Se veían nubes al oeste. El vapor que se levantaba por encima del mar del Norte se desplazaba lentamente hacia el este y se agolpaba formando cúmulos de color blanco y gris sobre la costa. Los granjeros temían que una fuerte lluvia malograra sus cosechas que maduraban.
Tales preocupaciones no se le pasaron por la cabeza al comandante prusiano que habían enviado a Bruselas con noticias sobre el avance francés y detalles de la reacción de los prusianos. En el parte se explicaba que la guarnición prusiana en Charleroi se replegaba, no hacia Bruselas, sino en dirección nordeste donde se estaba congregando el principal ejército prusiano. Las noticias del comandante eran de vital importancia si las tropas británicas y holandesas tenían que unirse a los prusianos.
El comandante se enfrentaba a un viaje de unos cincuenta kilómetros. Era un día soleado y muy caluroso, y él era enormemente gordo y estaba cansado. El esfuerzo de los primeros ocho kilómetros, cuando pensaba que los dragones podrían salir repentinamente de detrás de cualquier seto o granja, había dejado exhaustos tanto al comandante como a su caballo, así que, en cuanto se sintió a salvo, con muy buen criterio aminoró la marcha y siguió a un paso tranquilo, meditabundo y reconfortante. Al cabo de una hora llegó a una pequeña posada al borde del camino situada en lo alto de un bajo collado, y al darse la vuelta vio que la posada le ofrecía una buena vista de la carretera hasta que ésta se perdía en el horizonte, de manera que podría ver a cualquier francés que lo persiguiera mucho antes de que representara algún peligro. No había ningún movimiento en el camino aparte de un hombre que conducía a ocho vacas de un prado a otro.
El comandante se levantó con cuidado de la silla, se deslizó pesadamente hasta el suelo y ató a su caballo al poste indicador de la posada. Hablaba bastante bien el francés y disfrutó deliberando sobre la comida con la joven y guapa camarera que acudió a la mesa que había junto al camino y que el comandante había adoptado como posición estratégica. Se decidió por pollo asado y verduras seguido de pastel de manzana y queso. Pidió una botella de vino tinto pero no del corriente.
El sol resplandecía en el largo camino que iba hacia el sur. Unos campesinos segaban sin parar en un prado situado a unos ochocientos metros, mientras que mucho más lejos, más allá de los desdibujados campos y bosques, el polvo blanqueaba el cielo. Se trataba de la nube artificial que levantaba un ejército, pero no había tropas que amenazaran el tranquilo descanso del comandante, por lo que éste no vio ningún motivo para darse demasiada prisa, sobre todo cuando el pollo asado resultó ser excelente: la piel del pollo estaba muy bien tostada y su carne amarilla era suculenta. Cuando la chica le llevó el pastel al comandante le preguntó si Napoleón se estaba aproximando.
—¡No te preocupes, querida! No te preocupes.
Mucho más al norte de donde se encontraba el comandante, en Bruselas, un destacamento de soldados de los Highlanders había recibido la orden de dirigirse a la casa del duque de Richmond, donde los hicieron pasar al deslumbrante salón de baile adornado con los colores de la bandera belga. Antes de que se sirviera la cena, los Highlanders ofrecerían a los invitados una muestra de su baile.
El teniente de los Highlanders pidió que levantaran del suelo una de las arañas apagadas para asegurarse de que hubiera espacio suficiente para que sus bailarines cruzaran las espadas. La duquesa, con el propósito de que cada uno de los detalles de su baile se dispusiera a la perfección, se empeñó en que hicieran una demostración.
—¿Traen gaiteros esta noche? —preguntó la duquesa.
—Por supuesto, su excelencia.
Aquello no hizo más que proporcionarle a la duquesa un nuevo detalle por el que preocuparse: ¿cómo sabría el director de la orquesta cuándo hacer que sus músicos dejaran de tocar para que pudieran empezar a hacerlo las gaitas?
Su marido aseguró que sin duda la orquesta y los gaiteros dispondrían las cosas a satisfacción de ambos, y además fue de la opinión de que la duquesa debía dejar que se encargaran del baile aquellos que cobraban por ocuparse de los detalles, pero aquella tarde la duquesa insistió en expresar sus preocupaciones. Le preguntó muy seriamente a su marido si debería pedirle al príncipe de Orange que no llevara con él al teniente coronel Sharpe.
—¿Quién es Sharpe? —preguntó el duque desde detrás de su ejemplar de The Times.
—Es el marido de la chica de Johnny Rossendale. Me temo que ella va a venir. Traté de convencerle para que no la trajera, pero no hay duda de que está loco por ella.
—¿Y ese Sharpe es su marido?
—Te lo acabo de decir, Charles. También es ayudante de campo del Esbelto Billy.
El duque lanzó un gruñido.
—Está claro que ese Sharpe es tonto si permite que un idiota como Johnny Rossendale lo convierta en un cornudo.
—Precisamente por eso debería hablar con el príncipe. Me han dicho que ese Sharpe es un hombre sumamente tosco y es más que probable que deje a Johnny hecho filetes.
—Si es una persona tan tosca, querida, sin duda no querrá asistir a tu baile. Y ciertamente yo no mencionaría el asunto a Orange. Ese maldito jovenzuelo idiota sólo traerá a Sharpe si sabe que con ello habrá problemas. Es mejor no revolver el asunto, querida, así que déjalo correr.
Pero la duquesa no era de las que dejaba correr nada de aquello con lo que pudiera interferir.
—¿Tal vez debería mencionárselo a Arthur?
El duque dejó de golpe el periódico sobre la mesa.
—No vas a molestar a Wellington por dos malditos idiotas y su boba meretriz.
—Si tú lo dices, Charles.
—Lo digo yo. —Se levantó la muralla de periódico invitando al silencio.
El otro duque inglés que había en Bruselas, Wellington, hubiera estado agradecido de saber que Richmond le había ahorrado las preocupaciones de la duquesa, puesto que el comandante en jefe de los ejércitos británico y holandés ya tenía más que suficiente con las suyas. Una de esas preocupaciones, la más pequeña de todas, era la perspectiva de tener que pasar hambre. Wellington sabía por amarga experiencia que se vería obligado a mantener tantas conversaciones en el baile que la cena se solidificaría inevitablemente en su plato. Por lo tanto, pidió que aquella tarde a las tres le sirvieran en sus dependencias una cena temprana de añojo asado.
Luego, al observar que el cielo se estaba nublando por el oeste, dio su paseo de la tarde por el barrio de moda de Bruselas. Tuvo mucho cuidado de mostrar un aspecto alegre y despreocupado mientras paseaba con su bastón porque sabía muy bien que los simpatizantes de los franceses que había en la ciudad buscaban cualquier indicio de derrotismo aliado que pudieran convertir en polémica para desmoralizar a las tropas belga-holandesas.
La calidad de esas tropas era el centro de las verdaderas preocupaciones del duque. Teóricamente su ejército era de noventa mil hombres, pero sólo la mitad de esas fuerzas eran fiables.
El núcleo del ejército del duque era su infantería. Tenía treinta batallones de casacas rojas pero solamente la mitad habían combatido en sus campañas españolas y la calidad de la otra mitad no se conocía. Tenía algunos excelentes batallones de infantería de la Legión Alemana del Rey y algunas entusiastas tropas hanoverianas, juntas sumaban menos de cuarenta mil hombres. Para completar el número de soldados tenía al ejército belga-holandés, más de treinta mil soldados de infantería en total, en el cual no confiaba en absoluto. La mayor parte del contingente belga-holandés habían luchado por el emperador y todavía vestían sus uniformes. El rey de los Países Bajos aseguró al duque que los belgas combatirían, pero Wellington se preguntaba: ¿a favor de quién?
El duque también disponía de caballería pero no tenía ninguna fe en los jinetes, ya fueran holandeses o ingleses. Su caballería alemana era de primera clase pero lamentablemente poco numerosa, mientras que sus soldados de caballería ingleses no eran más que tontos a caballo: caros y susceptibles, propensos a la locura y hombres para los que la disciplina era desconocida. Por lo que al duque concernía, los jinetes belga-holandeses podían recoger sus cosas y marcharse a su casa en aquel mismo momento.
Tenía noventa mil hombres, la mitad probablemente lucharan bien, y sabía que quizá se vería enfrentado a cien mil veteranos de Napoleón. Los veteranos del emperador, inquietos contra las injusticias de la Francia borbónica, se habían alegrado del regreso de Napoleón y acudieron en masa para unirse a las águilas. El ejército francés, que según pensaba el duque todavía estaba concentrándose al sur de la frontera, posiblemente fuera el mejor instrumento que Napoleón hubiera comandado jamás. Todos sus soldados habían combatido con anterioridad, iban recién equipados y buscaban venganza contra los países que habían humillado a Francia en 1814. El duque tenía motivos de preocupación aunque, mientras bajaba paseando por la Rue Royale estaba obligado a poner buena cara ante los desesperados pronósticos, no fuera que su angustia diera ánimos a sus enemigos. El duque también podía aferrarse a una fuerte esperanza, concretamente que su improvisado ejército no iba a luchar solo contra Napoleón, sino que lo haría junto a los prusianos del príncipe Blücher. Iban a vencer siempre que los ejércitos británico y prusiano unieran sus fuerzas; por separado, temía el duque, los destruirían.
Sin embargo, a unos cuarenta kilómetros al sur, los franceses ya hacían retroceder hacia el este a las fuerzas prusianas alejándolas de las británicas. En Bruselas nadie sabía que los franceses habían invadido. En cambio, se preparaban para asistir al baile de una duquesa mientras que un gordo oficial prusiano pagaba por su pollo asado, se terminaba el vino y luego se iba sin ninguna prisa en dirección al norte.
* * * *
A la una de la tarde, ocho horas después de que se hubieran realizado los primeros disparos al sur de Charleroi, Sharpe se encontró con más soldados de caballería; en aquella ocasión era una patrulla vestida con casacas de color azul oscuro con dobleces rojos que cruzaron ansiosa y ruidosamente un prado y rodearon a Sharpe y a sus dos caballos. Eran soldados de las tropas hanoverianas, exiliados que formaban la Legión Alemana del Rey que tan bien y con tanta dureza habían combatido en España. En aquellos instantes los soldados alemanes observaban con desconfianza el extraño uniforme de Sharpe, hasta que uno de los soldados de caballería vio la «N» en la gualdrapa de la silla de montar y los sables hicieron un ruido áspero al ser extraídos de sus vainas, mientras que los jinetes le gritaban a Sharpe que se rindiera.
—¡A la mierda! —gruñió Sharpe.
—¿Es usted inglés? —le preguntó el capitán de la LAR en ese mismo idioma. Iba montado en un magnífico caballo castrado de color negro, fresco y de lustroso pelaje. La manta de su silla llevaba el monograma real británico, un recordatorio de que el rey de Inglaterra también era monarca de Hannover.
—Soy el teniente coronel Sharpe, del estado mayor del príncipe de Orange.
—Debe usted perdonarnos, señor. —El capitán, que se presentó como Hans Blasendorf, enfundó su sable. Le explicó a Sharpe que su patrulla era una de las muchas que diariamente reconocían el terreno al sur de la frontera francesa y al otro lado; aquel escuadrón en concreto tenía órdenes de explorar los pueblos al sur y al este de Mons hasta llegar al Sambre, pero no de invadir territorio prusiano.
—Los franceses ya están en Charleroi —le dijo Sharpe al alemán.
Blasendorf se quedó boquiabierto ante Sharpe en asombrado silencio por unos instantes.
—¿Seguro?
—¡Seguro! —El cansancio hizo que Sharpe se indignara—. ¡Acabo de estar allí! Le quité este caballo a un dragón al norte de la ciudad.
El alemán comprendió la desesperada urgencia de las noticias de Sharpe. Arrancó una hoja de su cuaderno, se la ofreció junto con un lápiz a Sharpe y se ofreció voluntario con su propia patrulla para llevar el parte al cuartel general de Dornberg en Mons. Dornberg era el general al mando de aquellas patrullas de caballería que vigilaban la frontera francesa; encontrarse con uno de sus oficiales había representado un golpe de suerte para Sharpe; por pura casualidad se había encontrado precisamente con unos soldados que alertaban a los aliados de cualquier avance francés.
Sharpe pidió prestado un chacó de uno de los soldados de caballería y utilizó su plana y redonda parte superior como escritorio. No escribía muy bien porque había aprendido tarde en la vida y, aunque Lucille lo había convertido en mucho mejor lector, seguía siendo torpe con la pluma o el lápiz. Sin embargo, de la manera más clara, anotó lo que había observado: un enorme contingente de infantería, caballería y artillería marchaba hacia el norte desde Charleroi por la carretera que iba a Bruselas. Habían apresado a un soldado que informó de la posibilidad de que el emperador se hallara entre aquellas fuerzas, pero el prisionero no estaba seguro de ello. Sharpe sabía que para Dornberg era importante saber dónde se encontraba el emperador puesto que, allí por donde Napoleón cabalgara, sería el ataque principal de los franceses.
Firmó el parte con su nombre y rango y se lo entregó a Blasendorf, quien prometió entregarlo tan rápidamente como sus caballos pudieran atravesar la campiña.
—Y pídale al general Dornberg que le diga al jefe del estado mayor del príncipe que estoy vigilando el camino de Charleroi —añadió Sharpe.
Blasendorf respondió asintiendo con la cabeza mientras le daba la vuelta a su caballo y se alejaba cuando, al darse cuenta de lo que Sharpe había dicho, volvió la mirada hacia atrás con preocupación.
—¿Va a regresar al camino, señor?
—Voy a regresar.
Sharpe, habiendo dejado su mensaje en buenas manos, podía volver y observar a los franceses. A decir verdad él no quería ir porque estaba cansado y dolorido de tanto montar, pero aquel día los aliados necesitaban información precisa sobre el enemigo para que su reacción pudiera ser certera, rápida y mortífera. Por otra parte, la aparición de los franceses estimuló su entusiasmo. Él había pensado que vivir en Normandía le provocaría cierta ambivalencia hacia su antiguo enemigo, pero había pasado demasiados años combatiendo a los franchutes como para renunciar de pronto a la necesidad de verlos vencidos.
Más por la fuerza de la costumbre que por el sentido del deber, hizo girar a su aprehendido caballo y volvió a cabalgar hacia el enemigo. Mientras tanto, al norte, Bruselas dormía.
* * * *
El general de división sir William Dornberg recibió el parte escrito en lápiz en el ayuntamiento de Mons, que había convertido en su cuartel general y en el que había transformado la vetusta sala consistorial en su sala de mapas.
Aquella estancia con paneles, de la que colgaban polvorientos escudos de armas, se adecuaba a su amor propio, pues Dornberg era un hombre muy orgulloso que estaba convencido de que Europa no apreciaba su talento militar como era debido. Antes había luchado con los franceses pero no lo habían ascendido más allá del rango de coronel, por lo que había desertado para unirse a los británicos, que recompensaron su defección con el título de sir y el generalato, pero aun así él se sentía ofendido. Lo habían puesto al mando de una brigada de caballería, apenas una docena de sables, mientras que hombres a los que él consideraba menos capaces comandaban divisiones enteras. De hecho, el príncipe de Orange, un joven inexperto, ¡estaba al mando de un cuerpo!
—¿Quién era este hombre? —le preguntó al capitán Blasendorf.
—Un inglés, señor. Un teniente coronel.
—¿Con un caballo francés, dice usted?
—Dice que capturó el caballo, señor.
Dornberg frunció el entrecejo ante el mensaje, tan mal escrito con burdas letras mayúsculas a lápiz que bien podía haberlo garabateado un niño.
—¿A qué unidad pertenecía este inglés? ¿Sharpe? ¿Se llama así? ¿Sharpe?
—Si es el Sharpe que creo que es, señor, entonces se trata de un soldado muy famoso. Recuerdo que en España…
—¡España, España! ¡No hago más que oír hablar de España! —Dornberg dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y lanzó una mirada de ojos saltones al desafortunado Blasendorf—. ¡Al escuchar a algunos oficiales de este ejército uno pensaría que nunca se ha luchado en otra guerra que no fuera en España! Le pregunté, capitán, a qué unidad pertenecía este tal Sharpe.
—Es difícil de decir, señor —el capitán de la LAR frunció el ceño al intentar recordar el uniforme de Sharpe—. Casaca de color verde, sombrero anodino y peto de cazador. Dijo que pertenecía al estado mayor del príncipe de Orange. En realidad pidió que comunicara usted al cuartel general del príncipe que se iba de vuelta a Charleroi.
Dornberg hizo caso omiso de las últimas frases y se aferró a algo mucho más importante.
—¿Peto de cazador? ¿Se refiere a un pantalón francés?
Blasendorf se quedó en silencio y luego asintió.
—Lo parecía, señor.
—¡Es usted un idiota! ¡Un idiota! ¿Qué es usted?
Blasendorf se quedó callado unos instantes y luego, frente al abrumador desprecio de Dornberg, admitió avergonzado que era un idiota.
—¡Era francés, idiota! —gritó Dornberg—. Tratan de engañarnos. ¿No ha aprendido usted nada de la guerra? ¡Quieren que pensemos que avanzarán por Charleroi mientras vienen hacia nosotros desde el primer momento! ¡Vendrán a Mons! ¡A Mons! ¡A Mons! —golpeó el mapa con el puño cerrado con cada una de las reiteraciones de ese nombre y luego, con actitud desdeñosa, agitó el parte de Sharpe en la cara de Blasendorf—. Podría haberse limpiado el culo con esto. ¡Es usted un idiota! ¡Dios me libre de los idiotas! Ahora regrese allí donde se le envió. ¡Vamos, vamos, vamos!
El general Dornberg rompió en pedazos el parte. El emperador había rozado la red extendida para atraparlo, pero la mitad británica de la trampa no era consciente de lo que habían capturado y, por lo tanto, los franceses siguieron avanzando.
* * * *
Al sudoeste de Bruselas, en la población de Braine-le-Comte, su alteza real el príncipe William, príncipe de Orange, heredero al trono de los Países Bajos y duque, vizconde, lord, gobernador, marqués y conde de más ciudades y provincias de las que ni siquiera él podía recordar, se inclinó hacia delante en su silla, fijó la mirada en el espejo que había sobre el tocador y, con infinito cuidado, se apretó una espinilla que tenía en la barbilla. Salió de manera muy satisfactoria. Se apretó otra vez, provocando un pequeño chorro de sangre.
—¡Maldita, maldita, maldita, maldita sea! —Esas que hacían salir sangre siempre le dejaban una marca amoratada en su piel cetrina y el Esbelto Billy quería especialmente tener el mejor aspecto posible en el baile de la duquesa de Richmond.
—Eau de citron —dijo perezosamente la chica que había en su cama.
—Estás farfullando, Charlotte.
—Eau de citron. Seca la piel y elimina las manchas. —Hablaba en francés—. Deberías usarla.
—Mierda —dijo el príncipe cuando otra espinilla se reventó sangrante—. ¡Mierda, coño y carajo!
Se había educado en la universidad de Eton, por lo que poseía un excelente dominio del inglés. Después de Eton había ido a Oxford y luego sirvió en el estado mayor de Wellington en España. El nombramiento había sido una cuestión puramente política ya que Wellington no lo quería y, por consiguiente, al exiliado príncipe lo habían mantenido bien apartado de cualquier enfrentamiento; sin embargo, la experiencia había convencido al joven de que gozaba de un magnífico talento militar. Su educación también le había dejado un cariño por todo aquello que fuera inglés. En realidad, aparte de su jefe del estado mayor y un puñado de ayudas de campo, todos sus amigos más íntimos eran ingleses. Deseó que la chica que había en la cama fuera inglesa, pero era belga y él detestaba a los belgas; para el príncipe eran una raza de vulgares campesinos que parecían bueyes.
—Te odio, Charlotte. —Hablaba en inglés a la chica. Su nombre era Paulette, pero el príncipe llamaba Charlotte a todas las muchachas desde que la princesa inglesa que al principio había accedido a casarse con él rompiera después el compromiso inexplicablemente.
—¿Qué estás diciendo? —Paulette no hablaba inglés.
—Apestas como una cerda —continuó diciendo el príncipe en inglés—, tienes unos muslos de granadero, tus tetas están grasientas y, en resumen, eres una belga típica y te odio. —Mientras hablaba sonrió cariñosamente a la chica y Paulette, que en realidad era muy bonita, le lanzó un beso antes de volver a recostarse en las almohadas. Era una prostituta que habían traído desde Bruselas y a la que le pagaban diez guineas al día por acostarse con el príncipe y que, según ella, ganaba cada onza del precioso oro. Paulette pensaba que el príncipe era repulsivamente feo: era desagradablemente delgado, con una protuberante cabeza redonda sobre un cuello ridículamente largo. Tenía la piel cetrina y picada, los ojos saltones y su boca era una hendidura babosa parecida a la de una rana. Estaba borracho con la misma frecuencia que sobrio y en cualquiera de las dos condiciones tenía una exagerada opinión de sus capacidades, tanto en la cama como en el campo de batalla. Tenía entonces veintitrés años y era comandante del Primer Cuerpo del ejército del duque de Wellington. Aquellos que simpatizaban con el príncipe lo llamaban el Esbelto Billy, mientras que sus detractores lo denominaban el Joven Franchute. Su padre, el rey William, era conocido como el Viejo Franchute.
Nadie con un poco de sentido común quería que el joven Franchute ejerciera el mando en el ejército del duque, pero el Viejo Franchute se negó rotundamente a que los Países Bajos se unieran a la coalición a menos que su hijo tuviera un alto mando y por consiguiente los políticos londinenses habían obligado al duque de Wellington a ceder. Además, el Viejo Franchute se había empeñado en que su hijo estuviera al mando de tropas británicas y el duque también se había visto forzado a consentir en ese punto, aunque sólo con la condición de que se designara a oficiales británicos responsables como miembros del estado mayor del Joven Franchute.
El duque facilitó una lista de hombres apropiados, serios y formales, pero el Joven Franchute sencillamente había tachado sus nombres sustituyéndolos por los de amigos que había hecho en Eton, y cuando algunos de esos amigos declinaron el honor, encontró a otros simpáticos oficiales que sabían cómo aligerar los rigores de la guerra con desenfrenada diversión. El príncipe también exigió unos cuantos oficiales con experiencia en combate y que ejemplificaran sus propias ideas sobre cómo debía llevarse a cabo una guerra.
—¡Consígame a los más audaces! —ordenó a su jefe de estado mayor, quien, a las pocas semanas, informó tímidamente al príncipe de que el conocido comandante Sharpe figuraba en la lista de la media paga y al parecer estaba desempleado. El Joven Franchute requirió inmediatamente a Sharpe y endulzó la petición con un ascenso. Alimentaba la ilusión de que iba a descubrir un alma gemela en el famoso fusilero.
Pero por alguna razón y a pesar del buen carácter del príncipe, no había surgido tal amistad. Al príncipe le pareció que había algo sutilmente irritante en el sardónico rostro de Sharpe y sospechó incluso que el inglés intentaba fastidiarle de forma deliberada. Debía de haberle pedido una veintena de veces que se vistiera con el uniforme holandés, y sin embargo el fusilero seguía presentándose con su vieja casaca de color verde hecha jirones. Eso cuando Sharpe se molestaba en dejarse ver por el cuartel general del príncipe; aparentemente prefería pasarse los días cabalgando por la frontera francesa, un trabajo que para ser exactos le correspondía al pomposo general Dornberg, lo cual le recordó al príncipe que el parte del mediodía de Dornberg debería haber llegado. Aquel día ese parte tenía especial importancia ya que, si amenazaba problemas, el príncipe sabía que no podía permitirse ir a bailar a Bruselas. Mandó llamar a su jefe de estado mayor.
El barón Jean de Constant Rebecque informó a su alteza de que, en efecto, el parte de Dornberg había llegado y que no contenía nada alarmante. No había tropas francesas que causaran problemas en el camino a Mons; parecía ser que la campiña belga dormía bajo su sol estival.
El aliviado príncipe se dio por enterado con un gruñido y luego se inclinó hacia delante para mirar con ojo crítico al espejo. Giró la cabeza a derecha e izquierda antes de lanzarle una mirada ansiosa a Rebecque.
—¿Estoy perdiendo mucho pelo?
Rebecque fingió realizar una meticulosa inspección y lo negó con la cabeza de modo tranquilizador.
—No veo que lo esté perdiendo en absoluto, señor.
—Creo que esta noche me pondré el uniforme británico.
—Una elección muy acertada, señor. —Rebecque hablaba en inglés porque el príncipe prefería ese idioma.
El príncipe echó una mirada al reloj. Con su carruaje tardaría al menos dos horas en llegar a Bruselas y necesitaba una hora larga para cambiarse y ponerse las galas de color rojo escarlata y dorado de un general de división británico. Calculó otras tres horas para disfrutar de una cena privada antes de acudir al baile de la duquesa donde sabía que la comida estaría fría e incomible.
—¿Ha regresado ya Sharpe? —le preguntó a Rebecque.
—No, señor.
El príncipe frunció el ceño.
—¡Maldita sea! Si vuelve dígale que espero que asista al baile.
Rebecque no pudo ocultar su asombro.
—¿Sharpe? ¿En el baile de la duquesa? —A Sharpe le habían prometido que sus obligaciones hacia el príncipe no eran sociales, sino sólo para proporcionar asesoramiento durante el combate.
Al príncipe le traían sin cuidado las promesas que le hubieran hecho al inglés; obligar a bailar a Sharpe demostraría al fusilero que era el príncipe quien estaba al mando en aquel cuartel general.
—¡Me dijo que detesta el baile! De todos modos lo obligaré a bailar por su propio bien. A todo el mundo tendría que gustarle el baile. ¡A mí me gusta! —Mientras se reía, el príncipe dio algunos pasos saltarines por la habitación—. ¡Tenemos que hacer que al coronel Sharpe le guste bailar! ¿Está seguro de no querer ir a bailar esta noche, Rebecque?
—Me quedaré aquí y seré los ojos y oídos de su alteza.
—Muy bien. —El príncipe, al acordarse de que tenía responsabilidades militares, se puso serio de repente, pero era una persona alegre por naturaleza y no pudo evitar reírse otra vez—. ¡Me imagino que Sharpe baila como una vaquilla belga! ¡Pum, pum, pum!, y siempre con esa lúgubre expresión en la cara. Tendremos que animarlo, Rebecque.
—Estoy seguro de que lo agradecerá, señor.
—¡Y no olvide decirle que esta noche se ponga el uniforme holandés!
—Así lo haré, señor.
El príncipe partió hacia Bruselas una hora y media más tarde y su carruaje iba escoltado por una guardia de honor de carabineros holandeses que habían aprendido su oficio al servicio del emperador francés. Paulette, aliviada con la marcha del príncipe, se quedó en su cama cómodamente, mientras que Rebecque se llevó un libro a sus aposentos. Los secretarios copiaron trabajosamente las órdenes e hicieron una lista de los batallones que el príncipe visitaría la próxima semana y de las maniobras que cada batallón tenía que exhibir para que el príncipe diera su visto bueno.
Las nubes se amontonaban en lo alto hacia el oeste pero el sol seguía cayendo de lleno sobre el pueblo. Un gato se hizo un ovillo junto al limpiabarros de la puerta principal del cuartel general del príncipe, donde el centinela, un casaca roja británico, se detuvo para acariciar el cálido pelaje del animal. El trigo, el centeno, la cebada y la avena maduraban al sol. Era un día de verano perfecto que resplandecía por el calor, el silencio y toda la belleza de la paz.
* * * *
Las primeras noticias sobre la actividad de los franceses llegaron a oídos de Wellington mientras tomaba su temprana cena de añojo asado. El mensaje, que había salido de Charleroi a poco menos de cincuenta y dos kilómetros de distancia, le había sido enviado primero al mariscal Blücher en Namur y luego lo habían copiado y mandado a Bruselas, un viaje de más de ciento diez kilómetros en total. El mensaje simplemente informaba de que los franceses habían atacado al amanecer y que la avanzada prusiana había sido desplazada hacia el sur de Charleroi.
—¿Cuántos franceses? No lo dice. ¿Y dónde están los franceses ahora? ¿El emperador está con ellos? —preguntó el duque a su estado mayor.
Nadie lo sabía. El añojo quedó abandonado encima de la mesa mientras que los miembros del estado mayor del duque se agrupaban en torno a un mapa colgado en la pared del comedor. Podría ser que los franceses hubieran avanzado adentrándose en el campo por el sur de Charleroi, pero el duque, como siempre, cavilaba sobre el lado izquierdo del mapa que mostraba la enorme extensión de campo llano entre Mons y Tournai, donde él temía un avance francés que cortara el paso de los británicos hacia el mar del Norte. En caso de que los franceses ocuparan Gante, el ejército del duque se vería privado del acceso a las carreteras por las que llegaban los suministros desde el mar del Norte así como a su ruta de vuelta.
De haber estado en el pellejo del emperador, Wellington hubiera optado por esa estrategia. Primero hubiera llevado unas poderosas fuerzas de diversión a Charleroi y entonces, cuando los aliados se movieran para defender Bruselas por el sur, él habría emprendido el verdadero ataque por el oeste. Fue precisamente con esa clase de deslumbrantes maniobras que el emperador había resistido a los ejércitos ruso, prusiano y austríaco en la primavera de 1814. Napoleón nunca había combatido de una manera tan brillante como en las semanas anteriores a su abdicación, y ninguna persona, Wellington menos que nadie, esperaba entonces otra cosa que no fuera la misma inteligencia.
—¿No tenemos noticias de Dornberg? —preguntó bruscamente el duque.
—Nada.
El duque volvió a mirar el mensaje de los prusianos. No decía cuántos franceses habían cruzado la frontera ni si Blücher estaba concentrando a su ejército; lo único que decía era que unas fuerzas francesas habían hecho retroceder a las avanzadas prusianas.
Volvió a la mesa. Sus propias fuerzas británicas y holandesas se hallaban diseminadas por unos ochocientos kilómetros cuadrados de campiña. Tenían que dispersarse de esa manera no sólo para vigilar cualquier posible ruta de invasión francesa, sino también para que la muchedumbre de hombres y caballos no despojaran a ninguna localidad de comida y pastos. Sin embargo, en esos momentos supo que el ejército debía empezar a reagruparse en formación de batalla.
—Nos concentraremos —dijo el duque. Cada una de las divisiones del ejército tenía un pueblo o ciudad convenidos de antemano donde se reunirían y esperarían nuevas órdenes—. Y envíen a un buen soldado a donde está Dornberg para que averigüe qué está ocurriendo frente a su posición.
El duque volvió a fruncir el ceño a causa del mensaje de Blücher, preguntándose si había reaccionado de forma exagerada ante la poca información que éste proporcionaba. Seguramente, si la incursión francesa fuera un problema serio, los prusianos habrían mandado un mensajero con más urgencia. Daba igual. Si resultaba ser una falsa alarma la concentración de tropas podía revocarse al día siguiente.
A poco menos de quince kilómetros al sur, en el pequeño pueblo de Waterloo, el comandante prusiano tremendamente gordo había detenido su lento y pesado caballo en una pequeña posada frente a la iglesia. El vino que había tomado con la comida y el opresivo calor de la tarde lo habían agotado completamente. Pidió un poco de reconfortante brandy y entonces vio que entraban una bandeja de panadero llena de deliciosos pasteles por una puerta lateral de la posada.
—Y creo que tomaré unos cuantos pastelitos de ésos. Los de pasta de almendras, si es usted tan amable.
Bajó deslizándose de la silla y se sentó agradecido en un banco que estaba a la sombra de un pequeño castaño. El parte que habría informado a Wellington de la pérdida de Charleroi y el subsiguiente avance francés estaba en las alforjas del comandante.
El comandante se apoyó en el tronco del castaño. Apenas había movimiento en el pueblo. La carretera adoquinada se extendía entre anchos arcenes cubiertos de hierba en los que pastaban dos vacas amarradas y cuatro cabras. Unos cuantos pollos escarbaban en los peldaños de la iglesia donde un perro temblaba en sueños. Un niño pequeño jugaba a golpear una madera con un palo bajo el arco de entrada al patio de los establos de la posada. El obeso comandante, complacido por aquella escena de inocencia rural, sonrió alegremente y luego, mientras aguardaba que le sirvieran su refrigerio, dormitó.
* * * *
Los caballos de Sharpe entraron cojeando al cuartel general del príncipe de Orange sólo diez minutos después de que éste hubiera salido hacia Bruselas. Unas agresivas patrullas francesas le habían impedido a Sharpe por segunda vez acercarse a la carretera, pero había cabalgado lo bastante cerca para ver las nubes de polvo que se levantaban de las botas, cascos y ruedas de un ejército en marcha. En esos momentos, aguantando el dolor de sus muslos, bajó de la silla. Gritó pidiendo un mozo de cuadra, ató a Nosey a una anilla metálica de la pared del patio de los establos y le dio al perro un cuenco de agua antes de dirigirse renqueando a la silenciosa casa con su mapa y sus armas a cuestas. Las motas de polvo flotaban en los rayos de luz que penetraban a través del tragaluz que había encima de la puerta principal. Miró en la sala de mapas pero no había nadie.
—¡Oficial de servicio! —gritó Sharpe con enojo, y como nadie respondía, golpeó la culata de su fusil contra los paneles de madera del vestíbulo—. ¡Oficial de servicio!
Se abrió la puerta de un dormitorio en el piso de arriba y apareció una cara por encima de la baranda.
—¡Espero que haya una buena razón para todo este alboroto! ¡Ah, es usted!
Sharpe escudriñó la penumbra y vio el rostro afable del barón Jean de Constant Rebecque.
—¿Quién está de servicio?
—El coronel Winckler, creo, pero probablemente esté durmiendo. Es lo que estamos haciendo casi todos. El príncipe se ha ido a Bruselas y quiere que usted también vaya —Rebecque bostezó—. Se le requiere en el baile.
Sharpe se quedó mirando fijamente hacia arriba. Por unos segundos se quedó demasiado asombrado para poder decir nada y Rebecque supuso que el silencio expresaba simplemente el horror de Sharpe al ordenársele que acudiera a un baile, pero entonces el fusilero explotó con sus noticias.
—¿No se ha enterado? ¡Dios mío, Rebecque, los malditos franceses se encuentran al norte de Charleroi! ¡Le mandé un mensaje a Dornberg hace horas!
Las palabras quedaron flotando en el cálido y quieto aire del hueco de la escalera. Rebecque se quedó mirando fijamente en silencio.
—¡Dios santo! —exclamó al cabo de unos segundos y empezó a abrocharse la casaca de color azul—. ¡Oficiales! —Su grito resonó por toda la casa—. ¡Oficiales! —Se dirigió corriendo a las escaleras y las bajó de tres en tres—. Muéstremelo. —Pasó junto a Sharpe y se metió en la sala de mapas donde retiró las pesadas contraventanas de madera para inundar las mesas con la luz del sol.
—Allí. —Sharpe colocó un dedo mugriento sobre el mapa justo al norte de Charleroi—. Fuerzas mixtas: infantería, caballería y cañones. Estuve allí esta mañana y volví por la tarde. En ambas ocasiones la carretera estaba abarrotada. Esta tarde no pude ver demasiado, pero al menos debía de haber un cuerpo entero en esa carretera. Un prisionero me dijo que creía que Napoleón estaba con ellos, aunque no estaba seguro.
Rebecque alzó la mirada hacia el rostro cansado y manchado de polvo de Sharpe y se preguntó cómo había hecho un prisionero, pero sabía que aquél no era el momento de hacer preguntas estúpidas. Se volvió hacia los otros oficiales del estado mayor que se amontonaban en la habitación.
—¡Winckler! Traiga al príncipe de vuelta, ¡y apresúrese! ¡Harry! Vaya a donde está Dornberg y averigüe qué demonios está ocurriendo en Mons. Sharpe, usted coma algo. Luego descanse.
—Yo puedo ir a Mons.
—¡Descanse! ¡Pero primero coma algo! Se le ve exhausto, compañero.
Sharpe obedeció. Rebecque le caía bien, era un holandés que, al igual que su príncipe, había estudiado en Eton y Oxford. El barón había sido el tutor del príncipe en Oxford y para Sharpe era la prueba evidente de que la educación servía para desperdiciar esfuerzos, puesto que al príncipe no se le había pegado ni un ápice de la modesta sensatez de Rebecque.
Sharpe buscó en las desiertas cocinas y encontró un poco de pan, queso y cerveza. Cuando estaba cortando el pan, la chica del príncipe, Paulette, entró en la habitación medio dormida. Llevaba puesto un vestido de color gris con un cinturón que le rodeaba la cintura sin apretar.
—¡Todo este ruido! —dijo irritada—. ¿Qué ocurre?
—El emperador ha atravesado la frontera. —Sharpe le habló en francés.
—¡Bien! —exclamó Paulette con ferocidad.
Sharpe se rió mientras sacaba el moho de un pedazo de queso con un cuchillo.
—¿No quiere ponerle mantequilla al pan? —preguntó la muchacha.
—No encontré.
—Está en el fregadero. Yo se la traeré. —Paulette le sonrió alegremente a Sharpe. No conocía bien al fusilero, pero opinaba que era el hombre más apuesto del estado mayor del príncipe. Muchos de los otros oficiales se consideraban bien parecidos, pero aquel inglés tenía un rostro cuyas cicatrices lo hacían interesante y una sonrisa reacia pero contagiosa. Trajo un cuenco de mantequilla tapado con muselina del fregadero y afablemente empujó a Sharpe para que se hiciera a un lado—. ¿Quiere una manzana con el queso?
—Por favor.
Paulette se preparó un plato de comida para ella y luego se sirvió un poco de cerveza de la botella de Sharpe en una de las tazas de té de Sèvres del príncipe. Bebió unos sorbos de cerveza y luego esbozó una sonrisa burlona.
—El príncipe me ha dicho que su mujer es francesa.
De alguna manera a Sharpe le desconcertó la franqueza de la muchacha pero asintió con la cabeza.
—De Normandía.
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué? Cuéntemelo. ¡Quiero saberlo! —sonrió al darse cuenta de su propio descaro—. Me gusta saberlo todo de todo el mundo.
—Nos conocimos cuando terminó la guerra —dijo Sharpe como si eso lo explicara todo.
—¿Y se enamoró? —le preguntó ella con avidez.
—Supongo que sí —él sonó azorado.
—¡No es nada de lo que avergonzarse! Yo me enamoré una vez. Él era un dragón, pero se marchó para combatir en Rusia, pobre muchacho. Fue la última vez que lo vi. Dijo que se casaría conmigo pero supongo que lo devoraron los lobos o lo asesinaron los cosacos —suspiró ante el triste recuerdo de su dragón desaparecido—. ¿Se casará usted con su dama francesa?
—No puedo. Ya estoy casado con una señora que vive en Inglaterra.
Paulette dejó de lado ese problema con un encogimiento de hombros.
—¡Pues divórciese de ella!
—Es imposible. En Inglaterra un divorcio cuesta más dinero del que podría imaginarse. Tendría que ir al Parlamento y sobornarlos para que aprobaran expresamente una ley para mi divorcio.
—Los ingleses son tontos. Supongo que por eso al príncipe le gustan tanto. Allí se siente como en su casa —soltó una carcajada. Tenía un abundante cabello castaño, unos ojos almendrados y un rostro felino—. ¿Vivía en Francia con su novia?
—Sí.
—¿Por qué se marchó?
—Porque de haberme quedado el emperador me habría metido en la cárcel, y porque necesitaba mi media paga.
—¿Su media paga?
Aquel interrogatorio divirtió y a la vez irritó a Sharpe, pero era inofensivo, así que satisfizo la curiosidad de la chica.
—Percibía una pensión del ejército británico. Si hubiera permanecido en Francia no habría habido ninguna pensión.
Se oyó un fuerte ruido de cascos en el patio cuando el coronel Winckler se fue a buscar al príncipe. Sharpe, que se alegraba de no tener que cabalgar a ninguna parte, empezó a tirar de sus apretadas botas. Paulette le apartó las manos, le cogió el pie derecho y se lo puso en el regazo, le sacó la bota de un tirón y a continuación hizo lo mismo con su otro pie.
—¡Por Dios, cómo huelen! —y riéndose, le apartó los pies de un empujón—. ¿Madame se fue de Francia con usted? —las preguntas de Paulette tenían la inocente candidez de un niño.
—Ella y nuestro bebé, sí.
Paulette miró a Sharpe con el ceño fruncido.
—¿Lo hizo por usted?
Él se quedó en silencio buscando una respuesta modesta, pero no se le ocurrió otra cosa que no fuera la verdad.
—Claro.
Paulette sostuvo su taza de cerveza contra el pecho y se quedó mirando fijamente a través de la puerta abierta hacia el patio de los establos, donde los pollos picoteaban unos granos de avena y el perro de Sharpe temblaba mientras dormía agotado.
—Su dama francesa debe de amarlo.
—Creo que me ama, sí.
—¿Y usted?
Sharpe sonrió.
—Yo también la amo.
—¿Y ella está aquí? ¿En Bélgica?
—En Bruselas.
—¿Con el bebé? ¿Es un niño o una niña? ¿Cuánto tiempo tiene?
—Es un chico. Tres meses, casi cuatro. También está en Bruselas.
Paulette suspiró.
—Pienso que es hermoso. Me gustaría seguir a un hombre a otro país.
Sharpe sacudió la cabeza en señal de negación.
—Para Lucille es muy duro. Detesta que tenga que luchar contra sus compatriotas.
—¿Entonces por qué lo hace? —preguntó Paulette en un indignado tono de voz.
—También por mi media paga. Si me hubiera negado a reincorporarme al ejército habrían suspendido mi pensión y es el único ingreso del que disponemos. Así que cuando el príncipe me mandó llamar tuve que venir.
—¿Pero no quería venir? —inquirió Paulette con astucia.
—La verdad es que no —lo cual era cierto, aunque aquella mañana, cuando había espiado a los franceses, Sharpe había sido consciente del innegable placer que le proporcionaba hacer bien su trabajo. Durante unos cuantos días, suponía él, debía olvidarse de la aflicción de Lucille y ser otra vez un soldado.
—Así que sólo lucha por dinero. —Paulette lo dijo cansinamente, como si aquello lo explicara todo—. ¿Cuánto le paga el príncipe por ser coronel?
—Una libra, tres chelines y diez peniques al día. —Ésa era su recompensa por el cargo de teniente coronel honorífico en un regimiento de caballería y era el sueldo más alto que Sharpe había ganado. La mitad del salario desaparecía en cuotas del comedor de oficiales y para el cuartel general, pero Sharpe seguía sintiendo que era rico y era una recompensa mucho mejor que los dos chelines y nueve peniques al día que había estado percibiendo por su media paga de teniente. Había abandonado el ejército siendo comandante, pero los administrativos de la guardia montada habían decidido que su comandancia sólo era honorífica, no del regimiento, por lo que se había visto obligado a aceptar una pensión de teniente. La guerra le caía como regalo del cielo a Sharpe, al igual que a otros muchos oficiales con media paga de ambos ejércitos.
—¿Le cae bien el príncipe? —le preguntó Paulette.
Era una pregunta razonable.
—¿Ya usted? —inquirió asimismo Sharpe.
—Es un borracho. —Paulette no se molestó en ser diplomática y dejó fluir su desprecio—. Cuando no está bebido se revienta los granos. ¡Plip plop, plip plop, plip plop! ¡Puaj! Y yo tengo que hacérselo en la espalda —levantó la vista para ver si sus palabras habían ofendido a Sharpe y obviamente se quedó tranquila—. ¿Sabe que iba a casarse con una princesa inglesa?
—Lo sé.
—Ella no pudo soportarlo. ¡Así que ahora dice que se va a casar con una princesa rusa! ¡Ja! Una rusa, eso es para lo único que sirve. Se frotan la piel con mantequilla, ¿lo sabía? Por todo el cuerpo, para mantener el calor. Deben de oler mal. —Sorbió su cerveza y luego frunció el ceño mientras su pensamiento se deslizó de vuelta a la conversación—. Su esposa en Inglaterra. ¿A ella no le importa que tenga usted otra dama?
—Ella ya tiene otro hombre.
La evidente conveniencia de aquel arreglo complació a Paulette.
—¿Así que todo marcha bien?
—No —sonrió—. Me robaron el dinero. Algún día tendré que volver y quitárselo.
Ella lo miró fijamente con ojos grandes y serios.
—¿Va a matar a ese hombre?
—Sí —lo dijo con toda sencillez y eso lo hizo mucho más creíble.
—Ojalá hubiera un hombre que matara por mí —Paulette suspiró; luego fijó la mirada alarmada porque de pronto Sharpe había alzado una mano en señal de advertencia—. ¿Qué pasa?
—¡Sh! —se puso de pie y se dirigió, en calcetines, hacia la puerta del patio de los establos, que estaba abierta. A lo lejos, como el chasquido de unos espinos en llamas, creyó oír una descarga de mosquetes. No estaba seguro porque el sonido se debilitaba y apagaba en la leve y cálida brisa—. ¿Ha oído algo? —le preguntó a la chica.
—No.
—¡Ahí está! ¡Escuche! —volvió a oír el ruido que entonces sonó como un pedazo de lona al rasgarse. En algún lugar, no demasiado lejos, había un combate de mosquetes. Sharpe alzó la vista hacia la veleta que había en el tejado de los establos y advirtió que el viento había cambiado a dirección sur. Fue corriendo hasta la puerta de la cocina que daba a la parte principal de la casa—. ¡Rebecque!
—¡Ya lo oigo! —El barón ya estaba de pie en la puerta principal—. ¿A qué distancia?
—Quién sabe —Sharpe se quedó detrás de Rebecque. El suave viento levantaba demonios de polvo en la calle—. ¿Ocho kilómetros? —aventuró Sharpe—. ¿Diez?
El sonido se fue debilitando hasta apagarse del todo y entonces cualquier posibilidad de oírlo de nuevo quedó ahogada por el chacoloteo de unos cascos. Sharpe desvió la mirada hacia la carretera principal esperando a medias encontrarse con dragones franceses que entraran al galope en el pequeño pueblo, pero se trataba sólo del príncipe de Orange que había abandonado su carruaje y había cogido el caballo de un miembro de su escolta. Esa escolta recorría la carretera por detrás de él junto al ayuda de campo que había traído de vuelta al príncipe.
—¿Qué novedades hay, Rebecque? —el príncipe se dejó caer de la silla y entró corriendo en la casa.
—Sólo las que le hemos mandado —Rebecque siguió al príncipe a la sala de mapas.
—Charleroi, ¿eh? —El príncipe se mordió una uña mientras miraba el mapa fijamente—. ¿No sabemos nada de Dornberg?
—No, señor. Pero si escucha atentamente podrá oír el ruido de enfrentamientos al sur.
—¿Mons? —el príncipe sonó alarmado.
—Nadie lo sabe, señor.
—¡Pues averígüenlo! —exclamó bruscamente el príncipe—. Quiero un informe de Dornberg. Pueden hacérmelo llegar.
—¿Hacérselo llegar? —Rebecque frunció el ceño—. Pero ¿adónde va, señor?
—¡A Bruselas, por supuesto! Alguien debe asegurarse de que Wellington se haya enterado de la noticia —miró a Sharpe—. Esta noche en particular quería que usted estuviera presente.
Sharpe reprimió el impulso de darle a su alteza real una patada en su regio trasero, pero en lugar de hacerlo respondió:
—Por supuesto, señor.
—E insisto en que se ponga el uniforme holandés. ¿Por qué no lo lleva ahora?
—Tendré que cambiarme, señor. —Sharpe, a pesar de la frecuente pertinacia del príncipe, todavía no se había comprado un uniforme holandés.
Rebecque, al intuir que el príncipe todavía tenía intención de ir a bailar pese a la noticia de una invasión francesa, se aclaró la garganta.
—Sin duda esta noche no se celebrará el baile en Bruselas, ¿verdad, señor?
—Aún no lo han cancelado —dijo enfurruñado el príncipe y, acto seguido, se volvió de nuevo para darle instrucciones específicas a Sharpe—. Lo quiero con el uniforme de gala. Eso significa galones dorados, dos charreteras con ribetes de cordón dorado y hombreras de color azul. Y la espada de gala, Sharpe, en lugar de esa hoja de carnicero. —El príncipe sonrió como si quisiera suavizar sus órdenes sobre la vestimenta y le hizo una seña a uno de sus adalides holandeses—. Vamos, Winckler, aquí no hay nada más que hacer. —Salió de la habitación a grandes Zancadas, dejando a Rebecque con los labios apretados y en silencio.
El ruido de los cascos se perdió en la cálida atmósfera. Rebecque volvió a prestar atención para intentar oír el sonido de las descargas de mosquetes, pero no oyó nada; dio unos golpecitos en el mapa con una regla de ébano.
—Su alteza real tiene mucha razón, Sharpe, tendría usted que llevar el uniforme holandés.
—Sigo teniendo intención de comprarme uno.
Rebecque sonrió.
—Puedo dejarle algo apropiado para esta noche.
—¡A la mierda esta noche! —Sharpe dio vuelta el mapa para ponerlo frente a él—. ¿Quiere que vaya a Mons?
—Ya he mandado a Harry. —Rebecque se dirigió hacia la ventana abierta y se quedó mirando la calima causada por el calor—. Quizá no esté ocurriendo nada en Mons —lo dijo en voz baja, casi para sí mismo—. Tal vez estemos todos equivocados en cuanto a Mons. Tal vez Napoleón sólo está abriendo las puertas delanteras pasando por alto la trasera.
—¿Señor?
—Es una puerta delantera de dos hojas, Sharpe, ¡eso es! —exclamó Rebecque con repentino apremio mientras regresaba a la mesa a grandes pasos y le daba unos golpecitos al mapa—. Los prusianos son la puerta de la izquierda y nosotros la derecha, y cuando los franceses empujen por en medio, Sharpe, las dos hojas girarán sobre sus bisagras y se separarán. ¿Es eso lo que Bonaparte nos está haciendo?
Sharpe clavó la vista en el mapa. Del cuartel general del príncipe salía un camino hacia el este que pasaba por Nivelles y se unía a la carretera de Charleroi en una encrucijada sin nombre. Si se perdía aquel cruce Napoleón habría logrado abrir las dos puertas. Los británicos y holandeses habían estado preocupándose por Mons, pero entonces Sharpe cogió un trocito de carboncillo y garabateó un grueso círculo alrededor de la encrucijada.
—Éste es el cerrojo de sus puertas, Rebecque. ¿Cuáles son nuestras tropas más próximas a él?
—La brigada de Saxe-Weimar. —Rebecque ya se había dado cuenta de la importancia de aquel cruce. Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta y gritó llamando a los administrativos.
—Yo iré —dijo Sharpe ofreciéndose.
Rebecque aceptó la oferta asintiendo con la cabeza.
—Pero, por Dios, mándeme noticias sin demora, Sharpe. No quiero quedarme a oscuras.
—Si los franceses han tomado esa maldita encrucijada nos quedaremos todos a oscuras. Para siempre. Me llevaré uno de los caballos del príncipe. El mío está reventado.
—Llévese dos. Y que el teniente Doggett vaya con usted. Él puede hacernos llegar sus mensajes.
—¿Tiene nombre esa encrucijada? —Era una cuestión importante puesto que cualquier mensaje que mandara Sharpe debía ser preciso.
Rebecque buscó sobre la mesa y encontró uno de los mapas a mayor escala que los ingenieros reales habían dibujado y distribuido a todos los cuarteles generales del ejército.
—Se llama Quatre Bras.
—¿Cuatro brazos?
—Es lo que pone aquí, Quatre Bras. Cuatro Brazos justo lo que se necesita para abrir puertas de doble hoja, ¿eh?
Sharpe no respondió a la pequeña broma. En lugar de eso llamó a gritos al teniente Doggett y luego fue a la cocina, se sentó y se puso las botas. A través de la puerta abierta que daba al patio de los establos pidió a gritos que ensillaran tres caballos, dos para él y uno para el teniente Doggett.
—¡Y desaten a mi perro!
Las órdenes para el príncipe Bernhard de Saxe-Weimar, lacradas con la copia del sello personal del príncipe de Orange que tenía Rebecque, llegaron diez minutos después. El mismo Rebecque trajo las órdenes y se las entregó a Sharpe que ya había subido a su montura.
—Recuerde, se supone que esta noche tendría que estar bailando —Rebecque le sonrió a Sharpe.
Paulette había salido al patio del establo y estaba apoyada contra una pared que el sol había calentado. Le dedicó una sonrisa a Sharpe mientras que éste hacía girar al caballo del príncipe hacia el arco de entrada.
—Vaya con cuidado, inglés —le gritó.
El patio se estaba llenando de caballos y oficiales del estado mayor que, alertados por las descargas de mosquetería que se oían a lo lejos, llegaban provenientes de los distintos cuarteles generales de brigada en busca de información e instrucciones. Sharpe le lanzó un beso a la puta del príncipe y luego cabalgó en busca de una encrucijada.