… el cansancio de mil días
y de mil noches sin sueño…
Como día de zafarrancho, aquella mañana los guardianes habían obligado a todos los reclusos a salir al patio, con el fin de que las brigadas de limpieza pudieran actuar libremente. Después de barrer salas y pasillos en medio de una gran polvareda, la emprendieron con el fregado de los viejos entarimados, roídos por la carcoma, con cepillos de raíces y zotal diluido en agua. Ocho hombres, entre ellos Agustín y Zaldúa, desnudos de cintura para arriba, descalzos y con los pantalones remangados, avanzaban, de rodillas, empujando los cepillos al ritmo que marcaban todos a la vez:
—¡Uno, dos! ¡Uno, dos!
Los enseres de sus inquilinos —colchonetas, mantas, platos y bolsas— yacían amontonados junto a la puerta. El sol, que entraba por los ventanales como una canina lengua de fuego, levantaba humo de las tablas humedecidas, y el sudor corría por las espaldas, los torsos y las frentes de los hombres de la limpieza.
En el patio, los reclusos apenas si podían moverse. Formaban una masa compacta que, vista desde arriba, era como un empedrado de cabezas. Del gran conjunto bullente se desprendía una espesa vaharada formada por la respiración, el humo de los cigarrillos y las transpiraciones de tantos cuerpos sudorosos. El sol los acuchillaba y mantenía sobre ellos una atmósfera incandescente; una atmósfera que parecía una llama pálida e inmóvil. El rumor de la multitud ascendía como un fragor de oleaje, como un griterío inmenso, más agudo y potente que otras mañanas, tanto que impedía oír los berridos de los voceadores llamando a comunicar.
El Conde Ciano, con la gorra de plato caída sobre una ceja y el uniforme desabrochado por falta de botones, echó una rápida ojeada a la sala y urgió a los hombres de la brigada de limpieza:
—Venga, daros prisa, marmotas, que el personal se está cociendo en el patio.
Y desapareció. Entonces, Zaldúa, jadeante, se barrió el sudor de la frente con la palma de una mano mientras empujaba el cepillo con la otra, y murmuró:
—¡Cabrón! Menos mal que ya falta poco…
Después propuso un breve alto en la faena y los ocho hombres se enderezaron sobre las rodillas. El sudor les corría a chorros por la cara y el tórax. A algunos les goteaban las cejas y la nariz. En otros, los hilillos acuosos se descolgaban por el cuello. Y todos se lo rebañaron a puñadas, espurreándolo luego lejos de sí.
—¡Vaya ducha, compañeros! —exclamó alguien, sacudiéndose el sudor.
—¿Ducha? Un baño turco, eso es lo que es —dijo otro.
—No me refería, por supuesto, a las pocas tablas que nos quedan por fregar —y Zaldúa, dirigiéndose especialmente a Agustín, añadió—: Me refería al poco tiempo que les queda para seguir haciéndonos putadas. ¿No lo sabéis vosotros?
—¿Qué? —preguntó Agustín.
—Hombre, que se espera de un momento a otro la firma de un tratado de alianza contra Hitler entre las democracias y la URSS.
—Ya. Sí, sabemos que se encuentra en Moscú una comisión militar franco-inglesa con ese objeto, pero ¿qué saldrá de todo eso, Zaldúa?
—Pues la guerra contra Hitler. Una de dos: o Hitler se achanta, lo cual sería tanto como tirar la esponja, o estalla la guerra. Yo creo más bien esto último, porque Hitler, como todos los chulos, no puede echarse atrás. En cualquier caso, el resultado será el mismo: pegarle hasta acabar con él; y si se acaba con él, se acaba con el fascismo; y si se acaba con el fascismo, nosotros seremos los amos. Ni más ni menos, camarada.
Pero Agustín movió la cabeza en señal de duda.
—No sé, no sé —dijo—. Puede que tengas razón, pero ya no me fío de nada ni de nadie después de lo de Checoslovaquia, y no lo creeré hasta que lo vea. Claro que ojalá aciertes.
—No lo dudes. Lo vas a ver muy pronto. Es sólo cuestión de días.
Y los negros ojos de Zaldúa brillaron de entusiasmo cuando remachó su parecer diciendo:
—¡Machacaremos al fascismo! ¡Lo machacaremos! De esta no sale. Te lo aseguro. La URSS tiene mucho poder. El Ejército Rojo está muy bien preparado, y ahora van a saber los alemanes lo que es un bombardeo por la aviación. Será la revancha.
Los hombres del grupo, sentados sobre sus talones, escuchaban a Zaldúa con mucha atención, pero guardaron silencio. Estaban fatigados, casi exhaustos. Sólo cuando arreció el griterío del patio, dijo uno de ellos:
—¡Cómo gritan esos, leche! Ni que se hubieran vuelto locos.
—Sí, como en el Tenorio —y Agustín declamó con énfasis cómico—: «Cual gritan esos malditos, — pero mal rayo me parta — si, en acabando esta carta, — no pagan caros sus gritos…».
—Se ve que les escuece el sol.
—Digo, como que el patio debe de ser un achicharradero.
—Bien, ¿vamos a acabar lo poco que nos falta?
Los hombres accedieron a la propuesta de Agustín, se echaron sobre los cepillos y reanudaron su trabajo, no sin que Zaldúa rezongara:
—No hay duda de que sólo el partido está a la altura de las circunstancias.
Sus compañeros guardaron de nuevo silencio como si no les importara otra cosa que rematar pronto el esfuerzo físico que estaban realizando. Y siguieron así, obstinados en su mutismo, hasta que alcanzaron la pared. Entonces tiraron los cepillos y se pusieron en pie trabajosamente. El sudor había rebrotado abundantemente sobre su piel y, al enderezarse, los más de ellos se llevaron la mano a los riñones.
—Estoy hecho polvo —comentó Agustín—. Con unas cuantas mañanas como ésta, me quedo doblado para siempre.
—Vaya que sí. Con esto y el rancho que nos dan…
Pero apenas tuvieron tiempo para más comentarios porque empezó inmediatamente a retumbar la prisión con las carreras y el tumulto de los presos por los pasillos. Era un rumor creciente de pisadas y voces.
—¡Ya suben, ya suben!
—Sí, ya han abierto el chiquero.
—Coño, y cómo vienen: como potros.
Los guardianes gritaban:
—¡Cada cual a su sala! ¡Y prohibido salir de ella sin permiso!
—¿Qué pasará? —preguntó Zaldúa mirando a Agustín.
—¡Cualquiera lo sabe!
Pronto asomaron en la puerta los más veloces, que casi se dieron de bruces con la pila formada por los petates.
—¿Adónde vais tan corriendo?
—La guerra civil, compañeros, la guerra civil —contestó uno de los recién llegados.
Y apareció Diéguez, el jefe de la sala, y en seguida empezó a dar órdenes:
—Venga, lo primero es colocar los petates en su sitio. Entre tanto, los hombres de la brigada se miraban entre sí, perplejos, hasta que llegaron Olivares y Casi. Agustín salió al paso de aquél y le preguntó:
—Pero ¿qué ocurre?
Olivares, después de respirar hondo, se le quedó mirando y le preguntó a su vez:
—¿Es que no lo sabes?
Agustín pareció comprender.
—Ah, vamos. Que las democracias han firmado al fin con la URSS una alianza contra Hitler, ¿no es eso?
Olivares movió enérgicamente la cabeza en sentido negativo.
—Todo lo contrario, Agustín.
—¿Todo lo contrario? No lo entiendo.
Olivares puso una mano sobre el hombro de su amigo y dijo, con voz grave y entrecortada aún por el jadeo:
—Sí. Mientras la comisión militar aliada negociaba con los rusos, Ribbentrop se presentó de pronto en Moscú, ayer mismo, y firmó con Molotov un tratado de no agresión y mutua ayuda entre Alemania y la URSS.
—¡Dios! ¡Lo que nos faltaba!
Zaldúa, que había permanecido atento al rápido diálogo entre los dos amigos, preguntó a Olivares:
—¿Sabes lo que estás diciendo? Eso es absurdo.
—Será absurdo, pero es la verdad. Lo dice la Prensa y lo han confirmado nuestros compañeros de la calle.
Y Zaldúa no esperó más para reunirse con Planas y los de su grupo. Por su parte, Agustín no salía de su asombro.
—Pero eso es una traición a las claras, Federico —exclamó, visiblemente consternado.
—Eso mismo pensamos nosotros e incluso algunos comunistas. Por eso la noticia cayó como una bomba en el patio. Ya ha habido hasta bofetadas entre algunos exaltados.
Molina, don Alberto y otros compañeros confirmaron rotundamente lo dicho por Olivares y a Agustín ya no se le ocurrió más que preguntar:
—¿Y qué va a pasar ahora?
Pero las órdenes apremiantes de Diéguez para que recogiesen los petates y los colocasen en su sitio los obligó a interrumpir por el momento sus comentarios. La operación duró escasamente un par de minutos, porque todos obraban apresuradamente, nerviosos y excitados. Después, los hombres quedaron divididos en dos grupos: a un lado, los comunistas y sus simpatizantes; en el opuesto, todos los demás. En una y otra parte se formaron amplios corros, en los que la noticia del día comenzó a ser analizada y comentada desde todos sus ángulos.
—Para mí que los alemanes y los rusos han llegado a un acuerdo para repartirse el mundo. Para aquéllos, Europa; y, para éstos, el Oriente. Sin embargo, la verdad es que no acabo de comprenderlo —decía Molina, quien añadió seguidamente—: ¿Cómo es posible que después de tirarse a degüello durante tanto tiempo hayan llegado a entenderse Stalin y Hitler?
Don Alberto se quitó la pipa de los labios para decir:
—No olvide usted, Molina, que los dos son dictadores, que los dos son totalitarios.
—Es cierto —dijo Casi—. Yo siempre he sostenido que el partido comunista es la nueva derecha política. Los comunistas rusos hicieron su revolución o, mejor dicho, tomaron el poder, y todo lo que han hecho después, especialmente desde que Stalin se hizo con el mando, ha sido defender esa posición.
Les queda, eso sí, la literatura revolucionaria, pero nada más que eso, para disimular y apoyarse en los idealistas, que son los únicos capaces de batirse por la gran causa. Ya lo sabéis: tienen su papa, su concilio y sus dogmas. Como ya han llegado a donde pretendían, no permiten a nadie dar un paso más. No hay más revolución que la suya, como para los reaccionarios de cualquier país no hay más patria que la de sus privilegios, ni más Dios que el que se fabrican a su gusto. Como veréis, es lo mismo.
Los razonamientos de Casi no acababan, sin embargo, de convencer a sus compañeros. Ellos también opinaban así, pero…
—Pero ¿qué va a pasar ahora? —insistió Agustín, añadiendo—: Que Hitler se traga a Polonia está más claro que el agua. Pero ¿qué van a hacer en ese caso las democracias?
—Pues resignarse —contestó don Alberto.
—Por lo pronto, no habrá guerra —opinó Molina—. Ya no habrá guerra. Esto de ahora es como otro Munich a costa de Polonia, consentido por Rusia, como el primero fue a costa de Checoslovaquia, con el consentimiento de las democracias. Aparte de todo, Stalin no ha hecho más que devolverles la pelota a Chamberlain y a Daladier.
—Está claro, Molina, pero entre unos y otros…
—Nos hacen la puñeta, ¿no? Claro que sí, Agustín. Nosotros pagamos.
Agustín repitió su pregunta:
—¿Y qué va a ser de nosotros, de todos nosotros, comunistas o no?
La pregunta iba dirigida a todos, pero ninguno se atrevió a dar la respuesta. En cambio, Casi dijo, señalando al grupo de los comunistas:
—Mirad cómo cuchichean. Apuesto a que están aún más confusos que nosotros.
En la pequeña asamblea formada por Zaldúa, Planas y sus adictos, no se discutía tan abiertamente, sino que más bien se escuchaban las explicaciones de Serafín, un joven activista de quien se sospechaba que era el jefe del aparato del partido dentro de la prisión. Los del grupo de Casi no podían entender lo que decía Serafín, pero sí sospechar, por las frecuentes interrupciones de que era objeto, que entre ellos tampoco resultaba fácil admitir la versión conformista de los dirigentes.
—Es que es un paquete… —siguió diciendo Casi.
—Desde luego que lo es, y hay que tener una boca muy dura para tragárselo sin masticar —opinó Federico—. Pero no hay duda de que defenderán a Stalin y la actitud del gobierno de la URSS.
Pero Agustín no se daba por vencido.
—Bien, pero ¿qué van a decir a sus camaradas condenados a muerte? ¿Por qué van a morir ahora los comunistas?
—Toma, pues por el partido —le contestó Olivares sin vacilar.
—Peor es nuestro caso, pues —y Cejador, el socialista, miró detenidamente a cada uno de sus compañeros como si buscase la respuesta en sus ojos—. ¿Por qué van a morir aquellos de los nuestros a quienes les toque la china?
Olivares contestó con la misma seguridad que antes:
—Pues por nuestras ideas. Nunca necesitamos de ellos para nada. No eran nadie en España el 14 de abril de 1931 y muy poco el 18 de julio de 1936. Se nos unieron en la lucha, eso sí, pero no para nuestros fines, sino para los fines ocultos de la URSS, fines que la mayoría de los comunistas ignoraban. ¿Es que no os acordáis ya de lo que hemos discutido con ellos durante la guerra y cómo al final de ello terminamos a testarazo limpio? Y conste que yo no cogí las armas contra ellos. Era ya demasiado tarde y no valía la pena. Estábamos perdidos, y bien perdidos. Nuestro caso es aparte, compañeros.
—A lo mejor, como ya son aliados de los fascistas, les perdonan la vida —sugirió don Alberto.
—Ni hablar de eso —le replicó Cejador—. A la URSS le interesa que sus militantes españoles pasen por mártires de la causa. Hasta los presentarán como los únicos que mueren valientemente por sus ideas, y silenciarán a los nuestros o, cuando hablen de ellos, será para decir que pagaron su traición, puesto que entregaron España al fascismo.
Agustín estalló:
—¡Eso faltaba, hombre; eso faltaba!
—Los traidores serán ellos —gritó un exaltado.
—Sí —remachó—, ¡los traidores son los comunistas! —Y los increpó, preguntándoles—: ¿Qué vais a decir ahora, mamones?
Se hizo un súbito silencio en la sala, interrumpido por la misma voz, que ya sonó como una gran blasfemia:
—¡Me cago en la madre que parió a Stalin!
Entonces se puso en pie Zaldúa y avanzó en dirección al grupo de Casi. Sus camaradas se levantaron también e hicieron lo mismo Olivares, Molina y los suyos. Por un momento pareció que se iban a lanzar unos contra otros, pero Zaldúa se interpuso entre los dos bandos y empezó a hablar:
—Camaradas…
Unos y otros se contuvieron, pese a la excitación que revelaban sus ademanes y a sus miradas que relampagueaban de ira.
En primer lugar —prosiguió diciendo Zaldúa, después de una leve pausa—, puede que sea falsa la noticia, porque, ¿quién la ha publicado? La Prensa fascista, ¿no? Entonces…
—La noticia es cierta —le replicó secamente Casi—. La han dado igualmente la radio francesa y la radio inglesa, y tú lo sabes tan bien como nosotros.
Zaldúa no pestañeó siquiera. Sonrió y dijo luego:
Está bien. Tomémosla como cierta. ¿Y qué?
—¡Cómo que y qué! —bramó Agustín—. ¿Es que te parece natural que se alíen Stalin y Hitler? Si es así, ¿qué pintáis aquí vosotros?
Zaldúa volvió a sonreír, aunque no podía disimular del todo el esfuerzo que hacía para aparentar serenidad.
—No te ciegues, camarada —e hizo un ligero ademán como para contener la fogosidad de Agustín—. Todo eso no es más que un truco.
—¿Un truco dices?
—Pues, sí; un truco.
—¡Coño, qué trucos! ¿Habéis oído todos bien?
—Sí, sí —y Zaldúa continuó sin alterarse.
Entonces intervino Cejador:
—Bueno, un truco, pero ¿en qué consiste?
Zaldúa movió la cabeza.
—Es un poco complicado, ya lo sé, pero supongo que lo entenderéis fácilmente. Hitler es un ladrón que necesita robar las riquezas que han acaparado las democracias, pero no puede atacarlas si antes no se asegura la retaguardia, y para ello tiene que contar con la URSS. La URSS, por su parte, tiene que evitar que se alíen Hitler y las democracias contra ella. Claro, Francia e Inglaterra hubieran querido que fuese la URSS la que se enzarzase con Hitler para recoger después el fruto con sus manos limpias, sin dar la cara y sin jugarse nada, cuando la URSS, después de vencer a Hitler, se encontrase disminuida como es natural, y ellas bien armadas y preparadas y sin haber perdido ni un solo soldado. Pero Stalin les descubrió la treta y lo que ha hecho es, sencillamente, tomarles la delantera y hacer contra Francia e Inglaterra lo que éstas querían hacer contra la URSS. Ahora, Hitler, después del tratado germano-soviético, tiene las manos libres para pelear contra los franceses y los ingleses. Y Stalin se queda en reserva. Y así cuando estén deshechos franceses, ingleses y alemanes, no tendrá más que poner en movimiento al Ejército Rojo para hacerse el amo. La cosa está bien clara, ¿no?
—Y tan clara —dijo Olivares—. Demasiado clara. Si es tan fácil comprenderla a tipos como nosotros, que estamos aislados y no somos precisamente unas lumbreras, ¿piensas tú que Inglaterra y Francia se están chupando el dedo, que no son capaces de adivinar las intenciones de Stalin, si es que son ésas sus intenciones? Y Hitler tampoco, ¿no? Hitler es tan imbécil que no ve la trampa que le prepara Stalin. Mira, Zaldúa, es tan burdo todo eso y tan gordo, que no hay dios que se lo trague.
—¿Se va a fiar Hitler de Stalin? —le preguntó Agustín—. No, ¿verdad? Pues entonces, ¿qué?
Le contestó Serafín, quien, entre tanto, se había adelantado hasta el centro de la sala:
—Es igual que se fíe como que no. La verdad es que el capitalismo ha llegado a su fin. No tiene salida. Pero es necesario darle el último empujón para que se derrumbe, y ese empujón es el pacto que acaba de firmar Ribbentrop en Moscú.
—¿Y si no hay guerra? —objetó Molina.
—La habrá, no lo dudes. Hitler no tiene más opción que la guerra. Y en cuanto a las democracias, carecen de ideales. Son países corrompidos. ¿No habéis visto lo que han hecho hasta ahora? Han ido cediendo y cediendo, porque lo que les importa es salvar sus colonias, su dinero, a costa de lo que sea, pero cuando Hitler les pida todo eso, y eso es lo que les va a pedir: materias primas, mercados, colonias, etcétera, que es tanto como arruinarlas, no tendrán más remedio que defenderse. Pero eso es la guerra, una guerra que aniquilará a las dos partes. Entonces, la URSS…
Serafín hablaba de una manera cortante, sin inflexiones en la voz, como quien repite por enésima vez las mismas ideas con idénticas palabras. Exactamente como el que desarrolla un problema sobre el encerado. Era un muchacho enjuto, grave, de mediana estatura. Vestía un viejo mono caqui por uno de cuyos bolsillos superiores asomaba el cepillo de los dientes. Miraba con fijeza, pero más allá de su interlocutor, como el orador que, desde lo alto de la tribuna, resbala su mirada por encima de la multitud que le escucha y a la que, en el fondo, desprecia.
Olivares conocía muy bien a los hombres como Serafín, elementales aunque inteligentes, de una sola idea, sin dudas ni vacilaciones.
—Bien —le interrumpió—, puede que ésa sea la intención de Stalin, aunque es mucho suponer que tú conozcas desde aquí lo que Stalin piensa y busca. Sin embargo, no estoy de acuerdo en eso de que las democracias capitalistas estén tan podridas y descompuestas que no sean capaces de hacer frente a Hitler. Son cómodas y egoístas, eso sí, y no quieren jugárselo todo a una carta, pero no olvides que tienen la industria más potente del mundo y más recursos como materias primas, hombres y territorios, que Alemania y Rusia juntas. Además, ¿tú crees que los Estados Unidos van a permitir que Alemania o Rusia se apoderen del mundo? Ni hablar de eso. Por consiguiente, la cosa no es tan sencilla como tú la planteas. Además, todo esto son suposiciones que pueden ser ciertas o no. Ahora, lo único cierto es que Stalin se entiende, no sabemos para qué ni por qué, con Hitler, que es nuestro mayor enemigo…
—¡Eso, eso! —le interrumpió una oz.
Y siguieron otras voces:
—¡Traidores!
—¡Fascistas!
Y, de pronto, estalló la tormenta. Los dos bandos se mezclaron y la discusión se fragmentó en numerosas discusiones que, más que tales, eran violentas disputas en las que fulguraban como relámpagos los peores insultos.
—¡Stalin es un hijoputa!
—Ahora iréis del brazo de la Falange y de los curas, ¿no?
—Gritaréis un viva a Stalin cuando os peguen cuatro tiros, ¿eh?
—¿Que entregamos España a los fascistas? Y vosotros, ¿qué? Vosotros les vais a entregar el mundo.
—¿Para eso os sublevasteis contra la Junta? Ahora se ve claro.
En vano, Casi, Olivares, Cejador y algunos otros trataban de contener a sus compañeros:
—Compañeros, compañeros…
—¡Callaros!
Esto es un espectáculo vergonzoso.
A su vez, Zaldúa, Planas y Serafín procuraban reducir la exasperación de sus camaradas, con el mismo negativo resultado.
—Camaradas, camaradas…
No respondáis, no respondáis…
—¡Viva la unidad antifascista, camaradas!
Diéguez no hacía más que gritar:
—¡Atención! ¡Atención!
Pero nadie hacía caso del jefe de sala y la bronca fue creciendo hasta llegar a ese punto en que de las palabras se pasa a los hechos. Menos mal que en el momento crítico alguien dio la voz de alarma:
—¡Von Papen! ¡Von Papen!
Hizo el efecto del agua sobre un incendio. La ira se contrajo. El furor se detuvo y las palabras se quedaron sin aire. Poco a poco las miradas fueron dirigiéndose a la puerta de la sala y, al mismo ritmo, fue desvaneciéndose el alboroto hasta quedar mudos e inmóviles todos los contendientes. Porque, efectivamente, abiertas las piernas y cruzados sobre el pecho los brazos, se encontraba allí Von Papen contemplándolos desde lo alto de su desprecio. Se hizo el silencio y sonaron sus palabras:
—Sois como putas.
Luego fue pasando su mirada provocativa por cada uno de las hombres hasta fijarla finalmente en Serafín. Entonces dijo:
—Tú, ven acá.
Serafín se destacó del grupo donde se encontraba y, después de saludar brazo en alto al guardián, se quedó ante él en rígida posición.
—Tú no eres de esta sala, ¿verdad?
—No, señor —contestó Serafín.
—¿Y por qué estás aquí?
—Porque unos amigos me han invitado a comer en su «república».
El rostro con sotabarba de Von Papen se hinchó y enrojeció.
—¿República? ¿Todavía no te has enterado de que ahora son «imperios»?
Serafín apretó la mandíbula y no dijo nada. Había adivinado la intención de Von Papen en sus ojos y aguardó, apercibido. En efecto, la mano de Von Papen se movió y se oyó el chasquido de la bofetada. Serafín mantuvo inmóvil y firme la cabeza, pero palideció como palidecieron todos los demás .Von Papen aún los miró de nuevo, uno a uno, desafiante, y después ordenó a Serafín:
—Vete a tu sala.
Serafín hizo otra vez el saludo romano y salió de la sala erguido, con aire marcial. Cuando desapareció por el pasillo, Von Papen volvió a hablar, dirigiéndose a todos:
—Si vuelve a repetirse este escándalo, os dejaré un mes sin comunicación. ¿Estamos?
La pregunta era inútil y Von Papen no esperó la respuesta. Dio la espalda a los reclusos y se marchó despacio, taconeando fuertemente con sus desgastados zapatos y dejando tras sí una estela de silencio y de odio.
—Como me lo eche a la cara un día en la calle… —dijo una voz reprimida, entre dientes, que hizo estremecerse a todos, mientras aún seguían sonando los pasos del guardián.
Después, al verse libres de la presencia de Von Papen, los hombres se retiraron a sus petates, sombríos y apesadumbrados, sin ganas de hablar, como si sintieran vergüenza por lo que acababa de ocurrir y también por sí mismos.
Casi llevó aparte a Olivares y Cejador y les dijo en voz baja:
—Hay que reunir al comité para evitar que esto se repita, porque, en una de éstas, puede saltar la chispa y armarse la de Dios. Y no nos conviene. De ninguna manera. Y ahora, menos que nunca. No sabemos lo que están tramando entre bastidores, pero sea lo que sea, lo cierto es que las cosas están a punto de cambiar. Es lo único que está claro, ¿no te parece?
Olivares hizo un gesto afirmativo y añadió:
—Completamente de acuerdo, Casi.
El pacto germanosoviético fue más desconcertante aún para los hombres recluidos en la prisión que el mismo final catastrófico de la guerra civil. Fue un golpe teatral inesperado y tan inverosímil que hasta los más pasivos e indiferentes se sintieron conmovidos. No obstante, en vez de hacer cundir la desmoralización, excitó la rabia colectiva; en unos, para justificar lo aparentemente injustificable; y en otros, para abatir las orgullosas posiciones de quienes, hasta entonces, se proclamaban los más intransigentes y puros en la lucha contra el fascismo. Los comunistas tuvieron que recurrir desesperadamente a sus restos de fe y disciplina para defender lo que ni ellos mismos comprendían ni aceptaban en la intimidad de su conciencia; y los no comunistas, zaheridos por la dialéctica implacable de aquéllos, que los acusaban de debilidad y hasta de complicidad con el enemigo común, se encontraron de pronto con un argumento demoledor, a primera vista irrebatible, para aniquilar a sus oponentes. En la reunión del comité, Casi resumió así la posición de los comunistas:
—Todos sabemos que los comunistas coincidían con nosotros, y con toda la opinión, después que fuimos traicionados en la campaña de Extremadura y la huida del gobierno de la República a Francia, en que la guerra estaba perdida, suponiendo que no hubiesen llegado antes a esta conclusión, y todo hace sospechar que sí, y en que era preciso ponerle fin cuanto antes, claro que salvando todo lo posible. Negrín lo intentó en varias ocasiones sin ningún resultado positivo. Entonces surgió lo de Casado y Besteiro. Casado consultó con los jefes de Cuerpo de Ejército de Madrid, todos comunistas, y ellos no se opusieron, y dieron más bien a entender que aceptarían la apertura de conversaciones con los nacionales a fin de concertar la paz con ellos. Y al principio se inhibieron. Pero para rehuir toda responsabilidad y poder aparecer un día como los únicos verdaderamente intransigentes, lanzaron a Barceló contra Casado, quedándose los demás a la expectativa. De haberlo querido realmente, los comunistas hubieran barrido a la Junta de Casado en las primeras veinticuatro horas. Pero no era ése su plan. Por eso amagaron y no dieron. Sin embargo, después que Casado y Mera derrotaron a Barceló, temieron que la Junta aún pudiera salir airosa en su empresa y entonces pidieron formar parte de ella. La junta los rechazó. Luego, los acontecimientos se desencadenaron desordenadamente: fusilamientos de Barceló y de su comisario Conesa, descomposición del ejército, deserciones y hundimiento de los frentes y, sobre todo, marcha atrás de los nacionales, que veían ya claramente que no tenían ninguna oposición firme al otro lado de las trincheras. En vista de ello, los comunistas, que saben maniobrar como nadie, reclamaron íntegramente la postura de la resistencia a ultranza y cargaron sobre la Junta toda la culpa de la rendición. Sabíamos todo esto, pero no podíamos probarlo, y aunque hubiésemos podido probarlo, nadie lo hubiera creído. Pero ahora la cosa cambia. Con la firma del pacto con Hitler se han quedado al descubierto y a nosotros nos ha llegado el desquite. ¿Cómo acusarnos ya de cómplices del fascismo si ellos son aliados de Hitler, eh?
—Sí, todo eso me parece muy bien desde el punto de vista crítico y dialéctico con vistas al mañana —le objetó Olivares— pero lo que a mí más me preocupa es el presente y el futuro inmediato. A nuestros compañeros no les basta con saber eso que, en fin de cuentas, son historias del pasado, sino que necesitan agarrarse a alguna esperanza para poder soportar su situación. ¿Qué les vamos a decir ahora, cuando saben que Hitler y Stalin van de acuerdo?
La reflexión de Olivares provocó en los reunidos, primero el silencio y, después, vagos y contradictorios pareceres que, más que tales, eran la expresión de las propias dudas y vacilaciones.
—Yo pienso —dijo Casi como resumen— que tenemos que jugárnoslo todo a la carta de la guerra. Será, de momento, un respiro. ¿No hay que inventar bulos de cuando en cuando para levantarles la moral?
—Sí, pero son cosas de poca importancia, que se olvidan en seguida. Ahora va en serio —y el representante de Izquierda Republicana añadió—: ¿Y si no sale esa carta?
—Mala suerte —replicó Casi—. Pero no podemos escoger.
—¿Tú crees en la guerra? —le preguntó Cejador.
—Aunque no lo vea claro, no tengo más remedio que creer en ella. ¿Qué otra salida nos queda?
—Ninguna, por supuesto —contestó el republicano.
—Pues entonces… Y hay que vivir, ¿no?
Por su parte, Serafín dijo a los suyos:
—Las democracias no piensan más que en sus intereses. Cuando se consolidó el poder soviético, cercaron a la URSS y, después, amamantaron a Hitler para que les sirviese de martillo contra el primer país socialista del mundo. Buscaban, como siempre, que alguien diese la cara por ellas, se batiese por ellas y les sirviera luego el triunfo en bandeja. Pero Hitler, una vez que se sintió fuerte, no quiso ser criado, sino amo, es decir, que les salió la criada respondona. Entonces empezaron las carantoñas a la URSS para que les sirviese de martillo contra Hitler. Qué bonito, ¿eh? Pero ya era demasiado tarde y demasiado conocido también el juego que se traían entre manos. Y Hitler y Stalin se preguntaron: ¿Por qué batirnos en beneficio del gran capitalismo y del gran imperialismo? Y se pusieron de acuerdo en no pegarse. De esta manera, las democracias capitalistas se han quedado solas frente a Hitler y frente a Stalin. Pero Stalin, que es, sobre todo, un marxista ciento por ciento, se queda al margen porque sabe que el capitalismo está condenado a destruirse él mismo en una guerra a la que le empujan sus propias contradicciones internas, y espera intervenir en el momento oportuno y hacer triunfar el socialismo en el mundo. Y esto es lo que está ocurriendo.
—Bien, pero nuestros camaradas de la base no están capacitados para entender este razonamiento —opinó Zaldúa—. Ellos necesitan…
—La guerra —le interrumpió Serafín.
—¿Estás seguro de que se producirá?
Serafín se le quedó mirando fijamente a los ojos al tiempo de clavarle la respuesta:
—La guerra es un resultado matemático, camarada. Y no te lo digo yo; te lo dice el partido.
Los dos grupos en que se dividía la población reclusa levantaron aún más los muros que los separaban y disminuyeron las bandas neutrales. Aunque ya no hubo entre ellos enfrentamientos colectivos, ni tampoco más choques violentos, eran frecuentes, sin embargo, las escaramuzas por parte de unos y otros. La intranquilidad y la irritación, latentes en todos, se exteriorizaban con cualquier pretexto. Estaban confusos, desorientados, descontentos consigo mismos. A ello contribuían también en gran manera las noticias del exterior que se filtraban por el locutorio o que algunos recogían de labios de los mismos guardianes, porque la firma del tratado germanosoviético había desatado los mismos temores y producido idéntico desconcierto en las filas de los vencedores. Sus amigos y familiares les soplaban a través de las rejas:
—A los curas y a muchos falangistas no les ha sentado muy bien que sean amigos Hitler y Stalin.
—Hay rumores de que van a poner en libertad a los comunistas.
—Dicen que si van a luchar por Stalin ahora.
—Me ha dicho un señor muy enterado que van a echarlo todo a rodar aquí los falangistas y los requetés, porque los requetés no tragan lo de Stalin, ni tampoco tragan a Hitler, porque son tan ateos el uno como el otro.
—Que se va a armar la de Dios aquí también.
—Que esto no hay quien lo entienda.
Alguien oyó decir a Von Papen discutiendo con Mister Eden:
—Puesto a elegir, me quedo con los comunistas, qué leche. Yo creo que somos muy parecidos en muchas cosas. No digo los de aquí, que son unos mierdas, sino los de Rusia. No discuten, coño; obedecen y van a lo suyo por derecho, con mano dura. Lástima que sean ateos. En cambio, a los otros no hay quien los entienda y no hay mayor puta que Inglaterra. Y los de aquí no son más que unos folloneros.
A lo que repuso Mister Eden:
—Desengáñate, es la lucha de los pobres contra los ricos. ¿Y qué somos nosotros? Pobres, más pobres que las ratas. Pero si no podemos comer siquiera, coño. Entonces, ¿qué hemos estado haciendo hasta ahora? Pues sacarles las castañas del fuego a los marqueses y a los obispos, que maldito si se preocupan de nosotros. Lo que te digo, el indio.
Don Félix llamó al centro a Olivares. Le hizo sentarse, le invitó a fumar y, después de anunciarle que en su próxima guardia tendría una comunicación extraordinaria con su madre y su hermana, le preguntó:
—¿Qué me dice usted ahora, después del pacto germano-soviético?
Olivares se encogió de hombros, sonrió y guardó silencio.
—Vea usted la Prensa —y don Félix le mostró el periódico desplegado sobre la mesa—. Ha suprimido sus insultos contra Stalin y contra Rusia, y ahora sólo arremete contra Inglaterra y contra Francia. ¿Qué le parece?
Don Félix aparecía menos frío y distante que otras veces, aunque tan correcto como siempre. Sin embargo, Olivares prefirió evadirse.
—Una gran jugada política —contestó.
—Sí, una gran jugada política en la que tanto usted como yo somos simples peones, ¿no?
—Exactamente.
—Ha llegado el momento en que uno ya no sabe cuál es su verdadero aliado ni quién su verdadero enemigo. ¿Quién gana entonces y quién pierde?
Olivares movió la cabeza en actitud dubitativa.
—Quién gana, si verdaderamente gana alguien, no lo sé. Tal vez nadie. Pero si sé quién va a perder si estalla la guerra de la que tanto se habla. Por supuesto, la juventud.
—Como siempre, ¿no?
—Eso es.
Don Félix se quedó pensativo un instante. Luego plegó el periódico lentamente y, como si hablara consigo mismo, murmuró:
—¿Y nosotros?
Olivares se encogió de hombros.
—Por lo que se refiere a mis compañeros y a mí, ya estamos acostumbrados a perder.
—Todavía es posible que nos obliguen a combatir otra vez.
Es posible; sí, es posible —recalcó siguiendo el curso de su pensamiento. Hizo una pausa y adelantando el busto sobre la mesa, le preguntó—: ¿No lo ha pensado? —Y como Olivares negase con la cabeza, añadió—: Pues no es ningún disparate. Dígame: ¿estaría usted dispuesto a batirse por Stalin?
—Eso sí que es un disparate —contestó Olivares rápidamente.
—¿Y por Hitler?
—¡Ni hablar! —y Olivares dio un pequeño salto en la silla.
Don Félix sonrió, pero volvió a preguntarle:
—¿Y por Inglaterra?
—Tampoco.
—Entonces…
—¿Y usted?
Don Félix le miró un momento a los ojos, movió la cabeza y dijo:
—Tampoco —y, tras de sonreír levemente, agregó—: Pues a lo mejor nos obligan, y en ese caso…
—No creo que nos obliguen a nosotros.
—Sí, hombre, sí, en batallones disciplinarios.
—Sería peligroso, ¿no cree?
Don Félix contestó con una sonrisa y, tras de sacudir de un papirotazo un copo de ceniza de su cigarrillo, caído sobre la mesa, se levantó, dando así por terminada la entrevista. Olivares se levantó también.
—Bien. Le voy a dar un consejo —dijo don Félix al estrecharle la mano—, y es que no hagan ustedes el tonto y armen jaleos. Por el bien de ustedes, no armen jaleos.
Los reclusos presentían que algo decisivo para sus vidas estaba a punto de producirse y vivían pendientes del acontecimiento. ¿Qué podía ser: la guerra internacional? Sí, pero ¿cuáles serían sus consecuencias con respecto a ellos? Unos pensaban que los militarizarían y que, incluso, los movilizarían. Entre éstos, los más optimistas se veían incorporados con el mismo grado que habían ostentado en el ejército de la República. Pero los más sensatos, que formaban la mayoría, temían duras represalias de momento aunque, a la larga, fuera su salvación. No faltaban tampoco los que especulaban con un cambio político interior que los favoreciese, ni los que hasta pronosticaban una inminente «vuelta de la tortilla». Todos, sin excepción, estaban convencidos de que la guerra sería la reanudación de la suya, dando por supuesto que la contienda civil española no había sido más que el prólogo de la que se anunciaba como universal.
Las noticias que continuamente se recibían en la prisión, aun deformadas con arreglo a los propios deseos, no satisfacían ya, sin embargo, la excitada imaginación de los reclusos, que iba mucho más allá y se impacientaba y se desbocaba. Fue entonces cuando empezó la costumbre de preguntarse uno a otro:
—¿Y qué dice radio petate?
Y los bulos inundaron la prisión. Bulos de todas las categorías y dimensiones. Bulos sibilinos, verosímiles, inverosímiles, pueriles, burdos, sensatos, inteligentes, incluso sutiles y fascinantes.
Gaspar y sus correligionarios espiritistas aprovecharon el momento para celebrar una de sus sesiones, que resultó espectacular por el número de curiosos que asistieron a ella, tantos que muchos tuvieron que quedarse arracimados en el pasillo. Olivares, Molina, Casi, don Alberto y Agustín, lo mismo que Zaldúa y Planas, no pudieron negarse a los tercos y vehementes requerimientos de Gaspar y acudieron también.
—Pero si es una mojiganga de locos —alegó don Alberto, resistiéndose a la presión de Olivares.
—Ya lo sé; pero, si nos negamos, se va a enfadar seriamente el pobre Gaspar, que lleva yo no sé cuánto tiempo empeñado en demostrarnos las prodigiosas virtudes de ese médium de no sé dónde. Además, ¿qué perdemos yendo? Nada y, a lo mejor, nos divertimos.
Tuvo lugar, después de la cena, en la última sala del último piso. Se había dejado un hueco en una de las esquinas. Allí, sentado sobre una colchoneta, se hallaba un hombre desnudo de cintura para arriba. Este hombre, de más de cincuenta años de edad, era tan flaco que sus huesos apuntaban bajo su piel amarillenta como si fuesen a agujerearla, y tenía una cabeza completamente calva y unos ojos saltones de mirada acuosa y soñolienta. Su estómago se hundía entre los costillares. En su rostro sobresalían los labios abultados, los pómulos muy prominentes y las grandes orejas por cuyos orificios asomaban guedejas de vellos encanecidos. Sus correligionarios habían formado una barrera ante él para contrarrestar la presión de la masa e impedir que ésta lo aplastase.
—Oye, si parece un faquir —comentó Agustín en voz baja.
—Debe de ser el médium, hombre —le dijo Olivares.
Ambos amigos, junto con Molina, Casi y don Alberto habían logrado situarse en la pared, cerca del hombre esquelético, y veíanse obligados a hacer fuerte hincapié contra el empuje sordo y constante de los demás asistentes.
Pronto, pese a que casi todos estaban tan desnudos como el médium, el calor se hizo húmedo y pegajoso, y antes de que comenzara la sesión los hombres sudaban como si estuviesen sumergidos en un baño de vapor. Como se trataba sobre todo de ver y oír, cada cual se estiraba cuanto podía, aunque tuviese que apoyarse en sus vecinos más próximos, y ello promovía codazos o protestas subrayadas con tacos e insultos. Por un momento, la reunión estuvo a punto de degenerar en airadas disputas, pero entonces una voz enérgica reclamó imperativamente silencio mientras que alguien reducía a una sola las luces eléctricas de la sala.
La escena quedó así en penumbra y súbitamente cesaron hasta los más leves y apagados rumores. En el silencio que siguió solo se percibía el gran jadeo arrítmico de la compacta y comprimida concurrencia. Tras una pausa, se oyó decir a la misma voz:
—Concéntrate, hermano, concéntrate.
El médium cerró los ojos y se tendió dócilmente sobre la colchoneta. Y la voz siguió repitiendo las mismas palabras en un tono cada vez más persuasivo y acariciador:
—Concéntrate, hermano, concéntrate.
Así hasta que fue ya una sola la palabra:
—Concéntrate…, concéntrate…, concéntrate…
Olivares miró al hombre que las pronunciaba. Tenía todo el aspecto de un campesino: robusto, rechoncho, rostro cuadrado, manos recias… Cabello y vello canosos; aquél, cortado a rape; éste, muy abundante en brazos, tórax y vientre. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Al hablar descubría su fuerte dentadura y escondía los ojos en la sombra de sus cejas enmarañadas junto a él, y también sentado en el suelo, se encontraba Gaspar, con los ojos cerrados y las manos en las orejas.
El médium se quedó rígido y el hombre aquel murmuró:
—Ya está en trance.
Hubo una pausa y, de pronto, el médium empezó a agitarse, como si le acometiera un temblor de calentura. Seguidamente, la agitación se hizo más violenta. Movía la cabeza a un lado y a otro, arqueaba la espalda y gemía por entre los labios fuertemente contraídos. Y al efectuar esos movimientos, sus huesos crujían y chascaban, como si se quebrasen.
—Habla, hermano Nicolás —le ordenó suavemente, casi dulcemente, su inductor.
Pero el hermano Nicolás lo que hizo fue dar saltitos y reírse como si le hiciesen cosquillas. Aquella actitud provocó la cólera del otro, quien adelantando el busto hacia el médium le ordenó tajantemente:
—¡Fuera, espíritu burlón! ¡Deja en paz al hermano Nicolás! —Pero como siguiera riéndose, levantó los puños en el aire y conminó al invisible adversario—: ¡Fuera he dicho!
Don Alberto, aplastado entre Olivares y Casi, más altos y corpulentos que él, gimió, boqueando como un pez fuera del agua:
—Me desintegro, amigos. Como no entre un poco más de aire, yo me asfixio.
En efecto, se notaba la falta de oxígeno, pero eran los olores fisiológicos que saturaban el aire, junto con el calor húmedo que despedían los cuerpos, lo que producía en don Alberto y en los demás una angustiosa sensación de asfixia. Los hombres respiraban por la boca, fatigosamente, y por los rostros, los torsos y las espaldas corría el sudor. Casi y Olivares procuraron, no obstante, aliviar la situación de don Alberto separándose un poco de él para que dispusiera de más espacio y sus pulmones no estuviesen tan oprimidos. Entre tanto, el hermano Nicolás había dejado de reír y aparecía relajado.
—Habla, hermano, habla.
Pasados unos instantes de quietud, volvió de nuevo a agitarse. Su respiración se hizo más fuerte y ruidosa y, tras una sacudida, sus labios empezaron a moverse. Se puso rígido y sus manos se crisparon sobre la colchoneta.
—Habla, hermano. ¿Qué tienes que decirnos?
Y se oyó su primera palabra:
—Hermanos…
—¿Quién eres?
—No te importa.
—¿Estás en la luz?
—Sí.
—Pues habla, por favor. Te escuchamos.
Siguió un compás de silencio en que los hombres ahogaron hasta la respiración. Olivares cruzó una mirada con Casi y Molina y los tres pudieron observar la estupefacción en los rostros, sorprendidos por una misma corriente paralizadora. Ni pestañeaban siquiera y a la sucia luz que la empolvada bombilla proyectaba sobre ellos, formaban un único rostro gigantesco, petrificado por el estupor. Ni siquiera Agustín y don Alberto se habían librado de la sugestión colectiva y miraban, fascinados, al médium en trance.
Antes de que pudiera producirse una reacción entre los asistentes, balbució el hermano Nicolás:
—Veo…
—¿Qué ves? —preguntó rápidamente el hombre con apariencia de campesino.
—Veo… Veo sangre… Mucha sangre… Un río de sangre… —Su voz subía de tono, palabra a palabra, y se hacía, progresivamente, más dolorida y dramática. Prosiguió entre pausas—: El río de sangre pasa por campos y bosques, y también por ciudades… Hay hombres desnudos que se bañan en él y salen chorreando sangre… —También sus estremecimientos eran cada vez más fuertes—. Otros hombres ríen… Ríen… Veo sus dientes… Ríen y corren tras las mujeres… Las mujeres huyen, espantadas… Pero los hombres las alcanzan… Las cogen… Ellas gritan… —Gritaba ya también el médium. Se retorcía las manos. Ballesteaba sobre la colchoneta y gemía. Pero hizo una pausa, respiró hondamente y empezó de nuevo, bajando el tono de su voz—: Hay otros hombres que beben y ríen… Y mujeres que beben y ríen con ellos… Suena la música… Es una música suave… Es de noche… Veo niños que duermen… Y calles solitarias y oscuras… Y oigo sirenas… Sirenas que aúllan… ¡Los niños se despiertan! ¡Corren hombres y mujeres por toda la ciudad! ¡Y los niños lloran!… Oigo cañonazos… Cañonazos, cañonazos, cañonazos… —El médium saltaba sobre la colchoneta. Al hincharse su pecho para respirar, quedaban al descubierto sus costillas, tirantes, descarnadas, como las de un esqueleto. Y gritaba—: Oigo explosiones… Es un río de fuego… Parece de día… Un día rojo. Las casas se derrumban… ¡Dios mío, los niños!… Caen entre los escombros… Cabecitas, piernecitas… Y llega el fuego… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
El hermano Nicolás dio un postrer brinco y cayó exhausto sobre su yacija. Su voz, que había sonado en sus últimas palabras como un estertor, con fallos ininteligibles, se quebró definitivamente y comenzó a sollozar, al principio con ahogos, hipos y convulsiones, y luego, a medida que se iba relajando, con un llanto más apacible y fluido, con un chorro de lágrimas silenciosas.
Sin embargo, la gente permaneció allí hasta que el compañero del médium se levantó y se volvió para decir a los concurrentes:
—Compañeros, Nicolás va a despertarse de un momento a otro. Ha sufrido mucho y es conveniente que despejéis la sala para que pueda descansar.
Fue como la súbita interrupción de un turbio sueño, como si se encendiese bruscamente la luz en medio de una proyección cinematográfica. Los hombres se miraron unos a otros, sorprendidos, atónitos. Y fue un gran respiro después. Los espectadores sintieron de pronto el calor, la asfixia y el cansancio, y la necesidad de moverse, de respirar aire más puro, de volver a ser ellos mismos. Y también una enorme decepción. Otra vez la cárcel, la inseguridad, el temor. Y obedecieron perezosamente al principio y con prisa después. Y corrieron en grupos, a la desbandada. Y nadie se rió.
Agustín dijo:
—Yo había oído a mi padre hablar de estas cosas. Molina comentó:
—Desde luego es un fenómeno impresionante. El médium decía lo que pensábamos todos.
—Sugestión colectiva —diagnosticó Olivares.
—Y la guerra. La guerra que todos deseamos y tenemos —opinó finalmente Casi.
Entonces sonó el toque de silencio.
Días después, no habían hecho más que comenzar la faena del despioje, poco antes del segundo recuento mañanero, cuando una voz gritó en la sala:
—¡Silencio, compañeros!
Los reclusos, con los pantalones caídos a los pies, prosiguieron la cacería por entre las costuras y los pliegues de los calzoncillos, fumando o charlando entre sí, porque no era aquélla la voz de Diéguez ni de ninguno de los guardianes, hasta que volvió a oírse con más rabia:
—¡Queréis callaros, coño!
Ante esa insistencia, los hombres trataron de descubrir al autor de los gritos. Estaba en medio de la estancia. Se había subido los pantalones con una mano mientras que con la otra, colocada junto a la oreja, pretendía, al parecer, escuchar alguna voz lejana. Lo tomaron a chacota y le zahirieron con pullas:
—Míralo, pues no se ha puesto cachondo el tío por la mañana…
—¿Ya te ha dado el telele, tú?
—Anda, mata piojos y déjate de coñas.
—A que le ha dado por lo del espíritu…
Pero el aludido no hizo caso y fue andando en la misma postura hasta muy cerca de los ventanales.
—A ver si te suelta un tiro el chorchi, chalado —le advirtieron.
Él, sin embargo, no se dejó impresionar y, de pronto, se volvió a sus compañeros, muy excitado:
—¿No oís?
—Ni torta.
—Ahí va. A que ve visiones…
—El hambre le ha vuelto loco.
—¡Amarradlo, que se escapa!
Pero sus insistentes gestos invitando a los demás a que se le uniesen hizo que otros se le acercasen, un poco intrigados, y que alguno le preguntara en serio:
—¿Qué pasa, hombre, qué pasa?
Y la sala se quedó en silencio. El que había dado la alerta, repitió:
—Pero ¿no oís?
Los que estaban a su lado daban muestras de escuchar con mucha atención, y él se volvió al cabo de unos segundos para anunciar a gritos, presa ya de una incontenible exaltación:
—¡Que los alemanes han invadido Polonia! Se oye vocearlo a los vendedores de periódicos. ¡Por mi madre, compañeros!
La noticia y la patética forma de anunciarla pusieron en pie hasta a los más escépticos, como a toque de corneta, e impulsaron a todos a correr hacia allí, a saltos, trompicando y dando traspiés porque la emoción les había hecho olvidarse de subirse los pantalones. Pasada la primera confusión y tras algunos siseos reclamando silencio, se quedaron a la escucha, inmóviles y mudos, como traspuestos.
No se oía más que los ruidos acostumbrados: el timbre de algún tranvía, musiquilla de los receptores de radio vecinos, el rumor de los trajines en la cocina de la prisión, voces desperdigadas… Recostados contra las paredes de las garitas, los centinelas devanaban el aburrimiento pensando tal vez en sus novias lejanas, en las fiestas del pueblo o en su vuelta al hogar con la licencia en el bolsillo. El sol lamía los viejos tejados, y, sobre ellos la luz era un fulgor dorado que ascendía hasta un cielo vagamente azul. Nada especial perturbaba la rutina de aquella mañana de septiembre y todo hacía presumir que seguiría un día caluroso y monótono, exactamente igual a los anteriores. Ya estarían las mujeres formando cola en la calle para comunicar. Comenzarían pronto a llegar los paquetes con comida y ropa limpia. Se repartiría luego el correo. Se discutirían las noticias procedentes del exterior hasta la hora del rancho, y el rancho consistiría, como siempre, en pocas lentejas y muchos palitroques… Un día más, en fin, vacío, en blanco, lleno de interrogantes y de temores, que se iría de puntillas, subrepticiamente, como un ladrón, al llegar las primeras sombras de la noche… Un día sin fecha en el calendario.
Pero de repente, aquellos hombres sintieron un hondo escalofrío, y luego una violenta sacudida nerviosa, la descarga de una emoción casi insoportable. Y era porque acababa de oírse claramente el grito del vendedor de periódicos:
—¡Últimas noticias, con la invasión de Polonia por los alemanes!
No pudieron ya contenerse y estalló el júbilo. La ansiedad, el miedo, la desesperanza, la decepción aniquiladora, el deseo de vivir y el dolor inenarrable, sentidos, sufridos y reprimidos durante tantas, tantísimas horas, se fundieron en un solo acorde triunfal, que en realidad era un grito instintivo de liberación.
—¡Ya está liada, ya está liada!
—¡Es la guerra, compañeros! ¡La guerra!
—¡La guerra!
—¡La guerra!
Se abrazaron y algunos formaron parejas y comenzaron a bailar con los pantalones a rastras, olvidados los rencores de partidos, las rencillas y las antipatías personales. Zaldúa abrazó a Olivares y Casi cruzó un abrazo con Planas. Agustín había cogido de un brazo a Cejador y le hacía correr en círculo del modo que los pieles rojas danzan en torno al fuego. Don Alberto y Molina contemplaban el jolgorio de sus compañeros con los ojos humedecidos. Entre tanto, llegaban mensajeros de otras salas, que repetían la buena nueva desde la puerta y desaparecían rápidamente para seguir corriendo la noticia por toda la prisión.
Surgieron las carcajadas, las bromas y los chistes. Algunos se asomaron a los ventanales para saludar a los centinelas agitando los brazos y gritándoles:
—¡Salud! ¡Salud!
Pero los centinelas, alarmados al observar en los departamentos de los reclusos un movimiento y una algazara insólitos, se echaron los fusiles al hombro por toda respuesta, y ante tan elocuente conminación, los optimistas confraternizadores se retiraron más que aprisa de los ventanales, empujándose unos a otros y rodando todos finalmente por el suelo.
—¡Cuidado!
—¡Cuerpo a tierra!
—¡Joder, con los hijos del pueblo!
—Esos le pegan un tiro al lucero del alba.
—Y, a lo mejor, les vale un permiso.
—Coño, eso ya ha pasado alguna vez.
El susto sirvió para apagar los ardores nerviosos provocados por la invasión de Polonia, y restablecer la calma. Desahogada la presión interior, se imponían ya el análisis y el regusto de la noticia, sacarle todo su jugo y tratar de prever sus inmediatos resultados. Así, pues, se formaron los corros de siempre y, en ellos, las voces más autorizadas comenzaron a explicar la lección extraordinaria de aquel día.
—Sí, ya no hay duda. La guerra es un hecho —comentó Molina.
—Y ya está la suerte de todos otra vez en el bombo —dijo Agustín.
—¿Qué van a hacer ahora, los ingleses? —fue la pregunta de Casi, que él mismo se respondió—: Yo creo que ahora no pueden echarse atrás.
—Desde luego que no —añadió Olivares—, porque los ingleses sabían que, tarde o temprano, esto tenía que llegar. Pues ya ha llegado.
—¿Y Rusia? —preguntó Cejador.
—Por de pronto los ha enzarzado —respondió Casi—. Esperará a ver qué pasa y luego… Pero no olvidemos a los Estados Unidos y al Japón… La cosa se va a complicar más de la cuenta, me parece a mí.
Molina, moviendo la cabeza con pesar, se lamentó:
—Y pensar que van a morir millones de hombres, mujeres y niños… Es espantoso.
—Sí, y nos alegrarnos de que estalle la guerra, ya ves… ¡Eso sí que es espantoso!
—Pero no van a morir por nosotros, Federico, ni por culpa nuestra —le replicó Agustín—. Lo que pasa es que, de rechazo, nosotros, que estábamos perdidos podemos ganar.
—Y ganaremos, porque la victoria será de las democracias que, digan lo que quieran los fascistas y los comunistas, son todavía los países más ricos y más fuertes —y Cejador golpeaba el aire con el puño.
—Pues eso es lo más importante, cueste lo que cueste. Para nosotros es la única salvación posible, ¿no es eso? Pues entonces… Que den ellos el pecho ahora como lo dimos nosotros, qué leche —dijo Agustín.
A don Alberto, callado hasta entonces, se le ocurrió decir:
—Que se han olvidado ustedes de Mussolini…
—¿Mussolini? —y Agustín se echó a reír—. ¡Valiente mamarracho! Si Mussolini no vale más que para organizar desfiles… Ya se vio en Guadalajara.
Pero Molina planteó un problema que enfrió un poco el entusiasmo de sus compañeros.
—Bien. ¿Y España, qué va a hacer España? Tendrá que entrar también en el fregado, ¿no? Pues en ese caso nosotros correremos un gran peligro, no lo olvidéis.
En el corro de los comunistas decía Serafín:
—¿Veis cómo el partido tenía razón? Hitler ya se ha lanzado. Ahora les toca lanzarse a las democracias. Quiere ello decir que el capitalismo ha empezado a devorarse a sí mismo, como habían pronosticado Marx y Lenin. Estamos, pues, en vísperas del triunfo de la URSS, del triunfo de la revolución, de nuestro triunfo. Tenemos que estar preparados para cuando llegue la hora. Hay que redoblar nuestro trabajo político, movilizar las células… Y tenemos, sobre todo, que atraernos a los socialistas y a los republicanos, y vigilar a los anarcosindicalistas… Los anarcosindicalistas son nuestros peores enemigos en el campo revolucionario, pero no conviene ahora combatirlos de frente. Es mejor vigilarlos, comprometerlos y, si es preciso, aliarse con ellos para tenerlos cerca. Algún día ajustaremos las cuentas, ya lo veréis, y entonces les pasará lo que le pasó a Makno y a su pandilla en Ucrania. Eran unos contrarrevolucionarios…
La aparición de Toledano hizo que la pregunta de Molina quedase en el aire, sin respuesta, porque la atención le todos fue atraída por el ordenanza.
—¿Qué? —le preguntó inmediatamente Cejador—. ¿Algo nuevo?
—¿Traes más noticias?
—¿Qué se dice fuera?
—Sois la caraba, ¿eh? No le dejáis a uno ni respirar —y Toledano les hizo señas con la mano para que se calmasen.
Luego dijo: He leído la noticia en el periódico. Dice poco porque es un telegrama de última hora. Dice que los alemanes han atravesado la frontera de Polonia esta madrugada y que avanzan hacia el interior. Nada más. Pero trae otra cosa buena y son las declaraciones de Chamberlain, quien ha dicho que si los alemanes atacan a su aliada Polonia, Inglaterra y Francia cumplirán sus compromisos e irán a la guerra por ella.
—¡Huevos, está claro! —le interrumpió Agustín.
—Desde luego —siguió diciendo Toledano—. Los funcionarios están con el morro alzado, más serios y alicaídos que Dios. Piensan que ya está liada y no les hace gracia tener que volver a las trincheras.
—Con lo bien que estaban ahora, hombre… Mira que es mala suerte —bromeó Agustín.
Luego, Toledano, dirigiendo sucesivamente su mirada a Agustín, Molina y Olivares, añadió:
—Y ahora viene… Bueno. Que mañana por la noche vosotros tres y cincuenta más saldréis para el penal de Ocaña a extinguir condena.
—¡Coño! —se le escapó a Agustín.
—¿A Ocaña? Ése es un penal con todas las de la ley, ¿no? —preguntó Molina.
—Bueno ¿y qué más da ya? No vamos a estar allí los treinta años, ni mucho menos… ¡Ni treinta meses! —comentó alegremente Agustín—. Y así cambiamos de aires y conocemos más gente. Ahora, lo que tienes que hacer, Toledano, es avisar a las familias para que podamos despedirnos de ellas.
—Hombre, claro. Ya he pensado en ello. Las veréis en la estación.
—En tren y todo. ¡Cojonudo, che!
Entre tanto, Olivares había observado que Zaldúa se dirigía hacia ellos y le salió al paso.
—¿Qué, algo más? —le preguntó Zaldúa.
—No, lo que ya sabemos. Bueno, hay algo más: que nos mandan a unos cuantos a Ocaña a extinguir condena.
—¿A Ocaña? ¡Rediez! Ése es un penal de verdad.
—Sí, con mazmorras y todo, según creo.
—Bah, pero será por poco tiempo.
—Ojalá.
—No te preocupes por eso. A lo mejor nos vemos allí —y al tiempo de alargarle la mano, añadió—: ¡Suerte, camarada!
Agustín declamaba con énfasis cómico ante sus amigos:
—Las celdas rezuman agua. No tienen más luz que la poca que entra por un estrecho ventanillo situado junto al techo. Golpeas los muros y no te oye nadie. Gritas y no te oye nadie. Estás en una tumba, compañero. Hace frío, mucho frío. Tiritas. Y de cuando en cuando oyes retumbar por aquellos túneles de piedra una voz tremebunda que te recuerda constantemente: ¡Treinta años! ¡Treinta años! ¡Treinta años! ¡Infeliz! ¡Infeliz! ¡Infeliz!
Hubo risas y alguien gritó:
—¡Eso es del Conde de Montecristo, tú!