Hoy mismo fuimos Cut y yo hasta South River y compramos algo más de hierba. Fue la clásica recogida de un viernes cualquiera, suficiente para fumar hasta fin de mes. El peruano que trapichea con nosotros nos dio una muestra de su súper macro hierba (vais a flipar, dijo) y por el camino de vuelta, al pasar por delante de la fábrica de Hydrox, los dos habríamos jurado que olía a galletas de chocolate recién horneadas en el asiento de atrás. Cut olía a galletas de chocolate, mientras que yo me inclinaba por aquéllas otras más duras, de coco, que nos daban en la escuela.
Vaya mierda delicada, dijo Cut. Estoy babeando.
Lo miré de soslayo: la barba de sus mejillas y su cuello estaba seca. Esa mierda es bien potente, dije.
Ésa era la palabra que estaba buscando yo. Potente.
Fuerte, dije.
Nos costó cuatro horas de televisión separar, pesar y embolsar la hierba. No dejamos de fumar durante toda la operación, y cuando nos metimos en la cama se nos salía la hierba por las orejas. Cut sigue riéndose por lo de las galletas de chocolate y yo simplemente espero a que aparezca Aurora. Los viernes son buen día para contar con ella. Los viernes son días en que se fuma, y ella lo sabe bien.
No nos hemos visto desde hace una semana, desde que me hizo unos cuantos arañazos en el brazo. Ya se me empiezan a pasar, como si fuera posible frotárselos con saliva hasta que desaparezcan, aunque cuando ella me los hizo con sus uñas afiladísimas eran arañazos bien largos y bien hinchados.
A eso de medianoche la oigo llamar por la ventana del sótano. Me llama puede que hasta cuatro veces antes de que yo diga que voy a salir a hablar con ella.
No salgas, dice Cut. Tú déjala en paz.
No es un fan de Aurora, nunca me da los mensajes que ella le deja para mí. Esas notas las he encontrado en sus bolsillos y debajo del sofá. Casi siempre son chorradas, pero de vez en cuando me deja alguna de ésas que, al verlas, me dan ganas de tratarla algo mejor. Sigo un rato tumbado en la cama, escuchando cómo tiran los vecinos trozos de sí mismos por los desagües. Ella ha dejado de llamar, quizá para fumarse un cigarro o para oír mi respiración.
Cut se da la vuelta en su catre.
Déjalo estar, ‘mano.
Me largo, digo yo.
Ella me recibe en la puerta de la sala de máquinas del edificio, con una sola bombilla encendida tras ella. Cierro la puerta nada más entrar y nos besamos una vez en los labios, aunque ella no abre la boca, como si fuera nuestra primera cita. Hace unos meses Cut rompió la cerradura de la sala y ahora es nuestra, como si fuera una ampliación del sótano, una oficina. Cemento con churretones de grasa. Un agujero de desagüe en la esquina, adonde tiramos las colillas y los condones usados.
Es flaca. Hace seis meses que salió del reformatorio de menores, y está más flaca que una cría de doce años.
Me sentía sola, dice.
¿Y los perros?
Ya sabes que tú no les caes bien. Mira por la ventana, que está repleta de iniciales y de insultos diversos. Va a llover, dice.
Siempre parece que va a llover.
Sí, pero esta vez va a llover de veras.
Me siento en el viejo cojín que apesta a coño.
¿Y tu socio?, me dice.
Durmiendo.
Ese negraco no sabe hacer otra cosa. A pesar de la luz, tan escasa, me acabo de dar cuenta de que tiene temblores. Cuesta trabajo besar a una chica así, cuesta trabajo tocarla incluso; se le mueve la carne como si cada trozo fuera patinando. Abre de un tirón los cordones de su mochila y saca un paquete de tabaco. Veo que de nuevo vive con lo que lleva en la mochila, cigarrillos y ropa sucia. Veo una camiseta, dos tampones y aquellos pantaloncitos cortos que le regalé el verano pasado, verde manzana y muy subidos de cadera.
¿En dónde has estado?, le pregunto. Hace tiempo que no te veo.
Ya sabes cómo soy. Yo ando más que un perro.
Tiene el pelo oscurecido por el agua. Debe de haberse pegado una ducha, quizás en casa de una amiga, quizás en un apartamento que haya encontrado vacío. Ya sé que debería mandarla adonde pican las gallinas por haber estado tanto tiempo sin aparecer, y sé que Cut seguramente me estará oyendo, pero le tomo de la mano y la beso.
Venga, le digo.
No has dicho nada sobre la última vez.
No me acuerdo de la última vez. Me acuerdo de ti.
Ella me mira como si fuera a meterme por el culo esa contestación de listillo que le acabo de dar. Pero de pronto se le suavizan los rasgos. ¿Te apetece echar un polvete?
Sí, le digo. La empujo contra el colchón y la agarro de la ropa. Eh, ve suave, ¿vale?, me dice.
Con ella no me puedo controlar, y cuando estoy así de ciego todavía es peor. Me ha colocado las manos en las paletillas, y por su forma de tirar de ellas me da la impresión de que está intentando abrirme por la mitad.
Suave, me dice.
Todos hacemos cosas así, una mierda que no nos sentará nada bien. Las haces y luego no hay quien se sienta positivo por ello. Cuando Cut pone su salsa a la mañana siguiente me despierto a solas, y la sangre me palpita en las sienes como si diera saltos mortales. Veo que me ha registrado los bolsillos, que me los ha dejado colgando por fuera de los pantalones como un par de lenguas resecas. Ni siquiera se ha tomado la molestia de volver a metérmelos.
Un día de trabajo
Esa mañana está lloviendo. Encontramos a la peña en la parada del autobús, pasamos por el aparcamiento de trailers que hay al otro lado de la Ruta 9, cerca del Audio Shack. Vamos soltando piedras por todas partes. Diez aquí, diez allá, una onza de maría para el tiarrón de las verrugas, algo de jaco para su novia, que está colgada de la perica. Es la que tiene el ojo izquierdo enrojecido de sangre. Todo el mundo hace sus compras para el largo fin de semana. Cada vez que coloco una bolsa en una mano digo ¡uau!, directo a la chaveta, tío.
Cut dice que nos oyó ayer por la noche, y no deja de darme la vara. Me sorprende que el sida aún no te haya arrancado la polla de cuajo, dice.
Soy inmune, le digo. Él me mira y me dice que siga hablando. Tú sigue hablando, dice.
Recibimos cuatro llamadas y vamos con el Pathfinder a South Amboy y a Freehold. Luego volvemos a Terrace, donde hay que currar a pata. Así son las cosas: cuanto menos movamos el coche, mejor.
Ninguno de nuestros clientes son gente especial. No tenemos curas, abuelas u oficiales de policía en nuestra lista: sólo un montón de chavales y algunos tíos mayores, de los que no han tenido trabajo ni se han cortado el pelo desde que se hizo el último censo. Tengo amigos en Perth Amboy y en New Brunswick que me cuentan que ellos trapichean con familias enteras, desde los abuelos hasta los críos de teta. Aquí las cosas aún no se han puesto así, aunque cada vez trapichean más chicos, cada vez vienen pandillas más grandes de las afueras, parientes de los que viven por aquí. Seguimos ganando plata a espuertas, pero ahora se ha puesto más difícil: a Cut ya lo han rajado una vez, y yo estoy convencido de que ya va siendo hora de ampliar el negocio, de juntarnos con más socios, pero Cut dice que no, joder, que no. Cuanta menos peña en el ajo, mejor.
Somos gente de fiar, vamos en plan tranqui, y eso nos sirve para mantener buenas relaciones con los viejos, con los que no quieren que nadie los ensucie de mierda. A mí se me dan bien los chavales, ésa es mi parte del negocio. Trabajamos a todas horas del día, y cuando Cut va a ver a su chica yo sigo en el tajo, paseando por Westminster y saludando a troche y moche. Se me da bien eso de trabajar yo solo. Estoy al loro, no me apetece pasar demasiado tiempo dentro de ninguna parte. Tendrías que haberme visto en la escuela. Olvídate.
Una noche de las nuestras
Nos hacemos daño el uno al otro, y nos lo hacemos tan bien que no vamos a dejarlo. Ella rompe todo lo que sea mío, me grita como si eso sirviera para cambiar las cosas, intenta dar un portazo y pillarme los dedos. Cuando se pone pesada y se empeña en que le prometa un amor como jamás se ha visto en ninguna parte, yo pienso en las demás. La última era del equipo de básket femenino de Kean, y tenía una piel al lado de la cual la mía parece oscura. Una universitaria que tenía su propio coche, que venía a verme después de cada partido con el uniforme del equipo, cabreada con las contrarias por haberle dado un codazo en la barbilla.
Esta noche, Aurora y yo nos sentamos a ver la tele y compartimos un paquete de Budweiser. Eso va a doler, dice a la vez que sostiene su bote en alto. Hay también jaco, un poquito para ella y otro poco para mí. Arriba, los vecinos ya han puesto en marcha su larga noche, y están poniendo boca arriba todas sus cartas, cartas ruidosas y crueles, el uno contra el otro.
Fíjate qué historia de amor, me dice ella.
No son más que arrumacos, le digo yo. Si se gritan, será porque están enamorados.
Ella me quita las gafas y me besa esas partes de la cara que casi nunca toca nadie, la piel que queda bajo los cristales y la montura.
Tienes unas pestañas tan largas que me dan ganas de llorar, dice ella. ¿Cómo es posible hacerle daño a un hombre que tiene unas pestañas así?
No sé, le digo yo, aunque ella sí debería saberlo. Una vez intentó clavarme un bolígrafo en el muslo, pero fue aquella noche en que le di un puñetazo que le dejó un moratón en el pecho, así que tampoco creo que se pueda contar.
Yo soy el primero que se queda flipado, como siempre. Veo una película a trozos antes de quedarme totalmente sopa. Un hombre que sirve demasiado whisky en un vaso de plástico: se le derrama. Una pareja que se encuentra: los dos echan a correr el uno hacia el otro y se abrazan. Ojalá pudiera aguantar despierto los mil programas penosos que ella sí aguanta, pero en el fondo todo va bien mientras la sienta respirar cerca de mi cuello.
Después abro los ojos y la pillo besando a Cut. Le está clavando la pelvis y él tiene sus manos peludas y sucias en la melena de ella. Joder, digo. Cuando me despierto, ella está roncando en el sofá. Le pongo la mano en el costado. Apenas tiene diecinueve años, y es demasiado flaca para todo el que no sea yo. Ha dejado el chino encima de la mesa, esperó a que yo me quedara sopa para meterse. Tengo que abrir la puerta del porche para que se vaya el olor. Vuelvo a dormirme, y cuando despierto ya de mañana estoy tumbado en la bañera y tengo sangre en el mentón y no recuerdo qué leches ha podido pasar. Esto es una porquería, me digo. Entro en la sala deseoso de que ella esté ahí, pero se ha vuelto a largar y yo me doy un puñetazo en la nariz para despejarme.
El amor
No nos vemos mucho el uno al otro. Dos veces al mes, tal vez cuatro. Últimamente, el tiempo no pasa como debiera. Ya sé que no es gran cosa. Tengo una vida propia, me dice ella. No hace falta ser un experto para darse cuenta de que ha vuelto a darse a la fuga. Eso es lo que se trae entre manos, ésa es la novedad.
Estábamos más unidos antes de que ella acabara en el reformatorio, mucho más unidos. Nos veíamos todos los días, y si nos hacía falta un sitio tranquilo buscábamos un apartamento vacío, uno que aún no estuviera en alquiler. Entrábamos por la cara. Rompíamos el cristal de una ventana, la subíamos un trozo y entrábamos por la rendija. Llevábamos sábanas, almohadas y velas para que el sitio no fuera tan frío. Aurora incluso pintaba las paredes de colores, dibujaba con ceras, salpicaba la cera roja de las velas y formaba bellos estampados. Tienes verdadero talento, le decía yo, y ella se mondaba de la risa. Antes, el arte se me daba bien, pero que muy bien. Pasábamos como mucho quince días en aquellos apartamentos, hasta que el portero iba a hacer la limpieza antes de que llegaran los nuevos inquilinos, y así volvíamos y encontrábamos la ventana arreglada y un candado en la puerta.
Algunas noches, sobre todo cuando Cut se está follando a su chica en la cama de al lado, pienso que ojalá fuéramos otra vez así. Creo que en el fondo sólo soy uno de esos tíos que viven demasiado enganchados al pasado. Cut se está trabajando a su chica, y ella no hace más que susurrar y decir oh, sí, dámelo duro, papi, así que yo me visto y salgo a buscarla como un poseso. Todavía sigue haciendo lo de los apartamentos, aunque sale con una panda de chusma enganchada al crack, una o dos chicas, o con ese tal Harry. Dice que es como su hermano, pero a mí no me la va a pegar. Harry no es más que un pato, un cabrón, al que dos veces le ha dado Cut y otras dos le he dado yo. Las noches en que la encuentro ella se agarra a él como si fuera una lapa, nunca quiere salir aunque sólo sea un minuto. Los otros me preguntan si llevo algo, y me miran como si fueran un hatajo de tíos hechos y derechos o algo así. ¿Llevas algo?, gimotea Harry. Tiene la cabeza sujeta entre las rodillas, como si fuera un coco enorme y maduro. ¿Algo?, digo yo. No, qué va. La agarro por el bíceps y me la llevo al dormitorio. Ella se deja caer contra la puerta del armario. Pensé que a lo mejor te apetecería comer algo, le digo.
Ya he comido. ¿Tienes tabaco?
Le doy un paquete sin empezar. Ella lo sostiene entre los dedos, intentando decidir si debería fumarse unos cuantos cigarros o vender el paquete a quien sea.
Te puedo dar otro, le digo, y ella me pregunta por qué tengo que ser tan mamón.
Era una oferta.
A mí no me ofrezcas nada con ese tono de voz.
Tómatelo con calma, nena.
Nos fumamos un par; ella resopla al exhalar el humo y yo cierro las persianas de plástico. A veces llevo algún condón encima, pero no siempre es así, y aunque ella me diga que no lo ha hecho con nadie más yo prefiero no engañarme. ¿Qué ostias estáis haciendo?, grita Harry. Pero no toca la puerta, ni siquiera llama con los nudillos. Luego, mientras ella me saca las espinillas de la espalda y los demás se han puesto a charlar en la otra habitación, me sorprende qué mal me siento, qué ganas tengo de soltarle un puñetazo en toda la cara.
No siempre la encuentro; suele pasar mucho tiempo en la Hacienda, con el resto de sus amigos bien jodidos. Encuentro puertas sin cerrar y migas de Doritos, tal vez un retrete en el que alguien no ha tirado de la cadena. Siempre hay vómitos, en un armario o contra las paredes. Otras veces, los tíos dejan un zurullo de recuerdo en el suelo del cuarto de estar; he aprendido a no moverme hasta que la vista se me acostumbre a la penumbra. Voy de un cuarto a otro con una mano extendida, con la esperanza de que quizá esta vez palpe su cara tan suave con los dedos en vez de tropezar contra otra puta pared. Una vez me ocurrió de veras, hace mucho tiempo.
Los apartamentos son siempre iguales, nunca encierran sorpresas. Me lavo las manos en el fregadero, me las seco en las paredes y salgo por piernas.
Esquina
Tú mira cualquier cosa durante el tiempo suficiente, que te convertirás en todo un experto. Averigua cómo vive, de qué se alimenta. Esta noche, la esquina está fría y en realidad no sucede nada. Oyes rebotar los dados contra el bordillo de la acera, y todas las furgonetas y los destartalados coches de mierda que entran desde la autopista se anuncian con un bajo atronador.
La esquina es donde fumas, comes, follas, donde juegas al selo. Partidas de selo como no has visto en tu vida. Conozco a hermanos que levantan doscientos o trescientos cada noche jugando a los dados. Siempre hay alguien que pierde una burrada. Pero con eso hay que andar con cuidado. Nunca sabrás quién va a perder, quién va a volver con una automática o con un machete en busca de un desquite. Sigo el consejo de Cut y me dedico a trapichear bien y tranquilo, sin darme tono, sin hablar más de la cuenta. Voy de suave con todo el mundo, y cuando aparece la peña siempre me dan una palmada, o un golpe con el hombro contra el mío, o me preguntan qué tal todo. Cut habla con su chica, le tira de su larga melena, enreda con su hijo pequeño, pero siempre anda al loro, no sea que aparezca la gandula, y mira en derredor como si barriese toda la zona.
Estamos todos bajo la intensa luz de las farolas, de ésa que da un color de meados revenidos a todo hijo de vecino. Cuando tenga cincuenta tacos, así recordaré a mis amigos: cansados, amarillentos, colocados. También ha venido Eggie. Se ha hecho un cardado a lo afro y con su cabezota y su cuello delgado parece de lo más ridículo. Esta noche lleva un colocón de espanto. Antes de que la chica de Cut se hiciera cargo, él era el que llevaba el arma de Cut, pero en el fondo era un gilipollas y un irresponsable, no hacía más que darse tono y enseñársela a cualquiera, aparte de decir unas tonterías increíbles. Está discutiendo con los tigres por alguna bobada; cuando no recula, me doy cuenta de que nadie está a gusto con él. La esquina está bien caliente, así que meneo la cabeza. Nelo, el negraco con el que Eggie estaba hablando de bobadas, ha tenido más PTI que multas de tráfico hemos coleccionado cualquiera de nosotros. No estoy de humor para aguantar toda esta mierda.
A Cut le pregunto si quiere hamburguesas, y el hijo de su chica se acerca corriendo y me dice que para él sean dos.
Vuelve deprisa, dice Cut en plan de traficante. Intenta pasarme un puñado de billetes pero me río y le digo que corre de mi cuenta.
El Pathfinder está aparcado ahí cerca, sucio de barro, pero grato de conducir. No tengo prisa; salgo por detrás de los apartamentos y tomo la carretera que lleva al basurero. Ése era el sitio al que íbamos cuando éramos más jóvenes, allí encendíamos hogueras que a veces no lográbamos apagar. Sigue habiendo trechos renegridos junto a la cuneta. Todo lo que veo a la luz de los faros —la pila de neumáticos viejos, los letreros, las chabolas— tiene un recuerdo grabado a cuchillo. Allí fue donde disparé mi primer arma de fuego. Allí guardábamos nuestras revistas porno. Allí besé por primera vez a una chica.
Llego tarde al restaurante; las luces están apagadas, pero conozco a la chica que atiende y me deja entrar. Es tirando a gorda, pero tiene una cara bonita, me hace pensar en aquella vez que nos besamos, cuando le metí mano en los pantalones y le palpé la compresa. Le pregunto por su madre y me dice que vaya, normal. ¿Su hermano? Sigue en Virginia con la marina. No dejes que se convierta en un pato. Se echa a reír y tira de la placa con su nombre que lleva colgada del cuello. Cualquier mujer que se ría así nunca tendrá el menor problema para echarse novios. Se lo digo y me parece que le doy un poco de miedo. Me da lo que tiene en el expositor y no me cobra nada, y cuando vuelvo a la esquina Eggie se ha quedado traspuesto, frío, tirado en la hierba. Hay dos chavales algo mayores que están a su alrededor, le están meando en la cara. Venga, Eggie, abre esa bocaza que tienes, que te vamos a dar de cenar. Cut se está riendo tanto que ni siquiera me habla, y no es el único. Los hermanos se parten por el eje de la risa, y algunos agarran a los críos del cogote, como si fueran a estamparlos contra el bordillo de la acera. Yo al crío le doy sus hamburguesas y se esconde entre dos arbustos, en un sitio donde nadie lo molestará. Se acuclilla y desdobla el papel aceitoso, con cuidado de no mancharse la chupa. ¿Por qué no me das un pedazo?, le dice una de las chicas.
Porque tengo hambre, dice él a la vez que da un buen mordisco a la hamburguesa.
Lucero
Le habría llamado igual que tú, dijo ella. Dobló mi camisa y la dejó sobre la encimera de la cocina. No hay nada en el apartamento, sólo nosotros dos desnudos, algo de cerveza y media pizza fría y grasienta. Llevas nombre de estrella.
Esto fue antes de que yo supiera lo del crío. Siguió hablando así un buen rato, hasta que le pregunté de qué pollas estaba hablando.
Recogió la camisa y la volvió a doblar, dándole palmaditas, como si le hubiera costado un grandísimo esfuerzo. Te estoy diciendo algo que te importa, algo que tiene que ver conmigo. Y tú deberías prestar atención.
Yo podría salvarte
La encuentro fuera del Quick Check, toda acalorada por culpa de la fiebre. Tiene ganas de ir a la Hacienda, pero no quiere ir sola. Venga, me dice a la vez que me pone la mano sobre el hombro.
¿Te encuentras bien?
No jodas. Sólo quería estar con alguien.
Sé que debería marcharme a casa. Los polis hacen una redada en la Hacienda al menos dos veces al año, como si estuvieran de vacaciones. Hoy podría ser mi día de suerte. Hoy podría ser nuestro día de suerte.
No tienes que entrar conmigo. Pero quédate un rato.
Si hay algo que por dentro me dice no, ¿por qué le digo que sí, que claro?
Caminamos hasta la Ruta 9 y esperamos a que se despeje. Los coches zumban al pasar y un Pontiac nuevecito gira hacia nosotros para darnos un susto. La luz de las farolas le acaricia el techo, pero estamos tan puestos que no nos acojonamos. El que conduce es rubio y se ríe, pero nosotros le sacamos el dedo corazón. Miramos los coches pasar; allá arriba, el cielo se ha puesto de color calabaza. Hace diez días que no la veo, pero está bien, con el pelo bien peinado, como si hubiera vuelto a clase o algo parecido. Mi madre se va a casar, me dice.
¿Con el menda de los radiadores?
No, con otro. Es dueño de un lavacoches.
Pues qué bien. Para tener la edad que tiene, es una mujer con suerte.
¿Quieres venir conmigo a la boda?
Me quito el cigarro de la boca. ¿Por qué será que no me imagino con ella en semejante sitio? Ella se metería en el baño a fumar y yo le pasaría algo al novio. No sé, no tengo experiencia en eso.
Mi madre me ha enviado plata para un vestido.
¿Aún la tienes?
Claro que la tengo. Parece que está dolida, y lo dice como si lo estuviera, así que la beso. Puede que a la semana siguiente vaya a mirar vestidos, dice. Quiero encontrar uno que me siente de maravilla, que me quede de cine.
Seguimos por una carretera para vehículos de servicio, en donde las botellas de cerveza crecen de las malas hierbas como si fueran amapolas. La Hacienda está al pasar esa carretera, una casa con azulejos anaranjados en el tejado y estuco amarillo en las paredes. Los tablones que cierran las ventanas están tan sueltos como la dentadura de un viejo, los arbustos que hay a la entrada son grandones y revueltos como los peinados afro del instituto. Cuando la poli la pilló aquí mismo el año pasado, ella les dijo que me estaba buscando a mí, pues íbamos a ir juntos al cine. Yo estaba a más de veinte kilómetros del lugar. Aquellos cerdos tuvieron que partirse el culo de la risa. Una película. Pues claro, ¿cómo no? Cuando le preguntaron a cuál pensaba ir, no supo dar el título de una sola.
Quiero que me esperes ahí fuera, dice ella.
Por mí no hay problema. La Hacienda no es mi territorio.
Aurora se pasa un dedo por la barbilla. No te vayas a largar…
Tú date prisa.
Vale. Se mete las manos en la cazadora color púrpura.
No tardes, Aurora.
Sólo tengo que hablar con una persona, dice, y yo pienso en lo fácil que le sería darse la vuelta y decir oye, vámonos a casa. La rodearía con el brazo y no la soltaría durante unos cincuenta años, o puede que no la soltase nunca. Sé de gente que se va así por la cara, tal cual, que un buen día se levantan por la mañana con mal aliento y dicen ya está bien, se acabó. Estoy hasta los huevos. Ella me sonríe y se va corriendo hasta la vuelta de la esquina; el pelo le rebota en la base del cuello. Yo me convierto en una sombra, bien pegado a la maleza, y oigo los Dodges y los Chevrolets que aparcan ahí al lado, o la gente que viene patinando con las manos en los bolsillos. Lo oigo todo. Oigo cómo resuena una cadena de bicicleta, o una tele que se enciende en uno de los apartamentos cercanos y que embute diez voces distintas en una sola habitación. Al cabo de una hora, el tráfico de la Ruta 9 ha disminuido: se oye a los coches que arrancan en el semáforo de Ernston. Todo el mundo ha oído hablar de este sitio, la gente viene desde todas partes.
Estoy sudando. Bajo por la carretera de servicio y vuelvo. Venga, me digo. Un atontado de mierda con un chándal verde sale corriendo de la Hacienda, con el pelo repeinado como si fuera una llamarada entrecana. Tiene tipo de abuelo, uno de ésos que te montan el número por escupir en la acera. Viene sonriendo de esa forma que… Con una sonrisa amplia, anchísima, una sonrisa de comemierda. Lo sé todo sobre las bobadas que se dan en estos establecimientos, los culos que se venden, las bestialidades que se hacen.
Eh, le digo: cuando me ve, bajito, moreno, infeliz, aprieta a correr más deprisa. Sale zumbando hacia su coche. Eh, ven acá, le digo. Me acerco a él despacio, con la mano por delante, como si estuviera armado. Sólo quiero hacerte una pregunta. Él se tira al suelo con las manos bien separadas y los dedos abiertos, las manos como estrellas de mar. Le piso en el tobillo, pero todavía no pega un grito. Tiene los ojos cerrados y respira por la nariz. Aprieto con fuerza, pero él no dice ni pío.
Mientras estabas fuera
Desde el reformatorio me envió tres cartas, aunque ninguna de ellas fue gran cosa, tres folios llenos de chorradas. Hablaba de la comida, de lo ásperas que eran las sábanas, de que se despertaba hecha polvo todas las mañanas, igual que si fuera invierno. Va para tres meses y no me ha bajado la regla. El médico dice que debe de ser de los nervios. Ya, de acuerdo. Te contaría lo de las otras chicas (hay montones de cosas que contar), sólo que esas cartas las rompen en pedazos. Ojalá que te vaya bonito. No pienses mal de mí. Y no dejes que nadie venda a mis perros.
Su tía Fresa retuvo las primeras cartas durante un par de semanas antes de pasármelas sin abrir. Tú sólo dime si está bien o si no, dijo Fresa. Eso es todo lo que quiero saber.
A mí me da que está bien.
Perfecto. No me cuentes nada más.
Al menos, debería escribirle…
Ella me puso las manos en los hombros y me habló al oído. Escríbele tú.
Le escribí, pero ya no sé qué le dije, quitando que los polis habían venido buscando a su vecino por haber robado el coche de no sé quién, y que las gaviotas se estaban cagando encima de todo. Después de la segunda carta ya no le escribí nada más, y tampoco me pareció ni medio mal. Tenía un montón de cosas en qué ocuparme.
Ella volvió por septiembre; para entonces ya teníamos el Pathfinder en el aparcamiento y una Zenith nueva en el cuarto de estar. Aléjate de ella, dijo Cut. La suerte no suele ir a mejor por ahí.
No te apures, le dije. Ya sabes que tengo una voluntad de hierro.
Las que son como ella tienen una personalidad que causa adicción. No querrás que te pase a ti, ¿verdad?
Pasamos todo un fin de semana sin vernos, pero el lunes volvía yo a casa, después de comprar unos cartones de leche en el Pathmark, cuando oí que alguien me llamaba: eh, macho. Me di la vuelta y allí estaba, con sus perros. Llevaba un jersey negro, unos leggings negros y unas viejas deportivas negras. Supuse que saldría hecha un desastre, pero en el fondo sólo estaba algo más delgada, incapaz de estarse quieta, con la cara y las manos agitadas, igual que los niños que te toca vigilar.
¿Cómo estás?, le pregunté varias veces, y ella sólo dijo que la abrazara. Echamos a caminar, y cuanto más caminábamos, más deprisa íbamos.
Házmelo así, dijo. Quiero sentir tus dedos en mi piel.
En el cuello tenía varias magulladuras del tamaño de una boca. No te preocupes, que no son contagiosas.
Se te notan los huesos.
Se echó a reír. Yo también me los noto.
Si hubiera tenido dos dedos de frente, habría hecho lo que me dijo Cut. Mandarla a la mierda. Cuando le dije que estábamos enamorados, él se echó a reír. Soy el rey de las bobadas, dijo, y me acabas de tirar una bien gorda a la cara, amigo.
Encontramos un apartamento vacío cerca de la autopista, dejamos la leche y los perros a la entrada. Ya se sabe qué pasa cuando uno vuelve con una chica a la que amó. Me sentó mejor que nunca, mejor incluso de lo que nunca me podría sentar. Después, ella se puso a dibujar en las paredes con su barra de labios y su esmalte de uñas: monigotes y monigotas dándose el lote.
¿Qué se sentía allá encerrada?, le pregunté. Cut y yo pasamos por allí una noche, y la verdad es que tenía muy mala pinta. Estuvimos tocando la bocina un buen rato, pensamos que a lo mejor nos oirías.
Ella se sentó a mirarme. Me lanzó una mirada heladora.
Fue una simple suposición.
Me pegué con un par de chavalas. Eran idiotas, les di una buena paliza, pero fue un gran error. Los de personal me metieron once días enteros en el cuarto del silencio. Bueno, fueron once días la primera vez, catorce la segunda. Y a esa mierda no hay quien se acostumbre, te lo digo yo. Miró sus dibujos. Allí dentro me inventé toda una vida nueva. Tendrías que haberlo visto. Allí dentro tú y yo teníamos hijos, una casa enorme, azul, aficiones distintas, todo el montaje.
Me pasó las uñas por el costado. En menos de una semana me lo volvería a pedir, me lo suplicaría en realidad, me hablaría de todas las maravillas que haríamos los dos juntos después, y al cabo de un rato yo le soltaría un sopapo en toda la oreja, por donde le manaría la sangre como un gusano, aunque allí, en aquel apartamento, los dos parecíamos gente corriente, como si ¿quién sabe?, como si todo fuera de cine.