… y sí desnudos y solos
en un vasto cementerio
—Toma, fuma.
Y el hombre ofreció un cigarrillo a José Manuel. Éste levantó la vista del cuadernillo donde escribía, sonrió y dijo:
—No fumo, amigo mío; y no fumaré mientras esté en la cárcel.
—Es que quisiera obsequiarte con algo.
—No te preocupes. Yo no cobro mis versos —y siguió escribiendo.
Estaban sentados sobre las mantas enrolladas. Cerca de ellos, Olivares y Martínez Vega jugaban al ajedrez, observados atenta y silenciosamente por Molina, Agustín, Gonzalo y otros curiosos y aficionados a este juego. En los corros se charlaba en voz susurrante. Había quienes permanecían pensativos y ausentes; quienes escribían, interrumpiéndose a menudo, atentos a cualquier ruido o movimiento que se produjese a su alrededor y dirigiendo furtivas miradas al pasillo solitario; quienes leían y releían las mismas cartas; quienes contemplaban, enajenados, las manoseadas fotografías familiares que habían extraído de la cartera; quienes espiaban a los demás, inquietos, mordiéndose las uñas y fumando sin interrupción, y quienes vagaban imaginativamente por los caminos de la calurosa noche de junio que se dejaba ver sobre los tejados. Los más estaban desnudos de cintura para arriba, brillantes de sudor los velludos torsos.
Pocos momentos antes, la caldera del último rancho del día había sido retirada de allí, intacta, para ser repartidas sus sucias lentejas en otras salas. Sólo se oía el rumor sofocado de la prisión, que formaban los pequeños ruidos inevitables en una comunidad de hombres tan nutrida.
—¿Te gusta el chocolate?
José Manuel contestó sin levantar la vista del cuadernillo:
—Hombre, sí. El chocolate es una de mis debilidades.
—Tengo una pastilla.
—No, no —y le sonrió—. Te aceptaré sólo una onza.
—Dos.
—Bueno, no vamos a discutir por eso —y José Manuel trató nuevamente de seguir sus ideas.
Martínez Vega se rascaba suavemente el pecho sudoroso, cubierto de negro vello ensortijado, pendiente de la mano de Olivares, que acababa de mover un caballo, y, tras una ligera vacilación, puso sus dedos sobre un alfil, pero no se decidió a realizar la jugada, detenido, sin duda, por el movimiento de la cabeza de Agustín, a quien veía con el rabillo del ojo. Entonces se oyó una voz de mujer por los tejados:
—¿Quieres venir a cenar?
Instintivamente, hasta los más abstraídos dirigieron sus ojos a la ventana, como si hubiese asomado por ella alguna extraña aparición. Pero en seguida volvieron a la realidad, sonriendo unos; encogiéndose de hombros otros. Cantero se levantó y salió al pasillo y tomó la dirección de los urinarios.
—Vamos, te toca mover —murmuró por fin Federico.
—Ten cuidado, Eulogio —le aconsejó Agustín—. Federico te está preparando una trampa.
—¿Quieres estarte callado? Los mirones no hablan —le reconvino suavemente Olivares.
Volvió el silencio. Martínez Vega seguía sudando y retorciéndose los vellos del pecho. Molina sonreía. Agustín miró para otro lado, hacia la peña de Zaldúa, en la que éste leía algo en voz muy baja y los demás escuchaban.
Gaspar parecía dormir, con la cabeza recostada en la pared. Don Alberto chupaba de cuando en cuando su pipa sin tabaco, y miraba el vacío. Gonzalo, que había advertido la salida de Cantero, se levantó, encendió un pitillo y fue a situarse en la puerta de la sala.
Cuando todo parecía más tranquilo, Gonzalo se volvió de pronto, lívido, y se dirigió a donde se encontraba Diéguez, el jefe de sala, que mataba el tiempo pintando flores sobre una cartulina blanca.
—Ya están ahí —le dijo al oído.
Diéguez dejó a un lado la cartulina y se puso en pie automáticamente, intensamente pálido también y estremecido. Su movimiento desencadenó una corriente simpática que sacudió a los demás presos. Olivares y Martínez Vega interrumpieron la partida de ajedrez y se levantaron. En la peña de Zaldúa se apagó la charla. José Manuel dejó de escribir versos onomásticos. Todos, unánimemente, se levantaron, y se hizo un silencio espeso, asfixiante, que se extendió rápidamente por toda la prisión. Se oyó entonces la tos de un centinela en los tejados, seguida del chirrido de la cancela en el corredor, y los presos avanzaron lentamente hacia el centro de la sala, callados, anhelantes. Siguió una breve pausa y, luego, aparecieron Von Papen y Mister Eden. Éste se quedó en la puerta y Von Papen penetró en la sala llevando un papel en la mano.
En ese momento reapareció Cantero, con el rostro de color verde oliváceo. Sus negros y penetrantes ojos buscaron los de Gonzalo y se entabló entre ambos un mudo diálogo de preguntas sin respuesta, cargado de reproches, de odio y avidez.
Los presos rodearon inmediatamente a Von Papen, sin que los contuviera la orden de permanecer en posición de firmes que les gritó Diéguez. Se apretujaron aún más, por el contrario. Olivares quedó junto a Martínez Vega. Todos ellos pretendían ver lo antes posible la lista para conocer su suerte, con la esperanza de no figurar en ella.
Von Papen braceó para quitarse de encima a los que le presionaban por delante mientras que por su espalda otros, de puntillas y alargando el cuello todo lo posible, se esforzaban por ver los nombres escritos en el papel, y empezó su lectura en alta voz, recreándose en la lentitud y en los silencios:
—Antonio…
Diez Antonios al menos sintieron un escalofrío por la espina dorsal y un calambre en el corazón.
—Biedma García —añadió Von Papen.
—¡Presente! —contestó una voz reseca.
Una pausa. Un hondo y plural suspiro y otra vez la voz de Von Papen.
—Coja la manta.
A Antonio Biedma García no le miraba nadie. El hombre se apartó lentamente del grupo y se dirigió hacia donde tenía sus cosas. Cogió la manta e hizo un montoncito con sus demás pertenencias.
Entre tanto, iban sonando otros nombres, con la misma parsimonia y seguidos de las mismas frases rituales:
—¡Presente!
—Coja la manta.
Olivares y Martínez Vega, sudorosos y casi abrazados, habían renunciado ya al intento de leer la lista y aguantaban el sorteo con los ojos entrecerrados. De pronto se oyó:
—Eulogio…
Olivares miró a su amigo y lo vio palidecer hasta quedar su rostro del color de la ceniza y, en un movimiento irreprimible, le atenazó fuertemente los brazos. Fue un momento atroz para ambos amigos.
—Martínez Viga —puntualizó la voz de Von Papen.
Entonces volvió a colorearse el rostro de Martínez Vega, súbitamente, violentamente, como si se le hubiese roto el dique del corazón y la sangre se le derramara por la superficie. Al mismo tiempo se relajó y dijo en un suspiro:
—Menos mal. Yo soy Vega, no Viga.
No obstante, lo oyó Von Papen, quien, volviendo la cabeza hacia donde se encontraba Martínez Vega, preguntó:
—¿Cómo? ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Martínez Vega —contestó éste casi triunfante.
—¿Eulogio Martínez Vega? —insistió aquél.
—Sí.
—Pues es usted. Es que me había equivocado al leer.
Martínez Vega quedó con los ojos muy abiertos, paralizado por el estupor. Parecía no entender lo que estaba pasando o que no quería creer lo que acaba de oír. Su cerebro no funcionaba. Federico, por su parte, temió un despertar violento de su amigo, hombre valeroso a toda prueba, y se apercibió instintivamente para impedir las consecuencias de un posible arrebato de furor de él al volver en sí. Pero Martínez Vega cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo, miró a Olivares como un niño al que han cogido en falta, avergonzado, y murmuró débilmente:
—¡Qué tonto he sido!
Luego se apartó del grupo y se dirigió a su sitio para recoger la manta cuartelera, resignadamente, indefenso y entregado. En cambio, Federico, que seguía sus movimientos atentamente, temblaba de excitación, al borde del grito que sólo una crispación de la voluntad pudo retener en su garganta. La voz de Von Papen, inalterable, le dominó y le encadenó otra vez a su alucinante juego:
—Pedro…
La pausa. La caída en el vacío. La garra en el pecho y la punzada en el estómago.
—Pérez Caballero.
El suspiro liberador en cien pechos y la respuesta:
—¡Presente!
—Coja la manta.
Más nombres y otras tantas alternativas y vaivenes entre la renuncia y la esperanza. «¿Quedan aún más? ¿Estará el mío también? No puede ser. No, no puede ser. ¿Qué he hecho yo para ser elegido como víctima? Y los que se llevan, ¿qué han hecho para merecerlo? ¡A saber! ¡Cuidado, cuidado! No seas así, amigo. Porque no se trata tanto de haber hecho o dejado de hacer como de ser un vencido, y yo lo soy. Ahí está la clave de todo. ¿Y qué es un vencido? Pues el que paga, el que paga por todo y por todos. Entonces… A ver… Y Olivares oyó:
—Remigio…
Miró a Cantero. Cantero miraba a su vez a Gonzalo. Lo barrenaba con sus negros ojos fosforescentes. Cantero se había recobrado. Otra vez, su rostro moreno, de rasgos duros y severos, irradiaba serenidad. Miraba triunfalmente y sonreía con desprecio a Gonzalo, a quien le temblaba la barbilla y a quien se le había desangrado el rostro.
—Cantero Buendía —completó Von Papen.
Sonó entonces la grave voz de Cantero:
—Va, hombre, va.
Von Papen plegó lentamente la lista sin perder ojo a Cantero, y dijo:
—Coja la manta.
Cantero sonrió.
—No me hace falta. Yo no tengo frío.
Se había deshecho el grupo en torno al guardián y Von Papen dio un par de pasos hacia Cantero, con la diestra sobre la empuñadura de su pistola, en medio de un silencio angustioso, tenso como la piel de un tambor. Los anteriormente nombrados formaban ya dos filas en el pasillo bajo la vigilancia de Mister Eden. Sólo permanecía en la sala Cantero, y Von Papen, mirándole como el cazador que teme que se le revuelva la pieza mal herida, le ordenó:
—Forme en el pasillo con los demás.
Cantero, siempre dueño de sí, con una calma teatral impresionante, preguntó al guardián:
—¿No puedo antes despedirme de un compañero?
Von Papen, nervioso ya y desconcertado, dudó un momento, pero el temor tal vez a la cólera fría de aquel hombre, le hizo acceder a ello.
—Bien, pero dese prisa.
Seguidamente, Cantero avanzó hacia Gonzalo con la mano extendida y, cuando éste se la estrechó débilmente, le dijo:
—Ya ves, soy yo el que va delante. Quiero que sepas que no hice nada por separar mi expediente del tuyo. Fue cosa del Mediquín para cerrarme la boca para siempre —y añadió, dirigiéndose ya a todos los mudos espectadores de la escena—: No me arrepiento de nada. Si todos hubieran hecho lo que yo, no estaríamos ahí ahora. Vivimos de propina desde el 18 de julio. Así que… Si alguno escapa con vida de ésta, que aprenda la lección para otra vez. ¡Y salud, compañeros!
Hablaba a muertos. Ni Gonzalo ni ningún otro contestó a sus palabras, dichas sin énfasis, sin ira, pero sí con la fuerza de quien expresa un convencimiento definitivo. Después dio media vuelta y se dispuso a cumplir la orden de Von Papen dócilmente, pero al pasar junto a Mister Eden, como éste le empujase suavemente hacia sus compañeros de expedición, se revolvió como si le hubiesen aplicado una ascua en la carne. Se encaró con Mister Eden, que dio un paso atrás y echó mano a la pistola, y le rozó el rostro con el aire de sus palabras rechinantes:
—¡No me toque ni me empuje!
Mister Eden cruzó una rápida mirada con Von Papen, pero éste se limitó a hacerle una leve indicación con la cabeza para que se contuviese, y ordenó en voz alta:
—Vamos. ¡De a dos! ¡March!
Las dos filas se pusieron en movimiento. Una postrer mirada amistosa de Martínez Vega hizo estremecerse a Olivares. Cantero marchaba solo, el último, y cerraban la comitiva los dos guardianes. Cuando desaparecieron todos por el pasillo y se oyó el golpe seco de la cancela, en la sala se quebró el encantamiento que mantenía inmóviles, paralíticos, a los hombres. Olivares, seguido de sus amigos, volvió a su petate. José Manuel, antes de unirse al grupo, tuvo que librarse de su cliente, diciéndole:
—Mañana terminaré la poesía. Ahora no puedo, ¿comprendes?
Olivares propuso a Gonzalo continuar la partida de ajedrez que interrumpiera poco antes la irrupción de los guardianes:
—Juegas con blancas y te toca salir, Gonzalo.
Gonzalo se encogió de hombros, indeciso, pero ante la mirada de Olivares, que le instaba vehementemente a jugar, accedió, diciendo:
—Está bien, pero yo creo que lo mejor sería comenzar una nueva partida.
—Como quieras. El caso es jugar, o lo que sea, con tal de olvidarnos de esta pesadilla que acabamos de vivir. ¿No te parece?
Agustín, Molina, don Alberto y José Manuel, sentados alrededor de los jugadores, observaban en silencio cómo éstos alineaban las fichas en el tablero. Los demás reclusos recuperaban también la acción. Zaldúa y Planas formaron corro con sus camaradas. Hasta los más solitarios y sombríos buscaron la compañía de los más afines, y los amigos de los que se había llevado Von Papen hurgaban en sus petates para recoger las cartas de despedida que casi todos los condenados a muerte tenían escritas, con el fin de hacerlas llegar a sus familiares por conducto clandestino. Alguien levantó la voz al hablar y alguien abrió primero la bolsa de la comida y se dispuso a calmar su hambre.
Olivares levantó la vista del tablero de ajedrez y, mirando a sus compañeros, comentó:
—Es una vergüenza alegrarse de que hayan sido otros los elegidos —derribó suavemente las fichas con un movimiento de la mano y añadió—: Es una vergüenza, pero es así.
Sus compañeros hicieron un gesto afirmativo y Olivares, después de recorrer la sala con los ojos, prosiguió:
—Nos hemos salvado por esta vez y la gente vuelve a sentir apetito. Pasa siempre igual.
—Mientras hay vida, hay esperanza —suspiró don Alberto.
—Pues yo también tengo hambre. ¿Comemos algo? —preguntó Agustín y, como excusándose, agregó—: El estómago no entiende de estas cosas y, cuando está vacío, reclama lo suyo, que es lo que está haciendo ahora el mío.
—¡Dos noches más de plazo por lo menos —exclamó Molina—. Pueden pasar muchas cosas buenas y malas en ese tiempo. Esperemos que sean buenas, ¿no?
Olivares se encogió de hombros y Agustín insistió:
—¿Cenamos?
Sí, vamos a cenar, compañeros. Esa es ahora nuestra obligación —dijo Molina.
Agustín echó mano rápidamente a la bolsa de las provisiones y Gonzalo se puso en pie para ir en busca de la suya, diciendo:
—Pues yo creí que iba detrás de Cantero.
Olivares le miró. Gonzalo ya se había repuesto totalmente.
—Es la condición humana —murmuró Olivares como para sí.
—¿Qué? —le preguntó Gonzalo.
—No, nada. Que ha habido suertecilla.
—Desde luego.
—Y usted se ha salvado definitivamente, creo yo —opinó don Alberto.
—¿Qué piensas tú, Molina? —preguntó Gonzalo.
—Lo mismo, hombre, lo mismo.
Gonzalo sonrió impúdicamente, sin disimular la onda de caliente alborozo que le corría por las venas. Sin embargo, trató de justificarse, diciendo al separarse del grupo:
—Me alegro por la parienta y los hijos…
Siguió un silencio y, cuando Gonzalo ya no podía oírle, comentó Molina:
—El que se ha portado como un jabato ha sido Cantero. Nos ha dado una lección a todos. Y es curioso. Antes de nombrarle estaba pálido y tembloroso como los demás, acaso más que muchos. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que iban por él y de que no había escapatoria, se serenó el tío y se puso a la altura de las circunstancias. Parecía que fuese él quien mandaba aquí. Hasta Von Papen y Mister Eden se achicaron.
José Manuel, callado hasta entonces, apuntó tímidamente:
—Puede ser la reacción natural de quien se encuentra en un callejón sin salida, el hombre a quien se pone contra el paredón.
Sí, pero otros se resignan. Algunos se derrumban —replicó Molina.
—Es un misterio —dijo entonces Olivares—. Ya veis lo que ha pasado con Martínez Vega. Todos sabemos que ha sido un valiente, un temerario en la guerra. Pues bien, yo le he visto temblar, recobrarse y quedar luego como paralizado, en pocos segundos. Al fin, marchó como un cordero… Nunca se sabe, pues, cuál va a ser la reacción de cada individuo en el momento decisivo. Pasaba igual en la guerra. Ha habido casos de tipos hartos de derrochar valor en los combates que, de pronto, volvían la espalda al enemigo y echaban a correr como locos, mientras que algunos de los que se desconfiaba, fulanos blandos y espantadizos al parecer, se clavaban en su sitio, como si la guerra no fuera con ellos, y no se movían de allí pasase lo que pasase, o saltaban los parapetos sin importarles los tiros. Yo he visto a uno de ésos subirse a un tanque que había producido una desbandada en los nuestros, romperle una cadena con una bomba de mano y esperar que abriesen la escotilla los de dentro para dejar caer por ella otra bomba de mano, como si todo fuese de mentirijillas… No hay quien entienda esto del valor de los hombres.
En la puerta aparecieron curiosos procedentes de otras salas, que acudían para averiguar quienes habían sido los elegidos de la muerte. Se detenían, miraban, consultaban entre sí o preguntaban al amigo o conocido que allí tenían:
—¿Cuántos?
—Quince.
—¿También Biedma? No lo veo.
—Sí, también Biedma.
—¡Dios! Era un buen camarada. Pero se lo tenía tragado. Diéguez, el jefe de sala, les salió al paso:
—Hala, hala, que van a tocar silencio y el personal no ha cenado todavía. Dejadlo para mañana, muchachos.
Fueron retirándose, no sin remolonear todo lo que pudieron. Poco a poco fue creciendo en la prisión el rumor de colmena humana. Los reclusos volvían a enhebrar sus interminables conversaciones en torno a los temas de siempre: las disensiones políticas de los diferentes grupos mezcladas con recuerdos de la guerra, la familia, los proyectos para cuando recobrasen la libertad, especulaciones sobre el conflicto de alemanes y polacos, las mujeres, el hambre, los piojos… Y empezaban las bromas y disputas al extender los petates para pasar la noche… Las preocupaciones, las inquietudes, los temores, las obsesiones y los deseos, contenidos transitoriamente por la aparición de los guardianes con la lista, se desbordaban de nuevo por salas, escaleras y pasillos.
La sala de los intelectuales, sin embargo, permanecía silenciosa. Comían los hombres mecánicamente, absorbidos por sus pensamientos. En las repúblicas se deslizaban algunos breves y apagados comentarios, ajenos casi siempre a la realidad inmediata.
—¿Y qué tal van tus versos, José Manuel? —preguntó Olivares a su amigo, entre bocado y bocado del trozo de tortilla que les había repartido Agustín.
José Manuel tragó su bocado de prisa y, luego, encogiéndose de hombros, contestó:
—¡Bah! Son versos de encargo y siempre sobre lo mismo. Es una rutina nada más.
—Pero les gusta a los interesados, y eso es lo importante ahora —insistió Federico, añadiendo—: Te has hecho más famoso que Espronceda y que Rubén Darío, que son los únicos poetas de los que ellos han oído hablar.
—Pero si no da abasto… —terció Agustín—. Yo que tú les cobraría algo por los versos. No digo dinero, pero sí algo de comer.
—Tú no piensas más que en comer, Agustín —le amonestó Molina.
—Perdonad, chicos, pero en estas circunstancias creo que es lo único positivo.
—Una noticia, compañeros —dijo al cabo de un silencio Molina—: Toledano me dijo esta tarde que nos van a proponer a unos cuantos colaborar en un semanario que van a editar para los reclusos expresamente.
—¡Caramba! —exclamó Agustín—. ¿Y habrá algún cabrón entre nosotros que se preste a ello?
—A lo mejor… —y Olivares se encogió de hombros—. Si prometen algo a cambio, puede que pique alguno. ¿No hay quien canta en el orfeón? ¿No hay quien ayuda a misa?
—Pues yo no colaboraría ni aunque fuese a cambio de la libertad.
Fue tan tajante, que los tres amigos se quedaron mirando a José Manuel.
—Chócala —y Olivares le extendió su mano derecha. José Manuel se la estrechó y dijo después, en tono más suave:
—Creo que es lo menos que se puede hacer.
—Entonces te negarás, ¿no?
—Por supuesto.
—Bien —y Molina esgrimió su dedo índice—, pero yo opino que es más político no negarse en redondo, sino imponer una condición imposible. El resultado es el mismo, pero se evita uno la represalia. Cuando me lo propongan a mí les diré que yo no puedo escribir estando preso, que para tomar una determinación en un asunto como ése, tienen que ponerme en libertad previamente. Ya sé que no lo van a hacer, pero así quedo yo como Dios. ¿Qué os parece?
Olivares hizo un gesto de duda. Agustín dijo:
—No me parece mal en ti, estando como estás condenado a muerte y habiendo dirigido un periódico durante la guerra. Pero el caso de José Manuel es diferente. Él, además de católico de El Debate, es extranjero, y pronto se encontrará libre en Cuba. Por eso es el más seguro de todos nosotros y el único que puede permitirse el lujo de decirles que no sin más contemplaciones. Yo que él los mandaría a la mierda encima.
José Manuel movió la cabeza.
—Ojala no te equivoques, Agustín.
—Pero ¿no le ha dicho a Enriqueta el asesor jurídico de la embajada de Cuba que lo de tu expulsión es un hecho? ¡Mira que eres pesimista, muchacho!
—Lo que tú quieras, pero…
Se produjo de nuevo un silencio y Agustín, después de repartir una onza de chocolate por cabeza, dijo:
—Y se acabó por hoy lo que daban… ¡Y pensar que a mí no me gustaba el chocolate!
El toque de corneta y las imperativas palmadas de los jefes de sala sofocaron los ruidos de la prisión como una mordaza. Los presos comenzaron a extender sus petates sin que se produjese la más mínima discusión por unos centímetros más de espacio. Las ausencias definitivas de los que se había llevado Von Papen permitían mayor holgura, siquiera por aquella noche. Luego se inició el desfile hacia los urinarios.
Olivares y sus compañeros realizaron apresuradamente esas postreras operaciones de cada jornada y se tendieron al fin sobre sus duras yacijas. Hacía mucho calor y pronto quedó el suelo cubierto de cuerpos semidesnudos, y el aire de la sala impregnado de transpiraciones humanas. Algunos reclusos encendieron el último pitillo del día. Otros se pusieron a bisbisear con el compañero de al lado. Los más trataron de refugiarse en el sueño. El silencio fue poco a poco extendiéndose como una pasta espesa que ahogase los más pequeños rumores. A través de los ventanales abiertos podía contemplarse un trozo de la noche iluminada por el resplandor de una luna que no se veía. Fluía la noche como un río cargado de efluvios primaverales, evocadora de recuerdos, incitante como la visión de una muchacha desnuda. Para los reclusos era como asomarse al mundo, donde en aquellos momentos la vida en libertad sería una hermosa aventura para los otros hombres, para todos los hombres que no eran ellos. ¿Qué estarían haciendo la esposa, la madre, la novia, los hijos? Hora de la cita, de las ternuras y los deseos. Gentes por las calles. Cines y restaurantes repletos de público. Luces por todas partes. Alegres cenas en familia. Alcobas y lechos limpios y frescos, a la espera del amor y del descanso. La vida. ¡La vida!
Olivares, con una mano bajo la mejilla, dijo a su amigo, apenas en un soplo:
—La verdad, no acabo de comprender la muerte, Molina. Sé que a todos nos llega inevitablemente, pero yo no me veo muerto. Y tú?
Molina, de codos sobre la almohada, apagó en la lata de sardinas vacía la minúscula punta del cigarrillo que había estado apurando y luego contestó:
—Pues yo, tampoco, y menos morir a fecha fija, en pleno conocimiento, como puede sucedernos a nosotros. Pero lo que yo me pregunto ahora es si vale la pena.
—¿El qué?
—Morir por lo que tal vez vayamos a morir.
Tras una pausa y en el mismo tono susurrante, siguió diciendo:
—¿Tú crees que Cristo hizo bien, que los hombres se merecen que alguien muera por ellos? A los que tienen fe religiosa, como José Manuel, les queda al menos la esperanza de la otra vida, que debe de ser un consuelo inapreciable a la hora de morir. Pero ¿qué esperanza nos queda a nosotros?
—Ninguna, ya lo sé.
—Entonces…
—Haz como yo. Cuando me entra la duda, pienso en las injusticias del mundo, en esas injusticias contra las que nos levantamos: hambre, incultura, hombres explotados, mujeres envilecidas, niños sin infancia… En fin, todo eso que hemos esgrimido siempre como razón suprema de nuestra lucha.
—Ya.
—Mira, yo no sé si hay vida más allá de la muerte, pero sí que vivo y que la vida debe ser para el hombre algo más que vegetar. Al fin y al cabo, hombre y vida son inseparables, y el hombre es un proyecto inconcluso, lo mismo que la vida. Quizá sea ésa la razón de la grandeza del hombre y de la belleza de la vida. ¿Te imaginas al hombre sin deseos de superación y la vida como una órbita cerrada, sin fin? Yo, no —hizo una pausa y, sin esperar la réplica de su amigo, continuó—: Y, amigo Molina, nosotros no estamos aquí por casualidad, sino por no haber realizado nuestro proyecto. Otros nos reemplazarán en la faena y, a esos otros, y después otros… Ahora bien, tú, y yo, y todos los que hemos vivido la misma experiencia, nos pasaremos el resto de nuestra vida preguntándonos por qué no pudo ser y si valía o no la pena intentarlo, y, al mismo tiempo, analizando y criticando nuestra conducta. Pero es inevitable. ¿Me comprendes?
—Sí, claro que te comprendo, pero ¿crees de verdad que nuestro sacrificio en plena juventud, por tu parte, y en el comienzo de la madurez, por la mía, servirá de algo?
—No lo dudes. Todas las grandes ideas se impusieron por el martirio y la muerte de los creyentes en ellas. El cristianismo, por ejemplo, no hubiera llegado a ninguna parte sin sus mártires. Su sangre fue la que hizo fructificar la palabra de Cristo. ¿Qué significaba entonces un oscuro predicador en un pequeño y oscuro rincón de la tierra? Entonces no había imprenta, ni telégrafo, ni radio, ni aviones, ni automóviles, ni ferrocarril. Los propagandistas del cristianismo tuvieron que recorrer los caminos a pie y hablar directamente a los hombres que querían captar, uno a uno, como quien dice. Pero el enemigo empezó a matar a los primeros conversos, muchos de los cuales acaso no habían logrado enterarse del verdadero alcance y significado de la nueva doctrina. ¿Y qué sucedió? Pues que cada sacrificado fue como un toque de atención para los indiferentes y creó en torno al vacío que dejaba una corriente de simpatía, de atracción y de interés. Así fue creciendo la mancha hasta extenderse por todo el mundo civilizado de la época. Otro tanto ha ocurrido con las doctrinas revolucionarias, Molina. No es fácil entenderlas, pero el recuerdo y el ejemplo de quienes murieron por ellas en las barricadas o por ellas sufrieron persecución y cárcel, conquistaron las masas. Ahora mismo están muriendo y sufriendo muchos individuos que ni siquiera alcanzan a comprender lo que ocurre ni por qué mueren o padecen. Si acaso, piensan que es por causa de la envidia, de una malquerencia, o por haber participado en este o en aquel suceso, llamémoslo paseo, represalia o como quieras. Y no es así. Mueren, aunque no lo sepan, por la revolución. ¿Crees que nuestros adversarios hubiesen empapelado a medio país tan sólo por vengar a Fulano y a Mengano? ¡Ca! Es posible que algunos se lo crean, pero se engañan, como se engañarían los que creyesen que una revolución se hace para sacrificar y despojar a determinados individuos con nombres y apellidos concretos. No, claro que no. La revolución, como tú sabes muy bien, es una idea. Bien. Pues la contrarrevolución se inspira en otra idea. Una y otra son ideas por encima de los individuos. Por eso son implacables. Por eso no tienen compasión. Así que nosotros…
—¿Queréis callaros, coño, y dejarnos dormir? —gritó alguien airadamente.
—¡Silencio! —reclamó Diéguez.
—¡Que se callen!
—¡A ver ésos!
Olivares se calló y Molina recostó la cabeza sobre la almohada. Siguió un largo silencio. La prisión se había quedado completamente muda. No obstante, Olivares insistió al cabo de un rato, muy quedamente:
—Si yo sospechase siquiera que me había equivocado, me volvería loco o me tiraría por una ventana.
Y Molina suspiró:
—Tienes razón.
Luego, Olivares, tras una última ojeada a la noche que se asomaba al ventanal, cerró los párpados y se recluyó en sí mismo.
(—¡Qué a gusto me encuentro así, a solas conmigo mismo, fuera del ambiente de la cárcel! Ahora soy libre. Puedo trasladarme a donde quiera y ver todo aquello que deseo. Aurora, Matilde, Marilú… ¿Isabelita? Sí, Isabelita. ¡Qué ojos tenía! ¿Negros? ¿Verdes? Negros desde lejos, de color verde-oscuro desde cerca, de color verde-esmeralda en algunos momentos, cuando asomaba a ellos la ternura, y casi grises, color de acero, cuando se distanciaba. ¿Por qué me aparté del grupo que formaban los demás muchachos y muchachas aquel día de la Almoraima? Qué sé yo. Tal vez fue una oscura intuición o una misteriosa querencia lo que me llevó hasta allí, a la vuelta de aquellos arbustos cercanos que la ocultaban a la vista de los que jugaban en la pradera, para descubrirla, sola, sentada sobre la hierba, como esperando a alguien.
¡Y cómo me sonrió aunque sólo nos conocíamos de vista! Un rayo de sol, muy tenue, le iluminaba el rostro. La había mirado muchas veces, pero nunca la había visto tan hermosa, tan irreal, y, al mismo tiempo, tan de carne y hueso, tan cálida. El pelo, negrísimo; los labios, carnosos, reventones; la nariz, pequeña, ligeramente respingona. La blusa de encaje blanco le torneaba el pecho florecido. Desnudos los brazos de piel dorada. El breve escote aparecía ligeramente enrojecido por el aire y el sol. Tenía las manos sobre las piernas cruzadas y los pies se asomaban por las orillas de la falda. Y sonreía.
—¡Hola! —contestó ella.
—¿Qué haces aquí tan sola?
—Nada. Ya lo ves. ¿Y tú qué buscas por aquí?
La respuesta me vino a los labios espontáneamente:
—Tal vez una muchacha como tú.
—Vaya, no está mal.
—¿Esperas a alguien?
—¿Tú qué crees?
Titubeé. Pero ella parecía invitarme con los ojos verde-esmeralda.
—¿Puedo sentarme a tu lado?
—Prueba.
Me pareció que al acercarme y sentarme junto a ella levantaba el vuelo un enjambre de mariposas irisadas y percibí entonces el aroma penetrante del campo. Ella, sin dejar de sonreír, se me entró por los ojos como un remolino de viento. Me cegó un instante y, luego, sentí el viento dentro de mí, hinchándome el pecho, agolpándose en mi garganta. Y ella estaba inquieta y no decía nada.
—Isabelita.
—¿Qué?
—¿Sabes que eres muy hermosa?
—Ay, hijo, ¿cómo quieres que lo sepa? ¿Lo sabes tú?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace un momento.
—Pues sí que has tardado en darte cuenta.
—Es que uno…, ya sabes.
Nos quedamos mirándonos, embelesados, hasta que ella bajó la vista a sus manos. Peinó unas hierbas con sus dedos. Sobre nosotros, el viento sonaba suavemente en los arbustos. De pronto gritaron mi nombre en la pradera y oímos la voz de Alfonsina:
—¿Dónde se habrá metido el pelmazo de Federico?
—Te llaman —dijo ella.
—Deja que me llamen hasta que se queden afónicos. No iré.
—Te echarán de menos.
—¿Y qué me importa a mí? No dejaría este sitio por nada del mundo.
—Pero pensarán mal de mí. ¿No te importa eso?
—Sí, sí, claro —dije, sin saber lo que decía.
Pero ella se levantó.
—Vamos.
—¿Podré ir a tu ventana esta noche?
—Esta noche no.
—¿Y mañana?
—¿Para qué?
Se había distanciado de mí sin moverse. Parecía otra.
Sonreía de distinta manera. Me miraba con sus ojos grises. Temí que se desvaneciera en el aire, que todo hubiera sido un espejismo en aquella tarde tornasolada.
—Isabelita…
—¿Qué? Dime.
Las mariposas estaban en sus ojos, revoloteando. Se me acercaba otra vez. Pero súbitamente su mirada se hizo oscura, sin mariposas ni chisporroteos.
—Habla, hombre. ¿O es que no sabes qué decir?
Y dio unos pasos hacia la pradera. Yo la seguí.
—Verás. Quisiera que pudiéramos hablar tranquilamente tú y yo.
Entonces ladeó un poco la cabeza y me llegó a la cara una onda de calor. Me miró oscuramente.
—¿Quieres entretenerte conmigo? —y se detuvo.
Me dolieron sus palabras y el tono en que las dijo.
—De ninguna manera, mujer. Quiero hablar contigo. No me preguntes ahora de qué. Quiero hablar contigo. De muchas cosas. Eso es todo.
Sonrió de nuevo y se aclaró su mirada.
—Yo no tengo mucha conversación, Federico. Te lo adelanto.
—Haré yo todo el gasto, no te preocupes.
—Bueno, por probar…
Ya no hablamos más aquella tarde. La dejé ir delante de mí para poder verla andar, moverse a la luz de poniente. Me gusta contemplar a las mujeres así. De espaldas no se interponen la coquetería ni el ademán estudiado. Ellas no se conocen por detrás, no saben cómo son, y por eso no componen la apariencia. Isabelita, que tenía de frente una figura esbelta, frágil, graciosa y casi infantil, de espaldas parecía mucho más mujer. Al andar, los movimientos revelaban el esplendor frutal de su cuerpo.
Fui a su ventana en la noche del día siguiente. Ella me esperaba tras la celosía del portier, que se descorrió a mi presencia.
—¿De qué vamos a hablar esta noche? Supongo que lo traerás preparado. Puedes enseñarme gramática, o geografía, o historia, porque yo no sé nada de nada.
¡Ya lo creo que sabía! En las noches siguientes demostró saber más que yo en todas las materias que tocamos. A veces, cariñosa; a veces, retraída; a veces, huraña. Se dejaba besar cuando quería y rechazaba mis besos siempre que yo me creía más seguro de su deseo. Era ella quien llevaba la batuta. Me hizo vivir en plena inconsciencia, en plena enajenación. Para mí, los días eran inacabables tormentos. Sólo vivía esperando la hora de ir a verla. Mi madre observaba de reojo. Oí cuchichear a Alfonsina: ¿Qué le habrán dado a este hermano mío? Parece chalado. ¿Tendrá el mal de amores? Y una noche, la ventana de Isabelita permaneció cerrada. Silbé, tosí, paseé dando fuertes pisadas… Todo en vano. Me marché cuando ya amanecía, húmedo de levante, agotados todos los cigarrillos, con los nervios deshechos, vencido, desesperado…
—Es que mi padre no salió anoche de casa. Estaba de mal humor y la emprendió conmigo con el pretexto de mi vestido para la feria, por no escuchar a mi madre, que siempre anda quejándose de celos —fue la excusa que me dio a la noche siguiente.
Yo la creí. ¡Cómo no había de creerla! Y le dije:
—Hablaré con tu padre.
—No, no; todavía es pronto. Deja que yo le prepare.
—¿Qué piensa tu madre?
—Mi madre es consentidora.
—¿Es que temes que se oponga tu padre?
—No, pero… Ahora está pasando por un mal momento, me parece a mí. Se trae algo entre manos. Es mejor esperar a que se aclare.
Siguieron varias noches en que ella parecía indecisa, inquieta. Guardaba largos silencios y se dejaba besar insensiblemente. En la oscuridad, yo no podía ver cuál era el color de sus ojos.
—¿Qué te pasa? —repetía yo a cada momento.
—Ay, hijo, ¿es que no sabes hablar de otra cosa? Llegué a no saber de qué hablarle. Hasta que una noche me confesó:
—Nos vamos a vivir a Ceuta. Mi padre ha cogido allí una contrata. Aquí está muy mal eso de la construcción y lleva varios meses sin hacer nada. No he querido decírtelo hasta el último momento. Mañana será nuestra última noche por ahora.
Quedé tan anonadado, que al pronto no supe qué decir. Sólo cuando ella me cogió la cara entre sus manos reaccioné:
—Eso lo arreglo yo mañana mismo.
—¿Cómo?
—Hablando con tu padre. Pidiéndole tu mano. Casándonos en seguida.
Isabelita me acariciaba las mejillas. Yo le cogí las manos y las apreté contra mi boca.
—No hay tiempo, Federico. Tú sabes que ya no hay tiempo.
La miré. Sus ojos brillaban, húmedos.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando aún había tiempo?
—Porque no quería obligarte, ¿comprendes?
—Entonces aquella noche en que no saliste a la ventana…
—Sí, fue cuando mi padre nos comunicó lo que pensaba hacer, su plan.
—¡Y yo sin sospecharlo! ¡Qué imbécil he sido! Pero, claro, he vivido todo este tiempo en otro mundo.
—Y yo también, Federico; yo también. Quise creer que a mi padre se le arreglarían las cosas sin necesidad de que nos fuésemos a Ceuta.
Le besé los labios. La abracé fuertemente. Nunca había intentado tocar su cuerpo, —pero la angustia y el desespero soliviantaron en aquella ocasión mi deseo de él, tanto tiempo reprimido, y mis manos buscaron sus pechos. Ella, pese a su honda turbación, tuvo aún fuerzas para separarse de mí.
—¿Qué haces?
Me quedé crispado.
—¿Es que no me quieres, Isabelita?
—¿Y me lo preguntas ahora, Federico?
—¿No me olvidarás?
—¿Y tú?
—Bien sabes que no.
—¿Crees que podría olvidarte yo?
—Pero quiero una prueba que sea, además, un recuerdo imborrable para los dos.
—Mañana.
—¿Por qué mañana?
—Mañana. No me preguntes más.
Y así fue. Guardamos silencio hasta que la calle quedó solitaria y entonces… Dejó que le bajase las hombreras de la blusa y del ajustador, y quedaron al aire sus pechos unánimes, nacarados, temblorosos, que acaricié al principio mudo y sin aliento, con inmensa adoración, que luego besé con deleite, enloquecido, entre débiles y sofocados gemidos, mientras mis manos avanzaban piernas arriba hasta su vientre, que se contrajo a mi caricia.
¡Isabelita! ¡Isabelita! ¿Dónde estás ahora, Isabelita?)
A Olivares le sacudió un intenso calambre, al que siguió un largo desmayo, y se quedó quieto. Aquí y allá se oían otros rumores de agonía. La luna era como el fantasma de una amante en la ventana.
Cuando salió al pasillo, le preguntó el preso que hacía la primera imaginaria:
—¿Adónde vas?
—A darme un refrescón.
—Haces bien. En las noches de lista es muy difícil resistirse después del susto. Ya ves ésos… —y señalaba los bultos temblorosos de los masturbadores.
Pero Olivares, camino de los urinarios en busca del grifo de agua limpia y fresca, ya no le escuchaba.
Los huecos producidos en la sala fueron ocupados al día siguiente por nuevos inquilinos, entre ellos dos miembros del comité de enlace de la prisión: Casi, el confederal, y Cejador, el socialista. Gaspar fue transferido a otra sala por haber pedido el fiscal solamente seis años y un día para él.
José Manuel se acercó al grupo de los que felicitaban a Susano, el director del orfeón. Le decían, entre grandes muestras de alborozo:
—¡Treinta años! Eres un enchufado, Susano.
—¡Vaya suerte, compañero!
—Yo firmaría ahora mismo por treinta años. El caso es salvar la pelleja, hombre.
—Treinta años es como nada.
Susano se dejaba abrazar, achuchar y golpear amistosamente la espalda, y aguantaba el chaparrón de felicitaciones en silencio, o sonriendo inexpresivamente, como si se sintiera abrumado o aturdido. En su mirada se advertían, no obstante, un profundo abatimiento de ánimo y una gran amargura. José Manuel le cogió de un brazo y él se dejó llevar con la misma indiferencia con que soportaba las bromas de sus amigos. Libre ya del acoso, José Manuel le dijo:
—Ya veo que la cosa ha ido bien: ¡Enhorabuena!
Susano movió la cabeza pesarosamente.
—Conque enhorabuena, ¿eh?
—Hombre, salirse con treinta años de una acusación tan grave como la de haber matado al cura de tu pueblo es como si te hubiese tocado la lotería, amigo. Nunca me dijiste que te achacaran un asesinato.
—Pero yo no maté al cura de mi pueblo —replicó Susano, sacudiéndose súbitamente la apatía.
—Te creo. Pero no se trata de que te crea o no te crea…
—Lo sé —le interrumpió Susano—, pero éste es un caso especial. —Hizo una pausa y luego añadió enfáticamente—: Yo digo que es un caso especial porque el cura de mi pueblo soy yo.
José Manuel frunció el entrecejo y le miró atentamente.
—¿Cómo?
—Eso: que el cura de mi pueblo soy yo.
—Pero ¿qué dices, hombre, qué dices?
—Lo que estás oyendo.
José Manuel se encogió de hombros y dijo con sorna:
—Está bien. Lo que tú quieras.
Pero Susano, molesto por el gesto de escepticismo de su interlocutor, le replicó, accionando vivamente:
—Lo que yo quiera, no. ¡La verdad, coño! —Y como viera que José Manuel se retraía, dispuesto sin duda a desistir, cambió de actitud y prosiguió, en tono más persuasivo—: Sí, yo era el cura del pueblo el día 18 de julio. No creo que fuera un crimen, ¿eh? Naturalmente, me lo tenía callado, pero no porque me diera reparo alguno confesarlo, sino porque me convenía ocultarlo hasta última hora. Era ésa mi bomba para el tribunal.
A pesar del aire confidencial y amistoso de Susano, José Manuel se sentía cada vez más confuso. Resultaba evidente para él que no se trataba de una broma, pero podía ser un síntoma de desequilibrio mental en Susano.
—Bueno, vamos a ver. Si tú eras el cura, ¿cómo es que te acusan de haberlo asesinado?
Por fin había planteado adecuadamente la pregunta a juicio de Susano, porque éste sonrió.
—Y no lo entiendes, ¿verdad?
—Pero ¿cómo quieres que lo entienda si tú me vienes contando que eras maestro de escuela, que dirigías un coro infantil y que te encontrabas entre el alcalde y el cura como entre la espada y la pared?
Susano rió ya suavemente.
—¿Y te lo creíste?
—¿Por qué no iba a creérmelo?
—Pues ésa es una historia que tuve que inventarme.
—Acabáramos, hombre! —y José Manuel respiró ya más tranquilo respecto a las facultades mentales de su amigo. Luego, recordando algo, le preguntó—: Entonces todo aquello que me contaste del concierto en el pueblo abandonado y de aquel par de viejecitos escondidos en el sótano es mentira también, ¿no?
Por el rostro de Susano pasó como una sombra. Dejó de sonreír y afirmó vehementemente:
—Eso es tan cierto como que tú y yo estamos hablando de ello.
José Manuel volvió a encogerse de hombros, desconcertado de nuevo, y dijo:
—Ahora sí que no entiendo nada de nada.
—Ven —y Susano lo apartó aún más de los otros reclusos, llevándoselo a dar una vuelta por el pasillo—. Todo tiene su explicación, hombre, y esto también la tiene, ya lo verás. A los dos o tres días de estallar el follón, aparecieron por allí unos tipos de milicias que obligaron a los del comité a detener a los más señalados de derechas, que eran unos cuantos caciques de la CEDA. Entonces me di cuenta del peligro que corría, porque ya nos habían llegado rumores también de la escabechina que estaban haciendo con los curas por todas partes. Yo estaba dispuesto a hacer algo, pero no se me ocurría qué, cuando la misma noche de las detenciones se presentó en mi casa el alcalde. Era, porque ya se lo han cargado según he sabido, un buen hombre, socialista, que hasta que llegó la República vivió condenado al hambre por los mandamases del pueblo. Como yo le había socorrido en algunas ocasiones, me estaba agradecido. Aquella noche, el más disgustado de todos era él. Vino a decirme que lo primero que pidieron los milicianos era que detuviera al cura, y que él lo había evitado de momento respondiendo por mí, pero que no estaba seguro de poder parar otro golpe, porque la cosa estaba que ardía y era una lucha desesperada entre unos y otros. A su parecer, lo mejor era que yo abandonase el pueblo sin esperar un día más, y me preguntó que adónde quería ir. A mí me entraron sudores de miedo, la verdad, pero comprendí que aquel hombre me traía la salvación y, sin pensarlo mucho, le dije que a Madrid, donde tal vez me fuera más fácil ocultarme. Le pareció muy bien y quedamos en que él me mandaría un traje de civil y un salvoconducto en que se dijera que yo iba a Madrid por asuntos del comité, y que me llevaría su hermano en el automóvil requisado a uno de los caciques. Salí a las afueras del pueblo disfrazado con un sombrero y un traje de paisano y monté en el coche, que ya estaba esperándome. Como es natural, nos detuvieron en varios controles, pero llegamos a nuestro destino sin novedad. Por el camino había ido yo pensando dónde podría esconderme. Tenía algunos conocidos en Madrid, pero lo más seguro es que todos ellos estuvieran tan comprometidos o más que yo. ¿Cómo irles con esa embajada? Además, sería meterme en la boca del lobo. Así que decidí dejarlo a la mano de Dios. Bajé del coche donde me pareció, me despedí de mi acompañante y luego eché a andar por aquellas calles. Era temprano, pero ya se veían muchos milicianos con mono, pistola o fusil. Cada vez que me cruzaba con alguno, se me ponían los vellos de punta… Hay que pasar por ello para saber lo que es. Convinimos que mi ama, la viuda de un peón caminero, dijese a los que preguntasen por mí que había tenido que marcharme con unos milicianos que llegaron al pueblo de madrugada para prenderme y que no quisieron decir adónde me llevaban. Y mira tú lo que son las cosas. Al ver después a los milicianos se me ocurrió que la mejor manera de ocultarme sería vestirme como ellos. Claro que sí, pero ¿cómo? Y pensándolo y dándole vueltas y más vueltas a la idea en la cabeza hallé la solución. ¿Por qué no me alistaba en unas milicias? Y dicho y hecho. Entré en el primer cuartel de milicias que vi. Eran socialistas. No sé aún cómo tuve valor. Por fortuna, todo salió como la seda, gracias al salvoconducto del alcalde. Alegué que lo que yo quería era combatir a los fascistas y no quedarme tranquilo en el pueblo mientras otros se jugaban la vida por mí. Chico, lo dije con tanta naturalidad y les cayó tan bien, que quedé alistado inmediatamente. Me dieron un mono, un gorro y una manta, me destinaron a un grupo de novatos. Así empezó mi nueva vida. Como lo que más me preocupaba era que alguien me buscase, me dejé decir entre los milicianos, primero como el que no quiere la cosa y, luego, jactándome de ello, que yo había apiolado al cura de mi pueblo, y hasta di pelos y señales de cómo lo hice: que lo saqué de su casa a punta de escopeta, lo llevé al monte y allí lo despaché de un escopetazo con postas a la cabeza. Y hasta conté cómo me había pedido de rodillas que le perdonase la vida y cómo yo le arreé un puntazo con el cañón de la escopeta para que se levantara y siguiera adelante, porque era un enemigo de los trabajadores. Esta historia sirvió para que me clasificaran como antifascista rabioso.
—Eh, Susano, eres el tío de la potra, coño —le gritó un miembro del orfeón al pasar junto a ellos.
—Déjalo, es un facha —bromeó otro colega dándole una palmada en el hombro.
Susano esperó a que desaparecieran los bromistas para continuar.
—Me hicieron miliciano de la cultura, que era el mejor enchufe que había en el frente, y así pasé la guerra. Pero un día se acabó la guerra, porque todo se acaba en este mundo, y entonces empezó para mí el verdadero calvario. Cuando nos entregamos a los nacionalistas, me incluyeron en el grupo de comisarios y oficiales, pero a los pocos días me apartaron a un grupo más reducido, al de los más responsables. Estuve tentado de decir quién era, pero temí que no me creyesen y empeorara mi situación y como, por otra parte, tampoco me preguntaron nada ni me acusaron de nada, preferí esperar a ver qué pasaba. Y lo que pasó es que me llevaron, junto con otros cuantos, a una especie de comisaría de la calle de Serrano. Y allí es donde supe de qué me acusaban, nada menos que de haber asesinado al cura de mi pueblo. Ya sabes lo que hacían en los campos de prisioneros, sobre todo al principio: aconsejarnos constantemente por los altavoces que denunciáramos los hechos criminales de que tuviéramos conocimiento. Pues se ve que alguno se acordó de mi historia y que, por miedo o por hacer méritos, me denunció. ¡Dios mío! Nada más entrar en aquella habitación llena de humo de tabaco, unos tipos en mangas de camisa me zarandearon hasta casi marearme y luego me arrastraron hasta una mesa, diciéndome mientras tanto: Como no digas la verdad te vamos a mullir y no te va a conocer después ni la madre que te parió. A renglón seguido, el que estaba detrás de la mesa me soltó la preguntita: Vamos a ver, cabrón, ¿a cuántos has matado? Me eché a temblar, porque yo sabía cómo se las gastaban allí, y no pude siquiera abrir la boca. Alguien entonces me atizó un guantazo que a poco me hace caer al suelo, al tiempo de preguntarme: ¿Es que no oyes? Y, sin darme tiempo a respirar, volvió a la carga el de detrás de la mesa: Ahora nos vas a contar cómo mataste al cura de tu pueblo, ¿verdad que sí? Sé buen muchacho y no nos hagas emplear otros métodos. Comprendí que para evitarme lo peor no me quedaba otra salida que la de complacerlos. Ya se me presentaría en algún momento la posibilidad de deshacer el equívoco. Y conté, ce por be, la misma historia que inventara para los milicianos. Les interesó tanto desde el principio a mis interrogadores, que no me molestaron en todo el tiempo que duró mi declaración. El mecanógrafo era muy rápido, pero tuve que repetirle algunos detalles. A veces era el hombre de detrás de la mesa el que le dictaba en forma sucinta y clara. Terminado mi relato, me dieron a leer lo que el mecanógrafo había escrito por si estaba o no conforme con ello. ¿Qué me importaba a mí su exactitud si era falso? A mí lo que me importaba era salir de aquella habitación cuanto antes. Así que firmé sin leer previamente lo que firmaba, con lo que aquellos tipos quedaron muy satisfechos. Aún me insultaron y me zarandearon, pero sin pasar a mayores, y al fin me echaron a empujones de allí. Hasta que vine a la cárcel no me fue posible preparar mi coartada. Lo primero que hice para ello fue confesarme con el padre Basilio. A decir verdad, se puso desde el primer momento a mi disposición. Buscó a mi ama, que por suerte aún vive, y preparó toda la documentación necesaria. Tuvo que llevar a cabo estas gestiones con mucha discreción, para evitar que algún enemigo personal mío, ¿y quién no lo tiene en estas circunstancias?, se nos atravesara en el camino. Además, pensábamos que la sorpresa sería nuestro mejor argumento ante el tribunal. Por eso seguí fingiendo y callando. Pero sí, sí…
—¿Es que no te dieron en el consejo de guerra la oportunidad de demostrar tu inocencia? —le interrumpió José Manuel.
—Claro que sí, hombre.
—Pues entonces…
—Espera y verás. El fiscal se ensañó conmigo. Me puso… Bueno, yo era el prototipo del criminal marxista: frío, despiadado, sádico. Un monstruo, vamos. Y, claro, solicitó para mí la pena de muerte. La defensa, cuando le tocó el turno, ni siquiera me mencionó al pedir al tribunal benevolencia para los demás acusados y llegó el momento en que el presidente preguntó si teníamos algo que alegar. Me levanté yo solo.
En un rincón, Casi relataba los incidentes del consejo de guerra a un grupo de amigos, entre los que se hallaban Olivares, Molina, Agustín y don Alberto. Decía:
—Y entonces el presidente preguntó al pobre Susano con voz de trueno: «¿Y qué tiene usted que alegar?» Y Susano dijo: «Que el cura, a quien dicen que he matado, soy yo».
—¡Ahí va! —exclamó Agustín.
—Como para morirse —murmuró don Alberto, atónito.
—Ya lo creo que sí —prosiguió Casi—. Hubo de verdad un momento en que pareció que iba a ocurrir algo gordo allí. El presidente dejó caer la cabeza contra el respaldo del sillón, los vocales se inclinaron sobre él, y empezaron a cuchichear los tres. El fiscal se quedó pálido como un muerto. El relator bajó la cabeza y echó mano al expediente y lo hojeó como si fuera a devorarlo. El muchachito defensor, con la boca abierta, nos miraba a nosotros, asustado, y nosotros nos relamíamos de gusto viendo el aprieto en que estaba metido el tribunal, y de milagro no rompimos a aplaudir. Después de unos momentos de confusión, el presidente preguntó a Susano si podía probar lo que acababa de decir y Susano, ya más tranquilo, contestó que sí, que había testigos en la sala que podían corroborarlo. Declaró la mujer y el padre Basilio, el que daba aquí los mítines, presentó documentos del obispado que no dejaban lugar a dudas. ¡Era la bomba final! ¡Qué emoción, compañeros!
—Y qué pasó entonces? —preguntó José Manuel a Susano.
—¿Qué pasó? ¡Hum! Pues que uno de los vocales me preguntó que por qué motivo me había declarado culpable de un asesinato inexistente. Yo le contesté que ¡cualquiera se negaba a firmar lo que le pusieran a uno delante aquellos tipos del interrogatorio, dados los métodos persuasivos que empleaban de garrotazo y tente tieso! Que hubiera firmado cualquier cosa… Entonces saltó el fiscal como un tigre diciendo que aquello que yo sugería era un insulto más que habría de tener en cuenta el tribunal a la hora de dictar sentencia. Que yo había utilizado la falsedad y el engaño con el deliberado propósito de desacreditar a la justicia. Y salió preguntándome por qué no me había pasado a las filas nacionales, como era mi obligación de patriota. No contesté a esa pregunta porque me parecía absolutamente improcedente, y así se lo dije. ¡Bueno! Para qué te quiero contar cómo se puso. Yo también perdí el control y cuando quiso saber cuántas misas de campaña había celebrado durante la guerra, yo le contesté a gritos: Ninguna, señor. Yo estaba allí para enseñar a leer a los analfabetos. Yo no era cura entonces. Sólo era un miliciano.
—Pero fue peor todavía —contaba Casi—, cuando le preguntó si también practicaba el amor libre. Susano se puso como loco. Miró fijamente al fiscal y, después de un breve silencio, dijo: No, señor. Lo que yo hice fue casarme. Sí, señor, me casé… El fiscal, que estallaba, le interrumpió: Con alguna miliciana, ¿no? Entonces, inesperadamente, Susano rompió a reír y, tras una pausa, riendo todavía, le dijo al fiscal: Pues no, no me casé con una miliciana. La cosa fue más sencilla. Me hirieron en el frente, estuve en un hospital, me enamoré de la enfermera, que había sido hermana de la Caridad hasta el 18 de julio, y me casé con ella, allí mismo, en el hospital. Y hemos tenido un hijo. ¿Es eso un crimen?
—Pero, hombre, Susano, ¿cómo se te ocurrió decirle eso al fiscal? —Y José Manuel se golpeó la frente y se cubrió los ojos con las palmas de las manos.
Casi seguía diciendo:
—El fiscal no tuvo más remedio que reconocer que el acusado era, efectivamente, sacerdote, porque el sacerdocio crea carácter y es inextinguible aunque, como en el caso de Susano, se tratase de un apóstata, de un renegado, de un judas. Teniendo en cuenta esas circunstancias, aun cuando no podía imputársele el crimen de que se le acusó al principio, pero considerando la peligrosidad de su conducta, etcétera, en fin un galimatías de ésos, rectificó sus conclusiones y pidió para Susano treinta años de reclusión. Y así quedó la cosa. Bueno, luego vino lo de Gaspar y, para remate lo del poeta. Os digo que ha sido un consejo de guerra de los que se ven pocos.
—Pues ¿qué le ha pasado a Gaspar? —quiso saber don Alberto—. Andaba por ahí de muy mal humor con sus bártulos a cuestas.
—Es que tiene muy malas pulgas el viejo —dijo Agustín, y añadió—: Será porque, como es más sordo que una tapia, piensa que todo el mundo se burla de él. Estaba muy a gusto en esta sala y ahora, al tener que cambiar de ambiente…
—Lo que no entiendo —y Olivares se encogió de hombros— es cómo habiendo sido un dirigente del Socorro Rojo sólo haya pedido el fiscal seis años de cárcel para él.
—¡Ca! —dijo Casi—, si no le acusaban de nada referente al Socorro Rojo.
—¿Que no? Pues es lo que decía a todo el mundo.
—Ya. Pero se conoce que no se enteró de nada cuando le tomaron declaración, y firmó sin saber lo que firmaba. Le acusaban nada menos que de haber asaltado un convento de monjas al frente de una pandilla de forajidos y de haber tomado parte en las violaciones que tuvieron lugar allí.
—¡Pero, hombre! —exclamó, nuevamente asombrado, don Alberto.
—Cuando el fiscal se metió con él —siguió diciendo Casi— y pronunció su nombre, Gaspar se levantó y dijo que no oía nada. El fiscal repitió la acusación y Gaspar volvió a alegar su sordera. En vista de ello, el presidente le indicó por señas que pasara a estrados y se acercase al fiscal. Así lo hizo y entonces el fiscal le gritó al oído si era cierto que tal día… y contó lo del asalto al convento y las violaciones de las monjas. ¡Si hubierais visto cómo se puso Gaspar! Fuera de sí, temblándole más que nunca los mofletes, se encaró con el fiscal. ¿Violar yo monjas? ¿Pero usted cree que yo he podido violar a una mujer ni ahora ni hace tres años? ¡Qué más hubiera querido yo! Y sin más se volvió a su sitio diciendo en voz alta que él creía que un consejo de guerra era algo más serio. Y se sentó. El fiscal miró a los del tribunal, éstos se encogieron de hombros y aquél yo creo que, fatigado de tanto gritar, alegó desacato al tribunal y solicitó para Gaspar la pena de seis años. Claro, Gaspar no se enteró del resultado hasta después, cuando se lo explicaron los compañeros en la celda. ¿Y sabéis lo que dijo? Pues que sólo le faltaba eso, que lo tomasen por facha…
—Un sainete, vamos —comentó Agustín.
—Un entremés cómico, diría yo, para dar paso a lo que vino después, el broche final. Habíamos pasado al mismo tribunal con los de la prisión de Torrijos. Primero nos tocó a nosotros, y luego a ellos. El último de todos era un tipo raro. Con gafas de cristales muy gruesos y una pelambrera canosa que le llegaba hasta los hombros. Delgado y zarrapastroso. Parecía un espantapájaros. Pero, vaya bicho, compañeros. Según el fiscal, al principio de la guerra se convirtió él mismo en coronel de carabineros y, con un automóvil incautado y acompañado de un ayudante, que se llamaba Caballero, de un conductor y de una pareja de guardaespaldas, se dedicó a dar «paseos» por su cuenta. En total, más de ciento. El fulano, por lo visto, es poeta y se conoce que por envidia quiso llevarse por delante a Emilio Carrere, y eso que era su compadre. Gracias que a los gritos de Carrere acudieron los vecinos y evitaron que se lo llevasen. Pues bien, cuando el fiscal dijo lo de los cien asesinatos, el tipo pidió permiso al presidente para puntualizar. El presidente accedió y entonces él, tranquilamente y en tono la mar de cortés, dijo: Son exactamente ciento ochenta los cadáveres que pesan sobre mi conciencia. Ni uno más ni uno menos. He llevado muy bien la cuenta y tengo una excelente memoria. ¡Figuraos la impresión que nos causó a todos el oír aquello! Daba escalofríos. Pero él, como si tal cosa, contó cómo y por qué había hecho aquello. Dijo que tenía un especial olfato para descubrir curas y frailes aunque se vistiesen de toreros, quizá porque son los tipos humanos que tiene en mayor estima. Por eso precisamente aprovechó aquellas semanas de confusión con el fin de enviarlos a una vida mejor. Operaba preferentemente en el Café Gijón. Cuando olfateaba a un eclesiástico, le saludaba en voz alta para que pudieran oírle los de las mesas de alrededor: ¿Cómo está su reverencia? Eso ocurría en el mes de agosto del treinta y seis en Madrid… Por la reacción del interpelado colegía si había acertado o no. En el primer caso llamaba a su ayudante: Caballero, cumple con tu deber. Y se llevaban al presunto cura o fraile y lo mataban en las afueras de Madrid. Así estuvo operando hasta que alguien lo descubrió y tuvo que huir a Valencia. Se quitó el uniforme, licenció a sus colaboradores y, como allí no sospechaba nadie de él, pudo dedicarse a escribir sonetos. Yo creo que gozaba al contar todo esto. Sus últimas palabras fueron para pedir al tribunal, como un gran favor, que le condenara a muerte e intercediera para que lo fusilaran inmediatamente, porque estaba deseando morir para reencarnar y ser feliz en otra existencia…
—¡Coño, ese tipo es un loco de atar! —exclamó Agustín.
—Eso mismo pensamos todos —dijo Casi.
—Por supuesto que es un loco, un loco peligroso —opinó Olivares, añadiendo—: Pero ¿cuántos locos como ése andaban sueltos por España aquellos días? ¡Desgraciado del que se tropezase con uno de ellos! Estaba listo.
Molina movió afirmativamente la cabeza y entonces don Alberto, sacudiendo en la palma de la mano su pipa vacía, propuso:
—Y por qué no hablamos de bulos, señores? A propósito, ¿hay algo nuevo?