… y con el alma partida por
no estar vivos ni muertos
Habían terminado de tomar el «tupi» y Agustín guardaba ya en el talego los platos de aluminio recién fregados por él. Sus amigos formaban corro como de costumbre, con los asiduos de siempre, más algún que otro agregado. En el lado opuesto de la sala, Zaldúa y Planas, con varios camaradas más de la misma cuerda política, constituían asimismo un grupo cerrado. Entre aquéllos y éstos se abría una especie de campo de nadie por el que transitaban los solitarios o en el que anclaban los que preferían una partida de ajedrez, una charla más íntima y personal, escribir a los familiares, coserse algún botón o despiojarse la ropa. Estos últimos, sentados en sus petates y con los calzones caídos sobre los pies, perseguían con el alicate de sus uñas a los piojos por entre las costuras de los calzoncillos. De cuando en cuando, un diminuto chasquido anunciaba el cobro de uno de aquellos asquerosos bichitos, y entonces el hombre sonreía y, a veces, al hombre se le caía un poco de ceniza del cigarrillo que sostenía entre los labios.
—Hasta para eso van a tener suerte estos tíos. Les va a hacer un día estupendo.
Eulogio Martínez Vega señalaba el trozo de cielo que se veía sobre el patio, desvaídamente azul, con sólo las veladuras de algunas nubecillas transparentes como gasas.
—Sí que tienen potra, sí —convino Agustín.
Molina asintió con un movimiento de cabeza y dijo:
—Nosotros también soñamos alguna vez con un día como éste. ¡La victoria final! ¡Desfilar por Madrid! Ahí es nada, compañeros.
—Ya lo creo —y Agustín suspiró.
Siguió una pausa. La nostalgia y la tristeza ensombrecían los semblantes. La ciudad había madrugado aquel día más que de ordinario y empezaban a sonar unas musiquillas en algunos remotos altavoces, que llegaban hasta los reclusos como rumores de una fiesta lejana.
—Demasiado romántico, ¿no te parece? —preguntó Olivares, que prosiguió diciendo—: Yo también pensé en este desfile victorioso por Madrid, pero no por eso dejo de comprender que esas cosas son pura teatralería, que parecen el acto final de una ópera.
—Quizá tengas razón, Federico, pero es hermoso, debe de ser muy hermoso…
Entre tanto, José Manuel empezó a recitar los versos de la «Marcha Triunfal» de Rubén Darío:
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! ¡Ya se oyen los claros clarines!
La espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.
—Sí, suena bien, suena bien —le interrumpió Olivares—. Es música. Pero nada más que música.
José Manuel miró, asombrado, a Federico.
—¿Es que no te gusta?
Federico se encogió de hombros.
—Hombre, oírla alguna vez en un recital y sin asociarla a ningún hecho concreto, como un desahogo lírico, puede pasar. Pero es un topicazo como una catedral y no se la puede tomar en serio, José Manuel. Eso de que el abuelo de la barba blanca señala al niño de melena de oro el paso de los héroes y que la más bella mujer mira al más fiero de los vencedores, eso de los soles del rojo verano —y sonreía al decirlo— y lo de las nieves y viento del gélido invierno, me parece una cursilada monumental. Y mentira, mentira toda ella, tan falsa o más que toda esa literatura heroica que se han inventado los que no han visto la cara de la guerra. ¿Por qué no hablan de los piojos, de la mugre, del sueño, ni del hambre ni de las cagaleras del miedo?
José Manuel no pudo contenerse.
—¡Eres un bárbaro, Federico!
Había palidecido y sus ojos brillaban húmedos como si fuese a llorar. Federico se dio cuenta inmediatamente del estado de ánimo de su amigo y se apresuró a excusarse:
—Dispensa, chico. Ya sé que Rubén es uno de tus dioses, pero es que yo, por desgracia, he hecho la guerra y sé cómo es. De poesía, nada, y, si tiene poesía es otra muy distinta a toda esa palabrería sonora de Rubén. Seguramente Rubén Darío no vio nunca mujeres y niños despanzurrados por un obús.
Intervino Molina:
—Bueno, dejemos en paz a Rubén Darío, que es también mi poeta predilecto. Lo que cuenta es que hoy es el día de la entrada oficial de Franco en Madrid. Es natural que lo celebren con un desfile y con todo el ruido que sean capaces de armar después de tres años de haberlo estado viendo sin poder entrar en él. ¡Madrid es mucho Madrid, compañeros! —movió la cabeza ponderativamente y añadió—: Eso lo sabemos nosotros muy bien.
—Madrid, rompeolas de todas las Españas… —murmuró Agustín.
—¡Machado sí que era un gran poeta, nuestro poeta! —y a don Alberto le temblaba la voz.
—De acuerdo —accedió Molina en un suspiro—, pero no es a eso a lo que yo quería referirme. Yo quería ir a parar a otra cosa. Y es que hoy es el día en que debe aparecer el decreto de amnistía o de indulto general. ¿No es eso lo que se venía diciendo?
—Eso se rumoreaba, pero me parece que era sólo un bulo.
—Sí, sólo un bulo, Eulogio —afirmó Olivares rotundamente—. Un bulo que ha servido para tener confiada a la gente.
—Coño, por eso hace ya más de una semana que se acabaron las arengas del padre Basilio…
—Pues habrá que inventar otro en seguida… Otro bulo, digo.
La proposición de don Alberto provocó algunas sonrisas maliciosas. Molina, señalando con su índice a Olivares, insistió:
—Bulo o no, saldremos de dudas tan pronto como comiencen las comunicaciones o, a lo mejor, antes, y en cualquier caso sabremos a qué atenernos.
—Los tres falangistas que ingresaron el otro día —intervino Gonzalo— me dijeron que no pensáramos en nada que oliese a perdón, que la palabra amnistía ha sido borrada del diccionario.
—A que también van a cambiar el diccionario… —comentó irónicamente Agustín, acompañando sus palabras con un gesto cómico—. ¡Qué tíos más listos, leche! —Luego preguntó a Gonzalo—: ¿Y por qué han metido aquí a esos falangistas?
—Yo los conozco porque estuvieron en mis interrogatorios, y os aseguro que pegan fuerte los muy cabrones. ¡Ya lo creo! Según me han dicho los de la oficina están enchiquerados por exceso de celo nacional. Eso quiere decir que se han pasado de la raya, ¿comprendes?
—Está claro. Pues ahora las van a pasar canutas —dijo Eulogio Martínez Vega.
—Y así no se lo tomarán tan a pecho otra vez… —apuntó Agustín.
—¡Bah! —continuó diciendo Gonzalo. Estarán aquí cuatro días, ya lo veréis. ¿Qué les ha pasado a esos choris que robaron en la joyería de la calle de la Montera? Todos pensábamos que los iban a liquidar sin darles tiempo ni a despedirse de sus parientes, ¿y qué? El fiscal no les pidió más que seis años y ellos han solicitado encima la revisión de la causa porque les parecen muchos. Y hasta les han dado un destino en la prisión, en paquetes. ¿No es cojonudo eso? Unos ladrones profesionales para revisar los paquetes de comida y ropa que entran en la prisión para los presos… Ésos no van a comer mucho rancho aquí, no. Pues los falangistas, menos. Está visto que los únicos que pringan de verdad ahora son los políticos, nosotros.
Entonces apareció Toledano en la puerta de la sala, y, tras una rápida ojeada por los diversos grupos, descubrió el formado por Molina y sus amigos. Pero no se dirigió allí, sino que esperó a que alguno de los contertulios le descubriese. Y fue Olivares el primero que cruzó su mirada con él. Le hizo una seña para que fuese a su encuentro y, a poco, se reunieron los dos en el pasillo.
—¿Qué? ¿Qué noticias hay? —preguntó Olivares entre dientes y sin mirar a su acompañante.
—Nada de particular —respondió el otro de la misma forma—. He leído el ABC y no trae ninguna noticia sobre indultos ni amnistías. Ni una palabra. Y si no lo trae ABC…
Olivares insistió:
—Entonces, nada, ¿no?
—Nada de nada.
—¿Y del extranjero?
—Lo de siempre, ya lo sabes: lo del pasillo de Danzig y todo eso…
—¿No acaban de entenderse polacos y alemanes?
—Ni hablar.
—¿Y de la cárcel?
—Pues que han colocado a los tres falangistas en las oficinas para vigilarnos. Ahora tenemos que andar por allí con pies de plomo, con doble cuidado, porque esos tipos son capaces de liársela a uno por menos de nada. Menos mal que nos necesitan…
Tras una pausa mientras seguían su paseo emparejado, preguntó Olivares:
—¿Habrá lista esta noche?
—Eso nunca se sabe hasta el momento crítico, poco antes de que vengan los guardias por ellos.
—Ya. Es que como se trata de un día tan señalado… Toledano se encogió de hombros y, ya con gesto y con voz normales, invitó a fumar a Federico.
—¡Y tanto que hoy es un día señalado, compañero! Eso del desfile va a ser formidable. No se habla de otra cosa en Madrid y a estas horas ya debe de estar la Castellana de bote en bote. Claro, nadie se lo quiere perder. Y para que nosotros podamos seguirlo desde aquí, se han pasado la noche varios soldados de transmisiones colocando unos grandes altavoces en el patio.
—Pero habrá comunicaciones, ¿no?
—Claro, hombre.
—Menos mal.
Después, Toledano, tras de cruzar con su amigo un gesto de inteligencia, murmuró:
—Y como no hay más asuntos de que tratar me voy, porque ya es la hora del recuento.
Y marchó hacia el rastrillo. Por su parte, Olivares se vio interceptado por Zaldúa, quien le preguntó a quemarropa:
—¿Algo importante?
Olivares movió la cabeza en sentido negativo y añadió:
—Para nosotros, nada. Únicamente lo de Polonia, que sigue enredado.
—¡Es la guerra, Olivares, no lo dudes! —exclamó Zaldúa, alborozado, y como Olivares dejara entrever sus dudas en un gesto, insistió—: ¡Seguro! Nosotros tenemos informes que lo confirman.
—Pero si Polonia es el país más reaccionario y feudal de Europa, Zaldúa.
—Sí, pero es un hueso que se le ha atravesado en la garganta a Hitler.
—Bueno ¿y qué?
—Pues que Hitler tratará de tragárselo.
—Como se tragó a Checoslovaquia, ¿no?
—Sí, pero esta vez las democracias no podrán quedarse al pairo.
—¿Que no? Pero, hombre, si Chamberlain y Daladier están dispuestos a bajarse los pantalones siempre que Hitler se lo pida.
—No te olvides, Olivares, de que esta vez entrará en juego la URSS. ¡Que no se te olvide ese detalle!
—¿La URSS? —y Federico se encogió de hombros—. ¿Para qué? ¿Para defender a los coroneles y a los terratenientes polacos, eh?
Zaldúa blandió el puño en el aire.
—¡Para machacar a Hitler!
Habían vuelto a la sala y eran el punto de atracción de muchas miradas.
—¿Tú crees, Zaldúa, que Stalin se atreverá a atacar a Hitler?
—¿Y por qué no? —le preguntó el otro, a su vez, airado.
—Eso tendría que decírnoslo el propio Stalin, ¿no te parece? Uno podría imaginarse cualquier razón, pero sólo él conoce la verdadera.
—¿Y cuál podría ser esa razón?
—Pues el miedo que le tiene a Hitler, tan grande o más que el que le tienen las democracias. Entre cobardes anda el juego, Zaldúa… Yo no me fío.
Entre tanto se habían puesto en pie los que formaban los grupos, y los que jugaban al ajedrez o estaban entretenidos de cualquier otra manera, interrumpieron el juego o el quehacer que tenían entre manos y se quedaron mirando, expectantes, a los dos interlocutores. Olivares aparecía tranquilo y sonriente, mientras que Zaldúa dejaba entrever bien claramente el esfuerzo que hacía para dominar su creciente indignación.
—Stalin sabe muy bien lo que hace, Olivares.
—Entonces es que se entiende con Hitler. De otra manera no se explican los triunfos de Hitler en Alemania, en España y en toda Europa.
Iba a replicar Zaldúa cuando sonó la orden conminatoria de los guardianes:
—¡A formar para el recuento! ¡Rápido!
Los funcionarios aparecían mejor vestidos. Von Papen, bien afeitado y con el calzado brillante, lucía uniforme nuevo.
Su actitud era también menos autoritaria y hosca. Él, que siempre gritaba e insultaba agriamente a los reclusos por el menor motivo o sin motivo alguno, esperó pacientemente a que terminaran de formar y luego de realizar rápidamente el recuento dio la orden de descanso y desapareció. Este cambio de maneras hizo que alguien aventurara:
—Es por la amnistía. Se ve que el hombre quiere quedar bien a última hora.
El comentario dio lugar a un tiroteo de réplicas y bromas y pronto cundió en las filas el desorden, sin que sirvieran de nada los esfuerzos del nuevo jefe de sala para imponer silencio. El sustituto de Planas había sido cabo de carabineros en la guerra y ya estaba juzgado y condenado a doce años y un día de prisión. Se llamaba Juan Diéguez.
—¡Silencio, por favor, no vayamos a liarla!
—¿Vas a ser tú ahora el hueso? —dijo una voz entre las filas.
—Ni hueso ni nada, pero si hay una cornada será para mí, ¿no? —replicó él.
—Bueno, muchachos; tiene razón Diéguez. No debemos comprometerle. Demasiado tiempo nos queda para hablar todo lo que queramos —salió otro en su defensa.
Apenas había remitido algo el alboroto cuando reapareció Von Papen. Diéguez gritó:
—¡Firmes!
Volvió el silencio. Von Papen se hizo el desentendido y ordenó:
—¡De a dos! ¡March!
Y empezó el desfile de los reclusos hacia el patio mientras se cruzaban entre ellos nuevos comentarios en voz baja:
—¿Habrá misa hoy?
—¡Seguro, hombre, seguro!
—Pero si no es fiesta religiosa…
—¿Y eso qué importa? Estos tíos te clavan una misa por menos de nada.
—¿Y de la amnistía qué?
—¡Leches!
—¡Bulos!
—Claro, eso lo dices tú porque ya estás juzgado. Pero ¿y los que estamos sin juzgar?
—También pasaréis por la piedra. Ya lo verás.
Los presos de cada sala fueron ocupando en el patio el sitio que se les tenía designado. Para todos fue una sorpresa encontrarse con el director y su estado mayor, sobre la plataforma en que solían colocar el altar para la misa, de punta en blanco, y, tras ellos, las tres banderas del Movimiento ondulando en sus mástiles.
—Parece un general —dijo uno refiriéndose al director, henchido dentro de su reluciente uniforme.
Aletazos de viento fresco se abatían a intervalos sobre la formación y, en el cielo, las nubes se oscurecían y se alargaban interceptando a veces el paso de los rayos del sol. La primavera palpitaba en el aire con latidos rápidos y profundos, angustiosamente. Sonaban en torno a aquel silencio rumoroso los ruidos de las casas y de las calles próximas: jirones de voces femeninas, músicas de altavoces radiofónicos, chirridos de vehículos, e incluso rebotó la voz de un hombre llamando:
—¡Pilar! ¡Pilar! ¿Dónde andas?
Y la respuesta:
—Voy, hombre, voy.
Los presos callaban, tensos los sentidos, íntimamente turbados por aquellos reclamos de la vida. De pronto, la corneta tocó atención y luego ordenó la postura de firmes, y los presos volvieron a la realidad. Se oyó un rastreo de pies y un golpeteo irregular de las manos sobre los muslos. Después, uno de sus oficiales entregó un papel al director. Se puso éste las gafas lentamente y, mientras duró la operación, los hombres de las filas contuvieron el aliento.
—¡El decreto de amnistía! —murmuró alguien con la voz estremecida, y, una descarga emocional recorrió todas las espaldas y erizó los vellos a muchos.
En el vacío del más expectante silencio, el director inició un trémolo para cantar la grandeza de la España recobrada y anatemizar los inauditos crímenes y tropelías de los rojos. Por fortuna, triunfaron los mejores, gracias a la protección de Dios y al genio del Caudillo. En aquellos momentos, representaciones de todos los ejércitos se preparaban para desfilar ante su jefe supremo y rendirle así el homenaje por su triunfo sobre los enemigos de Dios y de España: el comunismo, el anarquismo, el liberalismo y la masonería, y testimoniarle su inquebrantable adhesión. Sería como aquellos triunfos de los césares en la antigua Roma. Los que le escuchaban debían abandonar definitivamente cualquier sueño de desquite. ¡No habrá más vueltas de tortilla!, gritó. La cuestión se había zanjado para siempre, y los vencidos deberían sufrir sus consecuencias. Era tan enorme la responsabilidad contraída por los rojos, que no se podía ni pensar siquiera en una amnistía. Eso de la amnistía y del borrón y cuenta nueva era propio de los regímenes débiles, sin fe ni ideales. El régimen nacionalsindicalista, por el contrario, era la fortaleza misma y estaba inspirado en los grandes ideales de unidad, autoridad y justicia social. Por eso había borrado la palabra amnistía de su vocabulario. Y en el día en que se celebraba la victoria incondicional de la buena causa, los triunfadores, fuertes, imbatibles y al mismo tiempo, generosos, con la generosidad que les inspiraba su espíritu profundamente cristiano, se acordaban de sus enemigos para anunciarles que las puertas de la patria no quedaban irrevocablemente cerradas para ellos. Un día, cuando hubiesen purgado sus culpas, serían integrados de nuevo en la gran familia española y podrían participar en las tareas comunes. Para adelantar en lo posible esa fecha, el régimen nacionalsindicalista, católico y misionero, inauguraría un nuevo sistema penitenciario, un verdadero modelo de caridad y de amor cristiano. Un tercio de las penas podría redimirse mediante el trabajo. Eso, la redención de las penas por el trabajo era la buena nueva que tenía que comunicarles. El país de la legislación de Indias continuaba así su gran tradición humanitaria y católica. Quien no se olvidó de proteger a los indígenas de América, tampoco podía olvidarse de sus propios hijos descarriados. Con el Fuero del Trabajo y la Redención de penas por el Trabajo, la España victoriosa se mostraba un vez más como hija obedientísima de la Santa Madre Iglesia y fiel cumplidora de la doctrina social de sus Sumos Pontífices. Y terminó su piadosa y patriótica arenga con los gritos:
—¡Por Dios y por España! ¡Arriba los corazones!
Acabó ronco, convulso, congestionado, sudoroso. Cuando se extinguieron sus gritos, todo quedó en un silencio análogo al que sigue a los bombardeos: un silencio sordo, hueco, de desolación y vacío. Hasta los ruidos de los alrededores se contuvieron unos instantes. Para salir de aquella especie de coma, el director hizo una señal a los del orfeón y empezó el canto de los himnos, de los tres himnos, que los reclusos corearon lánguidamente, torpemente, con balbuceos. Siguieron los tres gritos históricos y los vivas de ritual, que sólo los oficiales y guardianes contestaron entusiásticamente. Los reclusos se limitaron a abrir la boca y emitir un clamor confuso, inarticulado, como un eco. El director, lívido de rabia, descendió bruscamente de la tribuna y, seguido de sus edecanes, abandonó el patio. Entonces se produjo una situación embarazosa. Los guardianes que habían permanecido en sus puestos, se miraban unos a otros sin saber qué determinación tomar. Por su parte, los reclusos, vencido el pasmo, daban ya muestras de impaciencia. De repente, tras unos chirridos, se abrieron los grifos de los altavoces y saltó sobre la formación el chorro de las músicas marciales. Unos agudos cornetines contrapunteaban con sus alaridos metálicos el ritmo vibrante de la marcha. Era el himno de la Legión. Sonaba a incendio, a toque de rebato, a delirio. Todo parecía romperse y estallar.
Al fin, uno de los guardianes gritó algo que nadie oyó, pero por sus gestos se entendió que ordenaba a los reclusos que rompieran filas. Se deshizo la formación y la gente se repartió en grupos. Pronto, el humo de los cigarrillos se condensó como un hongo gris sobre el patio. El clamor taladrante de los altavoces dominaba por completo todos los demás ruidos e impedía seguir una conversación en tono normal. Después del himno legionario sonaron «Los voluntarios» y otras marchas igualmente agresivas y ensordecedoras. Algunos hombres se tapaban los oídos con las manos. Sólo Gaspar parecía complacido, sin duda porque se sentía menos sordo.
Susano García discutía con los hombres del coro.
—A mí me borras ahora mismo —le gritaba uno.
—¡Y a mí, también!
—Y a mí.
En vano trataba de calmarlos con gestos de contención y gritándoles:
—¡Eso se lo decís al jefe de servicios!
—Se lo dices tú, que para eso eres el director —le replicaban.
—Que canten ellos la misa si quieren.
—Os quedaréis sin el cazo extra de rancho y sin la comunicación extraordinaria —argüía Susano.
—Está bien, pero la misa se la cantarán ellos.
Otros miembros del coro callaban, indecisos.
—Bueno —accedió al fin Susano—, pero no podéis daros todos de baja al mismo tiempo. Yo también desearía dejar esto. Creí, como vosotros, que iba a ser cosa de pocos días, que nos echarían pronto a la calle, y pensé que lo mejor sería entretenerse con algo mientras tanto. Pero ahora…
—Ni amnistía ni indulto, ya lo has visto, Susano.
—Sí, ya lo he visto. Pero hay que hacer las cosas con tiento. Si os retiráis todos a la vez, lo van a tomar como una conspiración y ya sabéis cómo las gastan estos tíos. Es mejor hacerlo poco a poco. Primero, uno; a los pocos días, otro, y así hasta que me quede yo solo, ¿entendido?
Los razonamientos de Susano hicieron mella en los cantores y, sin más discusión, convinieron ir desertando uno a uno. Aún les dijo Susano:
—Según mis noticias, me van a llevar a consejo muy pronto. En ese caso, el orfeón se deshará por sí solo, porque, aunque no he matado al cura de mi pueblo, que es de lo que me acusan, no me escaparé sin unos cuantos años de cárcel. Y si es así, no creo que me dejen en este destino.
—No, si de aquí no se escapa ni Dios sin una buena condena. Es lo único que ha quedado bien claro…
Entre tanto, habían comenzado las comunicaciones, igual que todos los días.
—¿Habrá rancho extraordinario hoy? —preguntaba un hombre en los puros huesos, vestido de harapos, a un ranchero reluciente de sebo.
—Sí, pollo con tomate —y el ranchero se echó a reír.
El hambriento recibió la broma como una bofetada, pero no replicó. Siguió con mirada canina al ranchero hasta que éste desapareció, y luego reanudó su merodeo en torno a los grupos, al acecho de una colilla o de una cáscara de plátano. Eran muchos los que, como él, se dedicaban incansablemente, desde que abrían los ojos cada mañana, hasta que los cerraban cada noche, a la husma y recogida de desperdicios; como no faltaban los que hacían gala ostentosa de sus abundantes provisiones. Algunos opulentos reclusos tomaban a su servicio a aquellos otros que, enfermos de hambre, estaban ya al borde de la animalidad, para que les extendiesen o recogiesen el petate, les fregaran los platos, hicieran por ellos las imaginarias, o los sustituyesen en los servicios de limpieza, a cambio del rancho y de las colillas.
Señalando al que, a la hora de las comidas sacaba a relucir sobre la tabla que le servía de mesa sus embutidos, sus quesos y sus latas de conserva, aunque se limitara luego a tomar un poquitín de cada cosa, dijo una vez Martínez Vega:
—A este tío me lo cargo yo un día. Es un asqueroso burgués, pero mil veces peor que los otros. Como venga una segunda vuelta… —y le rechinaron los dientes.
Las nubes, por momentos más densas y grises, ocupaban ya todo el cielo, y el aire se había impregnado de humedad.
—Se les va a aguar la fiesta —dijo, sin poder ocultar su satisfacción, Agustín.
—Pero quién pudiera estar ahora en la Castellana viendo desfilar a nuestros batallones, ¿no? —preguntó Martínez Vega, añadiendo—: Aunque cayera el agua a cántaros.
—Es verdad —concedió Molina.
Callaron, de pronto, entristecidos. Los altavoces tronaban.
Al cabo de un silencio largo e introspectivo, recordó José Manuel:
—Dieciocho días llevamos ya condenados a muerte.
—Ya casi se ha acostumbrado uno —comentó Agustín.
—Pero una noche cualquiera… —insinuó José Manuel.
—Es mejor no pensar en ello —dijo Olivares.
Zaldúa se acercó al corro y dejó caer la noticia:
—Lo de Danzig está que arde. Hitler no se puede echar atrás y las democracias se están poniendo de acuerdo con la URSS para hacerle frente. ¡Es la guerra a corto plazo Y Zaldúa se marchó para decir lo mismo en otros grupos.
—¿Qué piensas de ello? —preguntó Olivares a Molina.
—Que no creo que la guerra esté tan próxima. Después del abandono de Checoslovaquia por parte de Inglaterra, Francia y la URSS, no se van a pelear ahora por una ciudad como Danzig.
—Pero es que después de Danzig, Hitler reclamará otra cosa, Molina —dijo Olivares.
Cuando llegue el día, Hitler atacará a Rusia —replicó aquél—. Y se la tragará con el beneplácito de todos.
—Entonces el mundo se hará fascista, ¿no es eso? —volvió a la carga Agustín.
Molina movió negativamente la cabeza.
No. Por algún tiempo, aparentemente sí. Pero no a la larga ni definitivamente.
—No lo entiendo —confesó Agustín.
—Pues es muy sencillo. Hitler atacará a Stalin. La lucha será durísima y, en cualquier caso, el vencedor saldrá tan débil y destrozado de ella que quedará prácticamente a merced del gran capitalismo de Francia e Inglaterra. Entonces se producirá el cambio, también para nosotros. Los que salgan de ésta con vida podrán verlo.
Olivares sintió que le tocaban en el hombro. Era Gonzalo. Éste le hizo señas de que le siguiera y ambos se apartaron un poco. Gonzalo aparecía pálido y nervioso. Rápidamente empezó a hablar:
—¿A que no sabes la putada que me ha hecho Cantero? —y como Olivares, sorprendido, no supiera qué contestarle, prosiguió—: Para que te fíes de los compañeros… Acabo de comunicar y mi compañera me ha dicho que de un expediente en el que íbamos juntos él y yo, han hecho dos distintos, independientes. Quiere decir que nos van a juzgar por separado. ¿Te das cuenta?
Olivares no comprendía.
—No sé… —balbució.
—Pues está bien claro, muchacho. Como Cantero es el que ha protegido más que nadie al Mediquín y a la Condesita, se ve que éstos sólo quieren protegerle a él y no a mí. Por eso han separado los expedientes. Salvan a Cantero y me fusilan a mí y, todos tan contentos, ¿no? ¡Me cago en la madre que los parió a todos!
—Bueno, pero a lo mejor Cantero no tiene culpa de nada. ¿Y si el Mediquín y la Condesita han obrado sin consultarle?
—¡Quia! Antes que mi compañera lo sabría la de Cantero, digo yo, y, sin embargo, le dijo a la mía que no tenía idea de ello. Y Cantero tampoco me ha dicho nada a mí. Claro, porque suponía lo mal que me iba a sentar la noticia. —Movió la cabeza airadamente y prosiguió—: Le traicionan a uno por todas partes. ¡Que asco! Si yo hubiera sabido… ¿Por qué me metería yo en estas cosas?
—¿Qué cosas, Gonzalo?
Gonzalo le miró gravemente y, luego, desviando sus ojos de él, dijo, con voz quebrada y oscura:
—En lo del Comité de Defensa. Se empieza sin querer y luego…
Siguió una pausa. Olivares sacó su cajetilla, extrajo de ella un cigarrillo, lo partió por la mitad y dio una de las partes a Gonzalo. Liaron después en silencio sus delgados pitillos y empezaron a fumar.
—¿En qué trabajabas antes de la guerra, Gonzalo? —preguntó al cabo de un rato Olivares, tratando así de aliviar a su amigo.
Gonzalo soltó dos chorros de humo por las narices.
—En la construcción. Yo era solador. Estábamos en huelga cuando estalló la guerra. Formaba parte de los piquetes de huelga contra los esquiroles, ya sabes, pero yo no llevaba más arma que una tira de cubierta de camión, para cuando había que dar leña. Y sí, he dado muchos zurriagazos, pero nunca quise llevar pistola. No me gustaban los tiros, y los compañeros lo sabían. Por eso no me obligaban. Hasta que el 18 de julio tuve que coger un fusil. En aquellos días andaba uno como loco. Estuve en lo de Alcalá. Allí disparé por primera vez en mi vida. No sé si maté a alguien. A lo mejor, no; pero a lo mejor, sí. ¡Quién sabe! Desde luego, lo que se dice fusilar, no fusilé a nadie. Pero cuando regresábamos de Alcalá… ¿Te acuerdas de Charo Chávez?
—¿Charo Chávez? —se preguntó en voz alta Olivares, sorprendido.
—Sí, hombre. Una estrella de revista. Extranjera. De Cuba o de Puerto Rico. No lo sé muy bien. Creo que hasta fue querida del rey…
—Ya, ya… Me parece que ya caigo. Sí. Me suena su nombre —dijo Olivares manteniendo aún entrecerrados los ojos por el esfuerzo en recordar. Y preguntó seguidamente—: Pero ¿qué tiene que ver esa mujer con tu historia?
—¿Que qué tiene que ver? Mucho, compañero.
Federico se le quedó mirando atentamente. El ruido de los altavoces les obligaba a acercarse mucho el uno al otro para entenderse.
—¿Es que tú…?
Gonzalo negó con la cabeza.
—No es lo que tú estás pensando, no. —Hizo una pausa y prosiguió—: Como te decía, volvíamos en los camiones, hechos trizas de cansancio y sueño. Llevábamos varios días sin dormir y casi sin comer. Al desembocar en la plaza de Manuel Becerra oímos un «paco» y, en seguida, otro. Ya te puedes imaginar lo que vino después. Nos tiramos de los camiones. Alguien había localizado la casa de donde salieron los disparos y, mientras algunos compañeros rodeaban la manzana, yo seguí a Barrios, que era el responsable de la expedición. Ya habrás oído hablar del compañero Barrios, un antiguo militante de los grupos y de los sindicatos, muy destacado en la Organización de Madrid. Un gran compañero, valiente, desinteresado y siempre dispuesto a dar la cara. Un compañero como hay muy pocos, vaya. Pues no veas cómo subimos la escalera. Registramos piso por piso hasta llegar a uno donde salió a abrirnos una mujer vestida con un pijama transparente, de seda. Nos dejó al pronto sin respiración, pero Barrios la echó a un lado sin muchos miramientos y entramos todos en el piso. Éramos cinco hombres, los cinco armados. Con barbas de ocho días. Apestando a sudor. Con los monos desgarrados y con las caras manchadas de polvo y tiznajos. Debíamos de parecer demonios. Pues no creas que se asustó la gachí aquella, no. Al contrario. ¿Qué buscáis?, nos gritó, mejor dicho, le gritó a Barrios, cogiéndole de un brazo. Barrios se soltó de un tirón y le contestó: A ese cabrón que acaba de dispararnos desde aquí. Y ella se sonrió y dijo :Está bien, pero no rompáis nada. Venid conmigo. Y nos llevó hasta una puerta cerrada, y delante de ella volvió a hablar: Ahí lo tenéis. Nosotros vacilamos. ¿Y si era una trampa? Por si acaso, Barrios me ordenó que le pusiera la punta del cañón de mi pistola en la sien y que apretase el gatillo si aquello era una encerrona. Yo había cogido en el cuartel de Alcalá una pistola Astra del 9 largo y apunté con ella a la cabeza de la gachí. Ella se puso muy pálida, pero no hizo ningún aspaviento. Por su parte, Barrios dio con los nudillos en la puerta. Luego gritó: Que salgan inmediatamente con las manos en alto los que estén ahí. Si no, echaremos la puerta abajo y tiraremos dentro un par de bombas de mano. No hizo falta, porque se abrió la puerta y apareció por ella un hombre alto, moreno, joven y bien parecido. Muy pálido. Parece que lo estoy viendo ahora. Estaba desnudo de medio cuerpo para arriba y le brillaba la piel por lo mucho que sudaba… No abrió la boca. Miró a la mujer y ésta bajó los ojos. Barrios apuntó al hombre con su pistola y le preguntó si había alguien más allí. El fulano dijo que no y que la mujer no tenía culpa de nada. Luego, todo fue muy rápido. Dos compañeros amarraron al hombre. A los otros dos les ordenó Barrios que registraran bien toda la casa por si había gato encerrado, y a mí me hizo señas de que empujase a la mujer hacia la habitación, cosa que no tuve que hacer porque ella misma se adelantó a complacer a Barrios, y entramos los tres en la alcoba. Era una alcoba muy lujosa, como yo no había visto ninguna hasta entonces. Lo primero que descubrirnos fue el fusil. Estaba junto a una ventana. Barrios se dejó caer sentado sobre la cama, que debía de ser muy blanda porque se cimbreó suavemente, y cerró los ojos. Entonces me fijé bien en la mujer. Era una de esas hembras que quitan el sentido. Alta, morena, de buenas carnes, con unos ojos negros que cegaban. Se le transparentaban los pechos y las bragas… Y los pies los llevaba con las uñas pintadas… Y olía a gloria. ¡Que tía! ¡De miedo! Había que verla como yo la estaba viendo…
Brillaban los ojos de Gonzalo, enajenado todavía por el recuerdo de aquella mujer. Hizo una pausa. Tiró al suelo la punta del cigarrillo y la aplastó con la alpargata. Luego prosiguió:
—Barrios abrió mucho la boca en un largo bostezo, y también los ojos, enrojecidos. Se caía de sueño. Dejó la pistola sobre la cama, a su lado, y le preguntó a la mujer si era su marido el hombre que habíamos trincado allí. Ella contestó que no, que no era su marido, que era su amigo, un amigo. Entonces le preguntó Barrios: ¿Y quién eres tú? Y ella le dijo: Pero ¿es que no me habéis conocido? Y lo dijo casi enfadada, como si nuestra obligación fuera conocerla, ¿comprendes? Barrios y yo nos miramos y nos encogimos de hombros. Como no te expliques…, le dijo Barrios. Y ella fue y nos dijo :¿No habéis oído nunca hablar de Charo Chávez? Pues esa soy yo, Charo Chávez. Claro que habíamos oído su nombre, pero ninguno de los dos pudimos nunca ir a verla al teatro. Conque ¡Charo Chávez! Vaya, vaya… Y dirigiéndose a mí, dijo después Barrios que me encargase yo del grupo y lleváramos al prisionero al Comité de Defensa y que les dijese a aquellos compañeros que él iría después…, en cuanto interrogase a la fulana. A lo mejor me llevo a ésta o, a lo mejor no. Depende de lo que me diga y de lo que encuentre yo aquí, porque puede que encuentre algo… Eso hice y ya no supe más del asunto hasta que, pasados unos días, me llamaron para hacer un servicio. Era por la tarde, a última hora. Sólo me dijeron que se trataba de un servicio especial, pero cuando el coche se detuvo ante la casa de Charo Chávez, sospeché que íbamos a detenerla. En el portal hacían guardia dos compañeros. Nosotros subimos directamente al piso. Llamamos y nos salió a abrir ella, esta vez vestida y calzada para salir. Normal, vamos. Nos preguntó qué queríamos, pero el compañero Lucas, que iba de responsable, la empujó adentro. Charo Chávez casi se cayó y la puerta quedó de par en par. Entramos y, de pronto, vimos a Lucas, que había echado delante de nosotros, quedarse pálido y tieso como un muerto. Y es que tenía enfrente a Barrios con la pistola en una mano, apuntándole. Con la otra tenía cogido un maletín. La gachí había ido a parapetarse detrás de él. Barrios podía matamos a los tres del grupo y yo, la verdad, me di por muerto. Barrios nos miraba fijamente y nosotros no sabíamos qué hacer. Al fin recobró el habla Lucas y fue y le dijo a Barrios: ¿Qué vas a hacer, compañero? Puedes matarnos, si quieres, pero estás perdido. Entonces Barrios bajó la pistola y se la dio a Lucas por la culata. También le dio el maletín y luego dijo: Soy culpable y me entrego. La mujer, que había estado callada hasta ese momento, se puso como una fiera. Insultó a Barrios con las peores palabras y, de no impedírselo nosotros, se hubiera tirado a arañarle. Pero la sujetamos. Se calmó un poco. Sin embargo, durante todo el camino de regreso al Comité de Defensa, estuvo llamando a Barrios maricón y cobarde. Barrios parecía no oírla y no abrió la boca hasta que compareció ante los compañeros del Comité. Entonces contó lo que había pasado. Cuando se quedó a solas con Charo Chávez el día en que detuvimos a su amigo, empezó a interrogarla, pero tenía tanto sueño que se quedó dormido sin darse cuenta. Al despertar se encontró metido en la cama, desnudo. Charo Chávez, sentada en una butaquita a su lado, le contemplaba, medio en cueros. Barrios creyó al principio que soñaba, pero ella le hizo comprender bien pronto que aquello era verdad, que estaba despierto. Quiso él levantarse, pero Charo le dijo que llevaba veinticuatro horas seguidas durmiendo y que lo que necesitaba era comer. Y le sirvió el almuerzo que tenía allí preparado sobre una bandeja, con lo mejor de lo mejor. Barrios estaba hambriento como un lobo y comió y bebió hasta que no pudo más. Se hinchó, vamos. Luego, ella se metió en la cama con él y empezó el lío. ¡Figúrate! Yo conocía a la compañera de Barrios, una mujer harta de trabajar y pasar necesidades, con cinco chicos, hecha unos zorros. ¿Cómo podía resistir a Charo? Cualquier otro en su lugar… Barrios, en su declaración, no hacía más que decir a los compañeros: Yo creo que me dio algo para dormirme… Te parece poco lo que le daba, ¿eh, Olivares? Pueden más dos tetas que siete carretas, y es verdad. Y, claro, Barrios claudicó. La gachí hizo con él lo que quiso, lo que ella empezó a tramar en cuanto lo vio por primera vez. Le propuso ocultarse en la embajada de Cuba y salir luego de España y comenzar una nueva vida en América con el importe de las alhajas que ella tenía. Y Barrios se tragó el anzuelo. Los del Comité, entre tanto, habían empezado a sospechar y le siguieron los pasos. Así supieron que había ido a la embajada de Cuba a preparar la fuga, y esperaron al último momento para cogerle con las manos en la masa. Barrios contó todo, sin necesidad de que le apretasen los del Comité. Cuando hubo terminado, el Comité se fue a otra habitación para deliberar, pero no tardaron mucho sus miembros en ponerse de acuerdo. Habían acordado que Barrios debía morir, pero teniendo en cuenta sus méritos, le ofrecían la oportunidad de rehabilitarse. Para ello debía subir al frente de la Sierra inmediatamente, como miliciano raso. De cómo se comportara allí dependía que o lo matara el enemigo, o lo picaran los compañeros, o se conquistase de nuevo la confianza de la Organización a base de valor, coraje y sacrificio. Pero para que veas qué clase de tipo era, Barrios se opuso a la determinación del Comité. Dijo que no quería privilegios y echó en cara a los compañeros del Comité su falta de espíritu revolucionario. Empezó a gritar: ¡Tenéis que fusilarme! Yo he sido un traidor y merezco la muerte. Por mucho menos se mata a la gente ahora en aquella zona y ésta. Soy peor que un fascista. ¿No veis que si me perdonáis la vida dejáis la puerta abierta para que otros hagan lo mismo que he hecho yo? Además, ya no quiero vivir. ¡Qué tío, Olivares! Los del Comité discutieron con él y Charo Chávez, que se olía que su suerte iba ligada a la de Barrios, se hincó de rodillas y, abrazada a sus piernas, le suplicaba, entre gritos y llantos, que aceptase la decisión de sus compañeros. Pero nadie pudo convencer a Barrios. Así que no hubo más remedio que matarlos a los dos aquella misma madrugada, junto a las tapias del cementerio del Este. Por desgracia, me tocó formar parte del pelotón. Barrios se portó como un hombre, sereno, callado, como si aquello no fuera con él. Nos repartió las pocas cosas que llevaba encima: unos cigarrillos, el encendedor de mecha, un billete de diez duros y algunas pesetillas sueltas, y el carnet, con el encargo de que éste lo hiciéramos llegar a su compañera. En cambio, Charo Chávez, cuando, harta de chillar y retorcerse como una loca, se dio cuenta de que no había escapatoria, nos pidió que la dejáramos emborracharse. Le dimos una botella de coñac y se la bebió entera mientras íbamos en el coche. Llegó borracha perdida. Tuvimos que sacarla a rastras y dejarla sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared para que no se cayera. Lloraba y babeaba, pero yo creo que estaba inconsciente y que se fue sin darse cuenta de lo que ocurría, porque a ella nos la cargamos la primera. Nunca hasta entonces había disparado yo así, a bocajarro, contra una persona indefensa. Lo hice atolondradamente, para terminar pronto, yo creo, porque me estaba sintiendo mal. Y tan mal, que estuve con diarrea lo menos una semana. Después le tocó a Barrios. ¡Aquello sí que fue un trago! Nos pidió, por favor, que nos diéramos prisa y gritó: ¡Viva la revolución social! Nosotros estábamos más acongojados que él, ya lo creo, pero disparamos y lo matamos. Tanta rabia me dio el que hubiéramos tenido que matar a un compañero como aquél por culpa de los fascistas que ya no deseé otra cosa que matar fascistas, pero fascistas emboscados, de la retaguardia, de los que no daban la cara. Y así fue cómo empecé. Al principio, con rabia, acordándome de Barrios. Después, fríamente, como aquel que hace su trabajo. Yo no conocía a las víctimas. Me decían: Ése es un facha, un enemigo, y hay que acabar con él. Y yo cumplía. A veces, sin embargo, me preguntaba si aquello era justo. Entonces me acordaba de que en todas las revoluciones se había hecho lo mismo y me decía que tendría que ser así. Por otra parte, no oía otra cosa que el relato de lo que los fachas habían hecho en Badajoz, en Valladolid, en Salamanca y en tantos otros sitios con nuestros compañeros, y se me encendía la sangre… Pero según fue pasando el tiempo los que andábamos en estas cosas nos fuimos dando cuenta de que los demás nos miraban con desprecio. A los tres o cuatro meses de guerra, la cosa dio un cambiazo. Ya no se hablaba tanto de revolución. En algunos periódicos y en algunos mítines empezaron a meterse con nosotros y a llamarnos asesinos, aunque todavía con disimulo, con medias palabras. Y no te digo nada cuando la guerra, después de la pérdida del Norte, se puso fea… Se nos señalaba con el dedo, se nos llamaba asesinos, ya claramente. Todo el mundo nos daba de lado y gracias a que nos tenían miedo, que, si no, yo creo que nos hubieran liquidado a todos como a perros rabiosos. Pues mira tú cuando entraron en tratos con Burgos… Hombre, resultaba que los únicos que debían pagar el pato éramos nosotros. La única condición para salvarse era la de no haber tomado parte en paseos y ejecuciones… ¡Qué bien! Todo el mundo se sacudía así las pulgas y nos las echaban a nosotros… Pero ¿qué habíamos hecho? Bailar con la más fea, apechar con lo peor… ¿Y los compañeros muertos en Valladolid, en Badajoz, en Salamanca, en Sevilla y en Granada, tan cacareados, estaban bien muertos? ¿Y las represalias? ¿Y la justicia revolucionaria? Ya nadie se acordaba, por lo visto, de lo que tanto se gritaba al principio, de que la retaguardia era aún más peligrosa que el frente. No. La guerra estaba perdida y lo que había que hacer era salvarse cada cual como pudiera. Los buenos se marcharon, y los que nos quedamos, porque no pudimos marcharnos, somos los malos. Y nosotros, los peores entre todos. Pero uno dice que ha salvado a un cura; el otro, que ha avalado a yo no sé cuántos fachas; algunos, que han tenido escondidas en su casa a unas monjas… Y no faltan los que quieren alegar que estuvieron a favor de la República a la fuerza, por miedo… Yo sé que no todos se han rajado, que hay quien se mantiene en su puesto… Pero son, seguramente, los que menos chillaban entonces. Claro que el miedo es libre y que no hay que tener muy en cuenta lo que el miedo obliga a hablar. Hasta ahora han estado engolosinados con la amnistía. Pero ¿a partir de hoy, qué? Yo sé que no tengo salvación, y menos desde que Cantero me ha dejado en la cuneta, y que cualquier noche me sacarán para fusilarme. Te voy a decir una cosa: nunca creí que yo llegara con vida al final de la guerra, así que he vivido mucho más de lo que pensaba, de propina. Y te voy a decir otra cosa, y es que me alegro de que no haya amnistía y de que a todos nos midan por el mismo rasero. Así es como se salvará la revolución, que es por lo que yo he luchado y voy a morir. Si hubiera amnistía, más de la mitad de los que están en la cárcel se pasarían al enemigo, se harían fachas, mucho más rabiosos que los de verdad. En cambio, ahora, delante del toro y sin defensa, el que más y el que menos tendrá que atarse muy bien los machos y echarle coraje a la cosa. Y se salvará lo mejor, ¿no te parece, Olivares?
Entonces se cernió sobre el patio un estrépito de motores que estremecía el aire al tiempo que por el altavoz gritaba histéricamente el locutor:
—¡Los cóndores llegan! ¡Llegó la Victoria!
Era una formación de trimotores Junker. En cabeza, varios de ellos formaban la letra F. Volaban solemnes, lentos, imperturbables, bajo la capa de nubes, como grandes pajarracos oscuros que presagiaran una tormenta de bombas y alaridos. Su runruneo sonaba como el resoplido fatigado de la muerte. Parecían enormes, invulnerables, irresistibles.
—¡Las pavas! ¡Las pavas! —gritaron muchos presos a la vez.
Todos, incluso Gonzalo, habían levantado la cabeza y contemplaban sobrecogidos, el paso de los temidos aviones. Temidos, admirados y envidiados. Con centelleantes estrías grises en las alas y el aspa negra en la cola.
—¿Os acordáis de aquella tarde de las treinta y tres pavas volando sobre Madrid?
—Ya lo creo. ¡Menudo zafarrancho se armó! Luego estuvo ardiendo toda la noche el centro de la ciudad.
—Fue cuando prendieron fuego al café Colonial, al hotel Savoy, a la farmacia de El Globo, al Círculo del partido radical en la calle Preciados…
Aquellos aviones, pesadilla de los republicanos durante la contienda, tanto en el frente como en la retaguardia, traían a la memoria de los reclusos estremecedores recuerdos. Era como si, de pronto, un fuerte viento removiera el polvo de sus terrores pasados.
—A mí me cogió en la calle. Había bajado del frente por suministro.
—Pues yo estaba en el hospital del Hotel Palace. Me acuerdo de que temblaron las lámparas. Hubo heridos que saltaron de las camas y echaron a correr como locos buscando la salida. Y es que parecía que se iba a hundir el edificio encima de nosotros.
—Si malo era lo de los aviones, ¿dónde me dejas los «pacos» que aprovecharon la confusión para disparar a mansalva?
—Yo vi como un casco de metralla arrancaba de cuajo una pierna a una mujer. Era de un pueblo de Extremadura, una evacuada. Había venido huyendo de la guerra, y ya ves…
—Pues ¿y los niños que palmaron aquella tarde? Las bombas no tienen ojos… ¡Maldita sea la madre que las parió!
—Ahora no llevan bombas y se ríen de nosotros…
—Muchas veces pienso que nos hubiera valido más morir en el frente. Al menos se hubiera uno ahorrado esto.
—Puede que tengas razón. Además está ya visto que van a ser muy pocos los que salgan de ésta y puedan contarlo. Gonzalo callaba. Olivares murmuró:
—Sí, aquella tarde conocí yo a Matilde. Lo que son las cosas…
Tras los trimotores, apareció el enjambre de los cazas distribuidos en grupos de tres. Por delante avanzaba una palabra que crecía y crecía hasta cubrir el cielo: FRANCO. Era el nombre del supremo vencedor, escrito en el aire por la geométrica disciplina de los aparatos y acompañado por el redoble triunfal de sus motores. Los reclusos la vieron flamear sobre ellos y la siguieron con la vista hasta que se perdió tras el filo de los tejados, pero aún continuó retumbando en el embudo del patio de la prisión su estela de truenos como una amenaza inextinguible. Y empezó a llover.
—Ha llegado el momento —dice el compañero Casi a los miembros del comité de enlace— de hacer frente a la realidad. Los compañeros se habrán dado cuenta de que no hay que contar con amnistías ni indultos y de que cada cual tendrá que defenderse como gato panza arriba. Y de que, para hacernos respetar algo aquí, en la cárcel, el único medio que tenemos es el de la unión y la solidaridad. Trabajar de común acuerdo, conseguir el control de la cárcel y acabar con los chivatos. El mejor camino para ello es acaparar los destinos, que compañeros de confianza entren a trabajar en las oficinas, sobre todo en la de «régimen». Con tanto papeleo como hay, los oficiales se arman un lío y no saben por dónde andan, y son los presos que tienen como auxiliares los que manejan los papeles. Ya han hecho desaparecer algún expediente y se han roto escritos de jueces militares que reclamaban a algunos presos para nuevas diligencias. Se cambian los nombres y la filiación… El objetivo ahora para nosotros en ese terreno es producir la mayor confusión y el mayor desbarajuste posibles… El director no puede leer todos los oficios que se le ponen a la firma… Esto es un follón y tenemos que aprovecharnos… —Hace una pausa para obtener el asentimiento tácito de sus amigos y prosigue—: No hace muchos días se presentó una pareja de la guardia civil con la orden de traslado a la prisión de Guadalajara de uno de nuestros compañeretes, reclamado por un juez de allí. Él estuvo en la toma de Guadalajara y le acusan de no sé cuántas muertes, creo que doscientas. Como veréis, la cosa no podía ser más grave. Si se lo llevaban, no le darían tiempo a defenderse, lo liarían y ya no tendría remedio. Por eso, tan pronto como los de «régimen» tuvieron conocimiento del caso, escondieron la orden del juez para que el oficial no la viese, advirtieron al interesado, que es Alejo Díaz, y vinieron a preguntarme qué podían hacer en favor del compañero. A mí se me ocurrió que, de momento, lo único que interesaba era retener aquí a Alejo Díaz, y fui a ver a Caballero. Es él quien lleva la dirección de la enfermería porque el médico oficial no aparece por la prisión más que para firmar los partes y recoger su chusco. Entonces Caballero lo primero que hizo fue ingresar a Díaz en la enfermería y dar parte de que se encontraba inmovilizado por un ataque agudo de ciática. Por suerte, el médico oficial se encontraba en la prisión en aquellos momentos y firmó el parte sin leerlo. Todo ello se hizo en menos de diez minutos. Lo demás ya fue muy fácil, y la guardia civil se marchó llevándose tan sólo un oficio del director negándose a autorizar el traslado del recluso Alejo Díaz, porque, según el parte facultativo, no podía moverse de la cama. Alejo Díaz continúa sin salir de la enfermería, ni siquiera para comunicar, dando berridos cada vez que tiene que dejar la cama para hacer sus necesidades. Echándole más teatro a la cosa que Borrás. Mientras tanto, su familia, que conoce la verdad, está haciendo gestiones en Guadalajara para aclarar los hechos. Por lo visto, los que le acusan son otros compañeros…
—¡Chivatos! Son los chivatos los que nos pierden —le interrumpió, indignado, el representante del partido socialista.
Se encuentran reunidos, como de costumbre, en el rincón de la última sala, bajo la protección de sus propios centinelas. El resto de los reclusos, mientras tanto, dormita, caza piojos o mata el tiempo jugando a las damas o escribiendo interminables cartas a sus familiares. Es la hora de la siesta.
—Bueno —sigue diciendo Casi—, a veces, como en este caso, no se trata de chivatos. Los que acusan a Alejo Díaz pensaban que había logrado huir al extranjero. A mí me parece legítimo todo medio de defensa, siempre que no perjudique a un tercero, en las circunstancias en que nosotros nos encontramos.
—Naturalmente —concede Olivares.
—Por eso, de haber resultado cierta su suposición, la maniobra no podía ser más perfecta. Lo malo es que se equivocaron; pero parece ser que, en vista de ello, están dispuestos a rectificar.
—El juez instructor no les admitirá una nueva declaración, ya lo veréis —dice Cejador el socialista.
Seguro que no. Los instructores tienen tanto trabajo, que todos somos culpables para ellos mientras no demostremos lo contrario, ¿comprendes, Casi? —dice Viñas, el republicano de Azaña, y añade—: Y como eso es tan difícil, qué difícil, imposible, en la mayoría de los casos, prefieren dar por buena la acusación. Así todo es más rápido. ¿Cómo puedes demostrar, por ejemplo, que no entraste en el cuartel de la Montaña? ¿Dónde estabas en aquellos momentos? Puede que no te acuerdes con absoluta certeza, pero es que si te acuerdas de que el hecho sucedió mientras estabas en tu casa, ¿cómo lo atestiguas? Y aunque pudieras probarlo con el testimonio de un vecino, ¿es que ese vecino estará dispuesto a prestar declaración? Puede que se encuentre también en la cárcel, o fugitivo u oculto, en cuyo caso nada se puede esperar. Pero aunque se encuentre en libertad, ¿es que en estas circunstancias hay nadie capaz de declarar a favor de un rojo?
Nadie contesta a sus preguntas, antes al contrario, todos hacen mudos gestos de asentimiento, salvo Olivares, que comenta:
—Quieres decir que no hay forma de evitar que nos coja el toro, ¿no?
—Más o menos —responde Viñas—. Mientras no se afloje un poco el nudo del miedo en unos y no se aplaque algo el odio en los otros, nuestra vida dependerá de un hilo. Esto es como una lotería con un solo número para ganar y todos los demás para perder. Si tienes la suerte de acertar el primero, te salvas, pero si no…
—Lo sé, sé todo eso —replica suavemente Casi—, pero no nos vamos a estar quietecitos. De cualquier modo, hemos hecho por Alejo Díaz lo que debíamos hacer, ¿no?
—De acuerdo, hombre, de acuerdo —opina Olivares, que añade—: Precisamente por el enorme peligro que corremos y por lo indefensos que estamos se impone la solidaridad entre nosotros como cuestión de vida o muerte. Contemos con que lo tenemos todo perdido, incluso la vida, y hagamos comprenderlo así a nuestros compañeros para que no se dejen engañar por falsas ilusiones, y de esa manera es posible que podamos organizar una resistencia efectiva empleando en la defensa todos los medios a nuestro alcance. No van a morir todos y, si actuamos de común acuerdo, morirán menos de los previstos. Si llegamos a controlar la prisión, evitaremos muchos males y podremos ayudar a los que más lo necesiten. Lo ocurrido con Alejo Díaz demuestra hasta dónde podemos llegar, compañeros.
—Ahí quería ir yo —y toma de nuevo la palabra Casi—, ahí es dónde quería ir yo. Para ello, es preciso tener compañeros de confianza en todos los departamentos de la prisión.
—Por supuesto —le apoya el socialista—. Es cosa que no admite discusión. Del mal, el menos ¿no? Es la única posibilidad que nos queda y hemos de aprovecharla. Estoy también completamente de acuerdo con Olivares en que hay que poner en estado de alerta a toda la prisión. Que nadie se confíe. Que todo el mundo sepa que nos estamos jugando la vida como en la guerra. Así como hasta ahora nuestra moral estaba por los suelos, porque la mayoría de los nuestros se habían dejado engatusar por las falsas promesas de indultos y amnistías, de hoy en adelante tenemos que procurar elevarla desengañándolos, diciéndoles la verdad sin tapujos, hasta poniéndoles todo más negro de lo que es. Tenemos que conseguir que la gente reaccione, que se encorajine. Así se darán cuenta los otros de que no somos un hato de borregos, y nos respetarán.
—Claro que sí —opina Méndez, el de la UGT.
Los del comité se miran unos a otros. No hay nadie que disienta. Tras una pausa, pregunta el republicano de Azaña:
—¿Hay algo más?
—Sí —contesta el socialista—. Tenemos el problema de la correspondencia. Con una tarjeta cada semana, que es lo que nos permite la dirección de la cárcel, no hay posibilidad de informar debidamente a nuestras familias ni de orientarlas en lo referente a nuestros expedientes. En las comunicaciones orales, menos todavía. ¿Cómo decir en veinte líneas de una tarjeta postal lo que han de hacer nuestros familiares en la calle para conseguir avales, pruebas, informes y declaraciones que nos favorezcan? En la calle apenas tienen idea de lo que pasa aquí y en los juzgados. Se creen lo que les dicen: que no hay que preocuparse por nosotros, que se estudiará cada caso imparcialmente, que se nos aplicará la ley lo más benignamente posible, etcétera. También se les dice que no tengan miedo, que éstos no son como los tribunales populares de los rojos, en los que no había garantía alguna para el acusado. Sigue lo de que nada tienen que temer los que no tengan manchadas las manos de sangre o robo. Claro, con estas monsergas los confían, como si lo que nos espera fuera poco más que una regañina. Algunos hasta se creen los horrores de que la Prensa nos acusa a todos sin distinción, y somos para ellos asesinos y ladrones, verdaderos monstruos que no merecemos más que el garrote vil. ¿Cómo convencer a familiares y amigos de lo contrario? No hay más que un camino: explicar lo que ocurre. A través de las tarjetas postales que tienen que pasar por la censura de la cárcel, o de las comunicaciones orales, donde no se entiende nadie, es imposible. En vista de ello, hemos realizado una gestión que ya ha empezado a dar buenos frutos. Vosotros conocéis a ese cura, don Odón, que viene mucho por aquí para hablar con los presos y convencer a los compañeros que se casaron en la guerra de que tienen que volver a casarse por la iglesia y bautizar a sus hijos. Es un tipo que nadie sabe qué cargo tiene ni de dónde ha salido. A nosotros nos tiene eso sin cuidado, como comprenderéis. Lo que sí nos importa es que pasa más hambre que el perro de un ciego. En vista de ello, aconsejamos a dos compañeros que se ganaran su confianza. Estos compañeros están casados antes de la guerra, pero tenían sus hijos sin bautizar. Pues en cuanto consintieron que don Odón les preparase el bautizo y se saliera con la suya, se lo metieron en el bolsillo. Una vez logrado eso, ya les fue fácil persuadirle de que los presos deberían poder comunicar libremente con sus familiares por medio de cartas sin límite de extensión, siempre que se tratara de asuntos relacionados con su proceso. Entonces le sugirieron que organizase él mismo el servicio. Y ya lo ha hecho. Él se compromete a hacer llegar a su destino todas las cartas que le entreguemos, al precio de una peseta por cada una de ellas. Las que sean para Madrid, las distribuirá a domicilio, y las que no, las pondrá en los buzones normales de correos. Naturalmente, hay que entregárselas abiertas, con el fin de que él pueda comprobar que no se le mete contrabando, es decir, que sólo se trata en las cartas de asuntos familiares o relacionados con la situación procesal o penal del preso. ¿Está claro? Él hace su negociejo y nosotros resolvemos nuestra difícil papeleta.
—Pero ¿no será una trampa? —le sale al paso Viñas, el republicano de Azaña—. ¿No entregará luego las cartas al director?
—Ni hablar de eso —le replica Méndez, el ugetista—. ¿Qué conseguiría con ello? Además, lo descubriríamos en seguida, ¿no comprendéis? Por otra parte, ya lo hemos experimentado.
—¿Y funciona como él quiere hacernos creer?
—Como un reloj. Se le entrega la carta por la mañana y antes de que llegue la noche está ya en manos del destinatario. Ahora va a tomar a su servicio dos muchachos con sus correspondientes bicicletas. Sólo para eso, porque calculamos que tendrán que repartir diariamente unas cien cartas. Claro, es muy importante que nadie más que nosotros conozca el conducto para evitar una indiscreción y que todo se venga abajo. Cada uno de vosotros se encargará de recoger las cartas y las pesetas de los respectivos compañeros y luego me las entregarán a mí después del primer recuento; yo seré así el único que trate con don Odón. El tío se las mete en los bolsillos de la sotana, unos bolsillos especiales que le llegan casi hasta los pies, y anda, vete a descubrírselas…
Sonríe el socialista y sonríen los demás. El republicano de Martínez Barrio dice:
—En las mismas barbas de los guardianes… La cosa tiene gracia, hombre.
Olivares bromea:
—Habría que preguntarle cuánto nos cobraría por cada preso que consiguiera sacar bajo la sotana.
—Ésa sí que sería una buena solución, ¿no? —apunta el de Martínez Barrio.
—Todo se andará, todo se andará dice el socialista siguiendo la broma.
—Bien, está bien —habla el de la UGT—. Contando con que la cosa salga como queremos, me parece una idea genial. El peligro está en los chivatos. Ahora los tenemos, y muy peligrosos, en la oficina de «régimen» y en el departamento de paquetes. Son los falangistas y los chorizos.
Casi, silencioso durante largo rato, interviene:
—Tenemos un plan en marcha para cargarnos a esos tipos. No creo que falle; pero si fallase, intentaríamos otro porque, en efecto, su presencia en esos departamentos puede ser catastrófica para nosotros. Es cosa de pocos días; pero cuanto menos se hable del asunto, mejor. ¿De acuerdo?
Casi espera el asentimiento de sus amigos, que es unánime, y luego dice:
—Y ahora vamos con las noticias de Francia, pero antes quiero advertiros que no deben salir de entre nosotros por ahora, porque sería contraproducente, como veréis —mira lentamente a cada uno de sus compañeros y luego prosigue—: Ha vuelto el emisario que nuestra organización envió a París, y he recibido su informe, informe que he quemado después de leerlo. Nuestro objetivo, como recordaréis, era recaudar dinero de las organizaciones antifascistas españolas en Francia. Con dinero se pueden comprar avales, declaraciones e, incluso, destruir expedientes, hacer que duerman en los cajones de los juzgados o arrancar de ellos documentos peligrosos. Es un errar tratar de maniobrar por las alturas. Es mucho mejor trabajar en la base. Lo que no se puede pretender de un auditor, se logra sobornando o engañando a un mecanógrafo. Pasa en todas partes lo que aquí: que los que andan con los papeles son esos tipos en que nadie se fija. Luego, los de arriba firman en barbecho, y santas pascuas. Cuando quieren darse cuenta, si se enteran, la cosa ya no tiene remedio ni nadie es capaz de encontrar el hilo para llegar al ovillo…
Los del comité siguen atentamente las palabras de Casi. Éste marca una pausa que acrecienta aún más el interés de aquéllos y, antes de reanudar el informe, se cerciora con la mirada de que nadie más que ellos pueden oírle. Por si acaso, baja aún más la voz:
—Con dinero es posible casi todo —insiste—. Desgraciadamente, no podremos contar con él en esta ocasión. Los refugiados en Francia se han llevado consigo nuestros mayores defectos. No se entienden entre sí. Cada grupo tira por su lado. Y no es eso lo peor, sino que se hacen la guerra los unos a los otros. Se insultan y se echan en cara públicamente la culpa de lo sucedido en España. Cada cual ha ido a su avío y, mientras unos se encuentran bien instalados en París, en Toulouse y en otros puntos, la mayoría sigue sufriendo indecibles calamidades en los campos de concentración. Y en cuanto al dinero —hace un gesto de asco—, los que lo tienen se han olvidado de que es de todos. Se han formado dos grandes grupos: el SERE y el JARE, dominados respectivamente, por Negrín y Prieto, que sólo ayudan a sus amigos. Y los comunistas, por su parte, siguen haciendo proselitismo, el mismo que aquí durante la guerra, y tan sólo se preocupan por sus camaradas más incondicionales. Los altos cargos de la República gozan de sueldos y pensiones y, en cambio, miles y miles de excombatientes se mueren de hambre y de frío en las playas acotadas por alambradas y custodiadas por senegaleses. Si nada menos que Antonio Machado murió como murió y ahora sabemos muy bien cómo murió: abandonado por todos, sin un céntimo, recogido por caridad junto con su madre, ¿qué podemos esperar nosotros? Claro que aquello ocurría en los primeros días, cuando mayor era la confusión, cuando la riada se lo llevaba todo por delante… Pero es que no han cambiado de conducta.
Todo sigue allí igual o peor. A veces, se dejan ver por los campos de concentración unos tipos bien alimentados y bien vestidos, que llegan en flamantes automóviles, y en nombre de Negrín, o de Prieto, o del partido comunista, o de algún grupo de nuestra organización, reparten miserables socorros, pero solamente a sus amigos o correligionarios más afines. A los demás, que los parta un rayo. Y lo de Rusia… Rusia no ha admitido más que a algunos, muy pocos, militantes comunistas. Y para América no embarca todo el que quiere, sino los hombres importantes o los que tienen influencia en las organizaciones… ¿A qué seguir removiendo mierda? Si supieran todo esto nuestros compañeros de la cárcel, ¿qué pasaría? La desmoralización podría llegar a extremos peligrosísimos para todos nosotros. Algunos no querrían saber nada de nada, porque ni están aquí todos los antifascistas ni son antifascistas verdaderos todos los que están enchiquerados. Así como la prisión está convirtiendo en rabiosos antifascistas a muchos que no lo eran y que lucharon a nuestro lado por pura casualidad, las noticias de Francia los convertirían en nuestros peores enemigos. Así que hay que procurar que sigan creyendo que nos llegará ayuda de fuera, que los refugiados en Francia están llevando a cabo una intensa campaña internacional en favor de los presos y perseguidos en España, que, en fin, nos estamos convirtiendo en héroes y mártires de la libertad. Que sigan creyendo todo eso, porque es la única manera de que conserven el orgullo y la rabia y la dignidad…
Sigue un oprimente silencio. El informe de Casi ha pasado sobre los hombres del comité como un soplo letal. Están anonadados, perdidos. Se miran entre sí, interrogantes, enfrentados al absurdo, incapaces aún de comprender lo que acaban de oír y temiesen haber oído mal. Casi espera en vano una reacción y es Olivares el primero que recobra la lucidez.
—Quieres decir —puntualiza— que las organizaciones de los refugiados se han negado a darnos ese dinero que nos es tan preciso ¿no?
La sonrisa de Casi no puede ser más triste ni más despectiva.
—Eso es. Da vergüenza decirlo, pero la verdad es que se rieron de nuestra pretensión. ¿Cómo —piensan por lo visto— entregar dinero para una causa tan perdida como la nuestra? De ningún modo. Ni poco, ni mucho, ni nada. Sería tanto como tirarlo por la ventana. Estamos prácticamente muertos y nada se puede esperar de nosotros.
—¡Cabrones! ¡Traidores! —exclama el de la UGT.
Casi, imperturbable, continúa:
—La esperanza de la República son ellos, sólo ellos, que han conservado la libertad y son los únicos capaces de devolvérsela a España. Pero nosotros… ¿Qué podemos hacer nosotros por la causa? Morir y hacer mártires de ella. —Mueve la cabeza pesarosamente y dice—: Pues aún hay respuestas peores.
—¿Peores? ¿Respuestas peores? —pregunta Olivares.
—Sí, aún hay más porque algún día se sabrá lo de los barcos… —y como advirtiera cierta perplejidad en sus oyentes, añade—: Sí, lo de los barcos. El gobierno de la República había constituido una compañía de navegación con barcos de diferentes pabellones extranjeros, de los que se servía para aprovisionarse de municiones y víveres donde los encontrase, y al precio que exigieran los traficantes de armamentos y los especuladores. Pues bien, después de la «semana del duro» se contaba con esos barcos para la evacuación de cuantas personas quisieran abandonar España para no caer en manos de los fascistas. Por eso corrió tanta gente hacia Levante a última hora, cuando se rompieron las negociaciones con Burgos. Había que huir y allí esperaban los barcos… Sí, sí. Sólo algunos de los que se encontraban atracados en puerto admitieron fugitivos a bordo. Los demás se fueron de vacío. Otros, en ruta hacia España, recibieron orden en alta mar de volverse inmediatamente al punto de partida… Pero, hombre, si hasta hubo barco que dio media vuelta a la vista de quienes, enloquecidos por el miedo a caer prisioneros, los aguardaban como la única posibilidad de salvación. Así quedaron burlados tantos compañeros y compañeras concentrados en los puertos de Gandía y Alicante, y que tuvieron que entregarse después como morralla a los vencedores. ¿Por qué no se organizó la evacuación? ¿Quién cambió el rumbo de los barcos en alta mar o les ordenó volverse dejando en tierra a tantos antifascistas desesperados?
—Pero ¿por qué? —pregunta Olivares.
Casi se encoge de hombros y mueve la cabeza, dando a entender con sus gestos que se trata, en efecto, de algo incomprensible, fuera de toda lógica, o de algo tan siniestro y turbio que aterra y avergüenza sospechar tan sólo que pueda ser cierto.
—Tal vez —dice tras una pausa— porque quien dio esas órdenes a los capitanes nos considerase a todos nosotros enemigos del gobierno de Negrín y merecedores, por lo tanto, de que nos machacasen los vencedores. El organismo que controlaba la compañía de navegación estaba en manos de gente de mucha confianza del gobierno. De manera que esas órdenes no pudo darlas ningún franquista.
—¿Quién las dio? ¿Se sabe quién las dio? —quiere saber el republicano de Azaña.
—¡Dinos su nombre o sus nombres! —pide el correligionario de Unión Republicana.
—No se sabe con certeza, pero algún día se sabrá. Los que salgan con vida de ésta podrán conocer la verdad. Entre tanto, todo son suposiciones, nada más que suposiciones —contesta Casi.
—Pero ¿por qué hicieron eso? —insiste Olivares.
—Eso es, ¿con qué objeto? —pregunta el delegado de la UGT.
—Hombre —y Casi parece titubear—, pueden ser varios los motivos: crear mártires que sirvan de propaganda en lo futuro. En política todo es válido, compañeros… También es un modo muy sencillo de librarse de una fuerte oposición el día de mañana. Si los que nos tienen prisioneros nos eliminan, ¿quién podrá pedir cuentas, cuando llegue el momento, a los que se fueron y nos dejaron en la estacada? Ya estáis viendo cómo piensan de nosotros y en cuánto nos valoran, ya que no quieren soltar ni una peseta para aliviar nuestra situación…
—¡Cabronazos! —estalla Méndez, dando un puñetazo sobre el petate.
—Lo que hay que procurar ahora —dice Casi— es que no lleguen a conocimiento de nuestros compañeros estas porquerías. Más vale que no sospechen nada. Con saberlas no se salvarán. Y si las ignoran podrán morir con más entereza.
—¿Y nosotros? —pregunta el de Azaña.
Casi sonríe.
—Nosotros somos militantes, y los militantes saben muy bien que hay mucho barro en todo, pero que, a pesar de ello, vale la pena luchar, ¿no es así, compañeros?
—Así es —se adelanta a decir el socialista.
Los demás callan y, tras una pausa, vuelve a resumir Olivares:
—Lo importante ahora, creo yo, es saber que nos encontramos solos frente al toro, ¿no es eso?
—Tal es nuestra situación —confirma Casi—. Estamos completamente solos.
El republicano de Azaña recobra la voz:
—Pero ¿y los franceses? ¿Cuál es la actitud de los franceses? ¿Qué piensa de nosotros la CGT, los socialistas, los comunistas y los demócratas franceses? Ellos no han pasado por nuestra prueba…
—¿Los franceses? —le interrumpe Casi—. Olvídalos. Son los que han encerrado a nuestros compañeros en campos de concentración y harían cualquier cosa para librarse de ellos, incluso entregarlos a Franco. ¿No ves que están asustados, que tienen miedo a Hitler y que lo único que desean es conservar la paz al precio que sea? Según lo que ha oído y observado nuestro compañero allí, los franceses están enfermos de miedo. Tanto miedo tienen, que son capaces de hacerse todos fascistas por no disgustar a Hitler. Por eso no creo que vaya a estallar pronto la guerra. Los franceses consentirán en lo de Danzig y en todo lo que venga después con tal de no ir a la guerra. Hasta le darían a Hitler la Alsacia y la Lorena si Hitler se las pidiese.
—Pues los comunistas opinan lo contrario —arguye el de Azaña.
Casi se encoge de hombros.
—Bah, lo que opinen o digan nuestros comunistas importa bien poco. Ellos tienen que pensar así. También pensaban que la URSS se volcaría incondicionalmente a nuestro favor y que correría toda clase de riesgos por nosotros. ¿Y qué pasó? Pues que nos dejó en la cuneta. Sin embargo, nuestros comunistas justifican a Stalin y siguen creyendo en él. Si no estalla esa guerra que ahora anuncian como inevitable, le echarán la culpa a los socialistas y a los demócratas de Francia e Inglaterra y sostendrán que Stalin no se equivoca nunca.
Los demás presos de la sala empiezan a removerse, a desperezarse. Gonzalo, uno de los vigías, se acerca al comité.
—¿Qué hay? —le pregunta Casi—. ¿Viene algún guardián? Gonzalo mueve la cabeza negativamente y aclara:
—Los guardianes están muy ocupados ahora con los choris que metieron en el departamento de paquetes. Han encontrado en el petate de uno de ellos la libra de chocolate que esta mañana echó de menos un recluso .Von Papen les ha dado para empezar una buena mano de hostias, y ahora los está interrogando en la jefatura de servicio.
Casi mira a sus compañeros de comité, sonríe maliciosamente y comenta:
—No iban a ser malas hoy todas las noticias, ¿eh?
Ha terminado el despioje. Se recogen los juegos y los avíos de escribir. Se alisan y arreglan los petates. Está a punto de sonar el toque de corneta para salir al patio.