XI

… donde ni una fosa hallamos

para enterrar, en silencio…

Después de poner la mesa para cenar, Cristina apagó la luz eléctrica y se sentó en una butaca, junto al balcón abierto, sudorosa y cansada. De la calle subía una vaharada de asfalto caliente en aquellas primeras horas de la noche de julio. Algunos chiquillos, incansables, se resistían a recogerse en sus casas y seguían jugando a la luz de las farolas. Sus gritos y sus risas, sonaban como un cascabeleo alegre. De cuando en cuando se oía una voz de mujer:

—¡Encarnita! ¡Luis!

—¿Qué, mamá?

—Que subáis a cenar.

—Espera un poco.

—No. Ahora mismo.

Toda la vecindad, ligera de ropa, buscaba los respiraderos de ventanas y balcones, sin que ni aun así lograse un alivio contra el sofocante calor almacenado en las habitaciones. Por los tubos de los patios interiores ascendían el humo y los olores de los guisos, el ruido de la cacharrería y el rumor de las voces familiares. Todos estos sonidos formaban un zumbido monocorde y confuso como el de un motor o el del oleaje del mar.

Cristina, con los ojos cerrados, no oía nada, ni siquiera el trajín o las voces de Alfonsina y Laura, que preparaban la cena en la cocina, ni tampoco el chirrido de la lima que su hermano Andrés manejaba en la habitación contigua. Inmersa en sus adentros, Cristina no escuchaba más que sus voces interiores. Como la mujer de Lot, sólo sabía mirar hacia atrás, hacia el pasado. Su vida era un montón de rescoldos o un desván de recuerdos. Y ella aprovechaba cualquier paréntesis de recogimiento para soplar sobre aquéllos o revolver éstos.

(Ay, Julio, y tú dijiste que nuestro Federico sería con el tiempo un hombre importante, que triunfaría porque tenía talento y voluntad, y tantas veces me lo dijiste, y tantas veces te oí decir lo mismo, que ya era cosa sabida para todos nosotros, y eso que entonces era sólo un niño, y la verdad es que no lo desmintió, y que a medida que crecía fue demostrando cada vez más claramente sus facultades, y sus profesores lo apreciaban y decían lo mismo, y consiguió siempre notas brillantes y como si el estudio fuese para él la cosa más sencilla y natural del mundo, y yo me sentía orgullosa al ver que seguía adelante sin gran esfuerzo y que conseguía todo lo que se proponía, y al mismo tiempo era modesto y sencillo y formal, sin que nunca se le subieran a la cabeza los éxitos, y cariñoso y respetuoso conmigo y con su hermana, pero por qué se metería en política digo yo, por qué si él no tenía necesidad de ella y conocía además lo que le pasó a mi padre y lo que te pasó a ti, porque la política no es más que para los desaprensivos, aunque ya la cosa no tiene remedio y si pasó, pasó, que lo que importa más es saber cómo ha de arreglárselas de ahora en adelante, pues cuando recobre la libertad le será muy difícil abrirse camino contra todo y contra todos, él solo, sin ayuda de nadie, y tendrá que luchar mucho y nosotros con él; sí, Federico, te ayudaremos todo lo que podamos, empezando por irnos de esta casa, porque mis hermanos están deseando que nos vayamos, que los dejemos solos, que yo se lo noto y Alfonsina también, pues nos iremos y otra vez juntos los tres o tú y yo solos, hijo mío, si Alfonsina se casa pronto, qué problemas Dios mío, lograremos salir a flote y tú poco a poco irás conquistando lo que te mereces, quién sabe si todo esto que te ha pasado y que nos ha pasado no será para bien tuyo y nuestro. Dios es el único que puede saberlo, pues te ha sacado de un ambiente que resultaba demasiado estrecho y pueblerino, eso, pueblerino, y te ha enseñado muchas cosas y ahora te coloca en otro ambiente que quizá, aunque te cueste mucho dominarlo, te ofrezca luego más porvenir, mejor porvenir, yo creo que sí, que te va a beneficiar, Federico, porque no hay mal que por bien no venga si no desespera uno y confía en Dios, ya lo verás, que Dios aprieta pero no ahoga, y tú te mereces lo mejor, y no has hecho mal a nadie, de eso estoy tan segura como que soy tu madre, que te parí yo, y que te portarás bien siempre, siempre con la cabeza alta como decía tu padre, eso es lo que nadie nos ha podido quitar, de manera que cuando salgas, tú, como si tal cosa, a lo tuyo, sin olvidar nada, eso no, pero sin dejarte tampoco, ni mucho menos, arrastrar por los recuerdos, vida nueva en todo, ni Aurora ni ningún sentimentalismo ya inútil, mirando hacia delante, que es tu vida, y no como la mía, que es todo lo contrario, el pasado, porque ¿qué puedo esperar yo?, tan sólo veros a vosotros, a ti y a Alfonsina haciendo vuestra vida, y así yo seré feliz, todo lo feliz que puedo ser ya, por lo menos moriré tranquila, porque creo que no voy a vivir muchos años, ya me siento agotada, cada día puedo menos, pero no me importa con tal que vosotros podáis cada día más, que así ha sido siempre entre padre e hijos, y es la ley de vida, y para mí el mayor gozo que me espera es verte libre, aquí, con nosotras, para siempre, porque ya nada ni nadie nos separará, lo tenemos todo preparado para ese momento, hasta un traje, una camisa, una corbata y unos zapatos, que trajimos del pueblo, de los que te dejaste allí, que aún te valdrán, ya lo creo, o te arreglaremos esa ropa, tú no te preocupes…).

Sin embargo, cuando vibró el timbre de la puerta del piso, se estremeció, abrió los ojos y se puso en pie automáticamente. Luego, encendió la luz eléctrica y exclamó, llevándose las manos al corazón.

—¡Jesús!

Se encendió también la luz del pasillo y apareció en él la figura de Alfonsina, seguida de tío Andrés, muy pálido, remangada la camisa y balbuciendo:

¿Quién será a estas horas? ¿Quién será?

Tío Andrés temblaba.

—¡Es él! —dijo entonces Cristina—. ¡Federico!

Entre tanto, Alfonsina había corrido a abrir. Cuando sonó el pestillo de la cerradura, Cristina estiró la cabeza en aquella dirección, anhelante, y se oprimió aún más el pecho con las manos. Tío Andrés cerró los ojos y dejó pender sus brazos a lo largo del cuerpo y apareció tía Laura secándose las manos en el delantal de cocina, asustada. En ese momento sacudió el aire la súbita y penetrante descarga de una radio vecina, que impidió oír todo lo demás.

Cristina se llevó instintivamente las manos a los oídos y gritó:

—¿Qué pasa?

Tío Andrés y tía Laura permanecieron mudos y expectantes hasta que reapareció Alfonsina con un papel en la mano.

—¿Qué es? ¿Qué es eso? —le preguntaron a dúo.

Alfonsina, sonriente, no hizo caso de sus tíos, y mostrando en alto el papel a su madre y levantando la voz sobre el estruendo de la radio, dijo:

—¡Una carta, mamá! ¡De Federico!

La mirada de Cristina se humedeció. Rota la expectativa, tío Andrés, secándose el sudor de la frente con la palma de la mano, exclamó:

—¡Vaya susto!

—¡Qué angustia, Jesús bendito! —suspiró, a su vez, tía Laura, añadiendo—: Van a conseguir que en una de éstas se me pare el corazón.

Una segunda radio y, casi simultáneamente, otras más tronaron con las vibrantes notas de un himno oficial y la estancia se anegó de ruidos ensordecedores. Cristina hizo señas a la muchacha para que se acercase y, luego, corrió a cerrar el balcón. Al mismo tiempo, tío Andrés y tía Laura desaparecieron camino de la cocina, arrastrado aquél por el enérgico brazo de ella. Tío Andrés, delgado, pasivo, abúlico; tía Laura, regordeta, sanguínea, posesiva.

Madre e hija se miraron, y aquélla dijo:

—Cierra la puerta.

—Quedaron solas y aisladas las dos en el comedor. El ruido de las radios se había ensordecido y alejado.

—Ven, Alfonsina, y léemela. Anda, date prisa —dijo Cristina volviendo a sentarse.

—Pero… —y Alfonsina señaló a la mesa preparada para cenar.

La madre se encogió de hombros.

—Que cenen ellos ahora, si les apetece, o que hagan lo que quieran.

Alfonsina obedeció. Tomó asiento en una silla junto a su madre y mientras rasgaba el sobre murmuró:

—No entrarán hasta que hayamos terminado de leer la carta. Es su forma de reprocharnos que vivamos pendientes de Federico.

—Piensan que les complicarnos la vida y que la situación de tu hermano puede perjudicarlos.

—No me negarás que es muy desagradable.

—¡Qué se le va a hacer! Pero tú no hagas caso ahora de eso. Vamos a lo nuestro, hija.

Alfonsina desdobló las cuartillas, que crujieron suavemente, y comenzó la lectura:

«Mis queridas madre y hermana…».

Cristina se rebulló en su asiento y cerró los ojos. Alfonsina, por su parte, se recogió el pelo de la frente sudorosa y continuó leyendo:

«Aunque ya conocéis a grandes rasgos lo ocurrido, siento la necesidad de explicároslo extensa y detalladamente por escrito. Es un modo como otro cualquiera de quedar tranquilo y, además, de ordenar un poco los hechos que están frescos en mi memoria, con el fin de que después, cuando haya pasado el tiempo, no tenga que esforzarme mucho para recordarlos con todos los detalles. Así que comenzaré por el principio. Estábamos en el patio, por la tarde, muy contentos porque acabábamos de enterarnos de que los presos falangistas, colocados en las oficinas de la prisión para espiar a nuestros compañeros, habían sido trasladados a la de Porlier a causa de la indiscreción de otro preso amigo nuestro, el cual, como el que no quiere la cosa, se dejó decir, en esta tarjeta semanal que nos permiten escribir a la familia, que de los cinco duros que le impusieron la semana anterior, tres habían ido a parar a manos de esos falangistas para obtener algunos datos de su expediente. Cosas de la cárcel. Pues bien, estábamos comentando ese chisme cuando el voceador gritó mi nombre:

—¡Federico Olivares García! ¡A jueces!

Para mí fue como un pistoletazo. Me quedé inmóvil y aturdido. Porque ¿sabéis lo que puede significar esa llamada? Pues sacarte de la cárcel y llevarte a uno de esos centros de información para la instrucción de nuevas diligencias. Es decir, vivir otra vez la pesadilla de una nueva acusación, noches de insomnio, interrogatorios… Mis amigos me miraban como se mira a una víctima, entre asustados y compadecidos. Se había hecho el silencio en el patio, un silencio que era como si cien brazos me empujasen por la espalda. Y así, sin darme cuenta, me vi ante el voceador.

—Soy yo —le dije.

—¿Por qué no has gritado presente? —me increpó él. Luego, al ver que no le replicaba, me ordenó—: Sígueme.

Andando tras el voceador llegué al centro, o sea, a la oficina del jefe de servicios. Por desgracia, no estaba ese día don Félix, quien me hubiera explicado en seguida de qué se trataba, sino el Pelines, un tipo que no te mira a la cara y que no te deja nunca hablar. El Pelines, sin levantar la vista de los papeles que tenía sobre la mesa, dió orden al voceador de que me acompañase al despacho destinado a los jueces. Mientras, yo había tratado de descubrir a Toledano, un compañero que desempeña el cargo de ordenanza junto al jefe de servicios.

Vosotras ya lo conocéis. Es ese chico moreno, de ojos pequeños y redondos, que os acompaña siempre que don Félix os concede una entrevista conmigo en su despacho. Pero tampoco estaba allí en ese momento. Tuve que seguir de nuevo al voceador. Por el camino le pregunté:

—¿Sabes tú para qué me llaman?

Yo quería prepararme. En estos casos, si uno sabe por dónde le van a salir, tiene mucho ganado. Lo terrible es lo contrario. ¿Qué querían saber de mí? ¿De qué se me acusaba? Mi acompañante se limitó a encogerse de hombros y decirme:

—A mí no me han dicho nada. Pero será para alguna declaración, digo yo.

Sentí que las piernas me temblaban. Me vi perdido. Y pensé lo peor.

¿No irían a leerme la sentencia de muerte? En ese caso, pasaría a capilla directamente… Fue un instante de desfallecimiento. Me dolieron los intestinos y tuve la sensación de que no me entraba aire en los pulmones. Un sudor helado me corrió por todo el cuerpo.

—¿Da usía su permiso?

Mi acompañante había entreabierto una puerta y asomado a medias por ella la cabeza al interior.

—¿Quién es? —preguntó una voz dentro.

El voceador dio mi nombre.

—Que espere ahí. Ya le llamaré —replicó, con acento autoritario e impaciente, el hombre invisible para mí.

Entonces, mi acompañante entornó la puerta y me dijo:

—Ya lo has oído. Espera aquí hasta que te llamen, y que haya suerte.

Y me quedé solo. Al fondo del pasillo, una sucia cristalera filtraba la luz de la tarde, todavía dorada y caliente. La atmósfera era sofocante y yo rompí a sudar, pero ya con un sudor ardoroso, de vida. Me desapareció el temblor de las piernas y, de pronto, me quedé tranquilo. No sé por qué la luz que yo veía al final del pasillo me transportó a una de aquellas tardes en que íbamos papá y yo a pescar cangrejos. Volví a ver a papá levantando un retel rebosante de cangrejos y le oí decirme:

—Mira, mira qué tenazas tiene éste.

—Debe de ser un abuelo, papá —me oí decir a mí.

Eran tardes también de julio o de agosto, muy calurosas, pero deliciosamente templadas junto al río, a la sombra de los árboles que lo bordean. Mientras papá iba revisando los reteles, yo solía darme un baño en alguna de las pozas que formaban los meandros del río. A veces lograba coger un barbo con la manga que para eso me había fabricado yo mismo. Cuando sentíamos hambre, improvisábamos una merienda con cangrejos asados. Papá, después, fumaba ensimismado y era yo quien levantaba por última vez los reteles. Regresábamos al anochecer, y durante todo el camino yo le hacía preguntas sobre todo lo que se me ocurría. Algunas eran preguntas difíciles, lo reconozco ahora, pero papá siempre me daba una respuesta que me dejaba tranquilo. Creo que fueron las lecciones más provechosas de mi vida. Era hermoso andar junto a él por veredas entre juncos y, luego, por aquel caminillo, cruzándonos con gentes que nos saludaban y nos decían frases cariñosas:

—Ya va para arriba el mocete, don Julio.

—¡A la paz de Dios, don Julio!

—Y la Rosario ¿cómo anda? —preguntaba, a lo mejor, papá, y añadía—: Mañana pasaré a verla.

—Gracias, don julio, pero parece que ya no se queja tanto de la reúma.

Salían las primeras estrellas. El campo, redondo como una plaza de toros, se henchía de rumores. Alguien, jinete sobre un borriquejo, cantaba entre dientes una copla. El ladrido de un perro. El grito de una ave nocturna… Y un aliento de paz.

—¿Por qué es tan triste la noche, papá?

—Porque algo se acaba, hijo mío, cada noche. En cambio, la mañana es siempre alegre, porque con ella comienza algo. Yo no lo entendía, pero sí lo entendía. Quiero decir que yo no hubiera sabido explicarlo entonces, pero que me dejaba lleno de certeza. Me sentía tan seguro a su lado… ¿Por qué recuerdo ahora a papá con tanta frecuencia y tan intensamente que me parece que está a mi lado, que lo siento, que lo huelo, como si respirase junto a mí? Quizá por eso mismo, por la seguridad que me daba… La única vez que tardó en contestar fue cuando le pregunté la razón de que hubiese tantos pobres pobres y tantos ricos ricos en el mundo, que unos tuvieran tanto y otros nada. Al cabo de un rato de silencio, me dijo algo parecido a esto:

—Por el miedo. Los hombres vivimos constantemente atemorizados ante el futuro: la muerte, las enfermedades, la pobreza… y luchamos por conseguir alguna seguridad frente a tantos riesgos. Ello nos hace egoístas, despiadados, y el hombre roba, engaña y hasta mata. Cree que acumulando riquezas y estableciendo distancias con sus semejantes puede llegar a ser realmente poderoso. Claro, en esta lucha sin cuartel, los más débiles son arrollados y aplastados por los más fuertes o los más crueles. Es lo mismo que pasa entre las bestias. Pero es mentira. Al final, todos somos vencidos.

No lo olvidé nunca.

—Fíjate —me dijo después, señalando con su brazo extendido la inmensidad que nos envolvía—. ¿Qué somos nosotros, tú y yo, en medio del campo y de la noche? —Y, tras otro silencio, añadió—: Nada.

Pero oí que gritaban:

—¡Pase! ¡Pase!

La voz me sonó como un cañonazo. Se desvanecieron mis visiones y volví inmediatamente a una realidad fantástica en la que me sentí como flotando, perdido. Atolondradamente empujé la puerta y penetré en el despacho. Allí el olor era distinto, a tabaco rubio, y me evocó otros ambientes placenteros que yo había ya olvidado. Anduve unos pasos y fui a detenerme ante una mesa, en posición de firmes. Al otro lado de ella había un hombre vestido de militar. Como tenía el rostro inclinado sobre los papeles de una carpeta abierta, yo no podía ver más que sus anchos hombros, su gran calva rielada por algunos largos cabellos domesticados, la frente y el arranque de la nariz. Entre los dedos de su mano izquierda humeaba un cigarrillo. Estábamos él y yo como metidos dentro de una gran bolsa de silencio. Yo no acertaba a comprender por qué estaba allí, qué esperaba ni qué podía suceder. De pronto el hombre de la mesa carraspeó. Entonces se movió su mano izquierda, que metió el cigarrillo bajo su nariz, y surgió una nube de humo que envolvió su gran cabeza. La mano tomó después al sitió que ocupaba anteriormente y todo siguió igual, y empecé a preguntarme dónde y cuándo había visto yo antes aquella cabeza. Y recordé… Sobre unos planos. La cabeza del militar ruso inclinada sobre unos planos, cierta noche, allá en Parla. Una fina voz de mujer dijo con acento extranjero:

—Al camarada general le agradaría mucho saber con exactitud la línea que ocupan sus fuerzas.

Nuestro coronel, un viejo militar de la campaña de Cuba —¡Ay, Olivares, me decía, aquello era muy diferente!—, pequeño, cetrino y sumamente valeroso. —Las balas, sargento, se paran con el pecho, me echó en cara mi capitán cuando retrocedí con mi pelotón ante una casa fortificada por los rebeldes—, me miró desconcertado. Entonces yo le dije:

—¿Me permite, coronel?

El coronel se sonrió, aliviado, y me hizo una seña afirmativa con la cabeza. Me coloqué ante el plano y tracé sobre él, con el índice de mi mano derecha, una línea imaginaria, con tanta seguridad y aplomo que el general ruso pareció quedar convencido. Después de seguir atentamente el recorrido de mi dedo, el general habló en su idioma con la intérprete, y ésta nos tradujo al castellano:

—El camarada general le da las gracias y dice que el despliegue de sus fuerzas le parece excelente.

En realidad, ni nuestro viejo coronel ni yo teníamos una idea clara de la verdadera situación de nuestras tropas. Era cuando todavía los batallones o no llegaban nunca a las posiciones que se les confiaban o desaparecían de ellas sin contar con nadie. Los enlaces que enviábamos constantemente con el fin de averiguar si nuestros flancos quedaban o no cubiertos se perdían muchas veces o iban a caer en manos del enemigo o, si volvían, sus datos eran ya inútiles porque, entre tanto, las líneas ya se habían alterado radicalmente. Pero no podíamos quedar mal ante un general extranjero y, menos aún revelarle la magnitud del caos militar en que nos debatíamos. Esto sucedía en el duro otoño de 1936.

—Se llama usted…

El hombre de detrás de la mesa había levantado la cabeza y clavado en mí sus ojos. Tendría unos cuarenta años. Su cara era redonda, carnosa, de un moreno ensombrecido por una tupida barba mal rasurada. Tenía un cuello robusto y una mirada oscura agrandada por sus espesas cejas negras. Me di cuenta también que había desaparecido el cigarrillo de su mano izquierda.

—Federico Olivares García —contesté mecánicamente.

—Bien. Sabrá entonces que fue condenado a muerte por el delito de adhesión a la rebelión, ¿no?

—Sí.

—Diga sí, señor; o no, señor.

—Sí, señor.

—De acuerdo.

Entonces se le contrajo violentamente el rostro y tembló todo su cuerpo como si fuese a reventar y, al fin, soltó un tremendo estornudo que esparció por la mesa los papeles de la carpeta. Su rostro volvió otra vez a hincharse y el hombre sacó rápidamente un pañuelo mientras con la otra mano cubría los papeles para evitar que volasen por la estancia. Siguió una larga cadena de estornudos explosivos. Crujía la silla en que estaba sentado. Su cuerpo, sacudido por los espasmos, se contraía y se distendía. Su cabeza se erguía para abatirse después bruscamente. Su garganta emitía pitidos y estertores. Nunca había visto yo un hombre estornudando de aquella manera. Me quedé inmóvil y callado. Poco a poco fue disminuyendo la violencia de los estornudos, hasta que cesaron por completo. Sin embargo, permaneció con el pañuelo aplicado a la nariz por temor, sin duda, a que le repitiesen. Luego se sonó estrepitosamente varias veces y sus desahogos sonaron como trompetazos. Por último dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla, con los ojos cerrados y la boca abierta, jadeante y gemebundo. Hasta mí llegaban las ondas del aire que expulsaban sus pulmones y sus gemidos. Creo que en aquellos momentos no se acordaba de mi presencia y pude observar cómo le chorreaba el sudor por frente y mejillas, el movimiento agitado de su pecho, la blancura de sus grandes dientes y el abandono total de su persona, olvidado yo, a mi vez, de mi situación. Al cabo, suspiró:

—¡Vaya por Dios!

Abrió los ojos y me miró. Sus ojos estaban aún enrojecidos y llorosos. Pareció extrañarse al verme, pero su vacilación apenas duró un instante, porque se incorporó y empezó a poner en orden los papeles espurreados por la mesa. Entonces recobré súbitamente la conciencia de lo que estaba sucediendo. La angustia se me agarró al estómago como si me encontrase suspendido sobre el vacío y me acordé de vosotras, de papá, de Aurora y de todo lo vivido por mí antes de la guerra. De la guerra, nada. ¿Estaría ya casada Aurora? ¿Con quién? No me dolieron su recuerdo ni su abandono. Me pusieron triste, con esa tristeza de las despedidas irremediables. Allí terminaba la etapa más despreocupada de mi existencia. Y ahora, ¿qué?, me preguntaba.

—Bueno… —y el hombre de detrás de la mesa puso vuelto hacia mí un papel escrito a máquina hasta su mitad, aproximadamente.

Yo me quedé sin respiración. Él cogió una pluma, la humedeció en el tintero, me la ofreció y volvió a hablar con voz ronca:

—Firme ahí, debajo.

Quise hablar, pero no pude, porque mi garganta estaba seca y afónica. Pero él, que adivinó, sin duda, mi estado de ánimo, agregó, poniendo mucho énfasis en sus palabras:

—Su Excelencia el Generalísimo ha tenido a bien conmutarle la pena de muerte por la de treinta años de reclusión mayor. —Hizo una pausa y añadió, más suavemente—: Ande, firme.

Se me hinchó el pecho y se me iluminó por dentro la cabeza. Sentí como si cien campanas volteasen alrededor. Hubiera gritado. Incluso hubiera abrazado a aquel hombre. Veintisiete años como veintisiete potros salvajes se desbocaban dentro de mí. Nunca la alegría de vivir había estallado con tanta fuerza en mi corazón. Pero pude contenerme. Y estampé, al pie de aquellas líneas que no leí la firma más grande y clara de cuantas he tenido que trazar hasta ahora. Oía nítidamente el rasgueo de la pluma y seguí atentamente el orden de los signos hasta el final. Pese a la emoción que borbollaba dentro de mí, mi pulso permaneció tranquilo. No me turbé. Por el contrario, la nueva realidad se me reveló clarísima. Mientras firmaba tuve la sensación de que mi vida, mi verdadera vida, empezaba en aquel momento. No era como si resucitase, no. Era como si naciese. Lo que quedaba definitivamente muerto era lo anterior. En adelante, todo sería nuevo para mí. Tendría futuro, un futuro completamente distinto al que hasta entonces me había imaginado. Pero era ese futuro precisamente lo que no podía ver… Me quedé pensando en ello con la pluma en la mano, ajeno a lo que me rodeaba, ido de allí, cegado ante tan deslumbradora perspectiva.

—¿Ha terminado?

La pregunta del juez militar apagó aquellas luces y me devolvió al sombrío despacho. Le miré y vi que tendía, sonriente, la mano para recoger la pluma. Se la entregué y entonces volvió a hablar:

—Que sea enhorabuena. Puede retirarse.

—Gracias.

Saludé y salí, acompañado de una ola zumbadora, como si un enjambre de avispas diera vueltas en torno a mi cabeza. ¿Es que me voy a marear ahora?, pensé. Y seguí diciéndome: sería ridículo, absurdo… Y me detuve. En sentido contrario, y guiado por el mismo ordenanza que me condujera a mí, se acercaban Molina y Agustín. Mis amigos me clavaron sus ojos interrogantes, y Molina me preguntó, torciendo la boca:

—¿Qué?

Supe luego que sonreí.

—Es para firmar el indulto —les dije.

Sus ojos resplandecieron y Agustín se frotó las manos. No hubo tiempo para cambiar más palabras. Y ellos siguieron su camino y yo el mío. Pero de pronto me asaltó una duda: ¿Por qué no viene con ellos José Manuel? Y temblé por mis amigos. ¡A ver si eran ellos dos los elegidos por la muerte! Porque, indultado yo y marginado José Manuel por su condición de extranjero y sus antecedentes políticos y religiosos ¿qué otra tercera salida les quedaba? Otra vez se apoderó de mí la angustia, de la que no pudieron liberarme los abrazos y las felicitaciones de los compañeros que me recibieron en el patio.

—¿Dónde está José Manuel? —fue lo primero que pregunté cuando, al fin, me vi libre de sus efusiones de afecto.

—Le llamaron también, nada más irte tú. —Fue Casi el que me lo dijo y añadió—: Vino por él Toledano y, según parece, reclamado por el asesor jurídico de la embajada cubana.

—Ése va a estar muy pronto en la calle —agregó Gonzalo.

Aquellas palabras me intranquilizaron aún más, pero sentí una gran alegría al reaparecer José Manuel sonriendo tímidamente, pero desbordándosele el júbilo por los ojos. Vino hacia mí corriendo.

—¿Qué? ¿Qué tal, Federico?

—Indultado. ¿Y tú?

Y nos explicó que había tenido una entrevista con el asesor jurídico de la embajada de su país.

—Ha estado muy amable y me ha hablado como un amigo. Volvió a sonreír y, bajando la voz para que le oyéramos únicamente los más allegados a él, siguió diciendo:

—Pues que todo está arreglado ya para mi expulsión de España. Seguramente se harán cargo de mí los de la embajada. Ellos me pondrán después en el primer barco que haga escala en Cuba. Como es lógico, he insistido para que me acompañen mi mujer y mi hija. El único problema ahora es el del dinero para sus pasajes. Pero el señor este me ha prometido que se encargará de solucionarlo de alguna manera como asimismo de obtener de las autoridades españolas el pasaporte y el visado de salida para ellas. Puede que surja algún inconveniente, que, en cualquier caso, sólo lograría retrasar algunos días mi libertad y mi salida de España, pero que no me preocupe, que esté tranquilo, que el asunto está en buenas manos, me ha dicho. Y al despedirse de mí me ha abrazado efusivamente. Así que…

Y nos miró sonriendo un tanto apocadamente, como si le avergonzara ser tan afortunado en medio de tantas desgracias. Pero Casi le animó:

—Me alegro. Me alegro mucho, José Manuel, porque tu caso es el más absurdo y el menos comprensible de todos. Tú no tenías por qué estar aquí de ninguna manera. Esa es la verdad.

—Hombre, eso no hace falta decirlo —dijo Gonzalo.

—Pero no es porque seas indigno de estar entre nosotros —siguió diciendo Casi—, sino porque tú estás al margen de todo lo que ha ocurrido en nuestro país. Tú no has sido nunca beligerante.

—Bueno, eso es más discutible… —y José Manuel se puso serio—. No habré cogido armas y no se me podrá acusar de compromiso con vuestras ideologías, pero neutral, lo que se dice neutral, no lo he sido tampoco. He estado y estoy con vosotros y, cuando me encuentre libre en mi país, haré en vuestro favor todo lo que pueda, que no será mucho tal vez, pero estad seguros de que llegaré en el esfuerzo hasta donde mis medios y mis facultades alcancen.

José Manuel huía del énfasis y de las actitudes solemnes. Por eso quebró inmediatamente el tono de sus palabras agregando:

—Aunque algunos me tengan por carcunda y peatón.

—Bah, no hagas caso de lo que puedan decir cuatro majaderos —le replicó Casi—. Es cuestión de mala leche. Hay que tener en cuenta que aquí no somos todos los que estamos ni estamos todos los que somos. Estoy seguro de que los que hablan mal de ti son precisamente los mismos que quisieran ahora estar en tu pellejo aunque tuviesen que pasar por fachas declarados, porque, en el fondo, no son nada, ni siquiera reaccionarios. Son de los que se van con el sol que más calienta. José Manuel nunca renegó de sus creencias religiosas ni presumió jamás de revolucionario. Solía reírse de las disputas políticas de los presos e incluso de nuestras teorías, y hasta discrepó muchas veces de nosotros, sus amigos más íntimos, sobre el modo de enjuiciar el futuro de España. Cuando en una discusión requeríamos su parecer, decía, medio en broma y medio en serio:

—Pero ¿qué queréis que opine un tipo de derechas como yo? Porque yo soy de derechas. Ya lo sabéis.

Así se zafaba. Y si se zafaba así era porque, en el fondo, despreciaba todo lo relacionado con la política. El aprendizaje de ella en la preguerra y su experimentación durante el conflicto le habían decepcionado profundamente. Un día me confesó:

—No creo en la política, ni en la de derechas ni en la de izquierdas. Para mí no hay más que justicia e iniquidad. Y yo estaré siempre contra ésta, sea quien sea el que la perpetre. Claro que de poco le va a servir a la justicia mi actitud, porque soy muy perezoso y muy egoísta.

Hasta que volvieron Molina y Agustín no pude paladear el gozo que parecía querer reventar dentro dentro de mí. A ellos también les había comunicado el juez militar la conmutación de la pena de muerte por la de treinta años de reclusión mayor. Al fin, los cuatro amigos nos veíamos libres de la espantosa amenaza de un último amanecer en el cementerio del Este, cuando los hombres de la ciudad empiezan a abrir los ojos al nuevo día. Pero nos hizo frenar nuestro alborozo el percibir alrededor un cerco de patética y ávida envidia. Muchos nos miraban con esos ojos deshumanizados con que el hambriento en último grado contempla a los que hacen ostentación de su glotonería. Tuvimos, pues, que disimular, bajar el tono de nuestra voz, hablar de otras cosas. Sin embargo, decidimos celebrar el feliz acontecimiento con una cena especial. Como ya sabéis, abrieron hace un par de semanas un economato para los presos. En él venden sellos de correos y papel de cartas, pasta de dientes y jabón, tabaco y avíos de fumar, vino y algunas cosas de comer como latas de sardinas en aceite, fruta y no sé si algo más. Como gran parte de nuestros compañeros, nosotros teníamos declarado el boicot al economato y no comprábamos nada en él. Pero hicimos una excepción, habida cuenta de que no volvería a repetirse un suceso semejante. Reunimos el poco dinero que teníamos y adquirimos unas latas de sardinas en aceite y cuatro raciones de vino. Como aún nos quedaba un buen trozo de tortilla, queso y chocolate, cenamos como maharajaes. Apenas hablamos, porque no hacía falta. Nos bastaba con mirarnos para transmitirnos la alegría profunda que sentíamos. Al llegar el momento de fumar, José Manuel pidió también un cigarrillo, cosa que nos extrañó, pues llevaba mucho tiempo retirado voluntariamente del tabaco. Entonces nos reveló que el día en que fuimos juzgados hizo a Dios la promesa de no volver a fumar hasta que nos viera libres de la pena de muerte. Nos dijo todo esto con la sonrisa en los labios, con la tímida y como avergonzada sonrisa con que salía acompañar sus palabras siempre que se refería a sus sentimientos. Agustín soltó una de las suyas:

—Hay que reconocer que eres un beato simpático, hombre. Luego, José Manuel nos dijo:

—Ahora vais a permitirme que le escriba a Enriqueta. Voy a ver si hago la carta en verso.

Se apartó un poco de nosotros, sacó su cuadernillo y se puso a escribir, chupando frecuentemente su cigarrillo con tanta fruición que cerraba los ojos, retenía el humo en los pulmones y luego lo expulsaba con lentitud por boca y narices, como si se tratase de extraerle así hasta su última esencia.

Mientras, se nos habían unido Casi, Gonzalo, don Alberto y algunos más. Nosotros no queríamos hablar del indulto, por pudor, pero no así Casi, para quien significaba una buena nueva para todos los que se hallaban condenados a muerte o temían encontrarse pronto en esa situación.

—Vuestro indulto prueba que no hay que desesperar. Hace un rato me decía un compañero: Si se han escapado del pelotón ésos, que no son ningunos fachas, también podremos escaparnos otros, ¿no? Y es que parecía hasta hoy que no hubiera escapatoria. Ahora, el que más y el que menos se consolará pensando que también puede haber gracia para él. Porque ¿qué importan treinta años de reclusión? El caso es salvar el cuello de momento. Tal como andan las cosas por el mundo, lo más probable es que cambien. Si estallase la guerra en Europa… Los alemanes y los polacos están jugando con una bomba de mano, ¿no os parece?

—Sí, pero a muchos nos matarán antes. Ya lo he asimilado. La noche en que se llevaron a Cantero, confieso que perdí el control, más que nada porque todavía no me había hecho a la idea ni había hablado en serio con mi mujer sobre tal cosa. Pero ya sí. Hemos convenido lo que tiene que hacer para sacar los chicos adelante, que es lo principal. Los chavales son los que mandan. Y ella sabe lo que le espera. Dentro de un par de años todo habrá cambiado para ellos. Yo seré un recuerdo y nada más. Ahora, lo único que siento es que sea tan larga la espera. Si me hubiera ido con Cantero… Porque la verdad es que nadie se escapa a la muerte, y ¿qué más da, coño, morir un día u otro?

Las palabras de Gonzalo nos traspasaron de frío. Le miré. Parecía sereno, distante, absolutamente convencido y resignado, quizá un poco triste, como si ya se sintiese desligado de todo.

Nadie pudo animar la conversación. Claro que tampoco tuvimos mucho tiempo para ello, porque todavía andaba la gente fregando los platos de la cena cuando corrió por toda la cárcel ese escalofrío que anunciaba la lista. Y así fue. Apareció el Pelines con un papel en la mano, seguido de dos guardianes a quienes llamamos Von Papen y Mister Eden.

Inmediatamente los presos se pusieron en pie y se acercaron al Pelines. Como aquello ya no iba con nosotros, si bien nos levantamos, seguimos en el mismo sitio, salvo José Manuel, que, oculto tras nuestras piernas, permaneció sentado, aunque dejó de escribir, eso sí. Los cuatro éramos en esa ocasión sólo espectadores. Por primera vez en semejante situación me sentí tranquilo, invulnerable, indiferente casi, como si se tratase de un juego en el que no tuviera el menor interés. ¡Qué atrozmente egoísta es uno! ¡Qué importante, qué privilegiado, qué superior a todos ellos eres!, gritaba dentro de mí una voz desvergonzada. Y esa misma voz me decía también: A ti te espera un gran destino, una extraordinaria misión en la vida, y por eso no puedes morir ahora. Y otras cosas así que me henchían de orgullo y de satisfacción. Claro, luego me avergoncé, pero en aquel momento sólo me faltó desdeñar a aquellos infortunados, cuyos gestos y miradas exudaban angustia y terror. No llegué a tanto, mejor dicho, no caí tan bajo, pero gocé suciamente en mi interior la seguridad que me amparaba.

Comenzó la, lista. El Pelines pronunciaba un nombre seguido de sus apellidos —en esto es más humano que Von Papen, que entre nombre y apellidos deja transcurrir una pausa escalofriante—, luego se oía la palabra «presente» y, por último, el Pelines ordenaba: «Coja la manta». Y el infortunado cogía su manta y salía al pasillo donde Mister Eden lo ponía en fila junto con los que llegaban de otras salas. Así fue deslizándose el sorteo hasta que le tocó su turno a Gonzalo. Gonzalo ni se estremeció. Tranquilo, desdeñoso, fue a coger su manta y luego se acercó a donde estábamos nosotros para abrazarnos uno a uno mientras decía:

—Me lo daba el corazón.

También nos dijo:

—Se ve que el Mediquín y la Condesita quieren quitarse de en medio a todos los testigos de sus canalladas. (Ya os explicaré a vosotras algún día quiénes son y qué hicieron el Mediquín y la Condesita).

Pero aún no nos habíamos recuperado de aquella tremenda impresión cuando sonó un nombre que nos dejó sobrecogidos, estupefactos. Volví atrás inconscientemente la cabeza y vi que José Manuel me miraba a su vez con una expresión de asombro y de desvalimiento irresistibles. Y se puso en pie lentamente, como si se desdoblase. Me hice a un lado y quedó a la vista de todos. Y en medio de un silencio fragilísimo, preguntó:

—¿No será un error?

El Pelines revisó el papel. Después dirigió hacia José Manuel la mirada de sus ojos turbios.

—¿Cuál es su nombre? —inquirió a su vez con voz átona. José Manuel sonrió levemente, se encogió de hombros y dijo, como si se tratase de una aclaración innecesaria:

—Pues José Manuel Garrido León.

Pero el Pelines movió lentamente la cabeza en sentido afirmativo.

—No hay ningún error. Lo siento —murmuró.

—Pero… —y José Manuel dejó inconclusa la protesta. Luego, nos miró sucesivamente a Molina, a Agustín y a mí y me preguntó—: Entonces, ¿por qué me han engañado?

No supe qué contestarle. Yo no podía hablar. Tampoco fueron capaces de reaccionar Molina, Agustín, Casi, don Alberto y los demás amigos. En cambio, Gonzalo se vino hacia él diciendo:

—Vamos, compañero. Estaremos juntos. Dentro de poco habrá terminado todo.

El Pelines y Mister Eden esperaban inmóviles y en silencio, contra su costumbre, impresionados, sin duda, por la actitud de José Manuel, que decía:

—Pero si yo no he hecho nada. Ni siquiera soy español, y el mismo asesor jurídico de la embajada de mi país me ha dicho esta tarde que ya estaba decidida mi expulsión de España. ¿Qué ha pasado?

Y al hablar miraba al Pelines, abría los brazos y sonreía. El Pelines se encogió de hombros. Entonces José Manuel se volvió a mí y me entregó el cuadernillo, recomendándome que lo hiciese llegar a Enriqueta.

—Lástima que no haya podido terminar la carta…

Ya no pude contenerme más y me abracé a él. Nos besamos. Yo lloraba. Después le abrazaron, llorando igualmente, Molina, Agustín, don Alberto y Casi. Pero José Manuel no lloraba. Estaba más tranquilo y más dueño de sí que todos nosotros. Alguien, mientras tanto, le había puesto una manta sobre sus hombros. Nos pidió tabaco y una onza de chocolate. Se le tendieron varios paquetes de cigarrillos, pero eligió el mío, y Agustín le entregó, temblándole las manos, no una, sino las cuatro onzas de chocolate que guardábamos para desayunarnos al día siguiente.

—Gracias, gracias —murmuraba José Manuel.

Al fin se encaró con Molina, con Agustín y conmigo y nos dijo, sonriendo de nuevo, tristemente:

—Ya no iré a Cuba. Pero no importa, porque dentro de poco estaré con Dios, y lo primero que haré será pedirle que ponga fin de una vez a esta matanza… —Hizo una pausa y añadió—: Vosotros no olvidéis a mi Enriqueta ni a mi Adoración.

Volvió bruscamente la cabeza, cogió de un brazo a Gonzalo y salió con él al pasillo. Se alinearon los dos detrás de Cobos, el Maravillas, un chivato repugnante que había sido también delator de fascistas durante la guerra. El tipo suplicaba todavía con la mirada a los guardianes, como si esperase de ellos el perdón. A mí me sacudió un ramalazo de locura. Creo que grité echando a correr tras mi amigo:

—Pero ¡si todavía es un niño! Y es inocente, inocente de todo.

Los compañeros se abalanzaron sobre mí y me arrastraron hasta un petate. Eso me dijeron después, porque yo había perdido por completo la conciencia. También me dijeron que proferí insultos y amenazas, que Von Papen quiso abofetearme, pero que lo impidió el Pelines, quien trataba de hacerme callar diciendo:

—Cálmese y no diga tonterías, hombre. Cálmese y no diga tonterías.

Cuando me serené ya había concluido todo. Me sentía vacío, como si me hubiese abandonado el otro yo que llevamos dentro. Estaba cansado, exhausto, inconsolablemente triste y avergonzado de mi suerte. Esa noche no hizo falta el toque de silencio, porque la prisión se había quedado muda y atónita.

Los presos se movían como fantasmas silenciosos. Sólo algunos pocos cuchicheaban. Se tendieron los petates y pronto el piso de las salas quedó cubierto de cuerpos semidesnudos, en realidad casi cadáveres.

—Estoy avergonzado —me dijo Molina en un susurro.

—Igual que yo.

—¡Qué frío estará pasando el pobre José Manuel! —dijo, entre dientes, Agustín.

—¡Dios mío! —suspiró alguien por allí cerca.

Yo pensaba también en el frío que estaría pasando José Manuel. Era muy friolero, tanto que jamás se quitaba la chaqueta, aunque para los demás hiciera un calor achicharrante en aquellas salas llenas de hombres sudorosos, durante las horas del mediodía o las primeras de la noche, cuando el calor de julio era como un cuajo denso y viscoso. Me lo imaginaba arrebujado en su manta y acurrucado en un rincón de la lóbrega estancia que en la prisión de Porlier utilizan para capilla. ¿Cuántos serían en total sus compañeros de la última noche? ¿Cómo saberlo? Tal vez medio centenar, tal vez ciento o más. Los habría de todas las edades y condiciones; jóvenes, maduros y viejos, intelectuales, campesinos, obreros, funcionarios… Gonzalo sí se mantendría firme. Era un hombre curtido por la vida y ganado para la muerte violenta. Gonzalo había visto morir a otros hombres en las mismas circunstancias. Él mismo había apretado otras veces el gatillo infame. Conocía el sistema. Conocía también el proceso: la víctima, resignada, paciente, o iracunda y desafiante, pero, en cualquier caso, con las raíces fuera, ingrávida, rota en mil incoherencias la conciencia como un espejo roto en mil pedazos; y el victimario, malhumorado e irascible, o frío y matemático, pero, en cualquier caso, descontento de sí mismo, cansado hasta los tuétanos, con la conciencia tan turbia como el agua de una charca. Pero José Manuel nada sabía de todo eso. No había empuñado nunca armas, ni había visto morir a un hombre de un balazo, ni siquiera había presenciado la agonía de nadie. Tendría que ir leyendo, línea a línea, las páginas de ese postrer capítulo de la historia de su vida, y descubriendo, uno a uno, sus sobresaltos y sus terrores. Y, además, solo. Siempre habíamos creído que estaríamos los cuatro juntos hasta el final, fuese cual fuese. Molina, Agustín y yo habíamos contraído el compromiso, si nos llegaba el temido trance, de sostener a nuestro joven amigo, de repartirnos su fragilidad y su miedo. Era nuestro hermano menor. A veces nos irritaba con su languidez, su desidia y su infantilismo, que solía utilizar para obtener ventajas: el mejor bocado, el sitio más cómodo, y despreocuparse de ciertos deberes. Teníamos que suplirle en las imaginarias y en la limpieza y en todo aquello que significara molestias y cuidados. Era como un niño consentido. Precoz en todo, ya a los dieciocho años fue padre y esposo. A los veintiuno poseía una cabeza privilegiada y un talento completamente equilibrado y maduro. Hacía versos bellísimos y hablaba con una claridad y un encanto irresistibles. Por eso tolerábamos todos sus pequeños defectos y le queríamos entrañablemente. Y no sólo nosotros, sino cuantos le trataban de cerca o de lejos. Dentro de la prisión tenía amigos por todas partes. Él daba versos a quien se los solicitara y no sé los cientos de poesías que habrá escrito para las esposas, las madres, las hijas y las hermanas de los presos. Y nunca quiso nada a cambio. Si acaso, una onza de chocolate, porque, eso sí, era un goloso casi patológico. Tanto que yo le embromaba sobre ello y le decía que acabaría siendo diabético. Él entonces me replicaba, también en guasa, que prefería la diabetes a mis acideces de estómago. ¡Pobre! Menos mal que tendría el consuelo de Dios y que su fe le acompañaría. Naturalmente, se confesaría y ¿qué pensaría el sacerdote ante su conciencia adolescente? Es seguro que discutirían los dos y que José Manuel echaría en cara al confesor su inocencia y su inculpabilidad. Y seguro que el confesor quedaría turbado y acongojado, siendo también para él una madrugada alucinante y pavorosa, inolvidable, que le perturbará el sueño, le entenebrecerá el espíritu, le amargará sus relaciones con los hombres, y será el fantasma que le grite en sus soledades durante toda la vida. Y comulgaría después y… Pero yo no podía pasar de ahí. Cuantas veces lo intenté, otras tantas volví al principio, como si mi imaginación fuera incapaz de anticiparme lo siguiente. En efecto, no podía «verlo» en el camión y, luego, ante el piquete y, por último, desangrándose sobre la tierra, enrojecida su camisa, con el rostro desfigurado por los balazos y la muerte detenida en sus pupilas. ¡No podía! ¡No podía! Y vuelta a empezar hasta que el sueño, el miserable sueño animal, pudo más que mi congoja y se apoderó de mí. Y así fue, queridas madre y hermana, la noche de mi indulto…».

Alfonsina levantó los ojos del papel y miró a su madre. Cristina lloraba mansamente, con los ojos abiertos, perdida la mirada en la pared de enfrente, en la que destacaba una tosca reproducción de «Los borrachos» de Velázquez. Al cesar el sonsonete de la lectura, se estremeció y volvió la mirada hacia su hija. Alfonsina tenía también los ojos enrojecidos y llorosos. Ambas mujeres se contemplaron un segundo en silencio.

—¿Has terminado? —preguntó la madre al tiempo de enjugarse con los dedos las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

—No. Aún queda bastante. Pero es que tenía ya seca la garganta —y carraspeó.

—Pues descansa un poco, hija. —Luego, Cristina, apretando con una mano el brazo de su hija, dijo—: No sé qué me habría pasado de no saber que el que escribe la carta es Federico. Es horrible lo que cuenta, pero menos mal que lo cuenta él, ¿me comprendes?

—Sí, mamá —y Alfonsina sacudió varias veces la cabeza—. ¡Gracias a Dios!

—Ni siquiera ha podido gozar, el pobre, la alegría de su indulto, como si tuviera la culpa de lo que le ha ocurrido a José Manuel. ¡Este hijo mío no parece de este mundo! —y tras una breve pausa, añadió—: Sigue, que tus tíos estarán echándonos ya maldiciones.

Y Alfonsina, tras carraspear de nuevo, prosiguió la lectura:

«Me desperté antes del toque de diana. Una luz dorada y suave, una luz inocente y plácida, purísima, entraba por los ventanales. Al abrir los ojos sentí como si me bañase en su claridad, pero en seguida me asaltó el recuerdo de José Manuel. Miré alrededor y vi que tanto Molina como Agustín parpadeaban despiertos. Sin duda, los tres pensábamos lo mismo. Y yo lo dije:

—Nuestro amigo ya no existe.

Molina habló mirando al techo:

—Me parece que lo siento todavía dormir a mi lado. Pero ya no lo veremos más…

—Parece imposible —dijo en voz baja Agustín que añadió—: Me desperté con la duda, como si hubiera tenido un mal sueño, y lo primero que hice fue mirar a donde él dormía, y hasta ver su sitio vacío no me convencí de que era verdad. —Hizo una pausa y prosiguió—: José Manuel ha desaparecido y, sin embargo, todo sigue igual.

—Sí, todo sigue igual. Y eso es lo más monstruoso —dije yo. Y dije más—: Tenía que morir el menos comprometido. ¿Por qué? No lo comprendo. Como no comprendo que el asesor jurídico de la embajada le asegurase que estaba decretada su expulsión de España. ¿Qué razones tenía para mentirle de esa manera?

—Puede que a él también le hubiesen mentido —sugirió Molina.

—De acuerdo —e insistí—: Pero ¿por qué?

—Por qué, por qué, por qué… No acabaríamos nunca con los porqués. ¿Tiene la locura porqué? Pues esto es una locura, Federico, una locura sin porqué.

Eché un vistazo a la sala y advertí que todo el mundo estaba despierto y nos escuchaba. Lo comenté con mis amigos.

—Es natural —dijo Molina—. Todos conocían a José Manuel y sabían que estaba exento de toda clase de responsabilidad en la guerra. Es más, lo tenían clasificado como más bien de derechas. Pues si, aun así, ha tenido el fin que ha tenido, ¿qué pueden esperar los demás? Pensándolo bien, es como para que se le arrugue el ombligo a cualquiera. Supongamos que se lo hubiesen llevado antes de ser indultados nosotros, ¿eh? ¿No tendríamos ahora un nudo en la garganta? Pues eso es lo que le ocurre a la mayoría de los presos.

—Sí, pero nosotros nos hemos salvado —le repliqué.

Agustín, que permanecía callado, terció entonces:

—Porque nadie ha dado la cara por él: ni sus amigos de El Debate ni sus compatriotas, ni los católicos. Ni un solo dedo se ha movido en su favor ¡me cago en la leche! Entre todos le han dejado caer… porque era de los suyos, pero había estado con los rojos… Eso le perdió, no lo dudéis.

Agustín nos dejó pensativos y ya cruzamos muy pocas palabras. El toque de corneta no alborotó el gallinero como otras mañanas. Nos levantamos, recogimos los petates y visitamos los retretes y lavabos sin hacer ruido y sin hablar apenas. El recuento y el tupi (el tupi es esa agua negra y dulzona que nos dan por la mañana) transcurrieron sordamente. No hubo bromas, ni carreras, ni prisas, ni discusiones. Ni siquiera se reunieron los comunistas para discutir las consignas de la jornada. Sobre todos los hombres seguía gravitando la pesadumbre de la noche anterior. La ausencia de José Manuel, que siempre volvía de los lavabos sacudiéndose el pelo mojado sobre la chaqueta, de la que no se despojaba ni para lavarse la cara, tomaba cuerpo y la sentíamos todos físicamente. Hacia su petate, recogido y atado, se dirigían furtivamente muchas miradas… El petate vacío hablaba por sí solo. Ya nunca se sentaría sobre él su dueño a escribir versos y a comer onzas de chocolate.

Nos hicieron salir al patio para oír misa. No era día de precepto, pero era el aniversario de la muerte de Calvo Sotelo. En la madrugada de aquel día, tres años antes, lo sacaron de su casa, le hicieron subir a una camioneta, lo mataron por el camino y luego dejaron su cuerpo ensangrentado en el depósito de cadáveres. Otros habían caído antes en la calle y fueron a parar allí también. Y, durante la guerra, más; y, después de la guerra, más. Y ahora, José Manuel. Me los imaginé a todos juntos, en comunidad, no viviendo a nuestra manera, sino en estado de pura inteligencia, sin noche ni sombras, más allá del tiempo, transidos de una intensa luz inalterable. Eran muchedumbre. Había también mujeres, pero no niños. Y todos jóvenes. Paseaban en pequeños grupos o formaban corros, sentados en bancos de piedra, bajo pórticos y frontispicios o entre estatuas, columnatas, arcos y fuentes… Desde todos los puntos arrancaban perspectivas de caminos orillados por grandes árboles, por entre los que se deslizaba una claridad dorada y apacible, como la que traspasa las vidrieras policromas de las catedrales. El cielo, de un azul turquesa inalterable, era una bóveda sin resplandores, quieta, sedosa, sin sol. Corrían bandadas de leves brisas juguetonas, como mariposas invisibles, que convertían en polvo de cristales los chorros de agua de los surtidores, estremecían las hojas de los árboles, cimbreaban los tallos de lirios y amapolas y dejaban una estela de suavísimos arpegios. Aquellos seres vestían túnicas blancas con collares y cinturones de oro y piedras preciosas. Calzaban cáligas de púrpura y lucían sobre la frente coronas de mirto, laurel o rosas. Me parecía que estaba contemplando un paisaje del Olimpo helénico. Vi a José Manuel y a Gonzalo deambular por entre aquellas gentes y, luego, reaparecer a José Manuel, ya solo, y dirigirse a mí. Venía coronado de rosas rojas. Su collar era de rubíes. Llevaba recogida a la cintura la blanca veste por un ceñidor de oro. Me miró sonriendo, igual que siempre. Era un José Manuel en trance de alegría serena, idealizado. En sus ojos resplandecía la inteligencia. Y sus ojos eran profundos, fascinantes, pero amistosos y cálidos, compasivos y dulces. Yo intenté hablar, pero no pude. Y él entonces me dijo:

—Ya sé, ya sé lo que quieres preguntarme. Pues no, no sufrí tanto como se teme. Uno se queda tranquilo cuando comprende que ha llegado la hora de liberarse del peso de lo que ahí se llama vida, y que sólo es congoja, inseguridad y miedo, mucho miedo y, sobre todo y más que nada, miedo. Si, eso que ahí se llama vida es sólo miedo, Federico, porque está compuesta de preguntas que nadie contesta. Pues bien, llega el momento en que el miedo afloja su garra y te deja en paz. Morir… Bien, ¿y qué? Lo que deseas entonces es que la muerte acuda cuanto antes, porque llegas a desearla vehementemente. La capilla es como una estación de ferrocarril, donde aguardas tu tren. Nada más. Para mí, lo peor fue el frío. Frío allí y, luego, en el camión. Yo miraba los acerados cañones de los fusiles y me estremecía y daba diente con diente. Durante el viaje al cementerio, que parecía inacabable, el helor agarrotó mis miembros. Así, cuando me hicieron saltar a tierra, sentí como si me desgarrasen los músculos, como si me arrancasen la carne a tiras. El lugar estaba aterido. El alba, que era apenas una mancha de sangre en el cielo, movía en torno nuestro un vaho de carámbanos. Glaciales las voces, las órdenes, el chasquido de los cerrojos de los fusiles. Los fusileros del piquete se movían con frigidez mecánica. Las balas debían de tiritar en las recámaras de acero como los cuchillos de los gitanos de Lorca. El oficial se frotó vigorosamente las manos, entumecidas… A mí me tocó formar en la primera tanda. Todos mis compañeros tenían color de ceniza. Yo me encontraba como sumergido en un baño de hielo, insensible. Sólo percibí en aquel instante el calor del orín que me resbalaba por las piernas. Alguien gritó: ¡Viva la República! ¡Viva la libertad! Y el oficial: ¡Fuego! Pero en seguida cruzamos la zanja. Al otro lado de ella, ya no hacía frío, y nos encontramos envueltos en una atmósfera cálida. Entonces vi que mis compañeros recobraban su aspecto normal, más joven en muchos y, en todos, más terso y luminoso y más, ¿cómo te lo diría para que lo entendieses?, frutal. ¿Comprendes ahora? Allí esperamos hasta que se nos unieron los demás y todos juntos llegamos aquí. No conocí al pronto más que a mis padres, a don Tomás, mi protector, y a algunos otros, pero ya todos me son familiares. He visto a Calvo Sotelo, a Muñoz Seca, a Faraudo, a Castillo, a Melquiades Álvarez y a Pedregal, de los que tanto había oído hablar, y a otros muchos que han sido célebres en el tiempo. Por supuesto, ellos me conocían a mí de siempre, porque aquí no hay pasado ni futuro, sino sólo presente. El tiempo no existe aquí, Federico… Ni tampoco el odio, ni la envidia, ni ninguna de las torvas pasiones que ahí os inquietan y os dominan. Al llegar aquí, desaparece el miedo, y con él, todo lo demás, ¿comprendes?

José Manuel, que no había dejado de sonreír mientras hablaba, siguió moviendo los labios, pero yo no le oía… Hubiera querido preguntarle si hablaban de nuestra guerra civil, si también allí había partidarios de rojos y fachas, qué pensaban de lo que estaba pasando aquí, qué es lo que nos espera y si Hitler va a imponerse a todos… Pero, aparte de que yo no podía hablar, la imagen de José Manuel se fue desvaneciendo lentamente, mientras yo pensaba, hasta desaparecer.

Habían empezado los himnos después de la misa. Jamás sonaron tan apagadamente. Ni siquiera los funcionarios se cuidaban de poner el énfasis acostumbrado ni se esforzaban mucho por sostener su tono vibrante y victorioso. A los gritos finales apenas respondieron algunas voces sueltas. El director no pareció irritarse por ello y desapareció rápidamente de nuestra vista, junto con su plana mayor, en la que figuraban don Félix y Antolín. Los amigos de José Manuel formamos en seguida un corro, pero ninguno de nosotros tenía ganas de hablar. Fumamos en silencio. El resto de los reclusos tampoco se mostraba locuaz. En general, aparecían taciturnos, metidos dentro de sí. Se hablaba, pero con sordina, como con temor de despertar a alguien. Yo sentía curiosidad por saber lo que pensaban y decían y me di una vuelta por el patio.

—Eso va en serio, camaradas —decía uno—. No vale meter la cabeza bajo el ala. Tenemos que estar preparados para afrontar lo peor. Que nadie piense ya que esto es un cachondeo…

—Si se han llevado a ese muchacho, José Manuel, y al chivato Maravillas, ¿qué podemos esperar los demás? —preguntaba otro.

Y oí comentar:

—No nos queda más esperanza que la guerra, que se enzarcen Hitler y las democracias, o Hitler y Rusia… Sólo entonces seremos algo, contaremos algo, porque ahora nadie se acuerda de nosotros.

—Claro, bastante tiene ahora cada cual con lo suyo.

—Naturalmente.

—Pero ¿habrá guerra?

—Eso parece.

—¿Y si gana Hitler?

—Eso no hay ni que pensarlo, leche.

—Pero si ganara…

—Pues a diñarla, compañero.

—¡Coño, qué suerte!

Y frases como éstas:

—A mí, con tal de salir de la cárcel, no me importaría volver a coger la fusila.

¿Con los fascistas?

—Con quien sea. Ya me las arreglaría yo después.

—Como que ibas a poder pasarte, hombre.

—Por lo menos lo intentaría. Y si me salía mal, pues, coño, cuatro tiros y a la mierda. Pero es mejor eso que rilarse todas las noches que hay lista, ¿no?

—Eso, de todas, todas.

—Pues que venga la guerra mañana mismo.

—Ojalá. Siempre es preferible morir como un hombre a morir como un conejo. Aunque no me gustaría morir de ninguna manera, pero…

El tema era el mismo, repetido en todas sus variantes y siempre con el mismo estribillo: la guerra en Europa como último recurso para sobrevivir.

Volví a mi grupo. Se había unido a él Susano, un tipo curioso que fue cura antes de la guerra y al que han condenado a treinta años de cárcel por haber sido miliciano de la cultura con nosotros. Decía cuando yo llegué:

—Pues me han obligado a ser otra vez director del orfeón. Me llamó ayer el Pelines y me lo dijo bien claro: o al orfeón o al penal del Dueso. ¿Y qué puedo escoger, eh? Pues el orfeón. Y ahora tengo que andar reclutando cantores porque, de los que había, sólo me quedan tres. Los demás, o han desaparecido con las listas o están condenados ya y no quieren saber nada del asunto.

—¿Y qué va a hacer usted si no encuentra voluntarios? —le preguntó don Alberto.

—Nada. Que los nombre el Pelines a tanteo. O, si no, cantaremos los otros tres y yo, salga lo que salga.

—Te veo en el Dueso, Susano —bromeó Agustín.

Entonces intervino Casi:

—No. Hay que evitarlo.

—¿Cómo? —quiso saber Susano.

—Muy sencillo. Como de todas maneras alguien va a ser obligado, por las buenas o por las malas, a apuntarse en el orfeón, y a lo mejor nos meten en él a chivatos e indeseables, yo creo que lo más acertado sería elegirnos nosotros mismos entre los más necesitados. Así mataríamos dos pájaros de un tiro: aliviarles el hambre y, de paso, contar con gente de confianza para cualquier cosa, por la libertad que los del orfeón tienen para ir y venir por la prisión, ¿no os parece?

Nos pareció una buena idea y Susano vio el cielo abierto. En eso estábamos cuando el voceador empezó a nombrar las tandas para las comunicaciones. Al poco tiempo vino Toledano en mi busca. Quería verme don Félix. Le seguí y fuimos a la oficina del jefe de servicios, donde me esperaban don Félix y nuestro amigo Antolín. Este, nada más verme, me dio un fuerte abrazo. El hombre estaba muy emocionado.

—Tenía un disgusto… —me dijo—. Pero ya pasó. Ahora es cosa de paciencia nada más. Chiquillo, cada vez que veía a tu madre o a tu hermana se me ponía un nudo aquí —y señalaba la garganta— que casi no me dejaba hablar. Yo creo que ellas se daban cuenta, pero yo no podía remediarlo.

Don Félix me felicitó también y me confesó:

—Yo también me alegro mucho de que le hayan indultado. De veras. Pienso, como Antolín, que lo peor ya ha pasado, y que ya es cuestión de aguantar un poco, no mucho. Así, cualquier día nos veremos por ahí. Me agradaría que eso ocurriera pronto.

—Y yo también, por supuesto —dije.

—Lo peor —y su rostro se ensombreció— es lo que le ha ocurrido a su compañero. —Descargó un suave puñetazo sobre la mesa y agregó—: Es terrible que tengan que pagar a veces los que menos deben… Son consecuencias de estas situaciones… Es la suerte. Lo decide la suerte, lo mismo que cuando se salta una trinchera. ¿Por qué cae aquél y no éste? ¡Ah! Pero en este caso lo siento, y mucho.

Después, mientras fumábamos, Antolín me hizo saber que se iba a Sevilla a disfrutar un mes de permiso, pero que no por eso dejaríamos nosotros de vernos, siquiera una vez al mes, en la oficina de don Félix. Y don Félix me lo confirmó, añadiendo que no tengamos, mejor dicho, que no tengáis vosotras ningún escrúpulo en pedírselo. Este don Félix, algún año más joven que yo, es un ejemplo más, desde la otra parte, de cómo nuestra guerra ha provocado el desconcierto y la decepción en la juventud que la hizo. A su padre lo sacaron de esta misma cárcel una noche y lo mataron en la Dehesa de la Villa. Al día siguiente, su madre y él tuvieron que recorrer un espantoso camino hasta encontrar el cadáver para darle sepultura. A los pocos días de esto, don Félix se alistó en unas milicias con nombre supuesto. En cuanto llegó al frente, se pasó a los nacionales, quienes le sometieron a una minuciosa investigación antes de permitirle incorporarse a su ejército. Tomó parte en varias operaciones y terminó la guerra de teniente, mas como nunca pensó seguir la carrera de las armas, dejó el ejército en cuanto le ofrecieron una oportunidad para poder continuar sus estudios, porque lo que él ambiciona es ser notario. Esa oportunidad fue el cuerpo de Prisiones, pero mira por dónde le envían a la misma cárcel donde estuvo recluido su padre para hacer frente a una serie de problemas humanos y de conciencia en los que nunca había pensado y que le perturban y le colocan en una situación totalmente contraria a sus sentimientos y aficiones. Don Félix, es sin duda, uno de tantos jóvenes a quien la guerra, ganada o perdida, ha destrozado moralmente, ha quemado por dentro y ha envejecido prematuramente. Pero ¿a qué seguir con esta clase de consideraciones si nada de lo ocurrido tiene remedio? Él y otros muchos como don Félix, aunque estén en el bando vencedor, han perdido también la guerra, como nosotros o quizá más, porque a nosotros nos queda la excusa de haberla perdido y la esperanza de que un día podamos ganarla, no militarmente, sino espiritualmente, que es, en definitiva, la gran victoria. Por lo menos nos queda esa ilusión. Pero a ellos ¿qué ilusión les queda? ¿Tal vez la venganza? Puede que sí para quienes la guerra sólo fue una explosión de violencia, una ocasión de matar o morir. Pero no creo que para hombres como don Félix la venganza, sea una satisfacción y, menos aún, una justificación. No.

Han pasado sólo unos días desde la desaparición definitiva de José Manuel y ya casi no se habla de su caso. No obstante, aunque la gente sigue yendo a consejo de guerra y vuelve de él con las acostumbradas penas terroríficas; aunque la gente hable, grite y discuta; aunque, a primera vista, parezca que todo ha vuelto a ser como antes, la verdad es que el espíritu de la prisión ha cambiado. Ha perdido frivolidad y se ha hecho más grave, más sombrío y también más consciente. Hay menos chivatos y, en cambio, existe mayor solidaridad entre los que forman cada uno de los dos grupos en que se dividen los presos: comunistas y no comunistas. Nuestra moral ha subido. Nadie se burla de nadie ni se piensa, como al principio, que sólo se condena a muerte a los asesinos y ladrones probados. El peligro se ha hecho tan palpable y tan amenazador para todos, se ha desenmascarado de tal manera que, en vez de dividirnos, nos ha agrupado, y, en vez de destruir nuestra conciencia revolucionaria nos la ha fortalecido. «Si hemos de morir o sufrir, muramos o suframos con dignidad» parece ser el pensamiento general. Considerarse víctimas inocentes es ya sentirse héroes. Y eso es lo que está pasando entre nosotros. La convicción de ser protagonistas de una gran tragedia es lo único que puede ayudarnos a soportar nuestra situación. Creedme que ahora se siente uno orgulloso de estar aquí. Por fin se ha producido la reacción que deseábamos. Hasta ahora, la gente era víctima de la confusión y el desvarío del final de la guerra. Ya, no. Ya se sabe por qué se está aquí, hay conciencia del porqué de nuestro sacrificio y también de cuál debe ser nuestro comportamiento. Y ha nacido una esperanza: la de que nuestra suerte está ligada a la de los países democráticos que, si bien se olvidan de nuestra situación en estos momentos, comprenderán nuestro sacrificio cuando tengan que enfrentarse con la misma prueba que nosotros, y no tendrán más remedio que hacernos justicia cuando aplasten a Hitler y a Mussolini. A este cambio ha contribuido mucho la desgracia de José Manuel, que ha abierto los ojos a los que todavía creían que la cosa iba sólo contra unos cuantos, coincidiendo con las noticias que nos habían llegado, pocos días antes, del comportamiento de Julián Besteiro, el hombre que ha dado la cara por todos. Yo nunca simpaticé con las ideas políticas de Besteiro. Me parecía demasiado moderado, fuera de nuestra realidad revolucionaria. Pero le admiré, eso sí, al hacerse cargo de la derrota sin haber intervenido en la batalla. Cargar a última hora con el muerto, como hizo él, mientras escapaban los que le dieron muerte, requiere un valor y una honradez extraordinarios, de los que se ven muy pocos ejemplos en la historia. Su actitud en el consejo de guerra, según hemos sabido, cubriéndonos y dándonos la mano a los que hemos quedado aquí como él, nos ha devuelto la confianza y el sentimiento de solidaridad que habíamos perdido. Yo espero que algún día Besteiro sea el símbolo de todos nosotros, de nuestros sufrimientos y de todo aquello que hubo de más noble y desinteresado en los vencidos. Si este hombre se equivocó alguna vez, y yo creo que sí, el último acierto le convierte en la más respetable figura de nuestro campo. Si falló como político, no falló como hombre, y esto es, en definitiva, lo que más importa.

Bien. Quería decir lo que pienso ahora de todo esto y dicho queda en caliente, para que cuando pase el tiempo, y yo relea esta carta, me sirva de recordatorio y pueda volver a vivir estos momentos tal como fueron, íntegramente, en toda su pureza. Tal vez haga falta dar testimonio de ello, y en ese caso, yo quiero que el mío, por lo menos el mío, sea fiel a la verdad.

Veo que la carta se alarga demasiado. Además, se me está acabando el papel y queda muy poco tiempo para que suene el toque de diana. Pero me restan aún por decir algunas cosas, como, por ejemplo, que no hago más que pensar en aquel teniente de Burgos, ¿te acuerdas, Alfonsina? No sé lo que daría por conocer su nombre para poder recordarlo cada mañana. Yo tal vez no sea nadie para él; pero él para mí es más que un amigo y más que un protector. ¿Dónde lo colocaría? En mi corazón, junto a papá, y, si algún día tengo una casa, su nombre, grabado en una placa de bronce, ocuparía el lugar de honor en ella, para recordarlo constantemente, para que lo conociesen mis amigos y se lo aprendiesen de memoria mis hijos. Espero que en alguna ocasión se me dé a conocer. Mientras tanto, vosotras, que conserváis la fe, pedid a Dios para él lo que quisiereis para mí. También quiero decirte, Alfonsina, que deseo conocer a tu novio. A ver si me lo traes al despacho de don Félix. El que no te haya hablado de él hasta hoy se debe a que no es fácil admitir que nuestra hermana sea también mujer. Es un sentimiento difícil de explicar, porque es eso: un sentimiento que al pronto se escapa a la razón. Luego se llega a comprender. En tu caso, la dificultad era doble. Pero te aseguro que ya he superado el trance y que he encajado tu decisión. Todo saldrá bien, no te preocupes. Por último, quisiera pediros que no rompáis esta ni ninguna de mis cartas, que las guardéis para devolvérmelas cuando de nuevo sea un hombre libre. Llevar un diario es aquí muy peligroso, porque nos cachean de cuando en cuando. Se trata de una rutina carcelaria que, en otros tiempos, tenía como objeto buscar navajas, limas, seguetas o cualquier otra herramienta de este tipo, pero que ahora se emplea, sobre todo, para descubrir papeles comprometedores. Sospechan que nos comunicamos por escrito con el exterior y temen que tramemos complots o que mantengamos dentro del aparato burocrático de nuestras organizaciones: listas, acuerdos, manifiestos, noticiarios… De pronto, y sin previo aviso, se presentan los funcionarios, bloquean las salidas de las salas y luego proceden a registrar nuestras personas y nuestras cosas minuciosamente, tanto que, a menudo, hasta nos descosen las colchonetas y los mismos forros de los pantalones. Así es imposible guardar un memorial, porque está uno expuesto a que se lo encuentren y eso podría costar hasta un nuevo sumario. Por eso he escogido el sistema de las cartas mientras podamos contar con Antolín o, si se encontrase ausente como en esta ocasión, mediante el servicio que hemos organizado, del que no conviene hablar mucho, y que sólo nos cuesta una peseta por carta. Bueno, ya suena el toque de corneta. ¡Adiós! Muchos besos y abrazos de vuestro…».

Se abrió bruscamente la puerta y apareció en ella Rosario, la esposa de Molina. Madre e hija, sorprendidas, dirigieron hacia Rosario sus ojos, todavía velados por las emociones que la lectura de la carta removiese en ellas.

—¿Puedo pasar? —preguntó Rosario, ya dentro.

—Sí, sí, claro —se apresuró a decir Alfonsina.

—¿Habéis terminado?

Sí.

—Bien —y Rosario, después de entornar la puerta, se adelantó hacia Cristina y continuó diciendo, en tono confidencial—: Acabo de llegar de la calle y Laura me ha dicho que llevabais largo rato solas, pero que como se trata de asuntos en que no os gusta que meta nadie la nariz —e hizo una mueca para significar lo absurdo de tal suposición—, no han querido interrumpiros…

—Son ellos los que no quieren saber nada de nuestros asuntos —le interrumpió Cristina.

—Ya lo sé, mujer, ya lo sé, pero no hay que hacerles mucho caso. Me supongo —y señaló las cuartillas que Alfonsina tenía sobre la falda— que habéis estado leyendo alguna carta de Federico, ¿eh? —Madre e hija afirmaron en silencio y Rosario prosiguió—: ¿Alguna novedad?

—No —contestó Alfonsina—, lo que ya sabíamos, sólo que con todos los detalles.

Siguió una pausa. Mientras, Rosario allegó una silla y fue a sentarse frente a sus compañeras. Luego murmuró, con voz quebrada:

—He visto esta tarde a Enriqueta…

Madre e hija fijaron en los de Rosario sus ojos anhelantes, y Cristina preguntó:

—¿Cómo está la pobre?

—Ya puede usted imaginárselo, Cristina —y Rosario movió lentamente la cabeza de arriba abajo al tiempo que miraba a su interlocutora con sus ojos humedecidos—. ¡Criatura! Casi no tiene fuerzas ni para hablar. Parece atontada, como si llevase muchos días sin dormir… Me costó Dios y ayuda que me contase algo. Empezaba y, de pronto, enmudecía, como si se le hubiesen olvidado las palabras… No sé, no sé qué va a ser de ella…

—Si pudiéramos ayudarle… —insinuó Alfonsina.

—Ya. Eso mismo pienso yo, pero ¿cómo? ¿Qué podemos hacer nosotras?

Las mujeres cambiaron entre sí miradas de desaliento e impotencia y las preguntas de Rosario no obtuvieron respuesta.

—Si estamos para que nos ayuden —añadió Rosario y prosiguió diciendo—: Ustedes no tienen ni casa y yo… Ustedes son parientes al menos de los dueños de este piso. Yo soy una extraña. Vengo precisamente de ver a un señor a quien mi marido hizo algunos favores en la guerra. Me ha hecho cenar con su familia, por eso he llegado tan tarde; y me ha prometido hablar a un amigo suyo para que me dé una portería que tiene vacante. Se conoce que el portero que la ocupaba está ahora preso por haber formado parte del comité de incautación de la finca…

—Me alegraría que se le arreglasen las cosas, Rosario. Una portería es una solución, una buena solución en estas circunstancias, no lo dude. Ojalá nos saliese a nosotras una cosa igual…

—Pero, Cristina… Por muy egoísta que sea Laura, su hermano Andrés no consentirá que la ponga en la calle…

Cristina sonrió tristemente.

—No, porque nos iremos antes.

Rosario pareció asombrada al pronto, pero en seguida cambió de expresión.

—Sí, es mejor irse que ver malas caras. Comprendo, Cristina. Está visto que hasta para la propia familia somos como la peste.

Alfonsina, que había permanecido callada y como indiferente durante el diálogo entre Rosario y su madre, preguntó de pronto a aquélla:

—¿Y cómo se enteró Enriqueta…? ¿Quién se lo comunicó?

Rosario se estremeció.

—Que… ¿cómo se enteró Enriqueta…?

—Sí.

Rosario miró fijamente a la muchacha. Luego cerró los ojos y, tras una pausa, exclamó:

—¡A lo vivo, hija, a lo vivo!

(—¿Con quién quiere comunicar? —pregunta el funcionario, desde el otro lado de la ventanilla.

—Con mi marido —contesta Enriqueta y añade—: Hoy toca su letra.

—Pues dígame su nombre.

—¡Qué tonta soy! Su nombre es José Manuel Garrido León.

El funcionario levanta la vista hasta los ojos de Enriqueta y pregunta, con un extraño matiz en la voz:

—¿Cómo? ¿Cómo me ha dicho que se llama?

Enriqueta repite el nombre y entonces el funcionario se levanta y dice:

—Espere un poco. Voy a ver.

—Pero si toca su letra… —insiste Enriqueta.

Pero el funcionario no le hace caso y desaparece. Un tanto desconcertada, Enriqueta asoma la cabeza por la ventanilla y ve que el funcionario habla con otro y que éste hace gestos afirmativos.

—¿Qué pasa? —le pregunta la mujer que ocupa el siguiente lugar en la fila.

Enriqueta retira la cabeza de la ventanilla y se vuelve a la mujer para decirle:

—No lo sé. Se han puesto a hablar entre ellos…

—Claro, para fastidiarnos y hacernos sufrir. Saben que nos corre mucha prisa comunicar, porque nos aguardan los chicos en casa y porque muchas de nosotros tenemos que ir todavía a trabajar… y se ponen a hablar entre ellos los muy gandules… Bien se aprovechan, bien, de nuestra desgracia. Pero si se presenta una chica de buen ver que les habla con un poco de pitorreo, la atienden en seguida y hasta la invitan al cine si viene al caso. ¡Asquerosos!

En la otra cola, en la que se forma para entregar los paquetes de ropa y comida, hay tal algarabía que parece que está librándose allí una batalla campal.

—¡Tío grosero! ¡Tío aprovechado!

Y gritos, y carcajadas, y llantos… Un dolor inmenso y como podrido ya que revienta en un caos histérico.

Los guardias ordenan:

—¡Cállense!

—¡No nos da la gana! —le responden las mujeres. Y los guardias tratan de poner orden y empujan, arrollan y gritan también. Las mujeres se repliegan a regañadientes para empezar de nuevo a protestar con mayor vehemencia.

—Señora…

Es el funcionario, que ha reaparecido en la ventanilla.

—No puede comunicar con su marido.

Enriqueta mira, atónita, la cara del funcionario, que parece de madera.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —pregunta ella temblando.

—Que ha sido trasladado a Porlier.

—¿Trasladado a Porlier? — y la angustia le estrangula la voz—. ¿Cuándo?

—Anoche.

Enriqueta sigue mirando al hombre aquel como hipnotizada.

—Vaya a la ventanilla de paquetes. Allí le darán sus cosas —dice el hombre fríamente, y añade—: A ver, otra.

Enriqueta continúa inmóvil, mirando con sus ojos muy abiertos al funcionario. Éste ya no la mira, sino que mira a la mujer siguiente. Y la mujer siguiente le dice mientras la aparta suavemente de la ventanilla:

—¡Ánimo, hija mía! A lo mejor es cierto que está en Porlier.

Enriqueta sale de la fila como una sonámbula y va a ocupar el último lugar en la otra. Delante de ella, las mujeres comentan:

—Dicen que anoche se llevaron a muchos, que ha sido la mayor «saca» de todas las que ha habido hasta ahora.

Se oyó entonces un alarido junto a la ventanilla de paquetes. Acaban de entregar a una mujer un pequeño hato de ropa y ella, la mujer que lo recibe, parece que se desgarra en sus lamentos:

—¡Me lo han matado! ¡Me lo han matado!

Y el vocerío se encrespa y estalla en toda la fila:

—¡Cállense, cállense! —ordenan los guardias.

Cuando Enriqueta abre los ojos se encuentra sentada en el suelo, atendida por unas compañeras. Entonces rompe a llorar).

—Así fue como se enteró Enriqueta de su desgracia…

Rosario terminó entre lágrimas su relato. Alfonsina se dobló para recoger las cuartillas, que se le habían caído al suelo, y Cristina, con los ojos cerrados, gimió:

—¡Dios mío, Dios mío!

Luego, se quedaron las tres inmóviles y calladas, como en una fotografía, paralizado el tiempo y contenido hasta el más ligero rumor.