… roídos por las escarchas,
por el hambre y por el hierro…
«Mi querido hermano: El viaje ha sido una verdadera aventura, tanto a la ida como a la vuelta. Fui en un tren con soldados por todas partes: en los pasillos, en los retretes, en las redes para equipajes, debajo de los asientos… Volvían a sus casas con permiso o licenciados, sucios, malolientes, hartos de guerra; bebiendo, fumando, cantando o roncando todo el tiempo. ¡Tardamos treinta horas en llegar a Vitoria! Imagínate. Pero conmigo se portaron estupendamente. No sabían qué hacer para agradarme. ¡Como que era yo la única muchacha que viajaba con ellos! Los pobres me hablaban de sus madres, de sus novias, de lo que pensaban hacer, de las fiestas de sus pueblos, de su capitán, de su sargento, de su cabo… Y vuelta a repetir lo mismo. También me hacían preguntas acerca de mí y del objeto de mi viaje. Al principio les mentí diciéndoles que iba a reunirme con mi familia, después de casi tres años de separación, porque la guerra me había pillado en Madrid mientras preparaba unas oposiciones. Entonces quisieron saber cómo se vivía en zona roja, si era verdad que los rusos se habían apoderado de todo, si a los rojos españoles los llevaban al combate los comisarios poniéndoles la pistola en la nuca, si se repartían las mujeres, si se obligaba a adorar a san Lenin, si se fusilaba en las calles, si habían convertido las iglesias y los conventos en cabarets… Bueno, salieron a relucir todas esas historias que yo me conocía tan bien por haberlas oído y leído tantas veces. Yo no sabía qué contestarles, ésa es la verdad, y procuraba hacerles comprender con mucho cuidado que gran parte de lo que se decía de los rojos eran exageraciones de la propaganda, y ellos lo aceptaron porque, y no ocultaban su decepción al confesarlo, no habían visto rusos por ningún lado, ni en Madrid ni en ninguna otra ciudad de la zona roja por donde pasaron. Que sí, que muchas iglesias servían de cocheras y depósitos de intendencia, que se había encarcelado y matado a partidarios de los nacionales, lo mismo que en la zona nacional se había hecho con los partidarios de los rojos, que se había pasado hambre y necesidad, que seguramente habría habido extranjeros como los había entre los nacionales, pero que la culpa de todo la tenía la maldita guerra, que si ellos habían ganado era porque tuvieron mejores mandos y más disciplina… Me parecieron tan buenos chicos que les conté, al fin, la verdad, o sea, que tenía un hermano preso en Madrid, condenado a muerte, y que el propósito de mi viaje era movilizar a nuestra familia de Vitoria para trabajar por tu indulto. A partir de ese momento, los soldados extremaron sus atenciones conmigo. Me dieron de comer y beber y bebieron a tu salud y me desearon mucha suerte en mis gestiones. ¡Qué cosas! Hasta me hicieron llorar de emoción cuando me despedí de ellos. En cambio, los abuelos… los tíos y las tías… Para ellos tú eres una especie de demonio, o de loco, o de malvado. Para ellos, un comisario rojo es peor que un sacamantecas. No conciben que alguien de su sangre haya podido serlo. Yo creo que hasta llegan a pensar o a imaginar que un comisario rojo tiene rabo. Me recibieron muy fríamente y, cuando les expuse tu situación y a lo que iba, el abuelo se levantó y se fue, y los tíos y las tías se quedaron callados como muertos. Así estuvimos un largo rato, hasta que reapareció el abuelo, quien me dijo: No nos queda más recurso que rezar por tu desgraciado hermano —no dijo por mi nieto, como si tú ya no fueras nieto suyo—. No podemos hacer otra cosa. Entonces la abuela se atrevió a proponer que consultáramos el caso con don Faustino, el canónigo, que tiene tan buenas relaciones en el Ministerio de justicia. El abuelo accedió a regañadientes y se acordó que fuera yo al día siguiente por la mañana a hablar con don Faustino. Después, iniciaron el rezo del rosario. Si te he de decir la verdad, yo estaba tan desconsolada, tan triste y, a la vez, tan irritada contra todos ellos, que no quise tomar parte en semejante velatorio, porque era como si ya estuvieras muerto y rezasen por tu eterno descanso. ¡Qué escena, Dios mío! Era ya de noche. Nos hallábamos en el saloncito de visitas, a la luz de las lamparillas de aceite del pequeño trono del Sagrado Corazón colocado sobre el piano, que tú conoces, sentados en las viejas butacas de gutapercha, en torno a la mesita de centro sobre la que estaba el crucifijo de marfil, adornado con la boina del requeté colgada en los brazos de la cruz, por la parte posterior, de forma que la figura de Jesús aparecía como sobre una mancha roja, de sangre. Ya sabes que yo conservo la fe, que soy creyente, pero te aseguro que en aquel momento me sentía avergonzada y hubiera armado una gorda de no estar por lo que allí estaba. Tal era mi cansancio, por otra parte, que no tenía fuerzas ni para llorar, y me quedé dormida. Me dijeron después las tías que habían rezado los quince misterios y el oficio parvo, que no me preocupara, que todo saldría bien y que ya conocía a los abuelos, tan piadosos, pero tan chapados a la antigua; que don Faustino tenía mucha influencia y que harían lo que él dijese. Estaba deseando acostarme para poder llorar a mis anchas. ¡Qué noche, Federico, dando vueltas y más vueltas en la cama, tramando mil cosas, todas disparatadas, absurdas, y sin saber qué decisión tomar! Me quedé dormida muy tarde, empapada en sudor, y me desperté asustada, porque al pronto me pareció que alguien me abofeteaba. Era tía Camila que me sacudía y me decía: Vamos, vamos, que tenemos que ir a misa y se está haciendo tarde. Me costó trabajo darme cuenta de la realidad. Me levanté, me lavé y me arreglé, completamente atontada. Era aún muy temprano y yo me caía de sueño. El olor de la iglesia, el silencio y el vacío del estómago me enervaron de tal manera que me quedé otra vez dormida de rodillas, sobre el respaldo del banco anterior, con la cara entre las manos. Y otra vez tuvo que despertarme tía Camila: Hija, te duermes en cualquier postura. Anda, despabila. Don Faustino te espera en el confesonario. No sé qué me entró, que me despabilé del todo, como si me hubieran echado un cubo de agua fría por la cabeza. Lo primero que me preguntó don Faustino fue si quería confesarme. Le dije que no y entonces me pidió, con voz muy amable, que le expusiera el asunto. Se lo conté todo desde el principio y hasta le repetí por tres veces el número de tu sumario. Le hice ver el peligro que corres y le supliqué que hiciera por ti todo lo que estuviese de su mano, porque tú puedes tener tus ideas, estar equivocado o no, eso sólo Dios lo sabe, pero has obrado siempre de buena fe, honradamente, que eres incapaz de hacer mal a nadie a sabiendas, que él ya te conoce y sabe la educación que has recibido… En fin, puedes suponerte todo lo que le dije. Cuando terminé de hablar, esperé a que empezase él a hablarme. Pero permaneció callado y por eso le pregunté:
—¿Me ha entendido usted, don Faustino?
—¡Dios mío, lo que tuve que oír! Muy enfadado, me habló de los curas, monjas y frailes asesinados en la zona roja; de las iglesias y conventos convertidos en cuadras y lupanares; del espíritu satánico de los rojos, enemigos de la Iglesia y de Dios, anticristos; de los innumerables crímenes cometidos por ellos; de la venta de España a Rusia; de las destrucciones, incendios y demás monstruosidades de comunistas, anarquistas y separatistas, tales como los bombardeos del Pilar de Zaragoza y de Guernica; de cómo los comisarios son los responsables de que la guerra haya durado tantos meses y de cómo todo ello había provocado la cólera exterminadora del Señor… ¡Tuve que tragarme toda la retahíla. Federico! Aguanté y aguanté mordiéndome los labios para no gritar y armar un escándalo. Me hubiera gustado entonces verle la cara y que él viese la mía. Pero hube de resignarme a oír su voz solamente; su voz, que silbaba y me hacía daño en el oído. Que Dios me perdone, pero me pareció estar oyendo la del odio, la de la venganza, la de la soberbia y la de la crueldad en vez de la voz de la misericordia, del perdón y de la caridad. ¿Puede hablar así un sacerdote de Jesucristo, Federico? Al final, don Faustino se refirió a ti:
—Aunque tu hermano no haya tomado parte en esas fechorías, no olvides que ha sido comisario político y, por lo tanto, cómplice de los criminales. Su responsabilidad, como ves, es muy grande, hija mía. Pero está en buenas manos y hemos de confiar en que la justicia sea piadosa con él.
Y se calló. Esperé y, al convencerme por su silencio, de que ya me había dicho todo lo que tenía que decirme, le pregunté:
—¿Nada más?
—¿Y qué más podemos hacer? La justicia tiene sus normas, sus trámites… No es aconsejable intervenir en sus decisiones. Ahora hay que esperar —me contestó.
Yo ya no pude contenerme más:
—¡Pues que Dios le perdone, don Faustino!
Me levanté y me fui mientras le oía rebullirse y resoplar.
La misa había terminado. Al salir de la iglesia, tía Camila quiso saber lo que había obtenido del canónigo. Yo le contesté que nada y que el tal don Faustino me parecía más un vengador que un sacerdote evangélico, un hombre lleno de ira, un hombre sin sentimientos humanos. ¡Para qué lo dije! Creí que iba a darle un ataque de locura a la pobre tía Camila. Me clavó las uñas en el antebrazo y, como si ladrara, me gritó al oído:
—¡Desgraciada! Tú también tienes el demonio en el cuerpo. ¡Estás en pecado mortal! ¡Cabeza de chorlito! ¡Descarada! ¡Chapucera!
Y cosas por el estilo.
Yo iba volada, porque la gente nos miraba al pasar y hacía comentarios. Por eso no quise replicarle y soporté en silencio el chaparrón. Tía Camila acabó su filípica haciéndome prometerle que emplearía otras expresiones delante de la familia, cuando preguntasen por el resultado de mi conversación con don Faustino, y siguió refunfuñando hasta llegar a casa:
Que no se te ocurra otra vez hablar así de un ministro del Señor, chiquilla. Don Faustino es un hombre lleno de sabiduría y un santo varón.
Me hubiera echado a reír de buena gana, pero estaba demasiado indignada para ello y, además, comprendí que sería inútil todo intento de explicación, porque ella sí que tiene una cabeza de chorlito. Así que permanecí callada todo el tiempo. La familia nos esperaba en el saloncito, todos muy solemnes, muy tiesos, como formando un tribunal. Dejaron que me desayunase y después me hicieron comparecer ante ellos. El abuelo llevó la voz cantante, como siempre.
—Bueno, vamos a ver qué te ha dicho y aconsejado don Faustino —me preguntó.
—Nada —contesté.
—¿Cómo nada, chiquita? ¿Qué dices?
—Lo que oyes, abuelo: ¡Nada!
—Pero ¿no le has contado tú…?
—Sí.
—¿Todo?
—Todo.
—¿Y dices que no te ha dicho nada?
—Sí, que sobre mi hermano pesa una gravísima responsabilidad, que hay que dejar que la justicia siga adelante y que lo único que podemos hacer es esperar. Es como si no me hubiese dicho nada.
El abuelo movió la cabeza aprobatoriamente y los demás le imitaron y suspiraron en señal de alivio.
—Don Faustino es un hombre discreto —dijo el abuelo.
—Don Faustino es un hombre sin corazón o algo mucho peor todavía —dije yo—. Además, no me importa lo que piense o diga ese señor.
—¡Chiquita! —me gritó agudamente tía Camila.
El abuelo se puso pálido.
—¡Has insultado a un sacerdote, desdichada! ¿No sabes que insultar a un sacerdote es casi una blasfemia? Ahora mismo vas a confesar delante de todos que te has equivocado, que no quisiste decir lo que has dicho.
No sé lo que me pasó. Me entró como una furia que no pude dominar. Me levanté y les eché en cara su mal comportamiento. Los puse verdes.
—Es muy bonito y muy cómodo eso de dejar pasar las cosas y luego decir que Dios así lo ha querido. Estarse quietecitos en casa, no molestar a nadie, no pedir, no suplicar… Que lo arregle Dios, ¿no? ¿Es que no se os conmueve el alma al pensar que pueden matar a un inocente por falta de un poco de ayuda, y que ese inocente es de vuestra misma sangre? ¿Es que no tenéis alma ni corazón, ni conciencia ni nada? Unos egoístas, eso es lo que sois. No basta rogar a Dios. Hay que dar con el mazo al mismo tiempo.
Me miraban todos atónitos. Debí de parecerles una loca. Salí dando un portazo. En ese momento, cuando no sabía qué hacer ni por dónde tirar, me acordé del padre Bernardino, el carmelita. Había sido confesor mío, cuando niña, y creo que tuyo también. ¿No te acuerdas de aquel fraile gordo y bondadoso que, cuando murió papá, consiguió una plaza gratuita para mí en el colegio de las Carmelitas? Pues ése. No lo dudé siquiera. Tal como estaba me fui corriendo a verle. Tuve que esperar porque el padre Bernardino había salido del convento a no sé qué. Pero al fin llegó y me reconoció en el acto, y algo muy alarmante debió de advertir en mí porque me dio unos cachetes en la mejilla, me cogió del brazo cariñosamente y me hizo tomar asiento mientras decía:
—Cálmate, cálmate, chiquita. Y luego dime qué es lo que te ocurre, y dímelo sin miedo, como cuando eras pequeña.
Era el hombre bueno de siempre. Me conmovió y rompí a llorar.
—Chiquita, chiquita… —repetía suavemente.
Cuando me calmé un poco, volví a contar toda la historia, añadiéndole el nuevo capítulo de la actitud de la familia y del canónigo. En tanto que yo hablaba, el padre Bernardino no hacía más que mover la cabeza, a veces en sentido afirmativo y otras en sentido negativo. Cuando dejé de hablar, me dijo:
—Tienes razón, chiquita, ese mocete corre un tremendo peligro y hay que hacer algo por él y que, luego, Dios Nuestro Señor decida. Hay que hacer algo e inmediatamente. Pero ¿qué?
Me miró, confuso y angustiado, y después cerró los ojos. Estuvo así un rato. Por fin volvió a mirarme y, ya más animado, murmuró:
—Conozco a alguien muy allegado al Ministro de Justicia… Entonces yo me atreví a decirle:
—No, padre. Es mejor hacer la gestión que sea en Auditoría general, en Burgos.
Aquello le desconcertó.
—¿En Burgos?
—Sí, padre, porque el asunto de Federico depende de las autoridades militares.
—Ya —murmuró moviendo pensativamente la cabeza.
Se quedó mudo otra vez, abstraído, hasta que, de pronto, se levantó tirando bruscamente de su cuerpo.
—Espérame, chiquita. Vuelvo en seguida.
Y salió. Pese a su corpachón, a sus grasas y a sus años, el padre Bernardino se mueve con mucha agilidad todavía, con mucha fuerza. Parece un oso. Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré sola en el pequeño aposento. Pasó qué sé yo el tiempo, tal vez una hora o más, que fue una eternidad para mí, y reapareció el buen padre Bernardino, decidido y dispuesto.
—Vámonos.
Yo le pregunté que adónde y él me dijo que a Burgos, que ya estaba preparada la furgoneta del convento para llevarnos allí.
—No hay que perder un minuto, chiquita.
Pasamos primero por casa para recoger mis cosas. La familia seguía deliberando, yo creo que rezando, y sólo pude despedirme de tía Camila, quien se quedó de piedra cuando le dije que me marchaba inmediatamente.
—¿Estás loca, criatura? ¿Cómo puedes marcharte sola, sin comer, y así, tan de repente?
—También vine sola, tía. Ahora me acompaña el padre Bernardino. ¿Qué quieres, que me esté rezando y discutiendo mientras tal vez fusilen a Federico? El comer y todo lo demás no tiene ninguna importancia ahora. ¡Que os aproveche!
—¡Mocosa, mocosa! —me gritó tía Camila, asustada, escandalizada.
Pero yo ya corría escalera abajo. La dejé con la palabra en la boca.
El buen fraile se colocó delante, con el hermano conductor, y yo pasé dentro de la camioneta, donde me habían preparado un asiento con un cajón y unas mantas. La camioneta era un verdadero cacharro. Parecía que iba a romperse en cualquier momento. Daba saltos y bandazos, y el motor sonaba como una carraca. A pesar de ello, me dormí nada más salir de Vitoria. Durante el camino me despertaron dos o tres veces los coscorrones que daba mi cabeza contra un travesaño de la carrocería. Así viajamos todo el tiempo y llegamos a Burgos al caer la tarde. Yo me enteré cuando me despabiló el padre Bernardino. Estábamos ante un edificio que debía de ser el de la Auditoría. Me miré un momento en el espejito de mano y me encontré horrible, despeinada, con los ojos hinchados, pero no tuve tiempo más que para darme un poco de saliva en las pestañas. Seguí al padre. De pronto sentí frío y empecé a temblar. Aquéllos no eran los soldados con quienes había hecho amistad en el tren. Eran diferentes. Serios, estirados. Miraban mostrando extrañeza, desconfianza. Pero el padre lo arrollaba todo. Yo andaba detrás de él y oía su agitada y fatigosa respiración. Preguntó aquí y allá. Subimos escaleras y recorrimos pasillos, y al fin nos detuvimos en una especie de antesala, triste y destartalada. Vuelta a preguntar. Sí, era allí y teníamos que esperar. Frecuentemente pasaban oficiales, con papeles o carpetas bajo el brazo, de un lado para otro. Me miraban y algunos hacían gestos como de asombro y otros hasta se sonreían maliciosamente. A poco apareció un soldado a decirnos que le siguiéramos, y así lo hicimos. Llegamos ante una puerta que nuestro guía entreabrió al tiempo que preguntaba:
—¿Da usía su permito?
—Que pasen, que pasen —oímos decir dentro.
Mi temblor aumentó. En cambio, el padre Bernardino me pareció más confiado y más seguro que nunca. Nos recibió de pie un militar de cabello gris, muy correcto y ceremonioso, que nos sonrió levemente y que, después de besar la mano del padre Bernardino y de saludarme con una inclinación de cabeza, nos invitó a tomar asiento en dos butacas que había frente a su mesa. Él ocupó su sitio, sonrió de nuevo y empezó a hacer preguntas al padre sobre amigos o conocidos comunes de Vitoria. El fraile sudaba, y, mientras se enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo de los llamados de hierbas, grande como una servilleta, contestaba con frases breves. Las preguntas y las respuestas cesaron al fin y siguió una pausa, que cortó el militar diciendo:
—Bien, bien, bien… ¿Y qué le trae por aquí, padre?
Entonces el padre Bernardino propuso que fuera yo quien hablase por estar mejor enterada del asunto que él y, volviéndose hacia mí, añadió:
—Anda, chiquita, dilo sin miedo.
La mirada del militar me azoraba. Era una mirada penetrante y fría.
—Anda, chiquita, anda —y el Padre pretendía animarme con una sonrisa y sus gestos.
Tuve que hacer un esfuerzo terrible para repetir —¿cuántas veces ya?— la misma lección. El militar, creo que debía de ser coronel, me escuchaba atentamente. De cuando en cuando fruncía el entrecejo o aguzaba la mirada. Me dejó hablar sin interrumpirme. Anotó cuidadosamente el número de tu sumario y esperó a que yo terminase. Luego me preguntó:
—No quiero asustarla, señorita, pero ¿sabe usted que los comisarios políticos eran el alma del ejército rojo, los hombres de confianza de su gobierno y, por consiguiente, los causantes de que la guerra haya durado tanto tiempo?
Me vi perdida, pero en vez de acobardarme por ello, me envalentoné sacando fuerzas de no sé dónde, pues estaba lo que se dice agotada. Me dolía todo el cuerpo de la cabeza a los pies. No era un dolor fijo, sino calambres dolorosos que corrían a lo largo de mi espalda, de mi vientre, de mis piernas… Ahora creo que lo que me sostenía era mi propia desesperación. De pronto empecé a hablar y mis palabras me sonaban como si fueran de otro, como si las dijera alguien detrás de mí.
—Pero mi hermano no ha robado ni matado, ni denunciado, ni perseguido a nadie…
—Sí, pero…
No le dejé seguir.
—Entonces, ¿por qué decían ustedes que el que no hubiese robado ni matado no tenía nada que temer? Ustedes tienen que cumplir su palabra también y, si no, no haberla dado.
—Olvida usted, señorita, que…
—Ustedes son católicos, ¿no? Pues parece que lo olvidan.
Yo creo que grité demasiado porque el militar miró al padre Bernardino como pidiéndole que me hiciera callar. Pero yo insistí:
—Mi hermano es un caballero, un hombre decente y ustedes lo quieren fusilar. ¿Es eso cristiano? ¿Es eso patriótico?
Se me rompieron los nervios y me eché a llorar, yo creo que histéricamente. Sentí que el padre me cogía de la mano y me decía que estaba muy nerviosa, que lo mejor sería que saliese un momento afuera mientras él hablaba con aquel señor. Me dejé llevar por él a la antesala.
—Calma, chiquita, calma. Tranquilízate. Ya verás como yo arreglo esto. Es que a los militares no se les puede hablar así ni aun siendo mujer.
Me quedé sola y como vacía… con una angustia que me apretaba fuertemente el estómago: seguí oyendo, como un rumor lejano, las voces del fraile y del militar, hasta que sentí otra voz cerca, a mi lado, que me preguntaba:
—¿Qué le ocurre, señorita?
Me pareció uno de aquellos oficiales que pasaban por allí llevando y trayendo papelotes. Estaba junto a mí y me miraba sonriendo, y se me ocurrió pensar que tal vez fuera un moscón, un impertinente, y volví la mirada para otro sitio. Pero él no se dio por vencido.
—Por Dios, señorita. No se trata de una broma ni de una galantería. No es usted la única mujer que he visto en esta misma sala llorando.
Entonces levanté la cabeza y le miré a los ojos. No sé por qué me pareció que hablaba en serio. Sus ojos me inspiraron confianza y me decidieron a explicarle en pocas palabras el asunto. Él me escuchó muy atentamente y, por todo preguntar, me pidió que le dijese el número de tu sumario. Se lo dije, tomó nota de él y luego me advirtió:
—No se mueva de aquí. Vuelvo en seguida.
Me quedé un poco más calmada, aunque la verdad, sin muchas ilusiones. El fraile y el militar continuaban hablando. Oía el rumor apagado de sus voces, pero no podía entender lo que decían, centré mi atención en los jóvenes oficiales que pasaban por allí, esperando volver a ver el que me había abordado. Todos se le asemejaban al pronto. Cada vez que aparecía uno de ellos, me daba un vuelco el corazón, y eso sucedió con varios, hasta que, desengañada por tantas decepciones, pensé que todo había sido como una alucinación, con lo que se volvió a apoderar de mí el pesimismo. En eso estaba cuando se abrió la puerta del despacho y aparecieron el coronel y el fraile. El padre Bernardino se limpiaba el sudor de la frente con su gran pañuelo de hierbas y parecía muy contento. Vinieron los dos donde yo estaba y el coronel me dijo, fría y cortésmente:
—No puedo ocultarle, señorita, que la situación de su hermano es muy comprometida, por tratarse de un comisario político; pero, teniendo en cuenta sus antecedente familiares, que me ha hecho conocer el padre Bernardino, será tratado con toda la benevolencia posible. Confíe en Dios y en la magnanimidad del Caudillo. Es todo lo que puedo decirle por ahora.
Volvió a besar la mano al padre Bernardino, inclinó la cabeza al estrechar la mía y se retiró alegando el mucho trabajo inaplazable que tenía que despachar urgentemente. Al quedarnos solos, el padre Bernardino, me dijo, bajando mucho la voz:
—Es todo un caballero, hija mía, y ha estado muy atento y ha tomado nota de todo lo que le he dicho. Me ha dado su palabra de honor de que ayudará a Federico todo lo que pueda. Y puede mucho. Lo que no haga él por tu hermano, ninguna otra persona podría hacerlo. Así que…
Íbamos ya a abandonar la antesala, pero en ese momento oí que me llamaban por mi nombre. Me volví. Era el teniente, mi teniente, quien rápidamente me dijo:
—He leído los «resultandos» de la sentencia de su hermano y he visto que no encierran ningún peligro serio. Entrará en la primera firma de indultos.
El padre me miraba sin comprender y yo debí de hacer algún gesto de incredulidad o de asombro, porque el teniente añadió con vehemencia:
—Puede creerme y marcharse tranquila. ¡Palabra de honor!
Creí ver sinceridad en sus ojos, Federico. ¿Por qué habría de engañarme? Me dijo después que, no obstante, sería muy conveniente unir a tu expediente un aval, algún papel en que se hablara a tu favor, y le di el certificado de Matilde.
—Es suficiente —me dijo, después de leerlo.
Entonces yo le pregunté cómo se llamaba, pero él movió la cabeza y se excusó así:
—¿Y qué importa mi nombre ahora?
Sigo creyendo en su buena fe. Ni siquiera sabe mi nombre de pila ni mi dirección en Madrid, porque no me lo preguntó ni ha hecho posteriormente nada por averiguarlo. No he vuelto a saber de él. He telefoneado a Matilde por si había recibido alguna noticia del teniente, pero su respuesta ha sido negativa. Matilde piensa que el teniente no tiene ningún interés en engañarme ni ha pretendido en ningún momento jugar ni presumir conmigo; que seguramente está muy acostumbrado a estas cosas; que lo más probable es que se compadeciera de mí y que, al comprobar después que la acusación que hay contra ti no es tan grave como para que te fusilen, haya sentido el deseo de intervenir para que se resuelva tu indulto lo antes posible; que con toda seguridad, no es la primera vez que ese joven actúa de esta manera; que así como existen personas que gozan haciendo sufrir al prójimo, las hay también que proceden de manera absolutamente contraria. En efecto, estoy convencida de que hay buenos y malos en todas partes. Fue una suerte que entre todos aquellos oficiales que me vieron llorar y no sintieron ninguna compasión por mí o que, si la sintieron, no se atrevieron a manifestarla, hubiera uno al menos capaz de conmoverse y dejarse llevar por sus buenos sentimientos. Sí, ésa fue nuestra suerte. Pero fíjate cómo son las cosas, Federico. Sólo me ha quedado en la memoria la expresión de sus ojos. Por más esfuerzos que haga ahora no logro recordar cómo es: si rubio o moreno, alto o bajo, gordo o delgado, feo o guapo. Nada. Si pasase a mi lado por la calle, no lo reconocería, ya ves tú. Bueno, me he adelantado un poco. A todo esto, el padre Bernardino no acababa de entender lo que estaba pasando. El teniente no le había dirigido la palabra y yo creo que ni siquiera le miró, como si no existiese. Por eso, cuando desapareció el joven por uno de aquellos pasillos, me preguntó, un poco molesto:
—Pero ¿qué significa esto, chiquita? ¿Quién es ese joven y qué es lo que quiere? —y después de que se lo hube explicado, dijo, moviendo pensativamente la cabeza—: Ya, ya… Puede que sea un camuflado, quién sabe si masón… Estamos minados…
Anduvo absorto hasta que pisamos la calle. Entonces murmuró, volviendo hacia mí bondadosamente su mirada.
—Pero lo importante ahora es que se salve el pobre mocete. Hágase el milagro aunque lo haga el diablo, ¿no te parece? —Yo asentí a sus palabras con un gesto y él sonrió y siguió hablando—: Creo que el coronel cumplirá su palabra, pero no hay que olvidar que los hombres que ocupan un cargo de tanta importancia como el suyo, se ven tan asediados y tan comprometidos que no pueden siempre obrar como quisieran. En cambio, un tenientillo, un simple tenientillo… ¿me entiendes? Nadie se fija en él y, zas, aprovecha cualquier descuido para meter un papel entre los muchos de los que se firman en barbecho, tanto para bien como para mal, porque los que los firman no tienen tiempo para leerlos y han de confiar en sus subordinados. Así que ha sido una gran suerte que ese muchacho se fijase en ti. Los caminos del Señor son inescrutables, hija mía.
Quiso que volviese a Vitoria con él, pero le convencí de que era más útil mi presencia en Madrid lo antes posible. Ya era de noche cuando llegamos a la estación, que estaba llena de soldados y de aldeanos, rodeados éstos y aquéllos de bultos de toda clase y tamaño. No despachaban billetes y la única esperanza que nos dieron fue la de que se formaría un tren de mercancías con dirección a Valladolid, probablemente a la madrugada. Pese a tan descorazonadora perspectiva, preferí correr esa aventura a enfrentarme nuevamente con la familia de Vitoria. El padre se encargó de informarla. ¡Qué bondadoso, qué sencillo y qué humano fue conmigo el carmelita! Al lado de personas como él, una siente que no está sola y que puede confiarse. Ni por un momento dudó de ti y, sin preguntarme nada, se puso en viaje, dispuesto a llegar hasta donde fuera preciso para ayudarte. ¡Qué diferencia entre el padre Bernardino y el canónigo! Al despedirme de él, se me saltaron las lágrimas.
—Ánimo, chiquita, ánimo. Ya verás como todo sale bien. Dile a tu hermano que le bendigo y que lo tendré presente en mis oraciones —fueron sus últimas palabras.
Cuando se perdió de vista la furgoneta de los frailes me di cuenta de pronto de que llevaba muchas horas sin comer y, lo que me apuró aún mucho más, sin aliviar una necesidad que en aquel momento se me hizo insoportable. Temí que tuviera que desahogarla allí mismo, delante de todo el mundo. Pero hice un último esfuerzo y me puse a buscar un retrete, ya sabes, esos urinarios de los andenes de estación. Lo encontré en seguida, pero había largas colas de soldados que aguardaban su turno ante ellos. Una vez más tuve ánimo y, en vez de echarme a llorar o cerrar los ojos y dejarme vencer por la necesidad, me dirigí a los que esperaban ante el urinario de mujeres. No sé qué les dije ni qué cara de dolor y angustia pondría. El caso es que uno de aquellos soldados me abrió paso e hizo desalojar rápidamente el lugar. Se encargó también de guardarme el maletín y me dijo:
—Y no se preocupe, joven. Nadie va a molestarla. Se lo aseguro yo.
Tal era mi apuro que no reparé ni en el olor ni en la suciedad que allí había hasta después. Pero entonces ya estaba tranquila y me encontraba tan bien que no me importó nada toda aquella inmundicia. Lo que sí sentí fue una gran vergüenza al recoger mi maletín y darle las gracias a mi protector. No pude mirarle a la cara siquiera. El hombre lo comprendió y no me dijo nada tampoco. Hacía un frío terrible y me caía de desfallecimiento, Por fin encontré una mujer que vendía bocadillos de anchoas y le compré dos. Luego me dirigí a la sala de espera. ¡Dios mío, qué espectáculo! Estaba llena hasta los topes. El humo del tabaco formaba una neblina que hacía llorar los ojos e impedía ver. Y no se podía dar un paso porque se enredaban los pies entre los paquetes y las piernas y los brazos que cubrían totalmente el suelo. Me quedé inmóvil tratando de descubrir un hueco. Inútil. Bajo la nube de humo sólo se veía una espesa masa de cabezas y cuerpos humanos apretujados. ¿Qué hacer? Me encontraba envuelta en un calorcillo tan agradable, que se me estremecían las carnes con sólo recordar el frío de fuera. Así que puse el maletín de canto en el suelo y me senté. La postura no podía ser más incómoda y seguramente no hubiera podido resistirla mucho tiempo. Menos mal que, al poco rato de estar así y mientras me comía uno de los bocadillos, alguien me tocó en el brazo. Era un soldado.
—Venga —me dijo—. Estará mejor con nosotros, entre otro compañero y yo.
¡Siempre los soldados! Han sido mis mejores amigos en todo este penoso trajín. No lo dudé y me fui con él teniendo que hacer verdaderos equilibrios para no pisar a nadie. Efectivamente me hicieron un sitio en uno de los bancos de junto a la pared y quedé fuertemente aprisionada entre mi acompañante y su amigo. Eran dos muchachos leoneses que volvían licenciados a su pueblo desde Cataluña. Llevaban ya una semana de viaje, de tren en tren, de estación en estación, durmiendo y comiendo donde podían y como podían. Quieras que no hube de compartir su cena, pero entre mis anchoas y su chorizo picante me entró una sed irresistible. ¿Y quién se atrevía a abandonar aquel sitio caliente para ir en busca de agua sabe Dios dónde? La sed apretaba de tal manera, que hube de apagarla con su vino, un vino áspero que se me agarraba a la garganta y me subía a la cabeza. Así que con unas cosas y otras, el vino, la digestión y el calorcillo, empezaron a pesarme los párpados y a sentir que perdía el sentido y, aunque luché contra el sueño con todas mis fuerzas, pues yo misma me decía: no te duermas, Alfonsina; por favor, no te duermas, acabé durmiéndome como una marmota. Ya no me di cuenta de nada hasta que me sacudieron fuertemente y oí que me decían:
—¡Vamos, joven, despierte, que se marcha el tren!
Me sacaron de allí en volandas, como quien dice, cogida de ambos brazos por los dos mozos leoneses, en medio de un gentío que se movía como un rebaño de carneros, dando codazos, empujando, pisando y golpeando con sus maletas de madera y sus paquetes, y que pretendía tomar por asalto un tren de mercancías cuya máquina soltaba chorros de vapor y cuyo pito desgarraba los tímpanos. Estaba amaneciendo dolorosamente y en el andén nos abofeteó un aire helado que levantaba túrdigas. Yo me vi en vilo y, luego, lanzada al interior de uno de aquellos vagones de carga. Caí rodando entre bultos y cuerpos humanos, casi inconsciente, pero sin que se me oscureciera del todo el instinto, el instinto de mujer creo yo, que fue mi único guía en aquella barahúnda. Me arrastré por el suelo cubierto por una gruesa capa de paja revuelta con excrementos secos de animales, y fui a situarme contra uno de los costados del vagón. Allí me hice un ovillo, extendidas las faldas hasta los pies, rodeando y apretando las piernas con los brazos. Mis dos compañeros de la sala de espera llegaron a poco y se colocaron junto a mí y formaron en torno mío como una barrera defensiva con sus cuerpos. Entre tanto, llovían los paquetes y continuaba el abordaje del vagón. Los de dentro cogían de las manos a los de fuera y los aupaban entre voces, tacos y juramentos. Algunos de los acomodados protestaban al tiempo que se protegían de los bultos catapultados desde el exterior:
—¡Que ya no caben más!
Pero otros les replicaban:
—¡Todavía caben lo menos mil y la madre que los parió! Realmente estábamos hacinados. No obstante, siguieron subiendo más, aun después de ponerse en marcha el tren. Algunos, despedidos de otros vagones, se aferraban unos instantes al nuestro, lo soltaban y, seguramente, intentaban de nuevo la misma operación en el siguiente, ignoro si con la misma o mejor suerte, hasta que la progresiva velocidad de la marcha hizo ya imposible cualquier intento de asalto. ¿Cómo hubiera podido yo reanudar el viaje sin la ayuda de mis dos amigos leoneses? Ahora pienso que, a no ser por ellos, todavía estaría yo en Burgos esperando un tren. A veces es bueno ser mujer y, más aún, mujer joven, aunque la verdad es que nadie intentó propasarse conmigo. Tal vez la tentación rondara por muchas cabezas, pero ninguno se atrevió a obedecerla. Bueno, continúo. Cuando ya estábamos en plena marcha, se planteó el problema de la puerta. Los que se encontraban bien resguardados del viento en el interior eran partidarios de que estuviese abierta. Yo era del mismo parecer por miedo a la oscuridad, rodeada como estaba de hombres jóvenes excitados por tantas peripecias y por tantos tragos de vino. Pero los que estaban al borde de la puerta se impusieron a los anteriores y la cerraron, porque, decían, el aire helado que entraba por ella les segaba el pescuezo. Y tenían razón. Quedamos, pues, sumidos en una oscuridad no del todo cerrada, porque entraba luz por los ventanucos y porque también la aclaraba bastante el rojo resplandor de los cigarrillos encendidos. Pero los olores fueron más fuertes a partir de entonces y con ellos aumentó el calor del ambiente. Pronto empezaron a sonar las canciones del frente, las risotadas y, finalmente, los ronquidos. Yo seguía todo aquel jaleo con los ojos cerrados, tratando de pensar en otras cosas como, por ejemplo, repasar todo lo que me había acaecido desde mi salida de Madrid. Empezaba a recordar, sí, pero me entraba sueño, y por más que me esforzaba en tener abiertos los ojos me quedaba dormida. De pronto, un brusco frenazo, que nos lanzaba a unos contra otros, me despertaba, estremecida. Era una de tantas paradas que tenían lugar muchas veces en pequeñas estaciones y que solían durar una hora o más. Entonces descorrían la compuerta y saltaban a tierra los hombres en busca de comida o de vino, para satisfacer alguna necesidad fisiológica o, simplemente, para estirar las piernas. En una de ellas bajé yo también. Me encontraba entumecida. Me dolían las articulaciones y, como en otra ocasión, me obligaba una imperiosa necesidad. Tuve suerte. Era una pequeña estación perdida en el campo, y la esposa del jefe me invitó a pasar a su casa. Allí pude verme bien en un espejo. ¡Qué trazas, Dios mío! Con briznas de paja entre los cabellos despeinados, con tiznones en la frente y en las mejillas, con el vestido arrugado y manchado, podía tomárseme por una cualquiera de la peor especie, de esas que rondan por los alrededores de los cuarteles. Sin embargo, la mujer del jefe de estación se dio cuenta en seguida de que yo no era una de ésas. Las mujeres tenemos para esos casos un ojo clínico que no falla. Pude peinarme y asearme un poco, lo suficiente para parecerme a mí misma. Después, aquella alma caritativa me hizo tomar un tazón de leche caliente que me revivió. Cuando quise darle las gracias, me dijo:
—No se preocupe, por Dios, no se preocupe. En la vida, hoy por ti y mañana por mí.
Todavía hicimos varias paradas más por el estilo, pero yo no abandoné el tren en ninguna de ellas hasta Valladolid, donde llegamos a la caída de la tarde. Allí se despidieron de mí los dos buenos muchachos que se habían convertido en mis protectores. No los olvidaré nunca. Me trataron como a una hermana aunque a veces se notaba en sus ojos la turbación que yo les producía sin querer. Conservo sus rostros, sus gestos y el tono de sus voces grabados en mi memoria para siempre. ¡Que Dios los proteja y les dé mucha suerte en la vida! Les deseo todo el bien del mundo. Se lo merecen. En la estación de Valladolid se observaba más orden, pero no se daban más facilidades al viajero. Se veían tricornios de guardias civiles y eso inspiraba más tranquilidad, aunque también infundía más temor y recelo. Yo, animada por mi anterior experiencia con ferroviarios, me dirigí en seguida a uno de ellos para orientarme, un viejo con cara de buena persona, y no me equivoqué. Tan pronto como le expuse mi situación, me dijo que le siguiera, y le seguí. Atravesamos varias vías y fuimos a parar a una muy apartada donde se encontraban estacionados varios vagones de tercera. Entonces me informó que aquellos vagones serían enganchados sin tardar mucho a un tren que bajaba del norte con dirección a Madrid. Subí a uno de ellos. Era un viejo vagón con asientos de madera, pero limpio y aireado, que a mí me pareció casi un lujo. El buen viejo cerró todas las ventanas y encajó bien todas las puertas para que yo no pasara frío, y luego me dijo que me acomodase bien, a gusto, en el sitio que me pareciera mejor. Y, cuando así lo hice, se brindó a traerme unos bocadillos y una botella con café y leche bien calientes. Después se fue. Yo había ocupado un asiento junto a una ventanilla y desde allí podía ver a las gentes moverse por los andenes de la estación, y a los grupos que subían a los vagones de ganado desuncidos en una vía muerta, esperando tal vez, lo mismo que yo, que fueran enganchados a algún tren. No lejos de mi vagón se hallaba detenida una máquina dispuesta, al parecer, para echar a andar y que me dio la impresión de un caballo deseoso de galopar y al que tuvieran sujeto por la brida. También se veían algunos empleados del ferrocarril yendo de un sitio para otro por entre las vías. El sol ya se había ocultado y llegaban las sombras como empujadas por el viento. Por momentos oscurecía, lentamente, silenciosamente. Y una gran nube de tristeza iba envolviéndolo todo. ¿Por qué serán tan tristes las estaciones ferroviarias, Federico? Me lo he preguntado yo misma muchas veces y nunca he hallado la respuesta. Bien. Pues, como te decía, me quedé sola en el vagón y aproveché la circunstancia para cambiarme algunas prendas de ropa interior. Sentía picores y desazón por todo el cuerpo. ¡No sé qué hubiera dado en aquel momento a cambio de una ducha, aunque hubiera sido de agua fría! Pero eso era para mí entonces como un sueño. La ropa limpia me produjo un gran alivio. Me sentí más descansada y también más optimista. Recordé una por una las palabras del teniente, como quien oye un disco hasta aprenderse la canción, o ve repetidas veces una misma película. Por eso creo que se me han quedado tan bien grabadas en la memoria. No las olvidaré mientras viva. Luego volví atrás y fui reviviendo muchos trozos de nuestra vida pasada. ¿A qué será debido que no pueda nunca evocar la figura de papá por completo? Siempre se me aparece borrosa como una fotografía manchada o desvanecida. Cuando no la boca, es la frente, o los ojos, o la nariz, o una mejilla, lo que le falta. Era verdaderamente una niña todavía cuando él murió. Cierto. Pero guardo el recuerdo íntegro de otras personas, enteramente como si las hubiese visto ayer. Por ejemplo, para mí es un rostro inolvidable el de Liborio, el practicante. Lo sigo viendo tal como era: con aquellos pómulos de chino, con aquella nariz que parecía un cacahuete, con aquellas orejas tan separadas del cráneo y aquel pelo tieso que no podía domar. Teníamos una criada, Antonia, también chata y descarada. Liborio se enamoró de ella, pero la muchacha no le hacía caso. Entonces papá le pidió a mamá que hablase a Antonia y le hiciese ver las ventajas que le reportaría casarse con un hombre tan formal y trabajador como Liborio. Yo estaba presente el día que mamá se lo dijo. Antonia se echó a reír y le contestó que sí, que Liborio era un buen partido, pero que ella no podía casarse con él porque los hijos que tuviesen nacerían desnarigados como el hijo de la señora Perfecta, que sólo tenía dos agujeritos por los que casi se le veía la sesera. ¿Y aquel día en que mamá, muy preocupada, me dijo que tú estabas metido en unos líos de política que no le gustaban nada? Recordaba los chascos que la dichosa política le había dado a papá, y la ruina de su padre, nuestro abuelo, por la misma causa. La política es buena para los aprovechados, para los que no valen para otra cosa, para los intrigantes y los desaprensivos, decía. ¡Pobre mamá! Yo me temí, en los comienzos de la guerra, que se me muriera de un susto. Cada vez que una patrulla aparecía por casa preguntando por ti, perdía el color y tenía que sentarse, a punto de perder el conocimiento. ¡Pues imagínate cómo se puso el primer día que registraron nuestra casa, de abajo arriba, vaciando los cajones y los armarios, dejándolo todo tirado, incluso nuestra ropa interior! Por poco no se cayó redonda al suelo viendo a aquellos hombres reírse y gastar bromas con mis bragas y mis sostenes en la mano. Una de las veces le llegó el turno a tus libros. Los fueron mirando uno por uno, pero no los entendían y acabaron por llevárselos todos como quien se lleva un cargamento de bombas. ¿Te acuerdas de Mateo y de sus hermanos, hijos de don Severino, el médico, que fueron amigos tuyos y que me sacaban a bailar en el Casino? Pues también vinieron acompañando a una patrulla de forasteros para hacer un registro y preguntar por ti. Mamá le dijo:
—Pero, Mateo, ¿cómo se te ha ocurrido venir a buscar a Federico? Tú lo conoces muy bien y sabes que es incapaz de cometer una mala acción.
¿Y sabes lo que contestó Mateo? Pues como lo oyes:
—Su hijo, señora, es un rojo, un enemigo de España, un traidor. Estamos buscándolo para ajustarle las cuentas. Tan pronto como sepa su paradero debe hacérnoslo saber inmediatamente si no quiere que volvamos por ustedes dos.
¡Qué bestia! En fin, todo esto —y otras cosas más— estuve recordando mientras miraba por la ventanilla de aquel vagón de tercera, completamente a oscuras, en medio de la noche. Algunas luces eléctricas brillaban ya pálidamente en la estación y se veían faroles de ferroviarios como si anduvieran solos por las vías o por entre aquellos restos inmóviles de trenes. Abstraída en mis cavilaciones, me había olvidado por completo del viejo ferroviario que me instalara allí. Pero se presentó. El buen hombre me trajo una botella llena de café con leche caliente.
—Esto le sentará muy bien, señorita —me dijo. Y me entregó después un billete.
—Sí, es bueno llevarlo encima por si acaso. Cuando la gente toma por asalto los trenes, como no hay sitio para todos, tienen que intervenir las autoridades, y, en ese caso, obligan a bajar a muchos, pero si llevan billete los respetan y se salvan, ¿comprende, señorita?
No quiso admitir ningún dinero, ni por el café ni por el billete.
—Si nosotros no nos ayudamos, hija mía, ¿quién nos va a ayudar?
Ya sabes que yo he pensado muchas cosas de diferente manera que tú. No me gustaba, por ejemplo, el trato con gentes de la clase social inferior a la nuestra, pero no porque fuesen pobres, porque pobres también lo éramos nosotros, sino por su distinta educación, por su manera de hablar y de entender las cosas. No te lo dije nunca, pero me dolía verte mezclado con ella a ti, tan culto, tan refinado, tan educado. Tampoco a mamá le hacía gracia, sino todo lo contrario, ésa es la verdad. Y ya ves tú… Cuando hemos necesitado ayuda han sido esas personas las únicas que nos han tendido la mano, tanto durante la guerra como ahora, mientras que las de nuestra clase nos han vuelto la espalda, incluida la propia familia, por miedo y por egoísmo. Ha sido una gran lección para mí, te lo aseguro. Claro que tienen sus defectos, ¿y quién está libre de ellos?, pero les sobra corazón y comprenden el dolor ajeno, quizá porque están acostumbrados a sufrir. Los otros, en cambio, siempre tienen a mano una excusa, acompañada de una sonrisa y de muy buenas maneras, para negarse y quedar tan bien. De lo que deduzco que lo que llamamos buena educación es muchas veces una bonita forma de ocultar la cobardía, la pereza y hasta quién sabe si la envidia. Te confieso que yo he obrado así en muchas ocasiones, en pequeño desde luego, seguramente porque nunca se me presentó la ocasión de hacerlo en grandes cosas. De ahora en adelante creo que me portaré de otra manera, aunque no sea más que por un egoísmo mejor entendido, por lo que me dijo la mujer del jefe de estación: Hoy por ti y mañana por mí, o por lo que me contestó mi amigo el ferroviario: Si nosotros no nos ayudamos, hija mía, ¿quién nos va a ayudar? Ese buen hombre estuvo haciéndome compañía hasta que llegó el tren del Norte. Me contó entre tanto que había muerto en la batalla del Ebro un nieto suyo de veinte años, que se apuntó en la Legión cuando fusilaron aquí a su hijo, padre del muchacho, ferroviario también. Su otro hijo, que estaba de factor en el Cerro de la Plata de Madrid cuando estalló la guerra, se halla ahora preso en Albacete porque fue capitán de las milicias ferroviarias en la zona roja. Así que tiene a su cargo las dos nueras, seis nietos y el hijo encarcelado en Chinchilla. Gracias a un hermano de su mujer, que se adhirió al Alzamiento desde el primer día en Coruña y que actualmente desempeña un cargo importante en los ferrocarriles, pudo continuar en su empleo. Su cuñado, además, le envía también algún dinero de cuando en cuando. Mi amigo me contó todo esto serenamente, como si fuera una pena antigua e irremediable, ya cicatrizada, aunque, eso sí, se le humedecieran alguna vez los ojos. Su mujer es la que está peor. Le dio una parálisis cuando se enteró de que su hijo había sido fusilado, y desde entonces está clavada en una silla. Menos mal que conserva todas sus luces y puede gobernar la casa todavía desde su sitio. Historias tan tristes como ésta te las encuentras por dondequiera que mires, en toda España, y con quien quiera que hables. ¡La guerra! ¡La guerra, hermano! ¡La maldita guerra! Por fin, aquella locomotora que yo había visto preparada para funcionar, empezó a moverse. Enganchó, por último, mi vagón, junto con otros más, y lo llevó a la cola del tren del Norte. Entonces se despidió de mí el viejo ferroviario y se fue. Yo apenas pude decirle nada porque, en menos de lo que te lo cuento, nos cayó encima un verdadero enjambre de viajeros. Subían al vagón por todas partes. Los primeros en llegar bajaron los cristales de las ventanillas, incluso el de la mía, y comenzó a entrar por ellos una tromba de paquetes, hatos de ropa, sacos, maletas y qué sé yo. Se armó la gran tremolina. Aquello parecía una batalla. Se llamaban a gritos unos a otros, se empujaban, se disputaban los asientos… Llegaban en oleadas. Había de todo: hombres, mujeres, niños… Menos soldados que otras veces. Los más eran aldeanos, campesinos u obreros. Me pareció que entraban con ellos el calor y la fuerza, como una bocanada de vida, y tuve la sensación de que me hubiera amanecido en un bosque entre árboles frondosos y regatos de agua. Me acordé del día que pasamos en la Almoraima. ¿Te acuerdas? Acababa de ser proclamada la República. ¡Cuánto disfrutamos! Corrimos por las colinas y los prados, montamos en burro, anduvimos en pernetas por el agua, comimos sobre la fresca hierba y sesteamos a la sombra de las encinas contando historias de amoríos y jugando a las prendas. Tú te hiciste novio de Isabelita, aquella muchacha malagueña que luego se fue con su familia a vivir a Ceuta. Os escribisteis durante algún tiempo y creo que hasta le hiciste versos, y, lo que pasa, ella se echó otro novio, un militar, y tú te enamoraste de Aurora, y la historia se acabó. Quién sabe si Isabelita se casó con aquel militar y quién sabe si ahora su marido es un coronel o un general que podría salvarte a ti… Pero son imaginaciones. ¿Quién iba a pensar entonces lo que sucedería a los pocos años? Aquel día todo el mundo estaba alegre, cantaba y reía, como si hubiese llegado la felicidad para todos con la República. Se veían banderas tricolores por todas partes. Muchachos y muchachas lucían pañuelos con los colores republicanos. ¿Y lo que bailamos al son del gramófono de don Evaristo? ¡Don Evaristo! Parece que estoy viéndolo. Alto, cargado de hombros, verde de puro moreno. Con sus aventuras por las Américas buscando oro y vainilla, con su entusiasmo por la República y la historia, que repetía constantemente, de sus descubrimientos arqueológicos. ¡Y cómo murió el pobre una noche, contra las tapias del cementerio! ¡Qué lástima que todo aquello acabase tan mal! Es lo que yo me pregunto siempre: ¿por qué?, ¿por qué? ¿Por qué hemos tenido que padecer nosotros tanto sin tener culpa de nada? En una zona y en otra, en todos los pueblos, en todas las familias. Pienso que sólo Dios lo sabe, pero hay veces que llego a dudar de que Dios lo quiera así. No, Dios no podía querer que muriese así don Evaristo ni tantos otros… Cuando pienso en esto, te aseguro que pierdo la cabeza, Federico. Dudo de todo. Me armo un lío. Y no quiero darle más vueltas, no quiero. ¡Jesús, qué vuelcos da la vida! Pero por más que yo trato de olvidarlo, cualquier motivo es suficiente, como mis nuevos compañeros de viaje, para resucitarlo en mi memoria. Mis nuevos compañeros de viaje… En seguida supe quiénes eran, adónde iban y a qué. Procedían de pueblos de por allí, y algunos de muy lejos, y otros de la misma ciudad, que se dirigían a la zona roja recién conquistada para visitar a los parientes que allí tenían, cargados de cosas de comer porque les habían dicho que se estaban muriendo de hambre. Judías, garbanzos, aceite, ristras de chorizos, quesos y panes de hasta cuatro kilos, figúrate. Buena gente, aunque alborotaba y que se movía mucho. Y preguntaban sin cesar, como si fuesen a un mundo desconocido, a otro planeta. En cuanto el tren echó a andar, se pusieron a comer y se entabló entre los más próximos a mí una pugna por ver quién me obsequiaba con la mejor tajada. Hube de probar tortillas, emparedados, chuletas de cordero, costillas de cerdo adobadas, roscones, miel y qué sé yo cuántas cosas más. De comer yo todo lo que ellos pretendían, hubiera reventado de una indigestión. El jolgorio y el barullo duraron hasta la media noche, en que, ahítos de comer y beber, cansados de tanto hablar y agotados por el ajetreo y las emociones, empezaron a cabecear y, luego, a dormir con la boca abierta, y a roncar como energúmenos. Se quedaron pálidos, fofos, desencajados, como muertos. Eran carne nada más, carne mal lavada y sudorosa, que irradiaba calor y despedía un olor denso y mareante. El tren corría, entre tanto, por los campos negros y sin fin. De cuando en cuando titilaba a lo lejos alguna luz solitaria o surgía en lo más espeso de la negrura un grupo de pequeñas luces que hacían guiños desde las esquinas de algún pueblo dormido. Yo estaba rota también y me dormí. Pero me desperté muchas veces, la primera de ellas por el dolor que sentí en un hombro, debido a que mi vecina de asiento había tomado esa parte de mi cuerpo por almohada. La pobre mujer se despertó asustada cuando yo hurté mi hombro a su cabeza. Me miró con unos ojos hinchados y soñolientos, se excusó torpemente, reclinó la cabeza en el hombro de su marido, que roncaba al otro lado con la gorra sobre la cara, y siguió durmiendo. Después fueron los topetazos en las paradas los que me sacudían e interrumpían bruscamente mi sueño. En las estaciones nos esperaba casi siempre gente que pretendía colarse de alguna manera en el tren. Yo veía sus rostros a través del cristal empañado de la ventanilla y casi me daban miedo; bueno, tal vez miedo y pena a la vez. Eran rostros de personas agotadas por sabe Dios cuántas horas de espera, ateridas, que me miraban con una expresión de angustia y desesperación tales que me estremecían el alma. Pero ¿qué hacer si había viajeros dormidos de pie y dándose cabezazos entre sí porque no quedaba sitio ni para poder sentarse en el suelo? Y allá quedaban, rebozadas en sus capotes, en sus toquillas y en sus mantas, en espera de otra oportunidad incierta. El amanecer nos puso a todos caras de cadáveres desenterrados. Poco a poco fuimos despabilándonos entre carraspeos, toses y desperezos que hacían crujir las articulaciones. Teníamos los párpados hinchados, enrojecidos los ojos, secas las gargantas, dolorido todo el cuerpo. Yo hubiera querido levantarme para estirar los miembros agarrotados. Pero ¿cómo hacerlo si tenía un niño dormido a mis pies, en el suelo, sobre un mantón, y estaban obstruidos los pasillos por los hombres que habían pasado allí la noche amontonados? Los hombres sí podían abrirse una brecha hasta la plataforma, pero las mujeres teníamos que permanecer inmóviles donde estábamos, aunque sintiéramos el dolor de las tablas del asiento y del respaldo y aunque nos torturase la vejiga. Algunas no pudieron resistir esta necesidad y la satisficieron sin moverse de su sitio, tomando las únicas precauciones de avisar a los de alrededor y cubrirse de cintura para abajo con una manta. El caso de los pequeños fue peor. A ellos no se los podía contener con ninguna clase de consideraciones. Hubo, pues, que sacarlos sin más dilación a las ventanillas, pero como el viento revocaba sus orines, ya puedes imaginarte cómo me pusieron de salpicaduras… Además, me volvieron los picores y la desazón… ¿Para qué contarte más calamidades? Basta decirte que llegué a casa hecha un trapo. Ése fue mi viaje, Federico. Al fin pude tomar un baño y cambiarme completamente de ropa. ¿Y sabes a qué obedecían los picores y los escozores de la piel? Pues a los piojos. Sí, hermano, llegué comida de piojos. Nunca los había visto hasta entonces, aunque los conociera de oídas. Eran para mí algo tan remoto como los cocodrilos. Ahora ya sé lo que son. Como es natural, a mamá sólo le he contado lo bueno. ¿Para qué acongojarla con cosas que, por otra parte, ya han pasado, no te parece? Ni que decir tiene que se encuentra mucho más animada. Espera que te llegue el indulto cualquier día y vive pendiente del teléfono, del timbre de la puerta y del ruido del ascensor, y a veces oye llamadas que sólo han sonado en su imaginación, porque piensa que puedes presentarte en casa de un momento a otro. No he querido decirle, y te suplico que tú tampoco se lo aclares, que, después de indultado, aún tendrás que permanecer en prisión algún tiempo. Ya se enterará cuando llegue el caso y se acostumbrará a ello y se resignará por la fuerza misma de los hechos y sin necesidad de que nosotros le anticipemos el disgusto. Seguimos viviendo con los tíos, en su piso, acompañados de Rosario, la mujer de Molina. El tío Andrés está muy acobardado. Como no hay en casa más dinero que las cuatro perras que trajimos nosotras y lo poco que aporta Rosario, el tío se ha visto obligado a hacer algo para ganarse la vida. Entre todas las mujeres le empujamos para que saliera a la calle. Al fin se decidió y parece que con suerte. Resulta que los rojos, y eso tú lo sabrás mejor que nosotras, requisaron todo lo que tenía algún valor a sus enemigos y que muchos de ellos vivieron, como evacuados, en sus casas. Total, que al volver sus dueños se han encontrado con que les faltaban muebles, ropas, enseres, de todo. En vista de lo cual se ha constituido un Centro de Recuperación, adonde va a parar lo que ahora requisan a los rojos, y al que acuden a reclamar sus cosas los nacionales, y parece ser que aquello es una especie de merienda de negros. Hay muchos que se aprovechan y arramblan todo lo que pueden, suyo o no. Pues el tío Andrés se ha puesto en relación con un italiano, al que conoció en un bar cuyo dueño es amigo suyo, en el momento en que el señor Torrebianca, así se llama el italiano, pretendía venderle una máquina de escribir de segunda mano. El tío intervino como perito y desde ese día se ha dedicado a reparar y reconstruir las máquinas de escribir que el italiano compra a bajo precio a los que las obtienen en el Centro de Recuperación, y que luego revende a otros. De esta manera ha resuelto momentáneamente el tío Andrés la situación de su casa. Rosario recibe algún dinero de unos parientes que Molina tiene en Gijón, y además vende o empeña alguna cosa, y así va tirando. Nosotras trajimos, como sabes, unas pocas pesetas, las pocas que nos dieron por todo lo que dejamos allá. Con eso y con lo que yo gano en el empleo que me ha proporcionado Matilde, nos arreglamos bastante bien. Este empleo es de mecanógrafa en una oficina que ha montado un grupo de fabricantes de productos químicos. Es un buen trabajo, y, aunque me pagan poco por él, nos ha venido a nosotras como anillo al dedo. Pensamos tomar un piso para vivir independientemente, porque a pesar de toda la buena voluntad del mundo, es imposible evitar roces y quisicosas en la vida en común, además de que estamos abusando de la hospitalidad de los tíos y no podemos, en modo alguno, seguir explotando indefinidamente el parentesco. Otra cosa es la manera de comportarse que tienen las familias de tus compañeros en relación con las gestiones para conseguir vuestros indultos. En vez de aunar nuestros esfuerzos, cada cual tira por su lado. Rosario va y viene, visita a quien le parece, busca aquí y allá papeles y recomendaciones, sin dar cuenta de ello a los demás ni decirnos lo que se trae entre manos. Por cierto, el otro día llegó a casa muy disgustada. Había ido a El Escorial a visitar a un fraile agustino que Molina empleó, sabiendo quién era, en la biblioteca de vuestro partido, con el fin de protegerle contra todos los peligros que entonces amenazaban a las personas de su condición. Prácticamente le debe la vida. Pues bien, después de hacerla esperar más de una hora, el fraile la recibió de pie para decirle que, sintiéndolo mucho, no podía hacer nada en favor de Molina. A Enriqueta, la esposa de José Manuel, apenas la conozco, pero sé por Rosario que está trabajando mucho por su marido en la embajada de Cuba. La más sincera y desinteresada es la madre de Agustín. Viene a casa con frecuencia y yo la oriento lo mejor que sé. Parece que la aprecian mucho en el barrio donde vive y que ha logrado varias firmas, de personas adictas al Alzamiento, en favor de su hijo. En cuanto a los demás miembros importantes de vuestro partido aquí en Madrid, a quienes no conozco, como es natural, pero de los que tengo referencias por Rosario, algunos han podido escabullirse, ocultos o protegidos por alguien, y otros, o están presos como vosotros, o andan huyendo de escondite en escondite. En general, cada quién se preocupa solamente de sí mismo y de los suyos, y procura jugar sus triunfos sin dar participación a nadie. Esto es como un «sálvese quien pueda», por lo menos de momento. El miedo se impone a cualquier otra consideración. El miedo es como una epidemia o algo así que ha destruido la amistad, el parentesco, la solidaridad y la gratitud. Nadie quiere dar la cara por nadie, y el que más y el que menos trata de zafarse como puede de cualquier clase de compromiso. No digo que lo hagan todos ni que sea siempre así, pero es lo primero con que te tropiezas: ojos que se cierran, oídos sordos, rostros que se vuelven para otro lado, excusas, evasivas, cuando no negativas rotundas, portazos, recriminaciones e insultos. Somos como la peste, como una peste peor que todas las pestes conocidas, a cuyo paso se cierran a cal y canto todas las puertas y huyen hasta los perros. No hay lástima ni misericordia. Es el odio lo que priva. Un odio feroz, inclemente, azuzado y estimulado desde todas partes. Un odio que es como un incendio, alimentado constantemente por unos y otros; por los vencedores vengativos y por los vencidos que intentan hacerse perdonar a costa de denuncias y vilezas. La denuncia es el mejor procedimiento para vengarse y para prosperar. No se oye hablar de otra cosa. Yo denuncio, tú denuncias, él denuncia… El caso es adelantarse al otro y denunciarle antes que él te denuncie a ti. Hay miles de delatores dedicados a descubrir la más mínima concomitancia de cualquiera con los rojos para buscarle inmediatamente la perdición. Así se consiguen empleos, pisos, coches, máquinas de escribir, muebles, ropas, joyas, dinero… En cuanto ven que tienes algo que les interesa, se te echan encima diciéndote que lo has robado. Ha habido muchos ladrones y aprovechados entre rojos durante la guerra, por supuesto, pero no es posible creer que todos hayáis robado y saqueado. Sin embargo, se mide a todos con el mismo rasero, por la sencilla razón de que no pueden presentar facturas que acrediten que aquel reloj de oro, que aquella máquina de coser o que esos muebles los adquirieron en forma legal. ¿Quién es el que guarda una factura, si es que se la dieron, durante tantos años? Y si vas a quejarte o pretendes algo, lo primero que te preguntan es en qué zona estuviste. Si dices que en la zona roja, lo mejor que te puede pasar es que te echen a la calle de mala manera, porque puede suceder que te acusen de algo y te metan en chirona. Ésta es la realidad fuera de la cárcel. Ignoro cómo será dentro. El dinero vale mucho, más que nunca, pero ¿quién lo tiene? Pocos, muy pocos, y el que lo tiene lo oculta con mucho cuidado por si le piden cuentas y se lo quitan. Me refiero, claro está, a los que hicieron la guerra con vosotros. Los que la hicieron en el bando opuesto, llegan por lo general con los bolsillos vacíos y, después de tantas fatigas como han pasado, su principal preocupación es cobrar cuanto antes la parte que les toca para poder rehacer su vida y desquitarse de lo mucho que han perdido. Por suerte para nosotras en estas circunstancias, estuvimos durante toda la guerra en zona nacional. Ello nos libra de sospechas y nos pone a salvo de denuncias. Ah, si nosotras tuviéramos sólo unos miles de pesetas… Hay quien trafica con avales, certificados de buena conducta y de adhesión al Alzamiento y todo eso. Hay quien compra y quien se vende. Hay quien estaría dispuesto a firmar y a jurar lo que le pidiesen a cambio de unos billetes. También pueden mucho, muchísimo, las mujeres. Las hay dispuestas a todo con tal de conseguir la salvación del esposo, del amante, del hermano o del padre; las hay, las hay. Nosotras no tenemos dinero y, como mujeres, somos incapaces de tirar por el camino de en medio. Por esa razón, creo yo, Dios nos ha querido ayudar de otra manera: el padre Bernardino y el teniente de Burgos. También mamá y Matilde lo creen así. Y ya que hablo de Matilde, te diré que me parece una excelente persona, aunque a mamá no le gusta ni poco ni mucho ni nada. Hemos hablado ella y yo de mujer a mujer y conozco perfectamente hasta dónde han llegado las cosas entre vosotros dos, y te aseguro que te quiere, que te quiere de verdad, que te sigue queriendo, a pesar de que ya nada puede esperar de ese amor por ti que se llevó la guerra para siempre. Ha vuelto a vivir con su marido. Es verdad que estuvo a punto de ser fusilado en los comienzos de la guerra, que le salvó en el último instante un tío suyo canónigo y que estuvo preso en el penal de Burgos. Lo que no se sabe es cómo y de qué manera obtuvo la libertad dos o tres meses antes de la toma de Madrid ni de qué medios se valió para entrar en el servicio de información de los nacionales. Actualmente es uno de los elementos más peligrosos para vosotros. Según Matilde, goza descubriendo rojos camuflados. No piensa más que en eso ni vive para otra cosa que para eso. Es su obsesión. Sería capaz de denunciar y perseguir a su propio hermano. Yo le he visto una sola vez y me dio miedo. Puede que esté enfermo, porque me ha confesado Matilde que algunas veces, cuando llega a casa a altas horas de la noche, ojeroso y pálido, sin poderse tener en pie de tanta fatiga y cansancio, después de alardear de las piezas gordas que ha cobrado ese día (las piezas son los rojos) y de soltar contra sus antiguos camaradas los mayores insultos, rompe de pronto a llorar, a dar puñetazos sobre la mesa, a gemir y a gritar que por culpa de ellos, de los rojos, ha perdido la ilusión de vivir, que es un desgraciado, un maldito… Y acaba emborrachándose para poder dormir. Pero a la mañana siguiente parece no acordarse de nada y ya está otra vez dispuesto a proseguir, con mayor entusiasmo todavía, la caza de enemigos del nuevo régimen. Esta situación, el vivir con él, oírle y soportarle, es para Matilde un suplicio atroz. Le tiene miedo. Si ese hombre llegara a conocer lo que ha habido entre Matilde y tú, aunque parece que sospecha algo vagamente, sería capaz de aniquilarla de alguna manera. Por eso ella aguanta y disimula, y se pasa las noches temblando y llorando en silencio, sin que él lo advierta. Por eso no va a visitarte ni se atreve a escribirte. Y me cita siempre en Auxilio Social, donde ella sigue trabajando, con el fin de que no me vea él y trate de averiguar quién soy y qué clase de amistad me une a ella, es decir, para evitar que por el hilo saque el ovillo. Me resulta muy violento encontrarme en aquel ambiente por las cosas que tengo que oír contra vosotros y por las que me veo obligada a decir, que no siento ni me gustan. Pero la cuestión está planteada así y hay que hacer de tripas corazón. Matilde me regala siempre que voy a verla cosas de comer para ti y tabaco. La última vez me encargó que te dijese que por ahora no hay ni que pensar en amnistía o indultos, que no hagas caso de los rumores que corren sobre este particular porque no son más que bulos, que lo único en lo que se piensa de verdad es en la venganza. ¡Pobre del que tenga un enemigo personal que lo persiga! Hemos de dar gracias a Dios porque no la haya tomado nadie contigo directamente. No está el horno para bollos, no. Los que tienen la sartén por el mango son los curas, y al decir curas me refiero también a los frailes y a las monjas. Son los amos. Una sotana puede más que un espadín. Ante una sotana se abren todas las puertas y todo el mundo se inclina. En el tranvía o en el metro, cuando aparece un hábito religioso, hay verdaderos pugilatos por hacerle sitio y dejarle un asiento. Y es que la gente sabe la influencia que tienen. Por eso se llenan las iglesias. Por eso todo son procesiones y manifestaciones religiosas. Te encuentras en todas partes con frailes y monjas, hasta en los cafés; se te acercan a pedirte una limosna y ¿quién es el guapo que se resiste y dice que no? Nadie. El que más y el que menos tiene miedo de ser tachado de ateo y de desafecto al Régimen y da y da, aunque le escueza por dentro. Al ver así de sumisas a las personas, mamá y yo nos preguntamos muchas veces dónde están tantísimos rojos como aquí había, dónde se han metido, y llegamos a la conclusión de que no era tan fiero el león como lo pintaban o que el miedo puede más que nada. Si los curas quisieran, se acabaría rápidamente la persecución contra vosotros y entonces sí habría un indulto general. Pero no quieren. Está claro que no quieren. Ya ves cómo pensaba don Faustino el canónigo. En cuanto les hablas de ello te salen diciendo que los rojos mataron no sé cuántos miles entre curas, frailes, monjas y obispos. Y tras eso se parapetan para no hacer nada en vuestro favor. El padre Bernardino es una excepción, no lo dudes. Pero dejemos todo esto porque quiero hablarte algo de mí, que ya va siendo hora. Quiero que sepas que tengo novio formal. Sí, Federico, tengo novio. Nada del otro mundo, ¿verdad? Pues puede que hasta cierto punto sí, porque mi novio es falangista. Ya está dicho. Ahora verás: Fernando, que así se llama, se apuntó a Falange. Su padre era de derechas. Él y su familia son de Cádiz y allí le cogió la tormenta en plenas vacaciones, pues él estudiaba para intendente mercantil en Madrid. Como es natural, se unió a los militares en los primeros días del Alzamiento, pero se fue al frente en seguida porque le repugnaba lo que se hacía en la retaguardia, todo eso de las detenciones, los registros y los fusilamientos, y anduvo haciendo la guerra por Andalucía hasta que cayó gravemente herido en la toma de Málaga. Después fue a parar a nuestro hospital, el del pueblo, y por esa razón lo conocí, ya convaleciente. No hará falta que te diga que al principio no quería ni verlo, pero él insistió tanto y me fue cerrando de tal manera todos los caminos que, por miedo a una represalia, no tuve más remedio que escucharle. Él sabía de sobra quién era yo, quién eras tú y dónde estabas, pero desde el primer momento me habló como si nada de eso existiese y se interpusiera entre nosotros, como si no hubiese guerra y no estuviera matándose la gente. Poco a poco fui conociéndole mejor y llegué al convencimiento que Fernando era uno de tantos muchachos que soñaban con la transformación radical de nuestro país y creyeron que eso podía lograrse fácilmente a base de entusiasmo, buena fe y valor. Tú eras también uno de ellos, Federico, aunque quizá tomaras las cosas un poco más en serio. Tú, en un lado, y Fernando, en el contrario, pretendíais, en el fondo, algo muy semejante, me parece a mí. Tal vez me equivoque, porque yo no entiendo ni quiero entender de política, pero creo que todos vosotros, los jóvenes que hicisteis la guerra con unos o con otros, habéis sido juguete de los mayores, precisamente de los que no fueron a las trincheras, y habéis luchado sin saberlo ni sospecharlo por intereses que no eran los vuestros. Fernando decía muchas cosas que yo te había oído antes a ti. A veces, cerrando los ojos, me parecía escucharte, hermano. Sí. Hablaba como tú de las injusticias sociales, del derecho de los débiles, de la tiranía del capitalismo, del atraso cultural y de la ignorancia y la miseria de las gentes. Cuando tomaron Bilbao se le escapó algo que luego me ha repetido muchas veces. Me dijo que estaban perdidos y, como yo le replicase que por qué se expresaba así cuando la verdad era que estaban ganando la guerra, él, después de asegurarse de que no podía oírle nadie más que yo, me contestó estas palabras: La están ganando el capital y los curas, y la hemos perdido irremisiblemente los que queríamos un cambio, otra cosa para España, los que hemos luchado y luchamos por una España más justa y más hermosa. Ya ves tú. Así llegó a hacérseme simpático y, cuando quise darme cuenta, estaba enamorada de él. Te aseguro que me costó muchas lágrimas y muchas noches sin dormir llegar a esta conclusión, confesarme a mí misma que quería a ese hombre. Imagínate el esfuerzo que tuve que hacer para decidirme a confesarle a mamá mis sentimientos. Ella se daba cuenta de lo que pasaba por mí, según me lo confesó más tarde, pero callaba y no me concedía ninguna facilidad. Al fin lo hice y el que llorásemos juntas me descargó la conciencia y me dejó tranquila. Mamá me dio su consentimiento y formalizamos nuestras relaciones. ¿Qué hacer, si no, Federico? Nuestra vida no está en la guerra ni en la política. La guerra se acabaría un día y, fuese cual fuese su resultado y fuese cual fuese el régimen político que aquí se impusiera, seguiríamos viviendo y cada cual tendría que ocuparse de su porvenir y, por consiguiente, yo estaba en mi derecho de decidir el mío. Esto es lo razonable, pero… Tanto para mamá como para mí, la principal dificultad consistía en tenernos que enfrentar contigo. Algún día deberíamos decírtelo, cualquiera que fuese el final de la guerra y, en todo caso, yo me encontraría, fatalmente, entre la espada y la pared. Temíamos, y con razón, que lo tomases como la mayor ofensa que se te pudiera hacer. Sin embargo, no me abandonaba la esperanza de que fueses capaz de comprender y admitir una realidad que está por encima de las conveniencias y los prejuicios. Te conozco y sé que, pasada la primera impresión, recapacitarás, dominarás tus impulsos y acabarás por hacerte a la idea, por admitirla y, al fin, consentirla. ¿Verdad que sí, hermano? Parece que te estoy viendo. Pálido, primero; luego, encolerizado; más tarde, triste, y, por último, emocionado, por tratarse de mí y de mi felicidad. Ahora te confieso que he estado a punto de decírtelo todas las veces que he hablado contigo, y que siempre me contuvo el miedo a hacerte demasiado daño, porque hubiera sido para ti como una burla. Por esa razón pensé que lo mejor sería comunicártelo por carta. Resulta más fácil decir ciertas cosas por escrito que de palabra. Se pueden dar más detalles, más explicaciones, sin temor a ser interrumpida, y se pueden decir las cosas más claramente, con más sosiego. Es como decírselas a una misma, como contárselas a la almohada, y de esa forma se puede ser más sincera. Claro, como tenía que informarte ampliamente acerca de mi viaje, del comportamiento de nuestra familia en Vitoria, de lo que hicimos en Burgos, y ponerte al corriente de nuestra vida, de lo que se piensa en la calle acerca de vosotros, y como no es posible decirte todo esto en el locutorio, donde no se entera una de nada, ni en esas entrevistas que nos consigue el amigo Antolín, porque con querer abarcar tanto en ellas no hay tiempo para hablar extensamente de ninguna, empecé este memorial, que he ido escribiendo en los ratos libres que me deja mi trabajo en la oficina y que me ha resultado muy largo y un poco revuelto, pero en el que está todo lo que yo quería que supieras, he aprovechado la ocasión para enterarte también de mi noviazgo. Espero que esta carta la haga llegar a tu poder Antolín bajo cuerda, por su amistad con don Félix, el Jefe de servicios, y que te distraiga y te sirva de consuelo. Y voy a terminar, porque, si no corto por lo sano, estaría dale que te dale, escribiendo cuartillas hasta el día del juicio. Pero antes de ponerle punto final quiero recalcarte que todo lo que te cuento es verdad, que lo del indulto para ti es cierto, que no trato de engañarte con falsas esperanzas ni de taparte los ojos, que confío sinceramente en que está a punto de terminar esta pesadilla, esto sobre todo, y, además, que mamá vive pendiente de ti, y que te quiere mucho, muchísimo, tu hermana Alfonsina.
Federico Olivares permaneció aún unos segundos contemplando la última de aquellas cuartillas apresuradamente mecanografiadas. Con abundantes tachaduras y saltos de renglón. Sentado en el suelo del pasillo, frente por frente a la puerta de su sala, vigilaba desde allí el reposo de sus compañeros. Sobre él caía el débil resplandor de una bombilla, sucia de polvo y telarañas.
La población reclusa dormía el agitado sueño de la madrugada, lleno de sobresaltos y despertares súbitos. La noche se desvanecía ya en el patio al empuje tembloroso del amanecer, cuyo frío aliento hacía removerse y arroparse a los durmientes. En el palpitante silencio seguían oyéndose los ronquidos y alguna que otra rabiosa palmada, a ciegas, contra las chinches. Como sonámbulos, sujetándose a la cintura los calzoncillos, deambulaban algunos presos en sus idas y venidas a los urinarios. Parecían grotescos fantasmas con sus cabellos revueltos, andando casi a ciegas, completamente obnubilados e insensibles todavía.
Federico rasgó las cuartillas en menudos pedazos e hizo con éstos un rebujo. Después miró la hora en el reloj de bolsillo que servía a los imaginarias para medir sus turnos de vigilancia. Eran las cinco del nuevo día. Se levantó y entró en la sala. Los cuerpos de los durmientes formaban un grueso tapiz del que emergían sus rostros, intensamente palidecidos por el resplandor lechoso de la amanecida. Sobre su piel grisácea se destacaban los oscuros lunares de las chinches, de las insaciables chinches que a esa hora debían estar ahítas de sangre humana y que, sin embargo, continuaban succionándola, en grupos o en cadena, de las mejillas o junto a las orejas, o de las gargantas, hasta que el toque de diana las dispersase. Agustín resoplaba boca arriba. José Manuel escondía la cara bajo el brazo. Molina dormía de perfil. A Gaspar le retemblaban los mofletes y, junto a él, Planas, depuesto de su cargo por haber sido condenado a muerte, roncaba con estruendo. De cuando en cuando alguna lengua chascaba al modo como se hace para animar a las bestias, y entonces Planas lanzaba un hondo suspiro, se removía un poco y dejaba de roncar momentáneamente hasta que, al cabo de un rato, iniciaba de nuevo la escala de los ronquidos y provocaba otra vez los desesperados siseos del mismo o de algún otro insomne. Federico se dirigió a su yacija, que quedaba casi reducida a nada entre Gaspar y Molina, realizando verdaderas acrobacias para no pisar a nadie, y extrajo de debajo de lo que le servía de cabezal una toalla y una pastilla de jabón. Luego zarandeó suavemente a Molina hasta que éste abrió los ojos sobresaltado.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Nada, hombre, no te asustes. Que te ha llegado la hora de la imaginaria.
Molina se incorporó rápidamente al tiempo que se restregaba los párpados, y Federico le dijo en un susurro:
Seguro que estabas soñando con algo bueno, ¿eh?
Molina se rascó la cabeza.
—Puede, pero no me acuerdo de nada. ¡Aaah! —y bostezó.
—Pues levántate rápido porque voy a darme una ducha. Y, mientras Molina se ponía los pantalones, Federico, saltando otra vez con mucho cuidado por entre los cuerpos de sus compañeros dormidos, se dirigió a los urinarios. Lo primero que hizo allí fue arrojar a uno de los retretes los pedazos de la carta de Alfonsina. Luego se desnudó junto al grifo y, como éste se alzaba a muy poca altura sobre el suelo, tuvo que ponerse en cuclillas para ducharse. El chorro de agua fría le escoció como un latigazo y le dejó sin aliento, pero Federico aguantó estoicamente la voluntaria tortura que le dejaría relajado, limpio y más vigoroso.