellos franceses se habían desplegado y en vez de una columna formaban una línea que superaba en número y se solapaba con la brigada de Saxe-Weimar, aunque las tropas de Nassau estaban combatiendo bien. Mejor todavía, en lugar de retroceder hacia la encrucijada se dirigían al abrigo del oscuro bosque que se extendía como un bastión a lo largo del flanco izquierdo del recorrido de los franceses hacia Quatre Bras. Si el príncipe podía ocupar el bosque y se salvaba el centro de alguna manera, todavía había una posibilidad.

Era una posibilidad muy remota, una mera brizna de paja arrebatada frente a un abrumador desastre, pues Sharpe no veía de qué manera un general cualquiera —para qué hablar de un príncipe lleno de granos— podría reagrupar a las escindidas tropas del centro y evitar que los franceses avanzaran para tomar la encrucijada. En cuanto la tomaran, ningún destacamento británico podría reunirse con los prusianos, de ese modo los ejércitos quedarían irrevocablemente divididos y el emperador habría ganado su campaña.

—¡Vamos a volver atrás! —le gritó Sharpe a Harper.

Dieron la vuelta a sus caballos y se alejaron de los hombres de Saxe-Weimar que en esos instantes se acercaban al límite de los árboles con mortíferas descargas de mosquetes. Sharpe y Harper trotaron en dirección norte, manteniéndose a unos cientos de metros por delante de los franceses que avanzaban. A su izquierda quedaba el extenso e imponente bosque con su maraña de árboles y defensores tenaces. En el centro estaba la granja Gemioncourt, que debía de haber servido de fortaleza para detener a los franceses, pero que entonces estaba vacía, porque los cañones y la infantería belgas habían huido pasando de largo la granja, cediendo así al enemigo sus fuertes muros y establos con aspilleras. Por delante de Sharpe, a lo lejos, se hallaba el cruce propiamente dicho donde la oscura masa de fugitivos se arremolinaba en medio de la confusión, mientras que a la derecha, actuando en cierto modo como otro bastión, había un bosque más pequeño y un puñado de casitas.

—¡Mire! ¡Mire! —Harper estaba de pie en los estribos y señalaba, al tiempo que gritaba con entusiasmo, hacia el bosquecillo de la derecha—. ¡Que Dios bendiga a esos cabrones! ¡Bien hecho, muchachos! —Porque en aquella distante floresta que protegía el camino que llevaba hacia el ejército prusiano había fusileros. Casacas verdes. Los mejores entre los malditos mejores. Los refuerzos británicos habían empezado a llegar.

Pero por detrás de Sharpe y de Harper los victoriosos franceses seguían avanzando, y entre ellos y la encrucijada no había nada.