Mi padre, Ramón de las Casas, se marchó de Santo Domingo poco antes de que yo cumpliera cuatro años. Papi llevaba meses planeando su viaje; trabajaba como un burro y había pedido prestado a sus amigos, a todo el que pudo engañar para que tragara su anzuelo. Al final fue un simple golpe de suerte que obtuviera el visado cuando le llegó. Fue su último golpe de suerte en la Isla si se tiene en cuenta que mami había descubierto poco antes que tenía relaciones con una puta obesa a la que había conocido cuando intervino para hacer las paces entre dos tíos que se estaban peleando en la calle en que vivía ella, en Los Millonitos. Mami lo supo gracias a una amiga suya, una enfermera que era vecina de la puta. La enfermera no entendía a qué se dedicaba papi haciendo el vago por su calle cuando debiera estar de patrulla.
Las primeras broncas, en las que mami puso en órbita toda la cubertería de plata, duraron una semana. Cuando le clavó un tenedor en la mejilla, papi decidió marcharse de casa al menos hasta que se calmaran los ánimos. Se llevó una bolsa pequeña con sus cosas y se largó una mañana temprano. Durante la segunda noche que pasó fuera de casa, con la puta dormida a su lado, papi soñó que el dinero que le había prometido el padre de mami formaba una espiral a merced del viento desatado, como una bandada de pájaros relucientes. Ese sueño le hizo levantarse de la cama de un salto. ¿Estás bien?, le preguntó la puta. Él negó con un gesto. Creo que debo ir a resolver un asunto, le dijo. A un amigo le pidió una guayabera limpia y bien planchada, de color mostaza, se puso un concho y fue a visitar al abuelo.
El abuelo estaba sentado en su mecedora en donde siempre, ante la puerta de su casa, desde donde podía verlo todo. La mecedora fue el regalo que él mismo se hizo cuando cumplió treinta años; había tenido que reparar en dos ocasiones las rejillas que había desgastado con el trasero y con la espalda. Si fuerais hasta el Duarte, veríais que esa misma mecedora está a la venta en infinidad de tiendas. Era noviembre, los mangos caían por sí solos de los árboles, con un golpe sordo al reventar contra la acera. A pesar de ser corto de vista, el abuelo vio a papi en el momento en que puso el pie en Sumner Welles. El abuelo suspiró; estaba hasta los cojones de aquella rencilla. Papi se subió los pantalones y se acuclilló al lado de la mecedora.
He venido para hablar con usted sobre la vida que llevo con su hija, le dijo a la vez que se quitaba el sombrero. No sé qué le habrán contado, pero le juro de todo corazón que no es verdad. Lo único que yo quiero para su hija y para nuestros hijos es llevármelos a Estados Unidos; quiero que vivan bien.
El abuelo rebuscó en los bolsillos el cigarro que acababa de guardar. Los vecinos gravitaban hacia la acera para enterarse del diálogo. ¿Qué hay de esa otra mujer?, dijo por fin el abuelo, incapaz de encontrar el cigarrillo que había reservado colocándolo encima de su oreja.
Es cierto que fui a su casa, pero fue un error. Yo no he hecho nada que lo avergüence, viejo. Ya sé que no fue muy inteligente por mi parte, pero tampoco podía saber que esa mujer iba a mentir de esta manera.
¿Es eso lo que le has dicho a Virta?
Sí, pero ella no hace ni caso. Le importa mucho más lo que le cuenten sus amigas. Si no cree usted que puedo hacer algo por su hija, no le pediré prestado su dinero.
El abuelo escupió para quitarse de la boca el sabor al humo de los autos y al polvo de la calle. Puede que escupiera cuatro o cinco veces. Mientras sopesaba su decisión, el sol pudo haberse puesto un par de veces, aunque con una vista cada vez más estropeada, con su granja de Azúa hecha polvo y su familia necesitada, ¿qué otra cosa iba a hacer?
Oye, Ramón, dijo rascándose el vello de los antebrazos. Yo te creo, pero a Virta le basta con oír un chisme por la calle y ya sabes cómo se pone. Vuelve a casa y sé bueno con ella. No le grites, no pegues a los niños; yo le diré que pronto vas a marcharte, y así se arreglará la cosa entre vosotros dos.
Papi recogió sus pertenencias de casa de la puta y esa misma noche volvió a casa. Mami se portó como si fuera un molesto visitante al que no le quedaba más remedio que aguantar. Durmió con los niños y estuvo fuera de casa todo el tiempo que le fue posible, yéndose a visitar a sus parientes a otras partes de la capital. Muchas veces la tomó papi por los brazos y la arrinconó contra las desvencijadas paredes de la casa, convencido de que así podría arrancarla del silencio meditabundo que ella se empeñaba en guardar; por el contrario, ella lo abofeteó y le propinó un par de puntapiés. ¿Por qué demonios me haces esto?, le preguntaba él. ¿Es que no te das cuenta de que pronto voy a marcharme?
Pues márchate, decía ella.
Te arrepentirás.
Ella se encogía de hombros y callaba.
En una casa tan ruidosa como la nuestra, el silencio de una mujer era de lo más palpable. Papi aguantó el tirón durante todo un mes; nos llevó a ver películas de kung-fu que nosotros no entendíamos y nos aleccionó sobre lo mucho que lo íbamos a echar de menos. Revoloteaba alrededor de mami cuando ella nos buscaba liendres en el pelo; quería estar cerca de ella en el momento en que se viniera abajo y le pidiera de rodillas que no se marchara.
Una noche, el abuelo le dio a papi una caja de puros llena de plata. Los billetes eran nuevos, olían a jengibre. Ahí tienes. Haz que tus hijos estén orgullosos de ti.
Ya lo verás. Besó al viejo en la mejilla y al día siguiente se compró un billete de avión: se marcharía tres días después. Agitó el billete delante de las narices de mami. ¿Lo ves?
Ella asintió con gesto de hastío y lo sujetó por las muñecas. En su dormitorio, ya tenía zurcidas y empaquetadas las ropas de él.
No le dio un beso cuando se fue. Al contrario, dijo a los niños que se despidieran de su padre. Decidle que queréis que vuelva pronto.
Cuando él intentó darle un abrazo, ella lo sujetó de nuevo por las muñecas con dedos como pinzas de cangrejo. No te olvides de dónde viene ese dinero, le dijo. Fueron las últimas palabras que se cruzaron cara a cara durante algo más de cinco años.
Llegó a Miami a las cuatro de la madrugada, a bordo de un avión estruendoso y semivacío. No tuvo problemas para pasar la aduana, ya que solamente llevaba prendas de vestir, una toalla, una pastilla de jabón, una cuchilla de afeitar, su dinero y unos chicles en el bolsillo. Al viajar a Miami se había ahorrado un dinero, aunque se proponía seguir hasta Nueva York tan pronto como le fuera posible. Nueva York era la ciudad de los trabajos, la ciudad que primero atrajo a los cubanos con su industria tabacalera, después a los portorriqueños que saldrían adelante sin ayuda de nadie, y finalmente a él.
Le costó bastante encontrar la salida del aeropuerto. Todo el mundo hablaba inglés; los carteles indicadores no le sirvieron de ayuda. Se fumó medio paquete de tabaco mientras daba vueltas por la terminal. Cuando por fin pudo salir, dejó la bolsa en la acera y tiró el resto del tabaco. A oscuras, poco pudo ver de Norteamérica. Una gran cantidad de coches, las palmeras a lo lejos, una autovía que le recordó a Máximo Gómez. No hacía tanto calor como allá en la Isla; la ciudad estaba bien iluminada, pero no tuvo la impresión de haber cruzado un océano, un mundo entero. Uno de los taxistas que esperaban a la salida le llamó en castellano y colocó su bolsa en el asiento posterior del taxi. Uno nuevo, dijo. Era un negro algo encorvado y muy fuerte.
¿Tienes familia aquí?
Pues la verdad es que no.
¿Dirección conocida?
Tampoco, dijo papi. Estoy solo. Tengo dos manos y un corazón fuerte como el de un toro.
Vale, dijo el taxista. Llevó a papi de paseo por la ciudad, por los alrededores de la calle Ocho. Aunque las calles estaban desiertas y las tiendas cerradas con sus puertas de acordeón, papi reconoció la prosperidad en los edificios y en las altas farolas que iluminaban la ciudad. Se permitió el lujo de sentir que alguien le iba a mostrar su nueva vivienda para asegurarse de que contaba con su aprobación. Encuentra por ahí un sitio donde dormir, le aconsejó el taxista. Y mañana por la mañana, antes que nada, búscate un trabajo. El primero que encuentres te vale.
He venido a trabajar.
Seguro, dijo el taxista. Dejó a papi delante de un hotel y le cobró cinco dólares por media hora de servicio. Lo que ahorres conmigo te vendrá al pelo más adelante. Espero que te vaya bien.
Papi ofreció una propina al taxista, pero éste ya había arrancado con la luz del techo encendida, en busca de otra carrera. Papi se echó la bolsa al hombro y comenzó a pasear, sintiendo el olor a polvo y el calor que se desprendía de la grava molida que formaba el suelo de la calle. Primero pensó en ahorrar dinero durmiendo en un banco cualquiera, pero no conocía el entorno, y la inescrutabilidad de los letreros le ponía de los nervios. ¿Y si hubiera un toque de queda? Sabía que el menor golpe de mala fortuna podía acabar con él. ¿Cuántos otros, antes que él, habían llegado tan lejos para verse devueltos a su país de origen por haber cometido una estúpida infracción? De pronto, el cielo estaba muy alto. Volvió sobre sus pasos y entró en el hotel, cuyo rótulo de neón sobresalía en la acera y parpadeaba con espasmos. Le fue difícil entender al esbelto individuo que le atendió en recepción, pero éste por fin anotó el precio de una noche en números bien claros. Habitación cuatro cuatro, dijo. Le costó trabajo entender cómo funcionaba la ducha, pero por fin pudo darse un baño. Fue el primer baño en el que no se le rizó todo el vello del cuerpo. Con la radio puesta, oyendo incoherencias, se atusó el bigote. No existen fotos de la época en que gastaba bigote, pero es fácil de imaginar cómo era. En menos de una hora estaba durmiendo a pierna suelta. Tenía veinticuatro años. Era fuerte. No soñó con su familia, ni soñaría con ella durante muchos años. Soñó en cambio con monedas de oro como las que se habían rescatado de los muchos naufragios que hubo en nuestra Isla, en pilas tan altas como la caña de azúcar.
Aquella primera mañana de total desorientación, mientras una latina de cierta edad hacía la cama y vaciaba el único trozo de papel de borrador que había tirado a la papelera, también realizó las flexiones y los ejercicios físicos que hacía a diario y que lo mantuvieron en plena forma hasta cumplir cuarenta y tantos.
Deberías probar estos ejercicios, dijo a la latina. Con ellos, el trabajo es mucho más fácil.
Si tuvieras trabajo, dijo ella, no te harían falta los ejercicios.
Guardó la ropa que había usado el día anterior en su bolsa de lona y se puso ropa limpia. Con un poco de agua y muchos dedos alisó las arrugas más marcadas. Durante los años que vivió con mami, él mismo se lavó y se planchó la ropa. Era un trabajo de hombres, como le gustaba decir a menudo, orgulloso de su mantenimiento. Sus señas de identidad eran un doblez perfecto en la raya del pantalón y una camisa blanca y resplandeciente. A fin de cuentas, su generación se había destetado con la chifladura que tenía el Jefe por la elegancia: no en vano poseía casi diez mil corbatas la víspera del día en que lo asesinaron. Vestido como estaba, atildado y serio, papi podría parecer extranjero, pero nunca pasaría por un mojado.
El primer día tuvo la suerte de que lo admitieran en una vivienda que compartían tres guatemaltecos y encontró trabajo como friegaplatos en un bar cubano. Había sido un local gringo, tipo hamburguesería, pero estaba entonces lleno de óyemes y de aroma de lechón. Las máquinas de preparar sándwiches se abrían y cerraban metódicamente tras el mostrador. El hombre que leía un periódico al fondo indicó a papi que podía empezar ya mismo, y le dio dos delantales largos hasta los pies. Lávalos a diario, dijo. Aquí somos gente limpia.
Dos de sus compañeros de vivienda eran hermanos, Esteban y Tomás Hernández. Esteban era veinte años mayor que Tomás. Los dos habían dejado sendas familias allá en su país. Esteban tenía problemas de vista por unas cataratas, por culpa de lo cual había perdido un dedo y su último empleo. Ahora fregaba los suelos y limpiaba los vómitos de la estación de ferrocarril. Es un empleo con menos riesgos, le dijo a mi padre. Trabaja en una fábrica y te matarás antes de que te mate un tigre. Esteban era un apasionado de las carreras, y leía asiduamente los resultados a pesar de las advertencias de su hermano, que insistía en que eso le estaba arruinando la poca vista que le quedaba, ya que tenía que pegar la cara al papel. A menudo tenía la punta de la nariz sucia de tinta.
Eulalio era el tercer compañero. Tenía la habitación más grande, y era dueño del herrumbroso Duster que todas las mañanas los llevaba al trabajo. Llevaba dos años en Estados Unidos; cuando conoció a papi, le habló en inglés. Al ver que no respondía, Eulalio se pasó al español. Si cuentas con llegar a alguna parte, vas a tener que aprender. ¿Sabes algo de inglés?
No, nada, dijo papi tras pensarlo un momento.
Eulalio meneó la cabeza. Papi conoció a Eulalio el último, y fue el que peor le cayó.
Papi dormía en el cuarto de estar, primero sobre una alfombra deshilachada que le escocía la cabeza afeitada, y luego sobre un colchón que había tirado a la basura un vecino. Trabajaba dos turnos cada día; entre medias tenía dos descansos de cuatro horas cada uno. El primero lo aprovechaba para dormir en casa; el segundo lo dedicaba a lavar a mano sus delantales en el fregadero del bar y a echar una siesta en el almacén mientras se secaban los delantales, entre las torres de latas de café El Pico y los sacos de pan. A veces leía aquellas truculentas novelas del Oeste que tanto le gustaban; podía despachar una en una hora. Si hacía demasiado calor, si le aburría su lectura, recorría el barrio y se pasmaba al ver las calles limpias de basura, el orden de las casas y los automóviles. Le impresionaban las latinas trasplantadas, que se habían transformado gracias a una buena dieta y a los productos de belleza que nunca habrían podido imaginar en sus países de origen. Eran mujeres hermosas, pero poco o nada afables. Él se llevaba los dedos a la boina y se detenía con la esperanza de cruzar unas palabras, pero las mujeres seguían su camino sin hacer ni caso.
No se desanimó. Empezó a salir con Eulalio, que todas las noches se iba de bares. Papi habría preferido tomarse unas copas con el demonio antes que salir solo. Los hermanos Hernández no estaban por la labor; eran un par de hormiguitas, aunque de vez en cuando se desmelenaban y se ponían ciegos de tequila y de cervezas. Esas veces los dos hermanos volvían tarde a casa, y al entrar tropezaban con papi a la vez que rezongaban de alguna morena que los había despreciado a la cara.
Eulalio y papi salían dos o tres noches por semana, a beber ron y a rondar a las mujeres. Papi dejaba que invitase Eulalio siempre que podía. A Eulalio le gustaba hablar de la finca de la que había venido, una gran plantación situada en el centro de su país. Me enamoré de la hija del propietario y ella se enamoró de mí. De mí, un peón. ¿A que no te lo crees? Me la follaba en la cama de su madre, debajo de la Virgen Santa y de su Hijo crucificado. Intenté convencerla de que retirase la cruz, pero no hubo manera. A ella le gustaba hacerlo así. Fue ella la que me prestó el dinero para emigrar. ¿A que no te lo crees? Un día de éstos, cuando junte un poco de plata, voy a decirle que se venga conmigo.
Era el mismo cuento todas las noches, sólo que sazonado de distinta forma. Papi hablaba poco y se creía aún menos. Miraba a las mujeres que estaban siempre con otros hombres. Al cabo de una o dos horas, papi pagaba la cuenta y se marchaba. Aunque hiciera fresco, a él no le hacía falta llevar chaqueta. Le gustaba aguantar la brisa de la noche en manga corta. Recorría a pie el kilómetro y medio que lo separaba de la vivienda charlando con todo el que quisiera. A veces, algún borracho se paraba al oírle hablar en español y lo invitaba a una casa en la que había hombres y mujeres bebiendo y bailando. Le gustaban más esas fiestas que los encuentros cara a cara en los bares. Con aquellos desconocidos estaba a sus anchas practicando el inglés, lejos de las jocosas críticas de Eulalio.
Al llegar a la vivienda, se tumbaba en su colchón y se estiraba al máximo. Se abstenía de todo pensamiento nostálgico, de recordar a sus dos hijos belicosos y a la esposa a la que había apodado Melao. Piensa solamente en el día de hoy y en el mañana, se decía. Siempre que se sentía flojo, sacaba el mapa de carreteras que había comprado en una gasolinera y que guardaba bajo el sofá, y recorría la costa con un dedo, enunciando lentamente los nombres de las ciudades, procurando imitar los espantosos crujidos del inglés. La costa norte de nuestra Isla asomaba por la esquina inferior derecha del mapa.
Se marchó de Miami en invierno. Se quedó sin empleo y consiguió otro, pero ninguno de los dos estaba bien pagado, y el coste del suelo del cuarto de estar era demasiado alto. Además, tras unos cuantos cálculos y después de charlar con la gringa del piso de abajo (ahora que ya le entendía), papi había llegado a la conclusión de que Eulalio no estaba pagando ni una puta mierda por el alquiler. Así se explicaba por qué tenía tanta ropa de lujo, por qué no trabajaba tanto como los demás. Cuando papi mostró sus cálculos escritos en el margen de un periódico a los hermanos Hernández, éstos se mostraron indiferentes. Él es el que tiene el coche, dijo Tomás a la vez que parpadeaba viendo las cifras. Además, ¿quién tiene ganas de buscarse problemas? Antes o después nos vamos a marchar todos de aquí.
Pero no me parece bien, dijo papi. Estoy viviendo como un perro a cambio de esta mierda.
¿Y qué le vas a hacer?, dijo Tomás. La vida nos putea a todos.
Eso ya lo veremos.
Hay dos versiones sobre lo que pasó después, una de papi y otra de mami: o papi se marchó pacíficamente con las mejores prendas de Eulalio, o bien le pegó primero una paliza, y luego se fue con su ropa en un autobús que lo llevó a Virginia.
Después de Virginia, papi hizo la mayor parte del trayecto a pie. Se podría haber pagado otro billete de autobús, pero así habría perdido casi todo el dinero que había ahorrado con diligencia para pagar el alquiler, por consejo de varios emigrantes ya veteranos. Estar sin techo en Nueva York era como cortejar el peor de los desastres. Era preferible recorrer a pie seiscientos kilómetros que llegar completamente arruinado. Guardó sus ahorros en un monedero de falsa piel de cocodrilo que se cosió al interior de los calzoncillos. Aunque el monedero le irritara el muslo, allí no lo encontraría ningún ladrón.
Caminó con su peor calzado, medio helado, y aprendió a distinguir los coches por el ruido de los motores. El frío no era una molestia, o no tanto como el equipaje. Le dolían los brazos de transportarlo, sobre todo la carne de los bíceps. En dos ocasiones lo llevaron un trecho dos camioneros que se compadecieron de aquel hombre aterido de frío. En las afueras de Delaware se detuvo a su lado un coche camuflado cuando caminaba por el arcén de la Interestatal 95.
Eran policías federales. Papi se dio cuenta en seguida de que eran policías, pues conocía bien sus trazas. Examinó el coche y pensó en salir corriendo por el bosque. Su visado había caducado cinco semanas antes. Si lo pillasen, volvería a casa esposado. Había oído muchas anécdotas sobre la policía norteamericana contadas por otros ilegales, y siempre se decía que les encantaba darte una buena paliza antes de entregarte a la migra, o que a veces se quedaban con todo tu dinero y te dejaban tirado en una carretera secundaria después de haberte saltado todos los dientes. Por la razón que fuera, tal vez el frío intenso, tal vez la estupidez, papi se quedó clavado en el sitio, arrastrando los pies y sorbiéndose los mocos. Los del coche bajaron una ventanilla. Papi se acercó y vio a dos blancos con cara de sueño.
¿Te hace falta que te llevemos?
Ssí, dijo papi.
Los dos se apretaron y papi subió al asiento delantero. Pasaron quince kilómetros hasta que se desentumeció. Cuando por fin se olvidó del frío y del rugir de los coches al pasar por la autopista, se dio cuenta de que un hombre de aspecto frágil iba esposado de manos y pies en el asiento de atrás. El hombrecillo lloraba en silencio.
¿Hasta dónde vas?, preguntó el conductor.
A New York, contestó omitiendo con cuidado el «Nueva».
Vaya, pues nosotros no vamos tan lejos, pero si quieres te podemos llevar hasta Trenton. ¿De dónde demonios eres, amigo?
De Miami.
Miami, vaya. Miami está bastante lejos de aquí. El otro miró al conductor. ¿Eres músico, o algo parecido?
Ssí, dijo papi. Toco el acordeón.
Eso emocionó al hombre que iba en medio. Joder, mi viejo también tocaba el acordeón, pero era tan polaco como yo. No sabía que los hispanos tocarais también el acordeón. ¿Qué tipo de polcas te gustan más?
¿Polcas?
Coño, Will, dijo el conductor. En Cuba no tocan el acordeón, no jodas.
Siguieron viajando. En los peajes enseñaban la placa al controlador. Papi seguía sentado en silencio, oyendo llorar al hombre del asiento de atrás. ¿Qué le pasa?, preguntó papi. ¿Estará enfermo?
El conductor soltó un bufido. ¿Enfermo? Nosotros sí que estamos a punto de vomitar.
A ver, ¿cómo te llamas?, le preguntó el polaco.
Ramón.
Mira, Ramón; te presento a Scott Carlson Porter, asesino.
¿Asesino?
Lleva a espaldas muchos asesinatos, muchos.
Y no ha parado de llorar desde que salimos de Georgia, explicó el conductor. Ni un minuto. El muy coñazo llora hasta cuando paramos a comer. Nos está volviendo locos.
Pensamos que, a lo mejor, si llevábamos a otra persona con nosotros terminaría por parar, pero ya veo que no. El que iba al lado de papi meneó la cabeza.
Los federales dejaron a papi en Trenton. Estaba tan aliviado de no haber dado con sus huesos en la cárcel que no le importó caminar durante cuatro horas, el tiempo que necesitó para tener el coraje de sacar el dedo otra vez.
Durante su primer año en Nueva York vivió en Washington Heights, en un piso abarrotado de cucarachas, encima de lo que hoy es el restaurante Tres Marías. En cuanto tuvo asegurado el piso y dos empleos, uno en un equipo de limpieza de oficinas y otro como friegaplatos, empezó a escribirnos. En su primera carta metió cuatro billetes de veinte dólares. Ese goteo de dinero que empezó a llegarnos no era premeditado como el de sus amigos, que lo calculaban en función de lo necesario para sobrevivir. Eran cantidades arbitrarias que a veces lo dejaban arruinado, obligado a pedir prestado hasta la siguiente paga.
El primer año trabajaba diecinueve, veinte horas al día, los siete días de la semana. En la calle, con el frío, tosía y tenía la sensación de que se le iban a salir los pulmones por la boca; en las cocinas, el calor de los hornos le levantaba unos dolores de cabeza que le taladraban como un sacacorchos. Escribía esporádicamente. Mami le perdonó por lo que había hecho, y le contaba por escrito quién más se había ido del barrio, ya fuera en ataúd o en avión. Las cartas de papi venían escritas en el primer papel que hubiera encontrado, por lo común el cartón delgado de las cajas de pañuelos de papel o los blocs de la cuenta del trabajo. Estaba tan cansado de tanto trabajar que hacía abundantes faltas de ortografía, y tenía que morderse el labio para no dormirse. A ella y a los niños les prometió que pronto les enviaría billetes de avión. Las fotos que le mandó mami de su hija recién nacida las enseñó a los amigos en el trabajo, y las olvidó en seguida en su cartera, entre los viejos billetes de lotería.
No hacía buen tiempo. A menudo estuvo enfermo, pero no dejó de trabajar, e incluso ahorró el dinero suficiente para ponerse a buscar una mujer con la cual casarse. Era lo mismo de siempre, la más antigua de las maromas de posguerra. Encontrar una mujer con pasaporte norteamericano, casarse, esperar un tiempo y divorciarse. Era una rutina mil veces puesta en práctica, aunque cara y arriesgada, por los muchos timadores que se dedicaban a ello.
Un amigo suyo del trabajo le puso en contacto con un blanco calvo y elegante al que apodaban el General. Se encontraron en un bar. El General tuvo que zamparse dos platos de grasientos aros de cebolla antes de hablar de negocios. Mira, amigo, dijo el General. Tú págame cincuenta pavos y yo te traigo a una mujer que le pueda interesar. Lo que decidáis entre los dos es cosa vuestra. A mí lo único que me importa es que me pagues, y que las mujeres que te traigo son de verdad. Si no sacas nada en claro con ella no tienes ningún derecho a devoluciones.
¿Y por qué demonios no me pongo a buscarla por mi cuenta?
Claro, también puedes hacerlo así. Le dio unas palmadas untuosas en la mano. En cambio, yo soy el que se arriesga a un encontronazo con los de Inmigración. Si eso no te asusta, te puedes poner a buscar por donde quieras.
Cincuenta pavos no eran una cifra exorbitante ni siquiera para papi, aunque tampoco le apeteciera deshacerse de esa cantidad así por las buenas. No le importaba invitar a una ronda a los amigos, comprarse un cinturón nuevo cuando el color y el momento le parecieran oportunos, pero aquello era diferente. No tenía ganas de meterse en camisa de once varas. Ojo, a ver si me explico: no es que se lo estuviera pasando en grande. Para nada. Le habían robado dos veces, le habían apaleado hasta magullarle las costillas. A menudo bebía demasiado y volvía a casa, a su habitación, donde se subía por la paredes de puro cabreo por la idiotez que lo había llevado a este país, a este infierno helador, cabreado de que un hombre de su edad tuviera que masturbarse pese a tener mujer, y cabreado por la estrecha existencia que sus empleos y la ciudad misma le habían impuesto. No tenía tiempo de dormir, y menos aún de ir a un concierto o a los museos que se anunciaban en páginas enteras del periódico. Y luego estaban las cucarachas. En su piso, las cucarachas eran tan descaradas que ni siquiera la luz encendida las amedrentaba. Movían unas antenas de cinco centímetros de largo como si dijeran: eh, cabrón, apaga esa mierda. Dedicaba cinco minutos a pisotear sus caparazones y a sacudir el colchón antes de tumbarse a dormir, a pesar de lo cual las cucarachas se le acercaban todas las noches. No, no se lo estaba pasando en grande, pero tampoco estaba todavía listo para empezar a traerse a la familia. Legalizar su situación le ayudaría a plantarse con firmeza en el primer peldaño. No estaba muy seguro de poder dar la cara con nosotros tan pronto. Pidió consejo a sus amigos, la mayor parte de los cuales estaban en peores condiciones financieras que él.
Dieron por sentado que se mostraba reacio a causa del dinero. No seas pendejo, hombre. Dale a fulano su dinero y punto. Puede que te salga bien, puede que no. Así son las cosas. Esos barrios se construyen a golpe de mala suerte, así que más vale acostumbrarse.
Se reunió con el General en la Cafetería Boricúa y le dio el dinero. Al día siguiente, el hombre le dio un dato: Flor de Oro. No es su nombre auténtico, por supuesto, le dijo el General a papi. Pero me gustan los detalles históricos.
Se conocieron en la cafetería. Tomaron los dos una empanada y un refresco. Flor tendría unos cincuenta años y sobre todo era seria. Fue directa al grano. Tenía el pelo entrecano y lo llevaba sujeto en un moño, encima de la cabeza. Fumó mientras papi hablaba. Tenía el dorso de las manos lleno de manchitas, como una cáscara de huevo.
¿Eres dominicana?, preguntó papi.
No.
Entonces debes de ser cubana.
Mil dólares y estarás tan ocupado en ser ciudadano norteamericano que te dará lo mismo de dónde sea yo.
Me parece mucho dinero. ¿Crees que cuando tenga la ciudadanía yo también podré ganar dinero casándome con otras?
¿Y a mí qué me cuentas?
Papi dejó un par de dólares en la barra y se puso de pie.
Entonces, ¿cuánto? ¿Cuánto tienes?
Mira, trabajo tanto que sentarme aquí a tomar un refresco es como una semana de vacaciones. Pero sólo tengo seiscientos.
Encuentra otros doscientos y trato hecho.
Al día siguiente, papi le llevó la plata en una bolsa de papel arrugada. A cambio recibió un recibo en papel de color rosa.
¿Cuándo empezamos?, preguntó.
La semana que viene. Tengo que ponerme en seguida con el papeleo.
Clavó el recibo encima de la cabecera de la cama y antes de irse a la cama se aseguraba de que no acecharan las cucarachas. Sus amigos estaban contentos, y el jefe del trabajo de limpieza les llevó a tomar una copa a Harlem, en donde el español que hablaban levantó más miradas de curiosidad que sus ropas anticuadas. Pero la animación de los demás no tenía nada que ver con él: se sentía como si hubiera hecho algo con demasiada precipitación. Una semana después, papi fue a ver al amigo que le había recomendado al General.
Aún no me ha llamado, explicó. Su amigo estaba fregando el mostrador.
Ya te llamará. Lo dijo sin levantar la mirada. Una semana después papi estaba en la cama, borracho y solo, a sabiendas de que le habían desplumado.
Poco después perdió el trabajo en el equipo de limpieza por darle un puñetazo a su amigo cuando estaba subido a una escalera. Se quedó sin vivienda y tuvo que irse a vivir con una familia, y encontró otro trabajo de cocinero, friendo alas de pollo y arroz en un tugurio de comida china para llevar. Antes de dejar el piso escribió una relación de lo ocurrido en el recibo de papel rosa y lo dejó clavado en la pared, para advertir al próximo idiota que lo alquilara. Ten cuidado, escribió. Toda esta gente son peores que los tiburones.
No envió dinero a casa durante casi seis meses. Las cartas de mami las leía y las guardaba en sus bolsas desgastadas.
Papi la conoció la mañana del 24 de diciembre en una lavandería, mientras doblaba sus pantalones y recogía los calcetines empapados. Era bajita, llevaba dos puntiagudos mechones de pelo negro por delante de las orejas y le prestó la plancha. Era originariamente de La Romana, aunque a la sazón se había mudado a la Capital, como tantos otros dominicanos.
Suelo volver más o menos cada año, le dijo a papi. Casi siempre voy por Pascua a ver a mis padres y a mi hermana.
Yo hace mucho tiempo que no he ido a casa. Todavía estoy intentando juntar el dinero.
Ya llegará, te lo digo en serio. A mí me costó años volver por vez primera.
Papi descubrió que llevaba ya seis años en Estados Unidos y ya tenía la nacionalidad estadounidense. Hablaba un inglés excelente. Mientras él guardaba su ropa en una bolsa de nylon, pensó en invitarla a una fiesta. Un amigo le había invitado a una casa de Corona, en Queens, donde unos cuantos dominicanos iban a celebrar juntos la Nochebuena. A raíz de otra fiesta anterior, sabía que allá en Queens había comida, baile y mujeres solas a montones.
Cuatro niños intentaban forzar la placa que cerraba una secadora para alcanzar el mecanismo de las monedas. Se me ha quedado atascado un cuarto, joder, gritaba uno de ellos. En la esquina, un estudiante de medicina aún vestido de verde intentaba concentrarse en una revista y pasar inadvertido, pero en cuanto los niños se hartaron de la máquina se arrojaron sobre él, quitándole la revista y echando mano a sus bolsillos. Él se defendió a empujones.
Eh, dijo papi. Los niños le levantaron el dedo corazón y salieron corriendo. ¡Que os den por culo, hispanos!, chillaban.
Putos negros, murmuró el estudiante de medicina. Papi cerró el cordel de su bolsa y decidió que era mejor no proponerle que le acompañase a la fiesta. Sabía bien el refrán: rara es la mujer que va a sitios desconocidos con un perfecto desconocido. Papi le preguntó en cambio si podría practicar inglés con ella. Me hace falta practicar, de veras, le dijo. Y estoy dispuesto a pagarte por tu tiempo.
Ella se echó a reír. No seas ridículo. Ven a verme cuando te venga bien. Le apuntó su teléfono y su dirección con letra retorcida.
Papi miró el trozo de papel. ¿No vives por aquí?
Yo no, pero mi prima sí. Si quieres, te doy su número.
No, con el tuyo ya me vale.
Se lo pasó sensacional en la fiesta, y de hecho no tocó el ron ni las cervezas que tanto le gustaba echarse al coleto. Estuvo sentado con dos mujeres ya mayores y con sus maridos, con un plato en el regazo (ensalada de patatas, trozos de pollo asado, un montón de tostones, medio aguacate con una cucharada de mondongo, más que nada por pura cortesía hacia la mujer que lo había llevado) y habló de los tiempos de Santo Domingo. Fue una noche lucida y de disfrute, que se le iba a clavar en el recuerdo como un asta. Volvió a casa contento, a eso de la una de la madrugada, con una bolsa de plástico cargada de comida y una barra de telera bajo el brazo. El pan se lo dio al hombre que dormía tiritando en el portal de su edificio.
Cuando llamó a Nilda pocos días más tarde, supo gracias a una niña que le habló cortésmente, espaciando las palabras, que estaba trabajando. Papi dijo que le dejara recado de que había llamado, y volvió a intentarlo por la noche. A la segunda le contestó Nilda.
Ramón, deberías haberme llamado ayer. Habría sido un buen día para vernos, ya que ninguno de los dos teníamos que trabajar.
Supuse que celebrarías la fiesta con tu familia.
¿Mi familia? Ella se echó a reír. Aquí sólo está mi hija. ¿Qué estás haciendo? A lo mejor te apetece venir, ¿no?
No quisiera meterme donde no me llaman, dijo, porque no en vano era un hombre astuto, eso hay que reconocérselo.
Ella era dueña del último piso de la casa, que estaba en una desolada calle de Brooklyn. La casa estaba limpia, y tenía un suelo de linóleo barato e hinchado en algunos puntos. El gusto de Nilda a Ramón le pareció de clase baja. Juntaba estilos y colores tal como un niño juntaría pintura o plastilina. Un elefante de yeso pintado de naranja intenso levantaba las patas delanteras en el centro de una mesa baja de cristal. Unos tapices con manadas de caballos salvajes miraban de frente a unos retratos en vinilo de cantantes africanos. En todas las habitaciones tenía plantas falsas. Su hija, Milagra, era terriblemente cortés, y parecía disponer de un inagotable ropero lleno de vestidos más idóneos para una quinceañera que para la vida cotidiana. Llevaba unas gruesas gafas de plástico y estaba sentada delante del televisor cuando papi fue a verla, con las flacas piernas cruzadas. Nilda tenía una cocina repleta de provisiones, y papi cocinó para ella: su recetario de platos cantoneses y cubanos era inagotable. Su mejor plato era la ropa vieja, y se alegró al ver que la había sorprendido. Tendría que dejarte mi cocina más a menudo, le dijo.
A ella le gustaba hablar del restaurante que poseía y de su último marido, que tenía la costumbre de pegarle y de suponer que todos sus amigos podían comer gratis en su casa. Nilda invirtió infinidad de horas en mostrarle a papi un álbum de fotos muy grueso, página a página, en el que le fue indicando las sucesivas etapas del desarrollo de Milagra, como si la niña fuera un insecto de origen exótico. Él no hizo ni mención de su propia familia. A las dos semanas de dar clases de inglés, papi besó a Nilda. Estaban sentados en un sofá forrado de plástico; en la habitación de al lado se oía un concurso por el televisor, y tenían los labios aceitosos por el pollo guisado de Nilda.
Creo que mejor será que te vayas.
¿Ahora?
Sí, ahora.
Él se puso la cazadora tan despacio como pudo, esperando que ella se retractase. Pero le abrió la puerta al salir y la cerró al punto. Él la maldijo durante todo el trayecto de metro hasta Manhattan. Al día siguiente, en el trabajo, contó a los compañeros que estaba loca y que tenía una serpiente enroscada en el corazón. Debería haberme dado cuenta, dijo con amargura. Una semana más tarde estaba de nuevo en su casa, preparando cocos al horno y hablando en inglés. Volvió a intentarlo y ella volvió a echarlo a la calle.
Cada vez que la besó, ella lo echó a la calle. El invierno fue muy frío, y él no tenía un abrigo de verdad. Nadie compraba abrigos, me dijo papi una vez, porque nadie contaba con quedarse mucho tiempo. En fin, seguí yendo a su casa y la besé siempre que se presentó la ocasión. Ella se ponía toda tensa y me decía que me fuera como si en realidad le hubiera pegado. Volvía a besarla y ella me decía que me marchase cuanto antes. Estaba más loca que una cabra. Yo seguí a lo mío y un buen día fue ella la que me besó. Por fin. Para entonces, ya me conocía todos los malditos trenes de la ciudad, aparte de tener un abrigo de lana y dos pares de guantes. Parecía un esquimal. Un norteamericano.
Al cabo de un mes, papi dejó su apartamento y se fue a vivir con ella a Brooklyn. Se casaron en el mes de marzo.
Aunque llevaba alianza, papi no desempeñaba el papel del marido clásico. Vivía en casa de Nilda, compartía con ella la cama, no pagaba alquiler, comía lo que ella comprase, hablaba con Milagra cuando no funcionaba el televisor e instaló en el sótano su aparato de hacer gimnasia. Recobró la salud y disfrutaba al enseñarle a Nilda cómo sacaba bíceps y tríceps con sólo flexionar el brazo. Se compraba las camisas de talla mediana, para llenarlas bien con su musculatura.
Tenía dos empleos cerca de casa de ella. El primero era de soldador en un taller de radiadores, arreglando fugas más que nada; el otro, de cocinero, en un restaurante chino. Los propietarios eran chinos-cubanos; les salía mejor el arroz negro que el arroz frito con cerdo, y disfrutaban pasando las horas tranquilas, entre el almuerzo y la cena, jugando al dominó con papi y con el otro contratado, siempre encima de los grandes bidones de manteca. Un día, mientras sumaba los puntos de la partida, papi les habló a los dueños de su familia en Santo Domingo.
El cocinero jefe, un hombre tan flaco que le llamaban Alfiler, se puso agrio. No te puedes olvidar de tu familia así como así. ¿No te ayudaron para venir?
No me he olvidado de ellos, dijo papi a la defensiva. Lo que pasa es que ahora no es buen momento para decirles que vengan. Tendrías que ver lo que gasto.
¿En qué?
Papi pensó un instante. La luz. Es carísima. En mi casa hay ochenta y ocho bombillas.
¿Y en qué tipo de casa vives?
Una muy grande. En una casa antigua son necesarias muchas bombillas, ya sabes.
No seas comemierda. Es imposible tener tantas bombillas en casa.
No hables tanto y juega. Si no, me tendré que quedar con tu dinero.
Estas reprobaciones no debieron haberle aguijoneado mucho la conciencia, ya que aquel año no mandó dinero.
Nilda se enteró de la existencia de la otra familia de papi gracias a una concatenación de amistades que llegaba hasta el Caribe. Era inevitable. Estaba molesta, y papi tuvo que hacer una de sus más espléndidas actuaciones para convencerla de que nosotros ya no le importábamos. Había tenido mucha suerte en que cuando mami se enteró a través de una concatenación de amistades semejante de dónde estaba papi allá en el norte, él le indicó que le dirigiese las cartas al restaurante en que trabajaba, y no a casa de Nilda.
Al igual que ocurría con la mayor parte de los emigrantes, Nilda estaba por lo común en el trabajo. La pareja se encontraba sobre todo al atardecer. Nilda no sólo tenía su restaurante, donde servía un sancocho tan espectacular como popular, con rodajas de aguacate frío; asimismo, hacía de sastra con sus clientes. Si uno de ellos tenía la camisa desgarrada, o una pernera del pantalón sucia por la grasa de las máquinas, ella les decía que le llevasen la prenda en cuestión y que ella se ocuparía de arreglarla por muy poco dinero. Hablaba en voz muy alta, y sabía cómo llamar la atención de todos los comensales sobre una prenda desaseada; muy pocos, ante la atenta mirada de sus colegas, podían resistirse a sus insinuaciones. Ella se llevaba las prendas a casa en una bolsa de basura, y dedicaba su tiempo libre a zurcirlas mientras escuchaba la radio. Sólo se levantaba para llevarle una cerveza a Ramón o para cambiar de emisora. Cuando tenía que llevarse a casa algún dinero de la caja registradora, la habilidad que tenía para mantenerlo en secreto era poco menos que sobrenatural. En el bolso solamente llevaba monedas sueltas, y en cada trayecto cambiaba el escondrijo de sitio. Por lo común se embutía los billetes de veinte dólares en el sujetador, como si cada copa fuera un nido, pero a papi le asombraban sus demás estratagemas. Tras un día enloquecedor, tras triturar un montón de plátanos y atender a sus clientes, selló casi novecientos dólares en billetes de veinte y de cincuenta en una bolsa de plástico hermética que introdujo después en una botella de Malta. Luego metió una paja y fue sorbiendo el líquido por el camino de casa. Durante el tiempo en que estuvo con papi, nunca perdió ni un centavo. Si no estaba muy cansada, le divertía que papi intentara adivinar dónde había guardado la plata: con cada fallo se quitaba una prenda, hasta que por fin aparecía el escondite.
El mejor amigo de papi en esa época era un vecino de Nilda, Jorge Carretas Lugones o Jo-Jo, como le llamaban en el barrio. Era un portorriqueño que medía metro y medio, de piel clara aunque llena de lunares, con unos ojos azul marino. Por la calle llevaba una pava algo ladeada, al estilo antiguo; llevaba una pluma y los billetes de lotería en el bolsillo de la camisa, y a cualquiera le habría parecido un chulo de putas. Jo-Jo era dueño de dos carritos de perros calientes, y copropietario de un ultramarinos bastante próspero. En tiempos había sido un sitio desastroso, con las maderas podridas y las baldosas rotas, pero él y sus dos hermanos habían levantado aquella porquería y la reconstruyeron durante los cuatro meses del invierno, a la vez que conducía un taxi y trabajaba de traductor y redactor de cartas para uno de los patrones de la zona. Habían terminado los años en que duplicaba el precio del papel higiénico, el jabón y los pañales de bebé para pagar a los tiburones de los prestamistas. Las cámaras frigoríficas que ocupaban toda una pared eran nuevas, igual que la máquina tragaperras y los expositores de comida basura. Desdeñaba a todo el que tuviera una multitud de parásitos en su establecimiento, como los que comentaban qué tal era el gusto de la yuca o cómo habían sido los días anteriores. Y aunque el barrio era bastante duro (aunque no tanto como su viejo barrio en San Juan, en donde vio a todos sus amigos perder algún dedo en peleas a machete), Jo-Jo no tuvo que poner una reja en su tienda. Los chicos de la zona lo dejaban en paz, y aterraban en cambio a la familia de paquistaníes que vivía en la misma calle. Eran dueños de un ultramarino de productos asiáticos que parecía una celda de castigo, con las ventanas reforzadas con rejas de alambre y las puertas con placas de metal.
Jo-Jo y papi se veían a menudo en el bar de la esquina. Papi era un hombre que sabía cuándo reírse, y cuando se reía era contagioso. Siempre estaba leyendo algún periódico, a veces algún libro, y daba la impresión de saber muchas cosas. Jo-Jo consideraba a papi como un hermano más, un hombre llegado de un pasado sin suerte y necesitado de guía. Jo-Jo ya había puesto en el buen camino a otros dos congéneres, que estaban próximos a poseer sus propias tiendas.
Ahora que ya tienes casa y papeles en regla, dijo Jo-Jo a papi, tienes que sacar partido de las cosas. Tienes tiempo, no te tienes que deslomar para pagar el alquiler, así que aprovéchalo. Ahorra dinero, cómprate un negocio. Si quieres, te vendo barato uno de mis carritos de perros calientes. Ya has visto que se puede hacer buena plata. Luego tráete a tu familia, cómprate una casa y empieza a ramificar el negocio. Así se hacen las cosas en Norteamérica.
Papi quería tener un negocio propio, ése era su sueño, aunque le frustraba tener que empezar desde abajo, vendiendo perros calientes. Así como la mayor parte de los hombres que le rodeaban se habían arruinado un par de veces, había visto a unos cuantos recién llegados del barco que se secaban el agua de la espalda y saltaban directamente a las ramas inferiores del tinglado norteamericano. Ese salto era lo que imaginaba para sí, sin tener que arrastrarse lentamente por el barro antes de ir subiendo. En qué consistía o cuándo iba a llegar eran detalles que desconocía.
Estoy buscando la mejor inversión, dijo a Jo-Jo. A mí no me va lo de la alimentación.
¿Qué es lo que te va?, le preguntó Jo-Jo. Los dominicanos llevan los restaurantes en la sangre.
Ya lo sé, pero a mí no me va.
Peor aún fue que Jo-Jo insistiera muy en serio en el tema de la lealtad a la familia que tanto le fastidiaba a papi. Cada proyecto que su amigo le proponía terminaba con la familia de papi viviendo muy cerquita de él, a su lado, regalándole todo su amor. A papi le costaba mucho trabajo separar las dos hebras de las creencias que manifestaba su amigo, los negocios y la familia. Al final, una y otra quedaban completamente entrelazadas.
Con el runrún de su nueva vida, a papi debiera haberle sido bien fácil enterrar el recuerdo de su primera familia, pero no se lo permitieron ni su conciencia ni las cartas que le llegaban allí donde estuviera. Las cartas de mami, tan constantes como el paso de los meses, eran corrosivas como bofetadas. La correspondencia era ya unilateral: papi se limitaba a leer y no contestaba. Al abrir las cartas, y antes de leer, hacía una mueca de dolor. Mami le detallaba qué mal lo estaban pasando sus hijos, le contaba que el pequeño estaba tan anémico que todo el mundo pensaba que era un cadáver devuelto a la vida; le contaba que el mayor, cuando estaba jugando por el barrio, se había destrozado los pies y se liaba a puñetazos con sus amigos. Mami se negaba en redondo a hablar de cómo estaba ella. Llamaba a papi desgraciado y puto de marca mayor por haberles abandonado, gusano, traidor, comecoños piojosos, acojonado, cabrón. Él le enseñaba las cartas a Jo-Jo, sobre todo cuando se emborrachaba y más amargado se encontraba, y Jo-Jo meneaba la cabeza y pedía otras dos cervezas. Camarada, has hecho demasiadas cosas mal. Como sigas así, te vas a destrozar la vida.
¿Y qué demonios puedo hacer? ¿Qué es lo que quiere esa mujer de mí? Le he mandado dinero. ¿O es que quiere que me muera de hambre?
Sabes tan bien como yo qué es lo que tienes que hacer. Y no te digo más, porque sería malgastar las palabras.
Papi estaba perdido. Daba largos y peligrosos paseos al volver a casa del trabajo; a veces llegaba con los nudillos desollados, y otras con la ropa revuelta. El hijo que tuvo con Nilda nació en primavera: lo llamaron Ramón y fue motivo de fiesta, aunque no hubo celebración entre sus amigos. Eran muchos los que sabían su historia. Nilda se dio cuenta de que algo no iba bien del todo, de que una parte de él estaba retenida lejos de allí, pero cada vez que lo planteó papi le insistió en que no pasaba nada, nada.
Con una regularidad que resultó muy instructiva, Jo-Jo convenció a papi de que lo llevara en coche al aeropuerto internacional John Fitzgerald Kennedy para recibir a uno u otro de los parientes a los que Jo-Jo había financiado el viaje a Estados Unidos para que fueran a triunfar como él. A pesar de su prosperidad, Jo-Jo no sabía conducir y tampoco tenía coche. Papi se llevaba prestada la furgoneta Chevrolet de Nilda y luchaba con el tráfico durante una hora antes de llegar al aeropuerto. Según la estación en que estuvieran, Jo-Jo se llevaba varios abrigos o una nevera portátil llena de bebidas que había sacado de los estantes de su ultramarinos, cosa muy especial, ya que la regla principal de Jo-Jo era no aprovecharse de las propias reservas de productos. En la terminal, papi se quedaba atrás con las manos en los bolsillos y la boina calada hasta las orejas mientras Jo-Jo se abalanzaba a recibir a sus familiares. A Jo-Jo le daba un arrebato de locura cuando veía a sus parientes salir por la puerta de llegadas, aturdidos y sonrientes, con cajas de cartón y bolsas de lona. Había lágrimas y abrazos. Jo-Jo presentaba a Ramón como si fuera un hermano, y Ramón se veía arrastrado al corro de personas llorosas de contento. A Ramón no debió de costarle mucho esfuerzo modificar las caras y ver a su mujer y a sus hijos.
De nuevo empezó a enviar dinero a su familia de la Isla. Nilda se dio cuenta de que empezaba a pedirle prestado para tabaco y para la lotería. ¿Por qué necesitas echar mano de mi dinero?, se quejaba. ¿No estás trabajando por dinero? Tenemos un niño pequeño al que hay que cuidar, y hay que pagar las facturas.
Es que uno de mis hijos ha muerto, le dijo. Tengo que pagar el velatorio y el funeral. Déjame en paz, ¿quieres?
¿Por qué no me lo habías dicho?
Él se tapó la cara con las manos, pero se descubrió al sentir que ella lo miraba con escepticismo.
¿Cuál?, le preguntó. Él hizo un gesto torpe y vago. Ella se sentó, y ninguno dijo nada más.
Papi encontró un trabajo sindicado en Aluminios Reynolds, en la parte oeste de Nueva York, con el triple de paga de la que tenía en el taller de radiadores. Tardaba casi dos horas en ir y volver, y el trabajo era agotador, pero estaba dispuesto: el salario y los beneficios eran excepcionales. Fue la primera vez en que salió fuera de la égida de sus compañeros emigrantes. El racismo era considerable. Tuvo dos peleas que llegaron a oídos de sus jefes, y lo pusieron a prueba. Trabajó duro y sin meterse con nadie, consiguió un aumento y también el premio por la tasa de producción más elevada de su departamento, aparte de tener el horario más jodido de toda la fábrica. Los blancos les colgaban siempre los peores turnos a él y a su amigo Chuito. Adivina, les decían con una palmada en la espalda. Esta semana necesito pasar un par de ratos con mis hijos. Y ya sé que a ti no te importará ocuparte de tal o cual turno.
No, amigo mío, no me importa, decía papi. Una vez, Chuito se quejó de esta práctica a los jefes, y recibió un aviso por faltar al espíritu de familia del departamento. Los dos se dieron por enterados, y no volvieron a decir ni pío.
Cualquier día normal, papi estaba demasiado cansado para visitar a Jo-Jo. Cenaba y se acomodaba para ver dibujos de Tom y Jerry, que le entusiasmaban por su violencia y su flexibilidad. Nilda, mira esto, exclamaba, y ella se presentaba en el acto, con las agujas de coser en la boca y el niño en brazos, a ver qué había pasado. Es maravilloso, decía él. ¡Mira! ¡Se están matando el uno al otro!
Un día pasó de la cena y del rato frente al televisor para ir al sur con Chuito, hasta una pequeña población de Nueva Jersey que se llamaba Perth Amboy. Chuito aparcó el Gremlin en un barrio que se estaba construyendo. Habían abierto enormes cráteres en el terreno, y había enormes zigurats de ladrillos rojos listos para ser empleados en la construcción de los edificios. Se estaban colocando las tuberías en varios kilómetros a la redonda, y el aire olía a productos químicos. Era una noche fresca. Los dos pasearon en torno a los hoyos y a los camiones y hormigoneras dormidas.
Tengo un amigo que se encarga de las contratas, dijo Chuito.
¿De construcción?
No. Cuando esté construido el barrio, necesitarán porteros y empleados de mantenimiento que se encarguen de que funcione el agua caliente, de que un grifo no gotee, de poner azulejos en el cuarto de baño. A cambio, te dan un buen salario y una vivienda gratis. Es un trabajo que vale la pena tener. Las ciudades de los alrededores son tranquilas, están llenas de buenos norteamericanos. Escucha, Ramón: si quieres, te puedo conseguir un trabajo aquí. Sería un buen sitio para vivir. Estás lejos de la ciudad, es seguro. Pondré tu nombre el primero de la lista, y cuando esto esté terminado tendrás un trabajo buenísimo.
Suena mejor que un sueño.
Déjate de sueños. Esto es de verdad, compadre.
Los dos inspeccionaron la zona durante una hora, y luego volvieron a Perth Amboy. Papi se quedó callado. Estaba pensando en un plan. Ése era el sitio para trasladar a su familia si es que volvía de la Isla. Tranquilo, cerca de su trabajo. Por si fuera poco, los vecinos no sabrían nada de él, ni de la mujer que tenía en Norteamérica. Esa noche, al llegar a casa, no le contó a Nilda dónde había estado. No le importó que estuviera suspicaz, ni que le gritase por volver con los zapatos embarrados.
Papi siguió enviando dinero a casa. En la caja fuerte de Jo-Jo empezó a ahorrar hasta tener una cantidad suficiente para pagar los billetes de avión. Una mañana, cuando el sol bañaba la casa entera y el cielo estaba tan fino y tan azul que no cabía ni una nube, Nilda le dijo que ese año quería ir a la Isla.
¿En serio?
Quiero ver a mis viejos.
¿Y el niño?
Nunca ha ido a la Isla, ¿no?
No.
Pues debería conocer su patria. Creo que es importante.
Estoy de acuerdo, dijo él. Dio unos golpecitos con el bolígrafo en el mantel arrugado. Parece que vas en serio.
Desde luego.
Puede que vaya contigo.
Lo que tú digas. Ella tenía motivos para dudar de él: los planes se le daban de maravilla, pero rara vez los ponía en práctica. Y no dejó de tener dudas hasta verlo sentado en el avión a su lado, ojeando con nerviosismo la revista de la compañía aérea, aparte de remirar la bolsa de papel para el mareo y las instrucciones de seguridad.
Estuvo cinco días en Santo Domingo. Se alojó en casa de la familia de Nilda, en la parte oeste de la ciudad. Era una casa pintada de naranja, con un anejo algo destartalado y un cerdo en un corral. Homero y Josefa, tíos de Nilda, los recogieron en el aeropuerto en un taxi, y les dejaron el «dormitorio». La pareja durmió en la otra habitación, el «cuarto de estar».
¿Vas a ir a verlos?, le preguntó Nilda la primera noche. Estaban los dos escuchando el ruido de sus estómagos, que se esforzaban por digerir la yuca y el hígado que habían cenado. Fuera, los gallos estaban de guerra unos con otros.
Puede que sí, dijo él. Si tengo tiempo.
Sé que es la única razón de que hayas venido.
¿Qué tiene de malo que un hombre vaya a ver a su familia? Si tú quisieras ver a tu primer marido por la razón que fuera, yo no te lo impediría, ¿no?
¿Sabe ella que yo estoy contigo?
Claro que lo sabe. Pero eso ahora no importa. Ella no está ya en la foto.
Nilda no le contestó. Él oyó cómo le latía el corazón, y empezó a percibir sus contornos resbaladizos.
En el avión había tenido absoluta confianza en sí mismo. Habló con la vieja que iba sentada al otro lado del pasillo, le contó qué emocionado estaba. Ella le dijo temblorosa que siempre sienta bien volver a casa. Yo vuelvo siempre que puedo, aunque no sea muy a menudo. Las cosas no van bien.
Al ver el país en que había nacido, al ver a su gente al tanto de las cosas, se dio cuenta de que no estaba preparado. Se le salía el aire de los pulmones. Durante casi cuatro años no había hablado en español en voz alta, y menos delante de los gringos. En ese momento oyó hablar español a voz en cuello.
Se le abrieron los poros. Se empapó del ambiente como no se había empapado en años. En la ciudad reinaba un calor horroroso; el polvillo rojizo le resecaba la garganta y le taponaba la nariz. La pobreza, los niños sin asear que señalaban sus zapatos nuevos, las familias agazapadas juntas delante de las chabolas… todo era familiar y sofocante.
Se sentía como un turista en la guagua de Boca Chica, o cuando se hizo una foto con Nilda delante del Alcázar de Colón. Tuvo que comer dos o tres veces al día en casa de diversos amigos de la familia de Nilda; a fin de cuentas, era su nuevo marido, un hombre de éxito allá en el norte. Vio a Josefa desplumar un pollo, vio cómo se le embadurnaban las manos y se ensuciaba el suelo, y recordó las muchas veces en que había hecho lo mismo, allá en Santiago, donde ya no tenía ninguna ligazón.
Intentó ver a su familia, pero cada vez que se lo propuso vio que su decisión se disipaba como un montón de hojas secas a merced de un viento huracanado. Vio en cambio a sus amigos, y se bebió seis botellas de Brugal en tres días. Por fin, al cuarto, pidió prestadas las mejores ropas que pudo encontrar y se guardó doscientos dólares en el bolsillo. Tomó una guagua para ir a Sumner Welles, el nuevo nombre de la calle XXI, y se metió en el corazón de su viejo barrio. Vio colmados en todas las manzanas, y carteles que empapelaban todas las tapias o tablones. Los niños se perseguían lanzándose trozos de ladrillo de los edificios cercanos; unos tiraron piedras a la guagua, y los sonoros impactos sacudieron a los pasajeros. La guagua avanzaba con una lentitud frustrante: cada parada parecía estar a cuatro pasos de la anterior. Por fin se bajó, y recorrió a pie dos manzanas, hasta llegar a la esquina de la XXI con Tunti. El aire tuvo que parecerle finísimo, y el sol como una llamarada que le hacía manar el sudor en la cara. A la fuerza tuvo que ver a personas conocidas. Jayson estaba sentado con cara de pocos amigos en su colmado, un soldado convertido en tendero. Chicho mordisqueaba un hueso de pollo y tenía a sus pies una hilera de zapatos que acababa de abrillantar. Puede que papi se parase allí y no pudiera seguir camino, puede que llegara hasta la casa, que estaba sin pintar desde que él se fue. Puede que se parase ante nuestra casa y se quedara esperando a que sus hijos salieran y lo reconocieran.
Al final, nunca vino a vernos. Si mami se enteró por sus amistades de que había estado en la ciudad, con su otra mujer, nunca nos lo dijo. Su ausencia siguió siendo para mí algo inconsútil. Y si un desconocido se me acercó cuando estaba jugando, si nos miró a mí o a mis compañeros, si nos preguntó cómo nos llamábamos, la verdad es que no lo recuerdo.
Papi volvió a su casa y le fue difícil reanudar su rutina. Se tomó unos días libres por enfermedad, los tres primeros que estuvo sin ir al trabajo, y se dedicó a ver la tele y bajar al bar. Dos veces desechó negocios que le propuso Jo-Jo. El primero fue un fracaso absoluto, a Jo-Jo le costó «el oro de los dientes», pero la tienda de ropa barata que puso en Smith Street, con un sótano para prendas de saldo, los inmensos recipientes de prendas defectuosas y un expositor enorme para atraer al público, le dio dinero a espuertas. Papi recomendó a Jo-Jo dónde poner la tienda, después de enterarse de que un local estaba libre gracias a Chuito, que seguía viviendo en Perth Amboy. Los apartamentos de London Terrace aún no estaban habitados.
Después del trabajo, papi y Chuito recorrían los bares de Smith y Elm Street; de vez en cuando, papi se quedaba a dormir en Perth Amboy. Nilda siguió aumentando de peso después de que naciera el tercer Ramón, y aunque a papi le gustaron siempre las mujeres rellenitas, no estaba a favor de la obesidad, y no le apetecía nada volver a casa a diario. ¿Quién va a querer una mujer como tú?, le dijo. La pareja empezó a tener peleas a menudo. Se cambiaron las cerraduras, se echaron abajo las puertas, se intercambiaron bofetadas, pero los fines de semana y alguna que otra noche los seguían pasando juntos.
En pleno verano, cuando las humaredas con olor a patata salían sin cesar de las elevadoras diésel y atestaban los almacenes, papi ayudaba a otro hombre a colocar una caja en su sitio cuando sintió de pronto un tirón en la columna vertebral. Eh, gilipollas, empuja, gruñó el otro. Se sacó los faldones de la camisa del pantalón de trabajo, se volvió a derecha e izquierda y algo se le partió por dentro. Cayó de rodillas. El dolor era tan intenso, como si viera bengalas que se le disparaban dentro, que se puso a vomitar sobre el cemento del almacén. Sus compañeros lo llevaron al comedor. Intentó echar a andar varias veces durante un par de horas, pero no pudo. Chuito fue a verle, preocupado por su amigo pero también porque su horario incumplido pudiera fastidiar a su jefe. ¿Cómo estás?, le dijo.
No muy bien. Tienes que sacarme de aquí.
Eh, sabes de sobra que no me puedo ir.
Pues llámame un taxi. Tengo que irme a casa como sea. Como cualquier otro herido, pensó que volver a casa le salvaría.
Chuito le llamó un taxi; ningún otro empleado se tomó el tiempo necesario para ayudarle a salir.
Nilda lo metió en cama y se ocupó de que un primo suyo atendiera el restaurante. Jesú, gimió cuando estaba con ella. Debería haber frenado un poco. Por poco no consigo llegar a casa. ¿Sabías? Dos horas más y…
Bajó a la botica a por una cataplasma, y luego fue a la bodega a por una aspirina. A ver qué tal funciona la vieja magia, dijo a la vez que le untaba la cataplasma en la espalda.
Durante un par de días no pudo ni mover la cabeza. Comió muy poco, nada más que las sopas que le preparó ella. Más de una vez se quedó dormido y descubrió que Nilda había salido a comprar infusiones medicinales, y que Milagra estaba a su lado, como un búho con sus gafotas. Mi hija, le dijo, estoy que me muero.
No te vas a morir, contestó ella.
¿Y si me muero?
Mamá se quedará sola.
Cerró los ojos y rezó para que no estuviera allí cuando volviese a abrirlos, pero estaba. Y Nilda entraba por la puerta con otro remedio que humeaba sobre una bandeja estropeada.
Al cuarto día pudo levantarse y llamar él mismo para decir que seguía enfermo. Al encargado del turno de mañana le dijo que apenas se podía mover. Creo que tengo que guardar cama, le dijo. El encargado le indicó que fuera a la fábrica para recibir permiso médico. Papi hizo que Milagra le encontrase en el listín telefónico el nombre de un abogado. Estaba pensando en poner un pleito contra la empresa. Tuvo sueños fantásticos, sueños de anillos de oro y de una casa espaciosa, con pájaros tropicales en las habitaciones aireadas por la brisa del mar. La abogada con la que contactó sólo se dedicaba a los divorcios, pero le facilitó el nombre de su hermano.
Nilda no se mostró optimista al conocer sus planes. ¿A ti te parece que el gringo va a soltar la plata así como así? Si están tan pálidos es porque les da miedo no tener plata. ¿Has hablado con el hombre al que estabas ayudando? Es probable que testifique a favor de la compañía, porque así no perderá el empleo. El muy maricón posiblemente consiga una subida de sueldo.
Yo no estoy ilegal, dijo él. Estoy protegido.
Mejor será que lo dejes correr.
Llamó a Chuito por conocer su opinión. Chuito tampoco era optimista. El jefe ya sabe lo que te has propuesto. Y no le gusta, compadre. Dice que mejor será que vuelvas al trabajo. Si no, estás despedido.
Como le falló el valor, papi empezó a pensar en una consulta con un médico privado. Es muy probable que tuviera en mente el pie de su padre. Su padre, José Edilio, un broncas y un rompepelotas que nunca se casó con la madre de papi a pesar de que le había dado nueve hijos, había intentado una jugada parecida cuando trabajaba en la cocina de un hotel en Rio Piedras. Por accidente, a José le cayó encima del pie una lata de tomate frito. Se le partieron dos pequeños huesos, pero en vez de ir al médico José siguió trabajando, cojeando por la cocina. En el trabajo, todos los días sonreía a los compañeros para quitárselos de encima. Creo que ya va siendo hora de cuidarme el pie, decía. Y se tiró encima otra lata, por suponer que cuanto peor fuera el daño, más dinero conseguiría cuando por fin se lo enseñara a los jefes. A papi le entristeció y le avergonzó la historia cuando la supo. Se rumoreó incluso que el viejo había buscado por el barrio a uno que fuera capaz de darle un batazo en el pie. Para el viejo, ese pie era una inversión, una herencia que codiciaba y acariciaba, hasta que hubo que amputarle la mitad por culpa de una infección.
Al cabo de una semana más y sin haber recibido llamada de los abogados, papi fue a ver al médico de la empresa. Tenía la columna vertebral como si fuera un cristal partido, pero el médico le concedió tres semanas de baja. No hizo caso de las instrucciones de la medicación y se tomó cada día diez pastillas contra el dolor. Mejoró. Cuando volvió al trabajo ya estaba en condiciones. Los jefes rechazaron unánimemente la siguiente subida salarial de papi. Le obligaron a rotar turnos, tal como había hecho muy al principio.
En vez de ocuparse de sus asuntos, le echó la culpa a Nilda. Le dio por llamarle puta. Se pelearon con renovado vigor; el elefante naranja se llevó un buen golpe y se le partió un colmillo. Ella lo echó dos veces, pero tras unas semanas de prueba en casa de Jo-Jo le dejó volver. Cada vez veía menos a su hijo. Rehuía todas las rutinas cotidianas de la alimentación y la limpieza del bebé. El tercer Ramón era un niño guapo que rondaba por la casa incansable, inclinado hacia delante y a toda velocidad, como un sombrero de copa que diera vueltas y más vueltas. A papi se le daba bien jugar con el bebé, arrastrándolo por los pies o haciéndole cosquillas, pero en cuanto el tercer Ramón empezaba a ponerse pesado, se terminaban los juegos. Nilda, ven a cuidar de éste, decía.
El tercer Ramón se parecía a los otros hijos de papi. A veces le decía: Yúnior, no hagas eso. Si Nilda se enteraba de esos patinazos se ponía como una furia. Maldito, gritaba a la vez que cogía en brazos al niño y se retiraba con Milagra en el dormitorio. Papi no la cagaba así muchas veces, pero nunca tuvo claro cuántas veces llamó al tercer Ramón pensando en el segundo.
Como la espalda lo estaba matando y su vida con Nilda iba camino del wáter, papi empezó a pensar que su partida era inevitable. El destino lógico era su primera familia. Empezó a pensar en ellos como si fueran sus salvadores, como una fuerza regeneradora que redimiera su mala suerte. Eso le dijo a Jo-Jo. Por fin empiezas a hablar con sensatez, panín, le dijo Jo-Jo. La inminente marcha de Chuito, que dejaba el almacén, también le dio ánimos. Los apartamentos de London Terrace, cuya apertura se había aplazado debido al rumor de que estaban construidos sobre un basurero de productos químicos, por fin estaban abiertos.
Jo-Jo sólo pudo prometerle a papi la mitad del dinero que necesitaba. Jo-Jo seguía dilapidando el dinero en su negocio fallido, y le hacía falta tiempo para recuperarse. Papi se lo tomó como una traición, y así lo dijo a los amigos de ambos. Habla mucho, pero a la hora de la verdad se queda en nada. Aunque sus acusaciones se filtraron hasta Jo-Jo y le dolieron, éste siguió prestándole a papi el dinero sin hacer comentarios. Así era Jo-Jo. Papi trabajó para conseguir el resto, aunque le costó bastantes más meses de lo previsto. Chuito le reservó un apartamento, y los dos empezaron a llenar la casa de muebles. Empezó a llevarse al trabajo una camisa o dos de sobra, que después dejaba en el apartamento. A veces se metía unos calcetines en el bolsillo, o se ponía dos pares de calzoncillos. Estaba saliendo de tapadillo de la vida de Nilda.
¿Qué pasa con tu ropa?, le preguntó ella una noche.
Los malditos lavanderos, dijo él. A ese bobo se le pierden mis cosas. Voy a tener que echarle una bronca en cuanto tenga un día libre.
¿Quieres que vaya yo?
No, déjalo de mi cuenta. Es un tío duro de pelar.
A la mañana siguiente, ella lo sorprendió cuando metía dos guayaberas en la caja del almuerzo. Las llevo a la lavandería, explicó.
Déjamelo a mí.
Estás muy ocupada. Es más fácil así.
No lo dijo con mucha suavidad.
Ya sólo hablaban cuando era necesario.
Años más tarde hablé con Nilda, cuando él nos dejó definitivamente, después de que los hijos de ella se fueran de casa. Milagra ya tenía hijos, y sus fotos atestaban las paredes y las mesas. Su hijo descargaba equipajes en el aeropuerto JFK. Tomé una foto en la que salía con su novia. Estaba claro que éramos hermanos, aunque su cara respetaba mejor las leyes de la simetría.
Nos sentamos en la cocina de aquella misma casa, oyendo los golpes de una pelota con la que jugaban unos niños en el amplio espacio que separaba las fachadas de los edificios. Mi madre me había dado su dirección. (Dale recuerdos de mi parte a la puta, me dijo.) Tuve que tomar tres trenes hasta llegar, aparte de caminar varias manzanas con su dirección escrita en la palma de la mano.
Soy hijo de Ramón, le dije.
Hijo, ya sé quién eres.
Preparó café con leche y me ofreció una galleta de marca Goya. Le dije que no, gracias. Ya se me habían pasado las ganas de hacerle preguntas, de estar allí sentado con ella. La ira tiene su propia forma de regresar. Bajé la mirada y vi que el linóleo estaba desgastado y sucio. Tenía el pelo blanco y lo llevaba muy corto. Nos sentamos a tomar café y por fin charlamos, dos desconocidos que revivían un acontecimiento —un torbellino, un cometa, una guerra— que los dos habían visto desde ángulos distintos y muy alejados.
Se marchó por la mañana, me explicó con calma. Me di cuenta de que pasaba algo raro, porque estaba tendido en la cama sin hacer otra cosa que acariciarme el pelo, que entonces llevaba muy largo. Era de la Iglesia de Pentecostés. Por lo general, nunca se quedaba en cama. Tan pronto se despertaba, se duchaba, se vestía y se largaba. Tenía esa clase de energía. En cambio, cuando se levantó se quedó delante del pequeño Ramón. ¿Te encuentras bien?, le dije. Él contestó que sí. No iba a pelearme con él, así que me volví a dormir. Tuve un sueño en el que todavía pienso a veces. Yo era joven, era mi cumpleaños y estaba comiendo un plato de huevos de codorniz, todos para mí. Un sueño muy tonto, la verdad. Cuando desperté vi que se había llevado el resto de sus cosas.
Hizo chasquear los nudillos uno por uno. Creí que nunca se me iba a pasar el daño. Supe cómo debía de haber sido la vida de tu madre. No dejes de decírselo.
Hablamos hasta que anocheció. Fuera, los niños del barrio se juntaban en pandillas y se reunían bajo la luz de las farolas. Me propuso que fuera a su restaurante, pero llegué y me vi reflejado en el escaparate, a la vez que veía a los clientes del interior. Eran distintas versiones de gente que ya conocía, así que decidí marcharme a casa.
Diciembre. Se había marchado en diciembre. La empresa le había dado dos semanas de vacaciones sin que Nilda lo supiera. Se tomó una taza de café solo en la cocina y la dejó enjuagada y puesta a secar en el escurridor. Dudo que llorase, que estuviera preocupado. Encendió un cigarro, tiró la cerilla sobre la mesa de la cocina y salió a la calle, donde soplaba un viento frío del sur. No hizo caso de las hileras de taxis libres que recorrían la calle y echó a caminar por Atlantic. Por entonces había menos tiendas de muebles y antigüedades. Estuvo fumando sin parar, y terminó el paquete en menos de una hora. Compró un cartón en un estanco, a sabiendas de lo caros que iban a estar en el extranjero.
Si hubiera cogido el metro en la estación más cercana, en Bond, habría llegado directamente al aeropuerto. Prefiero pensar que sí tomó el metro allí, al contrario de lo que parece más probable, que fuera a despedirse de Chuito antes de tomar un vuelo con rumbo sur para reunirse con nosotros.