XIII

Así fue aquella jornada,

compañero.

(Amontonados en camiones abiertos, los expedicionarios con destino a Ocaña atravesamos la noche de la ciudad. Los compañeros, al despedirse de nosotros, no podían ocultar sus temores. Casi lloraba al abrazarme. ¡Qué gran tipo es Casi! Siempre lúcido, sereno, comprensivo, generoso. Siempre con una palabra de aliento y una sonrisa en los momentos difíciles. Un hombre que no ambiciona nada para él, que no se queja nunca, incapaz, yo creo, de odiar ni de guardar rencor. Presiente, sin duda, que la muerte anda rondándole. Y yo también. Le acusan de haber tomado parte en el asalto al cuartel de la Montaña, y eso se paga con la vida. Tú eres joven, Olivares, y verás el final de todo esto. No pude replicarle… El pobre don Alberto tuvo que morder fuertemente la pipa para disimular el temblor que le hacía tartamudear. Cejador apenas dijo nada, y Zaldúa y Planas sólo ¡suerte! ¡suerte!, muy conmovidos. Molina salió limpiándose las lágrimas. Agustín, aparentemente despreocupado, estaba muy pálido, como cuando siente hambre, y eso es señal en él de desfallecimiento físico, de angustia y de malestar. Suele decir en esos casos: estoy hecho polvo, compañero. Yo también estaba hecho polvo, pero creo que me dominé y supe fingir una entereza de ánimo que no era más que una máscara. Nuestros amigos temían seguramente que nuestro destino no fuese Ocaña. Sino algún otro lugar mucho más siniestro. Pero no. Está claro que es el penal de Ocaña. Lo dijo el Pelines, que nos pasó lista y nos contó antes de entregarnos a la guardia civil; nos lo repitió Toledano y nos lo confirmó el rumbo que seguimos al llegar a Cibeles. Hasta ese momento también temimos nosotros lo peor, aunque no nos dijésemos nada. Así, en silencio todos, hemos recorrido parte de la Gran Vía y de la calle de Alcalá. Calles por las que algún día, no recuerdo ya cuándo, paseé incontables veces. Yo era entonces joven y rico. ¡Qué riqueza la mía! Ya lo creo, porque ¿existe mayor riqueza que la esperanza? Yo lo esperaba todo entonces. Era como estar en una gran estación por la que en cualquier momento puede pasar el tren que nos lleve allí donde nos aguarda la plenitud. La plenitud que se presiente y que, sin embargo, se ignora, pero en la que todo es posible. En cambio, ahora… No es que no espere, sino que sé demasiado lo que espero, y es tan pequeño, tan mezquino… ¡Sobrevivir! Sólo eso. Ah, pero qué tristes y desoladas están ahora estas calles, todavía convalecientes de la guerra. Hay poca luz. Parece que los tranvías se van a desencuadernar de puro viejos y gastados. Los pocos automóviles que circulan no son más que chatarra. Y la noche huele a vejez, a decrepitud. Huele a asfalto recalentado, a portales sombríos y sucios, a cloacas rezumantes, a humanidad desaseada, a recinto cerrado, a zapatos sudados… En su conjunto, un olor turbio, manso, cansino. Antes, cuando yo era joven, los olores nocturnos de Madrid eran un sahumerio excitante que hacía levantar el vuelo a la imaginación. Al recorrer sus calles y entrever habitaciones íntimas, sorprender escenas de farol y esquina, tropezarse con muchachas alegres o con mujeres misteriosas, percibir cuchicheos en los portales, oír los gritos de los vendedores ambulantes, pasar frente a cafés y tabernas, detenerse un momento ante el ofertorio deslumbrante de los escaparates, uno se sentía inmerso en una onda de sensualidad. Era como bañarse en vida. La noche de la ciudad olía a mujer. Había sonado en todos los relojes la hora de la cita con ella, y, aunque a veces no supiéramos con cuál, presentíamos que estaba allí, que podía estar allí… Pero es mejor no pensar en aquellas noches. Murieron a tiros. Sí, murieron asesinadas. Ahora, los transeúntes van mal vestidos. Nos miran al pasar y ya no hay ni odio ni simpatía en sus miradas, sino más bien cansancio, indiferencia, desilusión. ¿Qué les pasa? ¿No han derrotado a los rojos y los han raído como a una mala hierba? Nosotros, pobres de nosotros, ya no somos nada. Nadie nos defiende. Ni una sola voz se ha levantado a nuestro favor. Estamos solos, marginados, enmudecidos, borrados de la lista, casi muertos y ni siquiera podemos quejarnos. Entonces, ¿por qué andan como si arrastrasen una pena incurable? ¿Será verdad que la victoria es como un delirio alcohólico que deja mal gusto de boca, tristeza orgánica y remordimientos de conciencia? Mis compañeros comienzan a hablar. Uno dice:

—Volveremos muy pronto, no os apuréis.

—Y volveremos cantando, con banderas y música —añade otro.

Molina me pregunta:

—¿En qué piensas, Federico?

—En lo que nos dejamos atrás. ¿Y tú?

—En lo que nos espera.

—¿Qué temes?

—La incertidumbre.

—Hombre…

Sí. La cosa no está clara. Podemos ser las primeras víctimas de la nueva guerra.

—Pero esa guerra es nuestra única salida.

—Ya lo sé.

—Y nada podemos hacer. Sólo esperar.

—Total, que vamos embarcados con rumbo desconocido.

—Exactamente, Molina. Sin saber adónde vamos.

—Si siquiera…

—¿Qué?

—Fuera uno capaz de odiar.

—Es verdad. Sería una ayuda.

—¿Tú no odias?

—No puedo. Y no creas que no lo he intentado… Pero he llegado a la conclusión de que todo esto es el producto de un gran fracaso, del fracaso de dos mil años de civilización. La filosofía, la religión, el derecho y, en fin, la cultura y todo eso, han resultado ser pura filfa. Nada. Mentira. ¿A quién culpar entonces? ¿A quién odiar? ¿A Fulanito, a Menganito y a Zutanito? ¿Al que te ha maltratado? ¿A estos guardias que nos conducen y que nos pegarían un tiro si tratáramos de huir? Sería ridículo. Ni aquéllos ni éstos ni ninguno hubieran hecho nunca lo que han hecho ni harían lo que hacen si antes no hubiera fallado algo debajo de sus pies.

—Pues eso mismo pienso yo y tampoco puedo odiar. Y lo lamento).

Rodeados por los guardias civiles, los expedicionarios, con sus petates al hombro, penetraron en la estación de Atocha, destartalada, alumbrada por algunas luces pajizas, con un aire recalentado que olía a tufo de carbón. En el primer andén se encuentra estacionado un tren de vagones normales con la máquina encendida, despidiendo una asfixiante humareda por la chimenea y chorros de vapor por los costados. Junto a uno de sus vagones, cuyos accesos vigilan sendas parejas de la guardia civil, espera el grupo de los familiares de los presos, mujeres en su mayoría, cargados de paquetes, formando un islote en medio de la masa movediza de los demás viajeros que corrían de un lado para otro, llevando a rastras sus viejas maletas, en busca de un hueco en algún vagón.

Instantáneamente, familiares y presos se fundieron en un solo grupo palpitante que los guardias encerraron en un círculo de tricornios y fusiles. En el primer momento del efusivo y arrebatado encontronazo, no se oyeron más que sollozos y suspiros. Las mujeres besaban con una insaciable voracidad y los besos se mojaban en lágrimas. Los abrazos parecían espasmódicos choques de unos cuerpos con otros. Con los ojos cerrados y las manos crispadas sobre los hombros o el cuello de la persona amada, aquellos seres se asían entre sí desesperadamente, convulsivamente, como si temieran que fuesen a morir al separarse. Los guardias, impenetrables, observaban la escena en silencio.

Poco a poco fueron surgiendo las exclamaciones y las palabras, y pronto el grupo quedó envuelto en el zumbido de una catarata de voces y de risas nerviosas. Los presos trataban de animar a sus parientes y éstos de animar a los presos.

—Ya es cosa de cuatro días.

—Volveremos pronto, ya lo verás.

—Ahora nos saluda la portera.

—¿No sabes? Tu jefe me preguntó el otro día por ti.

—A que no aciertas a quién vi ayer… Pues a Paco. ¡Paco, hombre, tu denunciante! Le han hecho encargado del taller donde trabajabais los dos antes de la guerra. Pues me ofreció un paquete de tabaco para ti el muy canalla. Y, claro, le mandé a la mierda.

—Se ve que hay canguelo.

—Digo, canguelo… Si hay ya quien daría algo por no haberse puesto nunca la camisa azul…

Allí estaba Rosario, que escuchaba, absorta, a Molina:

—Lo de la portería me parece bien por el momento. Es una buena ayuda económica y, al fin y al cabo, ahora tienes casa propia. Ya sabes que, con la nueva guerra, esto se va a ventilar rápidamente. Cuando yo salga, ya veremos…

La madre de Agustín decía:

—Ya he vendido casi todo lo que teníamos en la tienda… Olivares sintió temblar a su madre entre sus brazos. Luego fue Alfonsina quien se apretó contra él y le dijo al oído:

—Fernando no se ha atrevido a presentarse en la estación. Pero Ocaña está cerca e iremos un día a visitarte allí los dos juntos. Ahora ya no sabe cuándo le licenciarán.

Gritaba Agustín:

—Compañeros, no hay que ser dogmático ni sinalagmático ni gramático. Hay que ser simpático y diplomático.

El sargento que mandaba la escolta, irrumpió en el grupo para advertir, dando palmadas:

—Despídanse, por favor, despídanse. Vamos, vamos… Ya no queda tiempo para más.

Por su parte, los guardias comenzaron también a decir a los expedicionarios:

—Cojan sus cosas y dense prisa. El tren no espera…

Siguieron los últimos abrazos, angustiosos, interminables. Los presos tenían que desprenderse bruscamente de las manos que los agarraban. Entonces sonaron gritos de despedida, gritos histéricos que los hombres trataban de acallar. Después, la entrega de los paquetes y la recogida de los petates originó una gran confusión porque los expedicionarios apenas podían moverse. Los guardias apremiaban:

—Vamos, vamos. ¡De prisa!

Se tropezaban unos con otros. Alguno resbaló en la escalerilla del vagón y hubo quien la subió en vilo, empujado por los de atrás. Entraron a trompicones. Arrojaron la carga en cualquier sitio y luego corrieron a las ventanillas, y allí, de pie o encaramados sobre los asientos, apoyándose unos en otros, cada cual pretendía por medio de gestos y señas, continuar con los suyos la interrumpida conversación. Gritos. Voces. Llamadas. Postreras recomendaciones. Levantaron entre todos una algarabía que les impedía entenderse. Que escribas… los niños… pronto… tabaco… esa ropa… a verte tu madre… la semana… el dinero… cuídate… que me mandes… no lloro… dile se me olvidaba… en el paquete Juan… pues pídeselo tú… he puesto… ¡Maruja! algo de… ¡Pedrín! te lo mandaré a decir… un poco de tortilla mejor que las mantas… Olivares, Molina y Agustín hacían señas con las manos a sus mujeres y ellas les enviaban besos por el aire.

Un tirón de la máquina hizo entrechocar los vagones. Sonó después un pitido tan penetrante que dejó sordos momentáneamente a cuantos se encontraban en la estación, y el tren se puso en movimiento. Entonces flamearon los pañuelos y algunos familiares de los presos trataron de seguirle sorteando torpemente a quienes se interponían en su camino, primero a grandes zancadas y, por último, en franca carrera, hasta que la fatiga les hizo desistir.

En el vagón, al perderse de vista el andén, los presos se dedicaron alborotadamente a acomodarse en él. Sacaron los petates a las plataformas y colocaron los paquetes en los estantes para los equipajes, en medio de una zarabanda de idas y venidas, de tacos y exclamaciones, de bromas y chistes, que los guardias contemplaban en actitud neutral desde los puntos estratégicos que habían elegido para montar la centinela. Al fin, todo quedó en su sitio y cada cual ocupó el lugar que le correspondía en los duros bancos de madera, y siguió un gran respiro. Pero no duró mucho tiempo la tranquilidad. Alguien, cuando aún guiñaban al tren las últimas luces de los suburbios, empezó a cantar:

Asturias, tierra queridaá

—No, no —interrumpieron desde muchas partes—. Eso está muy oído. Algo mejor.

—¿La Pepa? —gritó una voz.

—Sí.

—¡Eso: la Pepa!

—Vale.

Y, a poco, crujieron las junturas del vagón con el estrépito del himno de la Pepa, coreado a voz en grito por todos:

Es la Pepa una gachí

que está de moda en Madrid

y que tié predilección por los rojillos.

¡Pepa!

El tren se hundía en la noche, una noche oscura y caliente, sin límites, como un negro mar sin riberas. Olía a paja y a tierra requemada por el sol. Alguna luz solitaria latía un instante y luego se apagaba y mientras los hombres cantaban, la grave voz de las ruedas de hierro llevaba el contrapunto, repitiendo monótonamente:

¡Treinta – años!

¡Treinta – años!

¡Treinta – años!

«Los Ángeles». Águilas.

Verano de 1969