FIESTA, 1980

La hermana pequeña de mami, mi tía Yrma, por fin llegó a Estados Unidos durante aquel año. Ella y tío Miguel encontraron un apartamento en el Bronx, cerca de Grand Concourse, y todo el mundo decidió que teníamos que dar una fiesta. En realidad lo decidió mi padre, aunque todos los demás —quiero decir mami, tía Yrma, tío Miguel y sus vecinos— estuvieron de acuerdo en que era una idea estupenda. El día de la fiesta, por la tarde, papi volvió del trabajo a eso de las seis. Justo a tiempo. Todos nos habíamos arreglado para entonces, cosa que fue un gran acierto por nuestra parte. Si papi hubiera llegado y nos hubiera descubierto haciendo el vago, todavía en ropa de casa, se habría mosqueado con nosotros muy en serio.

No dijo nada a nadie, ni siquiera a mi madre. Pasó por delante de ella, la detuvo con la mano cuando ella intentó decirle algo y se encaminó derecho hacia la ducha. Rafa me advirtió con una de sus miradas que no me metiera y yo le miré para que se diera cuenta de que lo había entendido. Los dos sabíamos que papi había estado con la portorriqueña que veía por entonces, y supimos que quería lavarse cuanto antes para que no le quedara ni rastro de la aventura.

Aquel día mami estaba muy bien. Desde que vivía en Estados Unidos había ganado peso: ya no era la misma flaca que cuando llegó tres años antes. Se había cortado el pelo, lo llevaba corto, y lucía toneladas de bisutería que a ella no le sentaban nada mal. Olía tal como ella era, como el viento al atravesar una arboleda. Siempre esperaba hasta el último minuto antes de ponerse el perfume, porque decía que era una bobada ponerse perfume temprano y tener que ponerse perfume otra vez de camino a la fiesta.

Nosotros —me refiero a mi hermano, mi hermana pequeña, mami y yo— esperamos a que papi terminara de ducharse. Mami parecía angustiada, aunque de forma tan desapasionada como siempre. Con las manos se ajustaba la hebilla del cinturón sin cesar. Por la mañana, cuando nos despertó para ir a la escuela, mami nos dijo que tenía ganas de pasarlo bien en la fiesta. Tengo ganas de bailar, dijo, aunque ahora que el sol se iba escurriendo en el cielo tal como se escurre un escupitajo en una pared, parecía dispuesta a terminar cuanto antes con aquello.

Rafa tampoco tenía demasiadas ganas de ir a la fiesta, y yo nunca tuve muchas ganas de ir a ninguna parte con mi familia. En el aparcamiento, los chicos estaban jugando al béisbol. Oíamos a nuestros amigos gritarse ¡eh! y ¡cabrón! unos a otros. Oíamos el rebotar de la pelota contra los coches, el estrépito del bate de aluminio al caer contra el cemento. No es que ni Rafa ni yo fuéramos grandes aficionados al béisbol: nos gustaba tan sólo jugar con los chicos del barrio, ganarles a los demás en cualquier juego. Por el tono de los gritos nos dimos cuenta de que el marcador estaba muy ajustado, de que cualquiera de los dos podríamos haber inclinado la balanza a nuestro favor. Rafa frunció el ceño, y cuando yo hice lo mismo esgrimió el puño en alto. No se te ocurra copiarme lo que hago, dijo.

No se te ocurra copiarme lo que hago, dije yo.

Me dio un golpe. Se lo habría devuelto, sólo que papi entró en el cuarto de estar con la toalla enrollada a la cintura; así parecía mucho más pequeño que cuando iba vestido. Tenía el vello disperso alrededor de los pezones y una expresión de malhumor, con la boca cerrada, como si se acabara de escaldar la lengua o algo parecido.

¿Han comido?, le preguntó a mami.

Ella asintió. Te he preparado algo.

No le habrás dejado comer, ¿verdad que no?

Ay, Dios mío, dijo ella a la vez que dejaba caer ambos brazos pegados a los costados.

En teoría, yo nunca debía comer nada antes de hacer un viaje en coche. Antes, cuando nos sirvió el arroz, los fríjoles y los plátanos dulces, ¿alguien adivina quién fue el primero en limpiar el plato? A mami nadie podría echarle la culpa, las cosas como son: había estado muy ocupada en cocinar, arreglarse, vestir a mi hermana Madai. Tendría que haberle recordado que no me diera nada de comer, pero yo no era ese tipo de hijo.

Papi se volvió haca mí. Coño, muchacho. ¿Por qué has comido?

Rafa había empezado a alejarse paso a paso de mí. Una vez le dije que lo consideraba un gallina, un mierda de la leche por quitarse de en medio cada vez que papi me iba a soltar un soplamocos.

Daños colaterales, había dicho Rafa. ¿Has oído hablar de eso?

No.

Pues búscalo y verás.

Fuera o no un gallina, no me atreví a mirarlo. Papi era un hombre chapado a la antigua: contaba con que le dedicaras toda tu atención cuando te iba a soltar un rapapolvo. Tampoco podías mirarlo a los ojos: eso no estaba permitido. Lo mejor era mirarle al ombligo, que lo tenía perfectamente redondo, inmaculado. Papi me dio un tirón de orejas para ponerme de pie.

Como se te ocurra devolver…

Que no, que no lo haré, grité yo con lágrimas en los ojos, más por puro reflejo que por dolor.

Ya, Ramón, ya. Él no tiene la culpa, dijo mami.

Saben lo de la fiesta hace tiempo. ¿Cómo pensaban que íbamos a ir allí? ¿En avión?

Por fin me soltó la oreja y yo me volví a sentar. Madai estaba tan asustada que no abrió los ojos. Al estar con papi durante toda su vida, se había convertido en una miedica de marca mayor. Cada vez que papi levantaba la voz, a ella le temblaban los labios como si fueran una especie de diapasón cuidadosamente afinado. Rafa fingió que tenía que sacarse las mentiras de los nudillos, y cuando le di un empujón me lanzó una de sus miradas para decirme que no empezara. Sin embargo, ese pequeño reconocimiento ya me hizo sentirme mejor.

Yo era el que siempre tenía follones con mi padre. Cabrearle, hacer lo que más le jodía, era el deber que Dios me había dado a mí en especial. Nuestros agarrones a mí no me fastidiaban demasiado. Yo aún quería que me quisiera, cosa que nunca me pareció extraña o contradictoria hasta muchos años después, cuando él ya había salido de nuestras vidas.

Cuando dejó de escocerme la oreja, papi ya estaba vestido y mami nos hacía a los dos la señal de la cruz con toda solemnidad, como si fuéramos de camino a la guerra. Nosotros le dijimos Bendición, mami, y ella nos persignó a la vez que decía que Dios te bendiga.

De esa forma empezaban todos nuestros viajes, con esas palabras que me perseguían cada vez que yo salía de la casa.

Ninguno de nosotros dijo nada hasta que estuvimos dentro de la furgoneta Volkswagen de papi. Estaba nuevecita, era de color lima limón, la había comprado para impresionar a todo hijo de vecino. Nosotros desde luego que estábamos impresionados, aunque yo vomitaba cada vez que iba dentro de la Volkswagen a más de cuarenta kilómetros por hora. Aquella furgoneta era mi perdición. Mami sospechaba que era por culpa de la tapicería. A su manera de ver, las cosas norteamericanas —los electrodomésticos, la pasta de dientes, las tapicerías más graciosas— parecían tener algo intrínsecamente malo. Papi tenía mucho cuidado a la hora de llevarme a donde fuera en su Volkswagen, pero cuando no le quedaba más remedio que llevarme iba siempre delante, en el asiento de mami, para que pudiera vomitar por la ventanilla.

¿Cómo te sientes?, me preguntó mami desde atrás cuando papi enfiló la autopista. Me había colocado la mano en la nuca. Una de las cualidades de mami era que nunca le sudaban las palmas de las manos.

Estoy bien, dije a la vez que mantenía la vista fija al frente. No quería cruzar la mirada con papi ni por asomo. Tenía una mirada furiosa y penetrante, que siempre me dejaba dolido.

Toma. Mami me dio cuatro caramelos de menta. Había arrojado tres por la ventanilla al emprender el viaje, una ofrenda a Eshú. Los demás eran para mí.

Me metí uno en la boca y lo chupé despacio, apretándolo con la lengua contra los dientes. Dejamos atrás el aeropuerto de Newark sin incidentes. Si Madai hubiera estado despierta, habría llorado al ver volar los aviones tan cerca de los coches.

¿Cómo se encuentra?, preguntó papi.

Bien, dije yo. Miré de reojo a Rafa, y él hizo como que no me había visto. Así era él, lo mismo en casa que en la escuela. Cada vez que yo estaba en aprietos, él no me conocía. Madai estaba dormida como un tronco, pero incluso con la cara arrugada, babeando, estaba preciosa, con el pelo separado en mechones.

Me volví y me concentré en el caramelo. Papi incluso hizo el chiste de que aquella noche a lo mejor no tendríamos que limpiar la furgoneta. Empezaba a relajarse, ya no miraba su reloj cada dos por tres. Quizá estuviera pensando en la portorriqueña, quizá iba contento de que estuviéramos todos juntos. Imposible saberlo. En el peaje, estaba de tan buen humor que incluso bajó de la furgoneta para ver si había alguna moneda suelta que hubiera caído fuera de la cesta. Eso lo había hecho una vez para hacerle gracia a Madai, pero ya se había convertido en un hábito. Tras nosotros, los coches hicieron sonar las bocinas. Yo me encogí en el asiento. A Rafa le dio igual: dedicó una sonrisa y un saludo a los coches de atrás. En realidad, su labor era comprobar que no venía la policía. Mami despertó a Madai, y en cuanto vio a papi agacharse en busca de monedas de cuarto de dólar soltó un gritito de alborozo tan agudo que por poco me levantó la tapa de la sesera.

Ahí terminó la bonanza. Nada más pasar el puente de Washington empecé a sentirme mareado. El olor de la tapicería se me metió en la cabeza, me encontré con la boca llena de saliva. Mami tensó la mano en el hombro, y cuando miró de reojo a papi él puso su gesto de siempre: de ninguna manera. Ni se te ocurra.

La primera vez que me puse malo en la furgoneta fue cuando papi me llevaba a la biblioteca. Rafa iba con nosotros, y casi no pudo creerse que yo hubiera vomitado. Yo tenía fama por tener un estómago de acero. Una infancia pasada en el tercer mundo te aporta al menos eso. Papi se puso tan preocupado que en cuanto Rafa dejó los libros prestados volvimos corriendo a casa. Mami me preparó una de sus pociones de miel con cebolla, y al tomármela me sentí mucho mejor. Una semana más tarde de nuevo probamos suerte con la biblioteca, sólo que en ese viaje no pude bajar la ventanilla a tiempo. Cuando papi me devolvió a casa, salió a limpiar la furgoneta él solo con gesto de asco. Fue digno de tenerse en cuenta, ya que papi nunca limpiaba nada él solo. Al volver dentro me encontró sentado en el sofá, mareado y a morir.

Es el coche, le dijo a mami. El coche le pone enfermo.

Esta vez los perjuicios fueron mínimos: papi podría limpiar la puerta con un simple manguerazo. Sin embargo, estaba bien jodido. Me dio un golpe con el dedo tieso en la mejilla. Así era en sus castigos: como poco, imaginativo. A comienzos de aquel año, yo había escrito una redacción para la escuela titulada «Mi padre, el torturador», pero la profesora me obligó a escribir una distinta. Se pensó que estaba de broma.

Seguimos el resto del viaje al Bronx en silencio. Sólo nos paramos una vez, para que pudiera cepillarme los dientes. Mami había llevado mi cepillo y la pasta dentífrica, y mientras todos los coches de la humanidad pasaban a todo correr ella permaneció conmigo fuera del coche, para que no me sintiera solo.

Tío Miguel medía unos dos metros de altura y llevaba el pelo peinado hacia atrás, cardado en una especie de peinado semi-afro. A mí y a Rafa nos dio grandes abrazos, capaces de partirnos el hígado, mientras que a mami le dio un beso y terminó con Madai encaramada a los hombros. La última vez que vi al tío fue en el aeropuerto, el día en que llegó a Estados Unidos. Me acordaba de que no pareció importarle nada verse en otro país distinto.

Me miró despacio. Carajo, Yúnior. ¡Estás horrible!

Es que ha devuelto, explicó mi hermano.

Le di a Rafa un empujón. Gracias, cara culo.

Eh, dijo él. El tío lo ha preguntado.

El tío me dio una palmada de albañil en el hombro. Todos nos mareamos algunas veces, dijo. Tendrías que haberme visto en el avión, cuando veníamos aquí. ¡Dios mío! Puso en blanco sus ojos de aire asiático para subrayar el énfasis de la frase. Creí que todos íbamos a morir.

Cualquiera se habría dado cuenta de que estaba mintiendo. Yo sonreí como si hubiera conseguido hacerme sentir mejor.

¿Quieres que te traiga algo de beber?, preguntó el tío. Tenemos cerveza, tenemos ron.

Miguel, dijo mami. Aún es muy joven.

¿Joven? Allá en Santo Domingo ya estaría acostándose con chicas.

Mami esbozó una sonrisa que sin duda le costó trabajo.

Vaya, es verdad, dijo el tío.

Bueno, mami. ¿Cuándo podré ir de visita a la República Dominicana?

Yúnior, ya está bien.

Será el único polvo que eches en tu vida, me dijo Rafa en inglés.

Sin contar el que le eche a tu novia, claro.

Rafa sonrió. Ésa tuvo que reconocer que era buena.

Papi vino después de aparcar la furgoneta. Le dio a tío Miguel, y él a papi, uno de esos apretones de manos que a mí me habrían convertido los dedos en pan de molde.

Coño, compa’i, ¿cómo va todo?, se dijeron uno al otro.

Tía salió entonces con el delantal puesto y con unas uñas postizas que seguramente eran las más largas que había visto en mi vida. Por lo visto, en el Libro Guiness de los Récords salía un hijoputa de gurú que las tenía aún más largas, pero en serio que le andaría muy cerca. Dio besos a todo el mundo, nos dijo a Rafa y a mí qué guapos estábamos —Rafa, por supuesto, se lo creyó—, le dijo a Madai qué bella estaba, y cuando saludó a papi se quedó un poco helada, como si le hubiera visto quizás una avispa en la punta de la nariz, pero a pesar de todo le dio un beso.

Mami nos dijo que fuéramos adonde estaban los demás niños, al cuarto de estar. Tío dijo espera un momento, quiero que veáis el apartamento. Me alegré de que tía dijera un momento, un momento, porque por lo que yo había visto hasta ese momento, el sitio estaba amueblado en plan de «gran horterada dominicana contemporánea». Cuanto menos viera, mejor. O sea, a mí me gustan las fundas de plástico en los sofás, pero qué leches, tío y tía habían llegado a un nivel diferente. Habían colgado una bola de discoteca forrada de espejitos en el techo del cuarto de estar, que era de ese tipo de estucado que recuerda las estalactitas. En los bordes de todos los sofás colgaban lentejuelas doradas. Tía salió de la cocina acompañada de unas personas que yo no conocía de nada; cuando terminó de hacer las presentaciones, sólo se llevó a papi y a mami a realizar la visita completa del apartamento, cuatro habitaciones en un tercer piso. Rafa y yo nos fuimos con el resto de los niños al cuarto de estar. Ya habían empezado a comer. Teníamos hambre, explicó una de las niñas con un pastelito en la mano. El niño tendría unos tres años menos que yo, pero la niña que me habló, Leti, era de mi edad. Estaba en el sofá con otra niña, las dos más guapas que ninguna.

Leti hizo las presentaciones: el niño era su hermano Wilquins, la otra niña era su vecina Mari. Leti tenía unas tetas muy considerables, y me di cuenta de que mi hermano se iba a tirar por ella. En cuestión de chicas, tenía un gusto de lo más predecible. Se sentó exactamente entre Leti y Mari, y por la forma en que ellas lo miraban me di cuenta de que la jugada le iba a salir a pedir de boca. A mí las chicas sólo me miraron de arriba abajo, cosa que no me causó el menor problema. Desde luego que me gustaban las chicas, pero tenía un miedo tan tremendo que no iba a abrir la boca a menos que discutiéramos, a menos que las llamara estúpidas, que aquel año era una de mis palabras preferidas. Me volví hacia Wilquins y le pregunté qué se podía hacer por allí. Mari, que tenía la voz más baja que yo había oído nunca, me dijo que no podía hablar.

¿Qué quieres decir?

Que es mudo.

Miré a Wilquins con incredulidad. Sonrió y asintió como si acabara de ganar un premio o algo parecido.

¿Y me entiende?, pregunté.

Pues claro que te entiende, dijo Rafa. No es idiota.

Supe que Rafa lo había dicho sólo por ganar puntos delante de las chicas. Las dos asintieron con un gesto. Mari, la de la voz baja, dijo que era el mejor alumno de su clase.

Pensé que eso no estaba mal para ser mudo y me senté al lado de Wilquins. Al cabo de dos segundos de televisión, Wilquins sacó una bolsa con fichas de dominó y me hizo una seña. ¿Tenía ganas de jugar? Desde luego. Él y yo jugamos contra Rafa y Leti y les ganamos dos veces seguidas, cosa que puso a Rafa de muy mala leche. Me miró como si tuviera ganas de soltarme un sopapo, sólo uno, más que nada para sentirse mejor. Leti no dejó de decirle cosas al oído, para asegurarle a Rafa que no pasaba nada.

En la cocina oí las voces de mis padres: cada uno iba por su camino de costumbre. La voz de papi era altisonante, como si anduviera con ganas de discutir; no era necesario estar cerca de él para entender de qué pie cojeaba. Con mami había que hacerse bocina en los oídos para oírla. Entré en la cocina unas cuantas veces, una para que los tíos admirasen qué cantidad de idioteces había sido yo capaz de meterme en la cabeza a lo largo de los últimos años, otra para que me dieran un vaso de soda bien grande, como un cubo. Mami y tía estaban friendo tostones y los últimos pastelitos. Parecía más contenta, y por la forma en que las dos cocinaban la cena cualquiera hubiese dicho que ella tenía otra vida en otra parte, una vida en la que hacía cosas preciosas, poco corrientes. De vez en cuando daba un leve codazo a tía, como si fuera algo que las dos llevaran haciendo durante toda la vida. Nada más verme, mami me lanzó una de sus miradas. No te quedes ahí parado, me decían sus ojos. No vayas a enfadar a tu viejo.

Papi estaba tan ocupado hablando de Elvis que no se fijó en mí. Luego, alguien mencionó a María Montez, y papi ladró: ¿María Montez? Ya te voy a hablar yo de María Montez, compa’i.

Puede ser que yo estuviera acostumbrado. Su voz, más tonante que la de los demás adultos, no me inquietaba para nada, aunque el resto de los niños sí se removía con inquietud en sus asientos. Wilquins estaba a punto de subir el volumen de la tele, pero Rafa le dijo yo que tú no lo haría. El mudito tenía un par de huevos. Subió el volumen y volvió a su sitio. El padre de Wilquins entró en el cuarto de estar un momento después, con una botella de Presidente en la mano. Ese menda debía de tener una percepción extrasensorial tipo Spiderman. ¿Has subido tú el volumen?, le preguntó a Wilquins, y Wilquins asintió.

¿Estás en tu casa?, le preguntó su padre. Parecía a punto de soltarle una bofetada por bobo, pero Wilquins bajó el volumen.

¿Lo ves?, dijo Rafa. Por poco te cae una buena.

Conocí a la portorriqueña justo después de que papi comprase la furgoneta. Me sacaba a dar una vuelta de vez en cuando, más que nada por ver si podía curarme mis vomitonas. La verdad es que no funcionaba, pero a mí me gustaban aquellos paseos por más que al final de todos ellos estuviera mareado. Eran las únicas ocasiones en que papi y yo hacíamos algo juntos. Cuando estábamos a solas me trataba mucho mejor, como si quizá fuera hijo suyo o algo parecido.

Antes de cada paseo, mami me persignaba.

Bendición, mami, decía yo.

Ella me daba un beso en la frente. Que Dios te bendiga. Y luego me daba un puñado de caramelos de menta, porque deseaba que me encontrase bien. Mami no pensaba que aquellas excursiones me fueran a curar de nada, pero la única vez que se lo dijo a papi éste le contestó que cerrase el pico, que qué leches sabía ella.

Papi y yo tampoco hablábamos gran cosa. Simplemente circulábamos por el barrio. A ratos me preguntaba qué tal.

Yo asentía, al margen de cómo me sintiera.

Un día me mareé nada más salir de Perth Amboy. En vez de llevarme a casa tomó la dirección contraria y enfiló por Industrial Avenue, para detenerse minutos más tarde delante de una casa de color azul claro que yo no reconocí. Me recordaba los huevos de Pascua que coloreábamos en la escuela y después tirábamos a los coches por la ventanilla del autobús.

La portorriqueña estaba allí: me ayudó a limpiarme. Tenía las manos secas como el papel, y cuando me frotó el pecho con la toalla lo hizo con fuerza, como si yo fuera un parachoques al que pretendiera sacar brillo. Era muy delgada y tenía una mata de pelo castaño, la cara estrecha y los ojos negros y penetrantes.

Es guapo, le dijo a papi.

Pero no cuando vomita, dijo papi.

¿Cómo te llamas?, me dijo. ¿Tú eres Rafa?

Negué con la cabeza.

Entonces eres Yúnior, ¿no?

Asentí.

Tú eres el listo, dijo como si de pronto estuviera muy contenta. ¿Te apetece ver los libros que tengo?

No eran suyos. Los reconocí y supuse que mi padre debía de haberlos dejado en su casa. Papi era un lector voraz: no sabía salir de casa, ni siquiera a engañar a su mujer, sin llevar un libro en el bolsillo.

¿Por qué no te sientas un rato a ver la tele?, sugirió papi. La estaba mirando como si ella fuera el último trozo de pollo que quedara en la tierra.

Tenemos un montón de canales, dijo ella. Si quieres, puedes usar el mando a distancia.

Los dos subieron al piso de arriba. Yo estaba tan asustado por lo que estaba ocurriendo que no me atreví a curiosear. Me quedé allí sentado, avergonzado, convencido de que algo enorme, algo atroz iba a desplomarse sobre nuestras cabezas. Estuve viendo las noticias durante una hora entera, hasta que papi bajó al salón y dijo vámonos.

Unas dos horas más tarde, las mujeres sacaron la cena y, como siempre, sólo los niños les dimos las gracias. Debía de ser una tradición dominicana o algo parecido. Hicieron todos los platos que a mí me gustaban —chicharrones, pollo frito, tostones, sancocho, arroz, queso frito, yuca, aguacate, ensalada de patata, un trozo de pernil del tamaño de un meteorito e incluso una ensalada mixta que no me habría importado perderme—, pero en cuanto me junté con el resto de los niños alrededor de la mesa papi dijo oh, no, tú no. Y me quitó de las manos el plato de papel con muy poca amabilidad.

¿Qué es lo que pasa?, dijo tía a la vez que me daba otro plato.

Que él no va a comer, dijo papi. Mami hizo como que ayudaba a Rafa a cortar una loncha de pernil.

¿Y por qué no puede comer?

Porque lo digo yo.

Los adultos que no nos conocían hicieron como que no habían oído nada; tío Miguel sonrió en plan bobalicón y dijo a todo el mundo que adelante, a comer. Todos los niños —unos diez a esas alturas— volvieron al comedor en tropel con los platos bien llenos, y los adultos se esparcieron por la cocina y el comedor, en donde sonaban por la radio unas bachatas a todo meter. Yo era el único que se había quedado sin plato. Papi me paró los pies antes de que pudiera alejarme de él. Carraspeó, puso su mejor voz y me habló bajo, para que nadie más le oyera.

Si me entero de que comes algo te voy a zurrar. ¿Entiendes?

Asentí.

Y si tu hermano te da algo de comer, también le zurro a él aquí mismo, delante de todos. ¿Entiendes?

Volví a asentir. Tuve ganas de matarlo, y seguro que se dio cuenta, porque me dio un manotazo en la cabeza.

Todos los niños me vieron ir a sentarme delante de la tele.

¿Qué le pasa a tu padre?, preguntó Leti.

Es un cabrón, dije yo.

Rafa meneó la cabeza. No digas eso delante de la gente.

A ti no te cuesta nada decir eso ahora que estás comiendo, dije yo.

Oye, que si yo fuera un crío que se marea y vomita tampoco me dejaría comer.

A punto estuve de contestarle, pero me concentré en la tele. No iba a ser yo el que armara la gresca. Para nada, qué joder. Por eso vi cómo Bruce Lee le daba una paliza a Chuck Norris en el Coliseo, e intenté hacer como que en aquella casa no había nada que comer. Fue tía la que por fin me salvó. Entró en el cuarto de estar y dijo que como no estás comiendo, Yúnior, al menos me podías ayudar a traer algo de hielo.

No me apetecía, pero ella confundió mi renuencia con otra cosa.

Ya se lo he dicho a tu padre, y dice que sí.

Me tomó de la mano mientras caminábamos. Tía no tenía hijos, pero se le notaba que deseaba tenerlos. Era uno de esos parientes que siempre se acordaban del día de tu cumpleaños, uno de esos parientes a los que sólo se les iba a visitar porque no quedaba más remedio. No pasamos del rellano del primer piso cuando abrió su bolso y me dio el primero de los tres pastelitos que había sacado a escondidas de su apartamento.

Adelante, dijo. Come. Y nada más volver, cepíllate los dientes.

Un montón de gracias, tía, le dije.

Era imposible resistirse a aquellos pastelitos.

Ella se sentó a mi lado en las escaleras y se fumó un cigarro. Desde allí oíamos la música, las voces de los adultos, la televisión. Tía se parecía una barbaridad a mami; las dos eran bajitas y tenían la piel muy clara. Tía sonreía mucho, y eso era lo que más las distinguía.

¿Qué tal va todo en casa, Yúnior?

¿Qué quieres decir?

¿Qué tal las cosas en el apartamento? ¿Vosotros estáis bien?

Yo sabía reconocer una interrogación nada más oírla, por muy endulzada que llegase. No dije nada. Ojo, a ver si me explico: yo a mi tía la quería mucho, pero no sé por qué pensé que era mejor seguir con la boca bien cerrada. Puede que fuera por lealtad de familia, puede que fuera por ganas de proteger a mami, puede que fuera por miedo a que papi se enterase. Podría haber sido cualquier cosa.

¿Tu mamá está bien de veras?

Me encogí de hombros.

¿Se han peleado últimamente?

No, qué va, dije. Demasiado encogerse de hombros habría sido una respuesta malísima. Papi trabaja demasiado.

Ah, el trabajo, dijo tía como si fuera el nombre de alguien que no le caía nada bien.

Rafa y yo tampoco hablamos mucho de la portorriqueña. Cuando fuimos a cenar a su casa, alguna de las pocas veces que papi nos llevó allí, nos portamos como si aquello fuera de lo más normal. Pásame el Ketchup, tío. Tranquilo, hermanito. Aquella historia era como un agujero en el cuarto de estar de casa, un agujero que estábamos tan acostumbrados a rodear que incluso llegábamos a olvidarnos de que existía.

Cuando llegó la medianoche, los adultos estaban bailando como locos. Yo estaba sentado delante del dormitorio de tía, en donde dormía Madai, y procuraba no llamar la atención de nadie. Rafa me ordenó que vigilara la puerta; Leti y él también estaban dentro, con algunos otros niños, sin duda que muy ocupados. Wilquins se había ido a la cama, así que yo sólo contaba con las cucarachas para entretenerme.

Cada vez que me asomaba al salón veía a una veintena de madres y padres bailando y bebiendo cervezas. De vez en cuando, alguien gritaba ¡quisqueya!, y todos los demás se ponían a gritar y a hacer ruido con los pies. Por lo que pude ver, mis padres se lo estaban pasando en grande.

Mami y tía estuvieron mucho rato juntas las dos, hablando en susurros, y yo no dejé de esperar que algo, no sé qué, surgiera de aquello: quizás una bronca. No había salido una sola vez con mi familia sin que se armase una bronca de la leche. Ni siquiera éramos teatreros, ni tampoco estábamos la mitad de locos que otras familias. Nos peleábamos como críos, sin ninguna dignidad. Supongo que me había pasado la noche entera esperando a que saltara la liebre entre papi y mami. Así me había imaginado que sería desenmascarado papi, en público, allí donde todo el mundo lo viera.

¡Eres un tramposo! ¡Me estás engañando con otra!

Sin embargo, todo estuvo más tranquilo que de costumbre. Los dos bailaban de vez en cuando, aunque nunca aguantaban más de una canción seguida: mami se juntaba con tía y enlazaban la conversación que habían trabado antes.

Intenté imaginarme a mami antes de papi. Puede que estuviera cansado, o triste, al pensar cómo era mi familia. Puede que ya supiera cómo iba a terminar todo en muy pocos años, mami sin papi, y por eso mismo lo hice. Imaginarla a ella sola no era fácil. Era como si papi siempre hubiera estado con ella, incluso cuando esperábamos en Santo Domingo a que nos llamara para ir a su lado.

La única fotografía que tenía la familia de mami cuando era joven, antes de que se casara con papi, era una foto que alguien le sacó en una fiesta electoral, y que yo encontré un día en que buscaba entre sus cosas con la idea de encontrar algún dinero para irme a jugar a las máquinas. Mami la tenía guardada entre sus papeles de inmigración. En la foto sale rodeada de primos a los que yo nunca conoceré, todos ellos relucientes después de haber bailado, con las ropas sueltas y arrugadas. Se nota que es de noche, que hace calor y que hay mosquitos. Está sentada muy derecha, y en medio de la multitud sobresale y sonríe tranquilamente, como si fuera la única que está de celebración. No se le ven las manos; imagino que estaba haciendo nudos con una pajita o con un hilo. Ésa era la mujer que mi padre conoció un año después en el Malecón, la mujer que mami pensó que sería para siempre.

Mami debió de haberme sorprendido estudiándola, porque dejó lo que tenía entre manos y me dedicó una sonrisa, quizás su primera sonrisa de la noche. De pronto tuve ganas de acercarme a abrazarla simplemente porque la quería, pero nos separaban unos cuantos cuerpos gruesos riéndose sin parar. Por eso seguí sentado en los azulejos del suelo.

Tuve que haberme dormido, porque acto seguido me enteré de que Rafa me estaba dando pataditas y me decía vamos. Daba la impresión de que se lo había pasado bomba con las niñas; estaba resplandeciente. Me puse en pie a tiempo de besar a tía y despedirme de tío. Mami sostenía la fuente de servir que había traído de casa.

¿Dónde está papi?, pregunté.

Está abajo, ha ido a por la furgoneta. Mami se inclinó a besarme.

Hoy has sido muy bueno.

Y entonces papi pegó un grito y nos dijo que bajáramos a toda mecha, antes de que un poli pendejo le pusiera una multa. Más besos, más apretones de manos hasta que nos fuimos.

No recuerdo haber estado molesto después de conocer a la portorriqueña, pero tuve que haberme quedado un poco así, porque mami sólo me hacía preguntas cuando pensaba que las cosas me iban mal. Le costó unos diez intentos, pero al final me arrinconó una tarde, cuando estábamos a solas en el apartamento. Los vecinos de arriba estaban dándoles una paliza a sus hijos, ella y yo llevábamos toda la tarde oyendo el jaleo. Me puso la mano sobre la mía y me preguntó si todo iba bien. Yúnior, ¿te has estado peleando con tu hermano?

Rafa y yo ya habíamos hablado. Estábamos en el sótano, allí donde nuestros padres no podrían oírnos. Me dijo que sí, que la conocía.

Papi me ha llevado dos veces a su casa.

¿Por qué no me lo dijiste?, pregunté.

¿Qué leches te iba a decir? ¡Eh, Yúnior! ¿A que no sabes qué pasó ayer? ¡He conocido a la guarra de papi!

A mami tampoco le dije nada. Ella me observó muy atenta. Después pensaría que si yo se lo hubiera dicho, ella le habría plantado cara a papi, que habría pasado algo, pero ¿cómo iba a saberlo? Le dije que había tenido algunos problemas en la escuela, y así todo volvió a la normalidad entre nosotros. Me puso la mano en el hombro, me dio un apretón y eso fue todo.

Estábamos en la autopista, habíamos dejado atrás la Salida 11 y volví a sentir que empezaba el mareo. Me enderecé, iba apoyado contra Rafa. Le olían los dedos y se quedó dormido en cuanto subimos a la furgoneta. Madai también iba dormida, aunque al menos no roncaba.

A oscuras, vi que papi tenía la mano sobre la rodilla de mami, y que los dos iban muy quietos. No estaban arrimados uno al otro ni nada por el estilo; los dos iban muy despiertos, atornillados a sus asientos. No les veía la cara a ninguno de los dos; por más que lo intentase, tampoco lograba imaginarme qué expresión tendrían. No se movía ninguno de los dos. De vez en cuando, la andanada brillante de otros faros inundaba el interior de la furgoneta. Por fin dije mami, y los dos se volvieron a mirarme, a sabiendas de lo que estaba pasando.