Por las mañanas se quita la máscara y estruja un puño contra la palma de la otra mano. Va al pie del árbol de la guanabana y hace sus flexiones, y después alza en brazos la descascarilladora de café y la sostiene a la altura del pecho hasta contar cuarenta. Los brazos, los pectorales y el cuello se le hinchan, se le tensa la piel de las sienes hasta que parece a punto de reventar, pero nada de eso. Es invencible, y suelta la descascarilladora con un ronco «sí». Sabe que ya es hora de largarse, pero la neblina matinal aún lo envuelve todo, y escucha cantar a los gallos durante un rato. Oye después que su familia se despereza. Deprisa, se dice. Pasa a la carrera por el terreno de su tío, y de un vistazo sabe cuánto café tiene plantado su tío, ya sea rojo, blanco o verde, en sus conucos. Pasa corriendo por delante de la manguera y de los pastos, y se dice huye, y salta, y su sombra acuchilla las copas de los árboles y ve la verja de su familia, ve a su madre bañar a su hermano pequeño, frotándole la cara y los pies.
Los tenderos echan cubos de agua a la calle para que no se levante la polvareda; él pasa por delante de ellos a todo correr. ¡Sin rostro!, le gritan unos cuantos. Él no tiene tiempo que dedicarles. Primero visita las barras, buscando monedas sueltas por los alrededores. A veces los borrachos se quedan dormidos en los callejones, y por eso se mueve con sigilo. Pasa por encima de los charcos de meadas, por encima de los vómitos, arrugando la nariz al notar el pestazo. Hoy encuentra entre los hierbajos monedas suficientes para comprarse un refresco o un bollo. Aprieta las monedas con fuerza en el puño y sonríe bajo la máscara.
Cuando más aprieta la calor, Lou le deja entrar en la iglesia, que tiene el techo destartalado y las paredes endebles; le da un café con leche y dedica dos horas a enseñarle a leer y a escribir. Los libros, el bolígrafo y el papel vienen de la escuela más cercana: son donación del maestro. El padre Lou tiene las manos pequeñas y la vista cansada: ha ido dos veces a Canadá a que le operen. Lou le enseña el inglés que tanto necesitará en el norte. Tengo hambre. ¿Dónde está el lavabo? Vengo de la República Dominicana. No se asuste.
Terminada la lección se compra unos chicles y va a la casa que está frente a la iglesia. La casa tiene verja, unos naranjos y un sendero de adoquines. Dentro suena un televisor. Espera a la muchacha, pero ella no sale. Lo normal es que se asome a verlo. Los dos hablan por gestos.
¿Quieres mirar?
Él menea la cabeza para decir no, y extiende ambas manos. Nunca entra en casas ajenas. No, prefiero quedarme fuera.
Yo prefiero estar dentro, al fresco.
Él se queda hasta que grita desde la cocina la mujer de la limpieza, que también es de las montañas. Lárgate de ahí. ¿O es que no tienes vergüenza? Él se agarra a los barrotes de la verja y las separa un poco, jadeando, para demostrarle con quién se está jugando los cuartos.
Todas las semanas, el padre Lou le deja comprarse un tebeo. El cura lo lleva a la librería y lo espera a la entrada, vigilándolo mientras él repasa las estanterías.
Hoy se ha comprado uno de Kalimán, un tío que lleva turbante y no se anda con chiquitas. Si llevara la cara cubierta, sería perfecto.
Está atento a las oportunidades que surjan en las esquinas, lejos de la gente. Tiene el poder de ser INVISIBLE, y nadie puede tocarlo. Hasta su propio tío carnal, el que vigila la presa, pasa a su lado sin decir ni palabra. Los perros sí lo olfatean, claro, y hay dos que incluso le lamen los pies. Los aparta sin contemplaciones, ya que podrían delatar su posición ante sus enemigos. Son muchos los que quisieran verlo muerto. Muchos quisieran verlo bien jodido.
Un viejo necesita que le eche una mano para empujar su carricoche. Hay que llevar a un gato hasta la otra acera.
Eh, Sin rostro, le grita un motociclista. ¿Qué leches estás haciendo? No habrás empezado a zamparte a los gatos, ¿verdad?
Enseguida le dará por comerse a los niños crudos, dice otro.
Deja al gato en paz, que no es tuyo.
Echa a correr. Ya es tarde: las tiendas están cerrando, y hasta las motocicletas se han dispersado tras dejar manchas de grasa y roderas en la tierra.
La emboscada se produce cuando intentaba idear un modo de comprarse otro bollo. Cuatro muchachos se le echan encima, y las monedas se le escapan de las manos como si fueran saltamontes. El más gordo, el cejijunto, se le sienta encima del pecho. Se queda sin resuello. Los otros están encima de él. Tiene miedo.
Te vamos a convertir en una chica, dice el gordo. Él oye el eco de sus palabras, que rebota en el cuerpo del gordo. Desea respirar a toda costa, pero tiene los pulmones prietos como dos bolsillos.
¿No has sido nunca una chica?
Me juego lo que quieras a que no, porque eso no es divertido.
Dice FUERZA y el gordo sale despedido por los aires, corriendo por la calle con los demás pisándole los talones. Más vale que lo dejes en paz, dice la dueña del salón de belleza, aunque nadie le hace caso desde que su marido la dejó para largarse con una haitiana. Vuelve a la iglesia y se esconde dentro. Los chicos tiran piedras contra la puerta, pero Eliseo, el guarda, les dice que se vayan preparando para ir al infierno y sale con el machete en la mano. Allá fuera todo queda en silencio. Se sienta bajo un banco y espera a que caiga la noche para volver al cobertizo y dormir. Se frota la sangre reseca que tiene en el pantalón, se aplica saliva en el corte y se limpia la tierra pegada.
¿Estás bien?, le pregunta el padre Lou.
Me he quedado sin energía.
El padre Lou se sienta. Con su pantalón corto y su guayabera parece uno de esos tenderos cubanos. He pensado en cuando te vayas al norte, he intentado imaginarte en medio de la nieve.
La nieve no me afectará.
La nieve afecta a todo el mundo.
¿Les gusta la lucha?
El padre Lou se echa a reír. Casi tanto como a nosotros. Sólo que allí ya no rajan a nadie.
Él sale de su escondrijo bajo el banco. El cura suspira. Vamos a ver si curamos eso, ¿de acuerdo?
Bien, pero sin esa cosa roja.
Ya no usamos esa cosa roja. Ahora tenemos un líquido blanco que no duele.
Hasta que no lo vea, no lo creo.
Nadie se lo ha ocultado nunca. Le cuentan la historia una y otra vez, como si tuvieran miedo de que la olvide.
Algunas noches abre los ojos y el cerdo regresa. Siempre es enorme, siempre pálido. Con las pezuñas lo inmoviliza, lo sujeta por el pecho, y él nota un olor a plátanos podridos en su aliento. Los dientes toscos le desgarran una franja bajo el ojo; el músculo que se queda al descubierto es delicioso, como la lechosa. Aparta la cabeza para salvar al menos uno de los lados de la cara; en algunos sueños salva el derecho, en otros el izquierdo, pero en las peores pesadillas ni siquiera consigue mover la cabeza, el cerdo tiene la boca como un sumidero y no hay cosa que se libre de ella. Cuando despierta suele chillar, la sangre le empapa el cuello; se ha mordido la lengua, la tiene hinchada, no concilia el sueño hasta que se dice que ha de portarse como un hombre.
El padre Lou pide prestada una Honda, y los dos salen por la mañana. Se inclina en las curvas, y el padre Lou le dice que no lo haga, que se caerán.
¡No nos pasará nada!, grita él.
La carretera de Ocoa está desierta, las fincas secas, las granjas abandonadas. En un altozano ve un caballo negro. Está mordisqueando las hojas de un arbusto, y tiene una garza encaramada en el lomo.
La clínica está llena de gente que sangra, pero una enfermera que lleva el pelo teñido de rubio los conduce hasta la consulta.
¿Qué tal estamos?, dice el doctor.
Yo muy bien, dice él. ¿Cuándo me va a mandar al extranjero?
El doctor se sonríe y le indica que se quite la máscara, para masajearle después el rostro con los pulgares. El doctor tiene restos de comida incolora en los dientes. ¿Se te hace difícil tragar?
No.
¿Respirar?
No.
¿Te ha dolido la cabeza? ¿Te duele la garganta alguna vez? ¿Te sueles marear?
No, nunca.
El doctor le mira los ojos, las orejas, y luego le ausculta. Parece que todo está en orden, Lou.
Me alegro. ¿Tenemos plaza?
Bueno, dice el doctor. Ya lo enviaremos allí cuando llegue el momento.
El padre Lou sonríe y le apoya la mano en el hombro. ¿Qué te parece, eh?
Él asiente, pero no sabe qué pensar. Le dan miedo las operaciones, le da miedo que no cambie nada, que los médicos canadienses fracasen como fracasaron las santeras que pagó su madre, a pesar de que pidieron ayuda a todos los espíritus de la guía telefónica celestial. Está en una habitación calurosa, en penumbra, polvorienta; suda y piensa que ojalá pudiera esconderse bajo una mesa, en un sitio en el que nadie lo viera. En la habitación de al lado conoció a un chico al que no se le habían cerrado del todo los huesos del cráneo, a una chica que no tenía brazos, a un bebé que tenía la cara enorme, hinchada, y los ojos purulentos.
Mira, se me ve el cerebro, dijo el chico. Solamente tengo esta especie de membrana transparente, que deja ver lo de dentro.
Por la mañana se despierta dolorido. Por culpa del doctor, de una pelea que tuvo a la entrada de la iglesia. Sale al exterior, está mareado, se apoya contra el árbol de la guanabana. Su hermano pequeño, Pesao, está despierto: arroja las alubias a las gallinas, con el cuerpo inclinado, perfecto. Cuando acaricia la cabeza del crío de cuatro años nota que las llagas se le han curado, que tiene costras amarillentas. Ojalá pudiera levantárselas, aunque la última vez le hizo sangre y Pesao se puso a chillar.
¿Dónde andabas?, pregunta Pesao.
Luchando contra el mal.
Yo también quiero.
No, no te gustaría, dice él.
Pesao le mira a la cara, suelta una risita y arroja una pedrada a las gallinas, que se esparcen indignadas.
Mira cómo disipa el sol la neblina que cubría los campos. A pesar del calor, las alubias están gruesas y verdes, y sus tallos ondulan flexibles a merced de la brisa. Su madre lo ve cuando regresa del cobertizo, y va a buscar su máscara.
Está cansado, dolorido, pero echa un vistazo hacia el valle, y la forma en que se curva la tierra como si quisiera esconderse le recuerda la forma en que esconde Lou las fichas de dominó cuando juega con él. Ve, le dice su madre. Sal antes de que aparezca tu padre.
Sabe muy bien qué pasará si aparece su padre. Se coloca la máscara y nota que las moscas repican contra la tela. Cuando su madre se da la vuelta él se esconde entre las hierbas. Observa con qué delicadeza sostiene su madre la cabeza de Pesao bajo el grifo, y cuando por fin sale el agua Pesao grita igual que si le hubieran hecho un regalo, igual que si uno de sus deseos se hubiera hecho realidad.
Echa a correr hacia el pueblo, sin resbalar ni tropezar. No hay nadie tan rápido como él.