… quebrados y sin saliva
en la boca, con los huesos…
A la noche siguiente, la sala de intelectuales hubo de admitir más huéspedes amenazados con la pena de muerte, entre ellos Gonzalo, Cantero y Martínez Vega, y, a partir de entonces, fue ya raro el día en que Planas no tuviera que borrar o inscribir nuevos nombres en su lista. También se hizo pronto familiar la escena cotidiana de la vuelta de los consejos de guerra. Por la expresión de los que llegaban de las Salesas podía predecirse la pena que el fiscal había solicitado para cada uno de ellos. Los amigos que salían al pasillo a recibirlos, no se equivocaban.
—La Pepa, ¿verdad?
—Sí —respondía el infortunado queriendo, no obstante, aparentar estoicismo o indiferencia—. La tenía tragada.
—Bueno, pero no hay que apurarse, hombre.
—Si no me apuro. Tú verás: de treinta, sólo nueve han escapado con penas de años. Es lo que yo digo: cuantas más Pepas, mejor. Lo malo sería que sólo nos tocara a unos pocos.
Algunos gritaban al llegar a su sala:
—¡Aquí me tenéis, muchachos!
—¿Qué?
—¡Treinta años! A ver si aprendéis.
Otros trataban de disimular hipócritamente su emoción:
—Me da vergüenza decirlo, compañeros. Me han tomado por una hermana de la caridad. ¡Doce años!
—¡Facha, más que facha! —le embromaban entre risas quienes bajo su estrépito trataban tal vez de encubrir sus íntimos e inquietantes temores.
Planas, ante uno de esos trasiegos que tanto le molestaban, se lamentó:
—Está visto que la sala de intelectuales se va a convertir en la sala de los condenados a muerte, y no hay derecho.
—Los hay espurreados también por otras salas —le objetaron.
—Sí, pero aquí vienen los casos más graves.
Sin embargo, tomaban más cuerpo los rumores acerca de la inminente amnistía a medida que se acercaba la fecha en que el nuevo Gobierno, el de los ganadores, haría su entrada oficial en Madrid. Hasta el número creciente, y ya abrumador, de los presuntos reos de la pena capital servía para mantener desplegadas y henchidas todas las velas de la esperanza y el optimismo.
—Que te digo yo que nunca se ha visto nada igual, hombre. Si quisieran hacer un escarmiento de esa categoría, de miles y miles de tíos apiolados, ¿crees tú que se iban a molestar con tanto papeleo y tantas idas y venidas y, sobre todo, con tanto ruido? Ni hablar. Buena gana de complicarse la vida sin necesidad. Con unas cuantas horas de hacerse el loco hubiera sido suficiente. Y con lamentarlo después… Primero, cuatro tiros y, luego, pues mire usted, no sabíamos nada, los incontrolados… y ya está.
—Pues eso mismo pienso yo. Esto es una advertencia para que en adelante no se mueva ni Dios. No hay quien me lo quite de la cabeza.
Aunque empezaron a cundir vagas noticias acerca de la ejecución de algunas recientes sentencias de muerte, no se le dio crédito.
—Yo se lo he preguntado a la parienta y me ha dicho que no son más que rumores sin fundamento para asustarnos. Claro, aquí nos dicen que las víctimas eran presos de Santa Rita; en Santa Rita, que eran de Yeserías; en Yeserías que eran de Porlier, y en Porlier…
—Que de cualquier otra prisión. Como hay tantas en Madrid… Y yo no es que diga que sí ni que no, pero me parece que se trata de simples paseos a fulanos que pertenecieron al SIM. Es que los del SIM… ¿Qué podían esperar, digo yo?
—A lo mejor, rosquillas.
—El que les den el paseo no tiene nada de particular. Es la forma de que no se les escapen con vida, de ajustarles la cuenta antes de que llegue la amnistía. Luego ya no podrían hacerles nada, ¿no te parece?
La larga lista de cárceles abarrotadas sugería asimismo la idea de la improrrogabilidad de la situación.
—¿Cómo van a funcionar los ferrocarriles si están en la cárcel todos los ferroviarios?
—¿Y quién va a sembrar ni a recoger las cosechas teniendo presos a los campesinos?
—Si en la calle no hay ni médicos, mira tú.
—Ni médicos, ni maestros, ni metalúrgicos, ni mineros…
—¿Cómo va a vivir un país con toda la gente que trabaja enchiquerada?
—Imposible.
El éxito de la catequesis era cada día mayor. La recluta de asistentes a las lecciones del padre Basilio era espontánea y se realizaba por contagio. En cuanto se tenía noticia de que el robusto cura asturiano se disponía a hablar en el patio, subido en un cajón, numerosos reclusos corrían a escucharle.
—Parece un buen hombre.
—Vamos a ver qué nos dice hoy el padre Basilio.
Explicaba brevemente cualquier punto de la fe católica y luego atacaba su tema favorito:
—Debéis tener un poco de paciencia, un poco de paciencia nada más, y sobrellevar esta prueba con resignación y sin desesperaros, porque ya falta poco, muy poco, para que volváis al seno de vuestras familias: los padres, con sus hijos; los hijos, con sus padres; los esposos, con sus esposas. Los asturianos volverán a Asturias, los valencianos, a Valencia; los catalanes a Cataluña; los andaluces, a Andalucía; los gallegos, a Galicia… Cada uno a su tierra, con los suyos.
Al llegar aquí en su perorata, el auditorio aplaudía clamorosamente, y el padre Basilio se enardecía:
—El campo y la fábrica están esperando vuestros brazos, porque vosotros sois la energía que mueve la maquinaria de la nación. Vosotros sois la fuerza, el trabajo, el músculo y el cerebro. ¿Hay algo tan hermoso como la aldea donde uno nació?
—¡No! —le contestaban.
Y él insistía:
—Allí, en la iglesia del lugar, siguen sonando las campanas que anuncian penas y alegrías. Y en la ermita, desde la que la imagen sagrada de alguna advocación de la Virgen María, nuestra santísima Madre, o la de algún glorioso santo, protegen vuestro pueblo y derraman sobre él las gracias del Espíritu Santo, hay un lugar reservado para cuando vosotros volváis. Y las campanas aguardan vuestro retorno para retumbar como en los días de fiesta mayor. Yo os digo que volveréis pronto, como han vuelto ya las cigüeñas y las golondrinas. ¡Estamos en primavera! ¿Hay alguna estación del año tan bonita como la primavera?
—¡No!
—¡Tened confianza en Dios! ¡Amad a la Virgen, su Santísima Madre y Madre nuestra también, queridos hermanos! Faltan ya pocos días para que podáis dar gracias a Dios con la suerte que os ha reservado. ¡Arriba los corazones! Súrsum corda!
Solían asistir los guardianes Von Papen, Conde Ciano y otros que no disimulaban su total desacuerdo con las palabras del cura, mediante gestos despectivos, encogimientos de hombros, risitas burlonas e, incluso, actitudes desafiantes. Ello provocaba un mayor ardimiento en los reclusos que, a cada súrsum corda! del padre Basilio, atronaban la prisión con sus aplausos, como si estallase en el patio una traca valenciana.
—¡Esto es un mitin, compañero!
—Como que yo me temo que un día no dejen salir de aquí al padre Basilio.
—¡Ca! Tanto como eso, no. Menudos son estos tíos. Cuando un cura se atreve a hablar así es porque tiene permiso, no lo dudes. Algo buscan, porque todavía está por ver que un cura dé un paso de balde. Y no hay quien se meta con ellos. Salen como los hongos. Quién iba a decir que después de la limpieza que aquí se hizo, que nos veríamos otra vez comidos por los curas. A lo mejor, lo que ellos pretenden es que les agradezcamos después la amnistía. No te lo pierdas de vista, muchacho.
En una ocasión, Von Papen no pudo contenerse y abofeteó a un recluso que aplaudía demasiado a juicio del guardián. El padre Basilio suspendió en el acto su exaltado y bucólico discurso y, rojo de indignación, sudoroso y jadeante, se marchó diciendo:
—Así no puede ser. Daré parte al director, daré parte al director.
No pasó nada y, a la vez siguiente, comenzó así:
—Hay que perdonar, queridos amigos míos, hay que perdonar si queremos que se nos perdone. Nuestro Señor nos pide que contestemos a una bofetada poniendo la otra mejilla.
Luego inició su acostumbrado vuelo por los campanarios de aldea y volvió a recoger su cosecha de aplausos.
La guerra quedaba detrás del quiebro del camino que para la mayoría había supuesto su brusco final. La guerra, en aquellos días y para aquellos hombres, era como un cenagal de donde acabasen de salir, chorreando barro todavía los pies. Ante un inmenso futuro pendiente de dramáticas interrogantes, el volver la vista al pasado resultaba terriblemente acusador, porque la guerra se había convertido en una monstruosa culpabilidad que golpeaba implacablemente las conciencias.
—Todos fuimos a la guerra alegremente, pero ahora nadie quiere saber nada de la guerra —dijo Casi en una reunión del comité de enlace—. Pocos se ufanan ya de haber participado en ella. Y no sólo eso, sino que el que más y el que menos daría cualquier cosa porque no hubiese sucedido.
—Será porque la hemos perdido —aventuró otro de los asistentes.
—Naturalmente —terció Federico— pero aunque el resultado hubiese sido distinto y fuésemos nosotros los ganadores, puede que muchos de los nuestros pensasen lo mismo. Porque tanta matanza y tanta destrucción, ¿para qué? La guerra es siempre un mal negocio, compañeros.
—La guerra es una mierda —sentenció Méndez, de la UGT.
—Sí, eso es —continuó diciendo Olivares—, y más una guerra como la nuestra. Una guerra civil la pierde siempre el país entero. Sólo pudo habernos salvado a todos un perdón incondicional —movió pesarosamente la cabeza y añadió—: Pero no ha sido así.
—Si hubiéramos luchado sólo españoles contra españoles… —insinuó el representante de Unión Republicana—. Es lo que siempre decía don Diego:
—Lo que sí parece es que los comunistas se alegran o aparentan alegrarse de tanta Pepa —dijo Cejador, el socialista—. Ya sabéis lo que dicen: ¿No queríais una paz honrosa? ¡Pues ahí la tenéis! Como si resistiendo dos o tres meses más hubiéramos podido conseguir mejores condiciones.
—Ésa es otra hipótesis que ya no vale la pena discutir. Es tarde. En lo que tenemos que pensar es en lo que se nos viene encima. —Casi hizo una pausa y continuó—. Porque tengo malas noticias. Noticias confirmadas. —De nuevo se detuvo, miró a cada uno de sus compañeros y dijo después, lentamente—: Han empezarlo a ejecutar sentencias… Algunos ya lo sabíais y a todos os habían llegado los rumores. Pues bien, ya no son rumores. Es cierto.
Todos los del comité miraron instintivamente a Olivares, que les correspondió con un sobrio gesto de resignación, y siguió un embarazoso silencio hasta que volvió a hablar Casi:
—Bueno, dentro de poco puede que todos nosotros tengamos la Pepa también como Olivares. Pienso que alguno se ha de salvar y que a lo mejor es él el afortunado. ¡Quién sabe! De todas maneras, llevamos viviendo de propina desde el 18 de julio del 36. —Sonrió forzadamente y siguió—: Esta es la situación, amigos. Pero ¿cómo va a reaccionar la gente? Habrá que tener más cuidado que nunca con los chivatos. Ayer se llevaron a diligencias a un compañero por haberse fiado de ese tipo que anda por ahí, un tal Conos, al que llaman Maravillas. Está muy pringado y, por lo visto, quiere hacer méritos sonsacando cosas a los presos y yendo después con el soplo a Von Papen. Y habrá todavía más chivatos peligrosos. Ahora andamos tras la pista de otros dos. Ya veremos qué resulta.
—¿Y por qué no hacemos un escarmiento con esos tipos miserables? —preguntó el de Izquierda Republicana.
—Por ahora, no —respondió Casi—. Podría acarrear represalias contra todos. Hay que vigilarlos y, de momento, lo mejor es señalarlos para que todos los presos los conozcan también. Eso hay que hacer ya con Maravillas. Así ya no podrán hacer ningún trabajo y, en cuanto dejen de ser aprovechables, el mismo Von Papen, el Pelines o quien sea, se encargarán de deshacerse de ellos.
—Dicen que Von Papen es de la Gestapo, ¿es cierto? —quiso saber el de Izquierda Republicana.
—Sabemos que toda su vida ha sido un golfo, que jugaba a las tres cartas junto a la plaza de toros y que es muy mala persona —respondió el socialista, quien después se dirigió a Casi—: Y diles ahora lo de la amnistía.
—Sí, es la última esperanza —dijo el de Unión Republicana.
Casi movió la cabeza.
—Ya. La amnistía, la amnistía… Hay opiniones para todos los gustos. Unos dicen que es un cuento y hay quien asegura que el decreto de amnistía, otros lo llaman de indulto o de perdón, está sólo a falta de publicarse y que se publicará el mismo día, o la víspera, de la entrada de Franco en Madrid para presidir el desfile de sus tropas victoriosas. No sé, pero de toda maneras vamos a salir pronto de dudas porque faltan ya muy pocos días para ese desfile.
Cantero y Gonzalo que, como siempre, hacían la centinela de puerta de la sala, sisearon e hicieron señas de que se acercaba algún peligro. Entonces Casi se puso en pie diciendo:
—Creo que lo mejor es que cada mochuelo se vaya a su olivo. De todas maneras, si quisieran saber de qué hemos estado hablando les diremos que comentábamos la noticia de ese desfile que se prepara, ¿estamos?
—De acuerdo, Casi, pero ¿no podrías decirnos algo acerca de la gestión de nuestros compañeros en Francia? —preguntó Olivares a tiempo de levantarse.
Y Casi informó rápidamente:
—Bien. Hace varios días que salió un delegado del interior para Francia. Los socialistas han hecho lo mismo, ¿no? —y requirió el asentimiento de su delegado, que hizo un signo afirmativo con la cabeza—: Los dos son portadores del mismo mensaje. Ahora esperamos el resultado. Eso es todo.
En la sala inmediata se oyó gritar a alguien:
—¡Oído! —y después—: ¡Los que pertenecen a la catequesis, que bajen al patio!
Seguidamente, se disolvió la reunión del comité.
—Sí, ¿qué iba a alegar? ¿Tú crees que podía decir en qué sitios de Zaragoza y de Burgos recogía yo la información militar ni el nombre ni las señas personales de quienes me la daban? Hubiera sido peor para mí. Ya lo pensé, ya, cuando me interrogaba aquel hijo de puta. Pero entonces también me dije, ¿qué adelantarás? A mí no me van a creer, pero se van a enterar los interesados, y cómo éstos están ahora, a lo mejor, en cargos de mucha importancia, lo más seguro es que metan prisa para quitarme de en medio. Y me callé entonces y me he callado ahora. No sé si he hecho bien, pero… ¿Qué piensas tú?
Olivares se detuvo y puso una mano sobre el hombro de Martínez Vega.
—Pues creo que las dos veces has obrado muy cuerdamente, Eulogio.
Paseaban por el patio. La mañana, en cuyo lejano cielo azul navegaban algunas nubes primaverales, transcurría al mismo ritmo de todas las mañanas, mucho más vivo que el del resto del día a causa de las comunicaciones. La emoción de los presos que esperaban ser llamados a comunicar y de los que volvían del locutorio contagiaba a todos. Las noticias, en forma de tromba de aire de la calle, alteraban los nervios de la población reclusa, cualquiera que fuese su significación, y, a su impulso, se levantaban olas de esperanza que, después de barrer hasta los más escondidos rincones de la cárcel, morían más tarde en la resaca de las horas vacías. De cuando en cuando, el ordenanza voceaba los nombres de los llamados a comunicar, los cuales corrían a su encuentro y formaban espontáneamente en dos hileras, y, de cuando en cuando también, irrumpía entre los corros alguien que volvía de comunicar y empezaba a lanzar noticias que, al pasar de boca en boca, se hinchaban como irisadas y gigantescas pompas de jabón. Ello hacía que en el patio hirvieran mil rumores distintos que formaban entre todos un vasto clamor de mar alborotado. Se veían presos que ostentaban en la pechera cartoncitos con frases como «No me hables de la guerra» o «No me cuentes tu caso». Algunos iban de grupo en grupo escuchando ávidamente lo que en ellos se decía. No faltaban los solitarios, los retraídos, a quienes deprimía la excitación de los demás, ni los precavidos que hablaban mirando antes alrededor, ni los que se hacían escuchar como oráculos, ni los que pretendían sostener a todo trance su superioridad, ni los que estaban dispuestos a creer lo que fuese, ni los sempiternos discrepantes, ni los que se divertían burlándose de otros, ni los que respondían con gestos serviles a las humillaciones, ni los que hacían gala de estar en el secreto de todo, ni los que demostraban no haberse dado cuenta todavía de nada, ni los bromistas, ni los chistosos, ni los juguetones, ni los graves y asentados, ni los frívolos y atolondrados, ni los vestidos con esmero, ni los andrajosos, ni los bien nutridos, ni los caquécticos, ni los que fumaban rollizos cigarros o comían ostentosamente alguna golosina, ni los que husmeaban a la caza de una colilla o de un desperdicio.
—Así que tú estabas en el servicio de información ¿no?
Sí —respondió Martínez Vega—. Servicio de información en zona nacional.
—¿Y cómo te admitieron no siendo comunista?
Martínez Vega sonrió.
—Muy fácil. Me apunté en el partido por orden de mi organización. Hice como que me pasaba a ellos, asqueado, y me creyeron. Así pude dar luego muchos informes a mi gente.
Olivares se quedó un momento pensativo y ambos guardaron silencio. Al cabo de un rato, aquél murmuró:
—Sabes que era un plan muy atrevido, ¿eh? Y muy expuesto, coño.
—¡Ca! No lo creas, porque uno se acostumbra pronto a disimular, igual que se acostumbra a otras muchas cosas.
—Bueno, bueno…, no tanto. La cosa tiene sus pelendengues, ya lo creo… Y dime, ¿pasabas con frecuencia a la zona franquista?
—He pasado cinco veces en todo el tiempo. Iba vestido de alférez nacional, con toda la documentación en regla, con dinero de aquella zona…
—¿Y direcciones, no?
—Naturalmente.
—¿De centros oficiales?
—Creo que otros sí; pero yo sólo una vez tuve que entrar en un cuartel, porque el enlace mío era otro alférez de ellos y aquel día estaba de guardia en el interior, en las oficinas, y yo no podía esperar. Me salió bien, pero no veas el canguelo que pasé… Pero por lo regular yo iba derecho a una casa, donde ya me esperaban y donde me tenían preparado todo. Lo más difícil era atravesar las líneas de ellos, tanto a la ida como a la vuelta, porque aunque siempre tenía lugar por frentes tranquilos, podía uno encontrarse con lo que no esperaba. Podían haber cambiado las fuerzas o estar haciendo alguna concentración para un ataque, y entonces no te valía de nada lo que habías pensado hacer. O te volvías o tirabas por otro camino, o qué sé yo. Una vez tuve que echar marcha atrás porque el paso estaba muy vigilado. Bueno, tuvimos que hacer lo mismo los cuatro que habíamos salido juntos. Siempre nos juntábamos varios al ir para allá o para volver. Para volver, quedábamos citados en un punto y desde allí ya no nos separábamos.
—Ya, ya —y Olivares movió la cabeza ponderativamente—. Eso sí que era jugar con fuego.
Martínez Vega se encogió de hombros.
—Bah, todo en la guerra es así. Tanto o más peligro se pasa en la trinchera y además se vive en ella como un miserable piojoso. Nosotros, en cambio, nos lo pasábamos estupendamente después de cada servicio. Teníamos buena cama, tabaco a placer, y comíamos como Dios y podíamos pasar el rato con gachís. Para tiempo de guerra no estaba mal, ¿eh?
—Desde luego era una vida de maharajá en comparación con la del frente, pero eso de no poder estar tranquilo ni un momento y que al menor descuido…
Martínez Vega le interrumpió:
—¡Para! A mí no me podían coger vivo ni durmiendo. Antes me hubiera pegado un tiro en el corazón. Para eso llevaba una pistola de siete sesenta y cinco en la sobaquera.
Se detuvieron otra vez y Olivares sacó su paquete de tabaco y ofreció un pitillo a su compañero y, mientras lo encendía, le estuvo observando atentamente. Olivares no podía comprender cómo un hombre que había demostrado tan grandes cualidades de valor y sangre fría se hubiera dejado coger finalmente como un corderillo, y se lo preguntó. Martínez Vega hizo un gesto desdeñoso.
—¡Psch! alguna vez tiene que salirle a uno mal alguna cosa, digo yo. Verás. Yo estaba en Alcalá cuando el follón de última hora y decidí escaparme porque los de mi grupo estaban con Negrín. Me vine a Madrid, a campo través, solo. Luego me uní a las fuerzas de Mera. Cuando se acabó la «semana del duro» me hice el plan. Como tenía documentación y dinero de la otra zona, me dije que si todo se hundía de la noche a la mañana, como luego sucedió, lo mejor sería mezclarme al principio con las tropas que entrasen del otro lado y, aprovechando el barullo, largarme después a Zaragoza, donde yo conocía gente que hubiera podido camuflarme. Y así lo hice, pero como te decía, me salió mal la combinación. A los dos días de entrar los nacionales, era por la mañana, iba yo por Cibeles con una chavala, por cierto facha rabiosa, como que le habían matado aquí a su padre, cuando, de buenas a primeras, sentí que me encañonaban por detrás y me decían que me diera preso. No me dejaron echar mano a la pistola de la sobaquera… —movió la cabeza, dio una chupada al pitillo y prosiguió—: Total, que me llevaron detenido a la casa número siete de la calle de Vallehermoso, al sótano, donde me tuvieron lo menos cuarenta y ocho horas incomunicado y sin comer. Había allí un fulano… ¡La madre que le parió! Llevaba una insignia de ferrocarriles en el pecho. El tío era bizco y arreaba cada vergajazo por nada… Había que llamarle si querías hacer alguna necesidad. Entonces abría la puerta. Tú te tenías que poner al fondo del cuartucho, tieso, con el brazo en alto y gritar ¡Arriba España! cuando él aparecía. Te miraba y, si tú le mirabas también, te soltaba un vergajazo donde te pillara y te decía: ¡Para que otra vez bajes los ojos en mi presencia, cabrón! Y, si no le mirabas, te sacudía también, diciéndote: ¡Esto para que aprendas a mirar de frente, como los hombres, so hijo de puta! Así que, de todas maneras, ir al váter te costaba un buen vergajazo. Bueno, al fin me sacaron a declarar… Yo me había inventado una historia, pero fue inútil. Lo sabían todo. Seguramente me había denunciado alguien del servicio, porque sacaron a relucir algunos detalles que sólo conocemos nosotros. Por ejemplo, una vez, cuando ya nos disponíamos a atravesar las líneas para volver a nuestra base, descubrimos una patrulla enemiga que marchaba hacia retaguardia. Eran como ocho hombres. Seguramente una patrulla de vigilancia. En casos así, debíamos ocultarnos y evitar el choque; pero, en aquella ocasión, a uno de los que venía conmigo se le ocurrió que debíamos atacarlos para coger algún prisionero.
—Yo me opongo —digo—. La orden es bien clara.
—Pero si los tenemos en el saco… —dice mi compañero.
—¿Y si se arma jaleo, nos descubren y se pierde el servicio?
—Están ya muy cerca. Es entre dos luces.
—No se van ni a enterar. Cuando quieran hacerlo, ya estarán en el otro barrio.
Nos escondemos detrás de unos carrascos. El sendero por donde ellos vienen pasa por delante. No pueden descubrirnos. Se les oye hablar. Bromean.
—Yo me lavo las manos —digo.
—Haz lo que quieras.
Algunos intentaron revolverse y tuvimos que matarlos a todos. Sólo pudimos recoger su documentación y salir pitando —aplastó la colilla con la punta de la bota y añadió, moviendo la cabeza—: Como no haya una amnistía, a mí no me salvan ni la paz ni la caridad.
Luego se quedó callado, distraída la mirada en los grupos de alrededor. Olivares le miraba de reojo. Martínez Vega era un hombre en el comienzo de la vida, fuerte, saludable, templado, pasmosamente dueño de sí en todo momento, como si careciera de emociones y de pasiones.
—¿En qué piensas ahora? —le preguntó.
El otro, sin mirarle, le contestó:
—En la mierda que hay en todo esto.
Siguió una pausa. Echaron a andar de nuevo y, como si pensara en voz alta, Martínez Vega añadió:
—Hay quien ha jugado con dos barajas, para ganar siempre, y ha ganado. Uno, en cambio, tenía que perder a la fuerza.
—¿Por qué?
Martínez Vega le miró.
—¿Que por qué?
Su mirada era limpia, pero helada. Sus ojos parecían de cristal.
—Pues porque no se puede ser joven y confiado en estas andanzas. Hay que ser viejo o zorro. ¿Piensas tú que si, en vez de ser Franco, hubiera sido Negrín, o Largo Caballero, o Prieto, el ganador, nosotros, los jóvenes, tendríamos algo que hacer? Nada, te lo digo yo. ¡Nada! Claro, no estaríamos en la cárcel ni condenados a muerte, pero ¿qué? En resumidas cuentas, ¿qué? El joven es bueno para dar la cara, para matarse, y para de contar. Si a mí me hubiera cogido la guerra con veinte años más o hubiéramos mandado los que nos partíamos la cara por ahí, otro gallo me cantaría ahora. ¿Qué crees que van a hacer con los jóvenes del otro lado, eh? Ya lo verá el que viva: darles una patada en el culo y a casa. Ni siquiera las gracias, una patada en el culo.
La voz se le había enronquecido y carraspeó.
—¿Quieres darme otro pito? No tengo tabaco, Olivares. Federico se apresuró a complacerle. Fumaron en silencio.
—Eres demasiado pesimista, Eulogio —dijo al fin Olivares.
—¿Y tú no?
Se miraron a los ojos y Federico se encogió de hombros.
—Pienso, como tú, que hay mucha mierda en todo esto. En la guerra hay mucha mierda, es cierto. Que a los jóvenes se nos traiciona siempre es cosa vieja; que la vida es un absurdo, no hay más que abrir los ojos para verlo; que sobran muchas palabras, es evidente. Pero hay una cosa que no puedo olvidar, y es que estamos aquí. Por casualidad tal vez, cierto, pero estamos aquí, en la vida, y tenemos que emplear el tiempo en hacer algo. Si me preguntases que para qué, no sabría contestarte. Nos dieron un billete para un viaje a no se sabe dónde, cuando nacimos, y nos montaron en el tren. ¡Hala! No sé si me explico —Martínez Vega sonrió— o si me entiendes. La vida no valdría nada absolutamente si no acabase. Daría asco, no sabríamos qué hacer, pero como acaba, siempre nos queda el deseo de hacer algo, y hacerlo rápidamente por si acaso. Por eso no queremos morir. Yo no quiero morir. Yo creo que nadie quiere morir, ni siquiera los que dicen creer en el más allá, ni el Papa, ya ves, ni los obispos, ni los frailes, ni los que gritan que vale más morir de pie que vivir de rodillas, como La Pasionaria, aunque la frasecita no es de su invención, ni los enfermos, ni los ancianos, ni los tullidos, ni siquiera los miserables que se arrastran por la vida como por un estercolero. Todavía no he visto a nadie, Eulogio, decir de verdad que quisiera morirse, y yo creo que, si pudiéramos penetrar en la conciencia de los suicidas, descubriríamos que se arrepintieron de su decisión en el último segundo… Hasta Cristo flaqueó, ¿eh? —hizo una pausa y luego preguntó a su amigo—: Y tú, ¿quieres morir?
Martínez Vega hinchó el pecho y, luego, mientras expulsaba el aire, movió negativamente la cabeza y añadió:
—No es que quiera morir, no, pero me parece que muchos de nosotros estamos ya muertos, aunque sigamos moviéndonos, hablando, comiendo, durmiendo…
El ordenanza, que ya había comenzado a vocear los nombres de otra lista, gritó:
—¡Federico Olivares García!
Martínez Vega le miró, extrañado.
—¿Lo esperabas?
Olivares había palidecido súbitamente y apenas podía dominar su creciente excitación.
—Sí y no. Sabía por Molina que mi madre y mi hermana llegaron ayer por la mañana a Madrid, pero no estaba seguro de que pudiera verlas hoy, porque no toca mi letra.
En los ojos de Martínez Vega, Olivares, pese a su nerviosismo y a las prisas, pudo percibir cómo una ligera niebla velaba el brillo habitual de su mirada mientras decía:
—¡Enhorabuena, hombre!
Entraron en tromba, pero, al pasar de la luz del exterior a la penumbrosa del locutorio, quedaron momentáneamente como cegados. Inmediatamente, sin embargo, estalló la tempestad.
—¡Aquí estoy, aquí estoy!
Era el grito para encontrarse y ponerse frente a frente los interlocutores a través de la doble reja de alambre. Federico corrió de un lado a otro, como los demás, hasta que divisó las dos figuras de mujer que, desde la otra orilla, seguían ansiosamente sus movimientos, le llamaban y le hacían señas vehementes con las manos. Entonces se detuvo y se abalanzó contra la alambrada, incrustándose entre dos compañeros que hubieron de estrecharse un poco para dejarle sitio. Entre los presos y sus visitantes quedaba un pasillo vacío como de un metro de anchura.
Olivares sólo pudo entender claramente las primeras palabras:
—¿Cómo estás, hijo?
—Federico, guapo…
Después se formó un guirigay ensordecedor. Las palabras, al chocar en su camino con otras, se extraviaban. Sólo se percibían algunas, que detonaban como taponazos: ¡Avales, avales!, ¡La Pepa!, ¡Sí!, ¡No!, ¡El consejo!, ¡El consejo!, ¡Comida!, ¡Libertad!, ¡Pronto!, ¡No tengas miedo!, ¿Y los chicos?, ¡Lentejas!…
Y los diálogos se dislocaban, se entremezclaban, se confundían:
—¿Un capitán? ¿Qué capitán?
—Y te mando jabón.
—¿Jabón? Pero ¿qué capitán?
—Que no es eso.
—Dime qué capitán. ¿Lo conozco yo?
—Que vas a salir pronto.
—¿Cuándo?
—La Puri ya está mejor.
—¡No entiendo nada, Teresa!
—¿Te han zumbado?
—Me mudaré luego.
—Ha sido la portera. ¡La portera!
—¿Qué dices?
Los presos se desesperaban. O sacudían la alambrada gritando: ¡Más bajo! ¡Más bajo! ¿Es que no podéis hablar más bajo?, o se resignaban a establecer con sus familiares un puente de miradas y gestos a través del cual iba y venía, silenciosamente, un flujo de ternura, cariño y compasión. Con los rostros pegados, incrustados casi, a la alambrada, se lanzaban besos y murmuraban frases que caían a medio camino, en aquel campo de nadie entre rejas que separaban los dos mundos.
Así, intentando hacer llegar hasta su corazón el, tantos años contenido y ya desbordado, caudal de sus sentimientos, miraba Cristina a su hijo Federico, comiéndoselo con los ojos y esforzándose dolorosamente por no llorar.
(No ha cambiado mucho. Parece más hombre, eso sí, y tan guapo como siempre. Y no aparenta miedo ni susto. ¡Y está condenado a muerte, Dios mío! Pero no quiero, no quiero pensar en ello ahora. Tengo que sonreír. Sí, hijo, no te pasará nada. Tú eres bueno. Fuiste bueno siempre. ¿No dicen que el que no tenga las manos manchadas de sangre ni de robo no tiene nada que temer? Compréndelo bien: tú no tienes nada que temer. Ay, hijo, tus ideas, tus ideas… Si me hubieras hecho caso… Pero los hombres sois así: crédulos, confiados, soñadores. Tú eres igual que tu padre en eso… Así le fue al pobre… Le engañaron, le amargaron la vida… Tú, a tus enfermos, Julio. Y tú, a tu escuela y a tus estudios, Federico. Déjate de quimeras. Sí, ya sé que es inútil. Pero ya ves ahora… ¿Qué puedo hacer por ti? No me importa todo lo que he sufrido y lo que ha sufrido tu hermana durante estos tres años. No nos importa a ninguna de las dos. Si supieras cuántas y cuántas noches hemos pasado las dos hablando de ti, temiendo por ti, sin poder coger el sueño. Ay, hijo. Que salgas con bien de ésta y sea lo que Dios quiera después. No te tenemos más que a ti y tú no tienes ahora a nadie más que a nosotras dos, porque Aurora, a quien tú creías tan enamorada, y que puede que lo estuviese, se cansó de esperar. ¿Tú no sabes que Aurora va a casarse con otro? Claro, cómo lo vas a saber, pobre. ¿Quién lo iba a pensar, eh? Pero ¿quién iba a pensar en una guerra así? ¡Maldita guerra! Ella es la culpable de todo, pero tú no te preocupes, hijo. Mujeres no te han de faltar, y más bonitas y más enamoradas que Aurora. Tú perdónala y olvídala. Se la llevó la guerra, como se llevó nuestra casa y tantas vidas. Ya ves, tu hermana tiene un novio falangista. Te enterarás, no hay remedio. Pues hazme caso y no sufras por eso. Es la guerra, la guerra, la guerra y siempre la guerra, por muchos años, quizá por toda nuestra vida, a mí, desde luego, por todo lo que me queda de estar en este mundo, que será poco, porque ya me siento acabada. Por eso, lo primero ahora es salvarte. Sí, eso es lo primero. Después, ya veremos. Ayer mismo por la tarde fuimos a ver a Matilde. Nos habló de ella Rosario. Y nos recibió muy bien. Esa mujer te quiere. No me gusta, pero te quiere y puede hacer mucho por ti. Nos ha prometido un buen aval. Y también va a proporcionarle un empleo a Alfonsina. Hay que aprovechar lo que sea con tal que tú te salves, hijo. De que tú te salves y volvamos a reunirnos otra vez los tres. Los tres bien juntitos, como antes de la guerra. Aunque tengamos que vivir debajo de un puente. Ya nos arreglaremos y, poco a poco…).
Alfonsina sonreía constantemente a su hermano; pero, de cuando en cuando, desviaba de él la mirada para observar a los demás presos y a las mujeres que, junto a ella, se desgañitaban gritando.
(¡Dónde has caído, hermano! ¡Pobre! Tú, siempre tan pulcro, tan educado, tan fino, mezclado con esta gente que no hace más que gritar y empujar, tan ordinaria… No. Federico, no digo que no sea buena gente, pero tiene mucho que aprender. Por eso habéis perdido la guerra. Por eso, no porque sea mala, porque los otros… Pero es una lástima que tú te hayas mezclado en todo esto. Tienen razón esos hombres que están contigo y estas mujeres, pero no saben tenerla, y eso es lo que me da más rabia. Claro que son buenos. ¿Qué hubiera sido de mamá y de mí en el primer año de guerra sin su ayuda? Tenías que haber visto cómo, al hacerse de noche, llamaban a nuestra puerta. Entonces vivíamos con el corazón en un puño, porque todo eran registros y amenazas y malas maneras. ¡Figúrate a mamá y a mí solas aquellas noches interminables en que nadie se atrevía ni a asomarse siquiera a la calle! Pues el primero de los que llamó era un viejo vestido muy pobremente. No sabíamos qué hacer, si abrirle o no. Al fin decidimos abrirle, temblando, después de decirnos que era amigo tuyo. Más tarde nos contó que era abuelo de uno de tus discípulos y que te había tenido escondido en su alfar, y que te había arreglado la huida en barca. Nos dejó cinco duros y se fue. Luego vinieron otros, también desconocidos, con trazas de obreros o de hombres del campo. Se sentían muy cohibidos, avergonzados, y no sabían qué decir, y siempre tenían mucha prisa. Se conoce que les daba miedo lo que hacían. Entonces todo el mundo tenía un miedo espantoso. Era terror. Se apoyaban en la pared para descalzarse. Entre el pie y el calcetín se sacaban algún billete y hasta duros de plata, que entregaban a mamá. No sé cómo podían andar así. Apenas decían algunas palabras. Si acaso, que hacían aquello en nombre de otros, porque apreciaban mucho al compañero Olivares o a don Federico, el maestro. Eran gentes pobres, humildes, muy agradecidas y muy valientes, porque podía costarles la vida el socorrernos. No nos daban sus nombres ni se los pedíamos. Y siempre era distinta la persona. Y es una lástima, porque así no sabremos nunca quiénes fueron. ¡Todo un año vivimos de esa manera, Federico! Después, gracias a Magda, la maestra a la que tú le gustabas tanto y que se metió el primer día en la Falange, pudimos ganar algo mamá y yo, la comida, cosiendo ropas y haciendo punto para el frente y los hospitales. Y más tarde apareció por allí Fernando, convaleciente. Le hirieron en una pierna cuando la toma de Málaga. Se fijó en mí y empezó a rondarme. A mí no me disgustaba como persona, pero era enemigo tuyo. Mamá tampoco quería. Pero… Total, que nos hicimos novios, Federico. A mí me costó llorar mucho, todas las noches cuando me acostaba y me acordaba de ti. Ahora mamá tiene miedo de que tú lo sepas. ¡Qué asco de guerra! Nos ha destrozado la vida a todos. Si hubieran ganado los tuyos, Federico, a estas horas estaría Fernando donde estás tú. Lo que quiere decir que yo tenía que perder saliera lo que saliera, ¿no? ¿Y qué he hecho yo para eso, Dios mío? Y si te ocurre algo malo a ti, ¿qué? ¿Cómo podré vivir con un hombre que es amigo y partidario de los que te condenan a muerte? Tu recuerdo me ahogaría).
Federico tenía encerradas en el círculo de su mirada los rostros de las dos mujeres. El de su madre, abrasado por todos los dolores; el de su hermana, en el ardor pleno de la juventud y los sentimientos. El uno, marchito; el otro, floreciente.
(Mamá ha envejecido mucho, ¡mucho! En cambio, Alfonsina se ha hecho toda una mujer, y una mujer hermosa. A las dos las he arrastrado a la desgracia. ¡Cuánto habrán sufrido durante estos tres años y cuánto más les queda aún que sufrir! Y todo por mi culpa. Pero ¿soy yo realmente responsable de su desgracia? ¿No soy, por el contrario, una víctima también de los acontecimientos? Estalla la tormenta y pobres de aquellos a quienes les cae un rayo encima… ¿Te acuerdas, mamá, de aquellas pavorosas tormentas que estallaban en la Mancha? Todos los años hacían víctimas. Al tío Pimentón, ¿te acuerdas del tío Pimentón, mamá?, lo mató un rayo cuando volvía del majuelo montado en su borrico. El borrico se salvó. Por eso, la gente tenía tanto miedo a las tormentas, sobre todo las mujeres. En cuanto se oía el primer trueno, recogían los chiquillos y se refugiaban con ellos en la cocina, encendían velas a Santa Bárbara y se ponían a rezar. Tú también nos cogías a Alfonsina y a mí bajo tu chal, te juntabas a la criadas, la Manuela, tan bruta, y la Antonia, la morenucha presumida que cada año tenía un novio diferente, a uno de los cuales, su Juan, como ella decía, le cortó las dos piernas el tren… Rezabais a Santa Bárbara bendita, ¿por qué a Santa Bárbara?, temblando de miedo. Alfonsina cerraba los ojos y se dormía. A mí me pasaba todo lo contrario. A mí me excitaba mucho el gangueo de las avemarías, las lágrimas de la Antonia, el olor a tierra mojada y a azufre, el olor a infierno que decía la Manuela, las oscilaciones de las llamas de las velas y las sombras que bailaban en las paredes de cal. Una vez apareció papá. Parece que le estoy viendo. La Antonia estaba sonándose las narices. Tú, que rezabas en voz alta, te volviste a mirarle, pero sin suspender el rezo. Mi padre entonces se te acercó, me cogió de un brazo y me sacó de debajo de tu chal.
—No es bueno asustar a un muchacho que tiene que ser hombre —te dijo.
Te lo dijo sonriendo y tú no opusiste resistencia ni protestaste, pero la Manuela arrugó los labios y meneó la cabeza con un gesto de pavo ofendido, y la Antonia se echó a llorar, y Alfonsina abrió los ojos y miró a todos, y no comprendió nada. Mi padre me cogió de la mano y me sacó de allí. Subimos la escalera sin decir palabra. Atravesamos luego vuestra alcoba y salimos al balcón. La calle estaba desierta. El aire era morado, como el cielo, donde, de cuando en cuando, seguidas de estampidos que hacían temblar los cristales, corrían las culebrinas de fuego como cohetes. Olía a parva mojada.
—Esto de las tormentas no es juego de ángeles y demonios, Federico. La evaporación del agua produce las nubes y éstas llevan una carga de electricidad negativa; porque hay electricidad negativa y electricidad positiva. La electricidad negativa es como si chupase, ¿comprendes?
Sí, papá.
—Y la positiva, que es la que tiene la tierra, es como si escupiese. Se establece una corriente entre la electricidad de arriba y la de abajo y cuando se encuentran, zas, se produce la descarga. ¿Lo ves claro?
Sí, papá, y ésas son las descargas que matan, como aquella que mató al tío Pimentón, ¿no es así?
Sí, hijo.
—¿Y qué es la muerte, papá?
—¿Qué?
—¿Que qué es la muerte?
—La muerte no existe.
—¿Que no?
—No.
—Entonces, ¿por qué hablan tanto de la muerte?
—¿Tú has visto la sed?
—No.
—Pero la has sentido.
—Claro.
—Pues es igual. No existe la sed, sino personas que tienen sed, y no existe la muerte, sino personas que mueren.
—¿Y qué pasa cuando muere uno, papá? Porque tú has visto morir a muchas personas…
—Nada, no pasa nada.
—¿Cómo nada?
—Nada, te digo. ¿No has visto nunca parado el reloj del comedor?
—Sí, papá.
—Pues eso es lo que le pasa a una persona cuando muere.
Los truenos, entre tanto, reventaban en el aire y aparecían los bordes cárdenos de sus desgarraduras, y temblaba el mundo. Algún perro corría con la cola entre las patas y aullando. Saltó una chispa rojiamarilla en la punta del pararrayos de la iglesia… Mi padre estaba tranquilo. Su mano, caliente y grande, apretaba la mía. De pronto, una ráfaga de viento, de un viento muy gordo, como si fuese algodón, nos tambaleó, empujó fuertemente los batientes del balcón y arremolinó las cortinas hasta el techo.
—¿Tienes miedo, Federico?
Y me habló como si tuviera llena la boca.
—Contigo no, papá.
Y yo también tenía llena la boca de aire gordo.
—No hay que tener miedo a la muerte, ¿sabes?, porque la muerte no existe. Es uno el que muere, como un reloj que se para, y ya está. ¿Qué más da morir de un modo que de otro? Yo moriré, y mamá, y Alfonsina, y todos. De la muerte no hay quien se libre, Federico.
—Sí, papá.
Yo hubiera querido entonces volar con aquel viento fuerte y gordo, como quise volar cuando corría una cometa y el viento fuerte y gordo me entró por la boca como los buches de agua que tragaba nadando en el río. Pensé que cuando me hinchase de aire, volaría. Y di un salto para que la cometa tirase de mí. Pero no pudo conmigo y entonces tuve que pararme, porque ya no podía respirar…).
Sonó el pito del guardián y amainó algo aquella tempestad de voces. Entonces pudo oír Federico que le decía su hermana:
—Nos veremos luego.
—¿Dónde?
—Luego —repitió su madre.
Sonó otra vez el pito, que fue como un hachazo que hendiera una masa gelatinosa. Las voces cesaron temblorosamente y se hizo un silencio jadeante.
—¡A formar! ¡Aprisa! —gritó el funcionario.
Los reclusos obedecieron de mala gana, renuentes, vuelta la cabeza hacia sus familiares y cruzando con éstos los mudos adioses de las manos. Al fin dejaron el locutorio. Olivares vio entonces a Toledano hablando con el guardián. Éste hizo un gesto afirmativo y Toledano se le acercó y, cogiéndole de un brazo, le dijo:
—Ven. Te llama el jefe de servicios.
—¿A mí? —preguntó extrañado.
—Sí. Anda, vamos.
Salió de las filas y siguió al ordenanza.
—Me parece que vas a tener una comunicación extraordinaria, en el despacho del jefe de servicios. Has tenido suerte con que esté hoy don Félix.
Federico, todavía turbado por las recientes emociones, no supo qué decir a su compañero. Además iban tan de prisa que se encontró, de pronto, frente al jefe de servicios, que era el joven de la sahariana militar. Le saludó, brazo en alto, y esperó:
—A sus órdenes, don Félix —dijo Toledano.
El jefe de servicios, que revisaba unos papeles sentado a su mesa, dejó pasar unos momentos de silencio antes de levantar la vista y ordenar a Toledano:
—Ve a traer a esas señoras.
Salió el ordenanza a cumplir la orden y entonces el jefe de servicios, tras de examinar atentamente a Olivares, le preguntó:
—¿No es usted uno de aquellos cuatro a quienes sus compañeros no querían admitir en la sala porque traían petición de pena de muerte?
—Sí, señor.
Don Félix movió la cabeza.
—Pero ¿aún siguen ustedes tan mal avenidos?
Olivares se encogió de hombros por toda respuesta.
—Es increíble —continuó diciendo el funcionario, quien se levantó y ofreció un cigarrillo al preso.
Mientras fumaban, volvió a preguntar a Olivares:
—¿De qué le acusaron en el consejo de guerra?
—Pues de haberme pasado voluntariamente de la zona nacional a la roja y de haber llegado a ser comisario y capitán.
—¿Y por eso quiere el fiscal que le condenen a muerte?
—Sí, señor.
—¿Sólo por eso?
—Sí, señor.
—Pues también es increíble.
El gesto de asombro de don Félix y su comportamiento animaron a Federico a decir:
—Uno perdió y tiene que pagar, ¿no le parece?
Don Félix se le quedó mirando a los ojos mientras chupaba su cigarrillo. Se volvió luego de espaldas, lentamente, anduvo unos pasos y murmuró:
—Lo que habría que aclarar es quiénes son los que han ganado.
Olivares permaneció callado. El jefe de servicios, por su parte, se acercó a la ventana que daba al vestíbulo y, tras un silencio, murmuró:
—Mi padre estuvo encerrado en esta misma prisión y lo asesinaron después. Yo me pasé a los míos, combatí dos años en primera línea y ahora estoy aquí de carcelero. ¿Es esto ganar?
La pregunta aleteó como una mariposa y se deshizo en el aire. Federico no se movió siquiera y, al cabo de unos segundos, oyó que don Félix se dirigía a la puerta, y su voz.
—Ya están aquí.
Entonces se volvió Federico a mirar en aquella dirección y se encontró con los ojos del funcionario, quien, golpeando suavemente con un dedo la esfera de su reloj de pulsera, decía:
—Tienen quince minutos. No puedo concederles más tiempo.
Abrió la puerta y desapareció. La puerta quedó abierta y, de pronto, surgieron en su marco su madre y su hermana. Corrió Federico hacia ellas y se abrazaron los tres entre sollozos. Luego, Federico advirtió, para reportarse:
—Tenemos un cuarto de hora.
Atropelladamente, saltando de tema en tema y del pasado al presente, trataron de zurcir las orillas de aquel largo vacío de tres años. La madre, más que hablar, miraba con hambre en los ojos a su hijo. Hacía de cuando en cuando signos afirmativos o negativos con la cabeza, se secaba las lágrimas silenciosas que le rodaban por las mejillas y murmuraba; si tú supieras, si tú supieras… Federico contó brevemente cómo el fiscal había solicitado para él y para sus tres compañeros de sumario la pena de muerte, cómo se esperaba un perdón general y cómo a él le parecía muy incierto esto último.
Fue Rosario quien las avisó. Vendieron inmediatamente, en horas, todo lo que tenían por lo que quisieron darles y se pusieron en viaje.
—Si tú supieras, hijo, si tú supieras…
—Bueno, Federico, llegamos a Madrid ayer mañana y ya por la tarde fuimos a ver a Matilde. No digas que no es correr.
—¿A Matilde? ¿Y cómo se os ocurrió…?
Pero a Alfonsina no le detuvo el gesto de disgusto de Federico.
—¿Y por qué no?
—Nos recibió muy bien, hijo, muy bien.
—Sí, y nos ha prometido un aval que yo misma llevaré a Burgos, a la Auditoría general; allí hay que dirigirse ahora. Esta misma noche saldré para Vitoria, en cualquier tren, como sea, pues ya no me asusta viajar con soldados. Iré a ver a los abuelos. Como son tan carcas y tan beatos, podrán hacer algo por ti, por lo menos conseguir que me reciban en la Auditoría y que me acepten el aval de Matilde, ¿comprendes, Federico? Intentaremos todo, todo lo humanamente posible. Rosario, que no para de un lado para otro —hasta creo que piensa ir a ver a los frailes de El Escorial—, me ha dado el número de vuestro sumario. Esto es muy importante saberlo, pues es lo primero que te preguntan dondequiera que vayas a solicitar una ayuda o a enterarte de cómo va la cosa. Sin el dichoso numerito es como si anduvieses a ciegas. ¡Son tantos y tantos! Cerros, Federico, cerros de expedientes. Pero yo he cogido ya la pista del tuyo y de ella no me apartará nadie hasta que logremos el indulto. El que mejor de vosotros está es José Manuel, porque se ha hecho cargo de su asunto la embajada de Cuba y va a pedir su indulto y el vuestro, como es natural. Matilde opina que no va a ser difícil conseguirlo. Y también opina así… Fíjate qué suerte. Cuando veníamos esta mañana sin muchas esperanzas de verte, ¿sabes a quién nos encontramos? Pues a Antolín, aquel amigo tuyo. Tú y él terminasteis juntos el bachillerato. Luego, como su familia se trasladó a Sevilla porque el negocio de su padre quebró o no sé qué líos, ya no volvimos a saber de él. Ahora es alférez y manda, cuando le toca, la guardia de la prisión. Me conoció nada más yerme, a pesar de los años transcurridos. Nos preguntó por ti y cuando supo lo que pasaba se ofreció para todo, porque es amigo de uno de los jefes de la prisión. Por él nos hemos visto antes y estamos ahora hablando contigo. Ha estado muy cariñoso y, como te decía, él también cree que todo es cuestión de un poco de paciencia, que lo más seguro es que tengas que estar algún tiempo encerrado, pero que de lo otro, de la pena de muerte, ni pensarlo.
Alfonsina hablaba casi sin tomar aliento, mirando continuamente su reloj de pulsera por temor, sin duda, a que se acabase el tiempo disponible antes de que pudiese comunicar a su hermano todas aquellas cosas que se había fijado en la memoria. Tengo que decir esto y esto, ah, y esto y esto también. ¿Se me olvida algo?
Federico, por su parte, la dejaba hablar y hablar, sonriente, haciendo gestos admirativos, asintiendo, dudando… ¡Qué enérgica se ha hecho y qué inteligente! Bueno, lista siempre lo fue. ¿Estará enamorada? ¿De quién? La verdad es que le he inferido un daño irreparable. Ella también ha perdido la guerra por mi culpa.
Cuando Alfonsina hizo, al fin, una pausa, Federico dijo, moviendo dubitativamente la cabeza:
—Ir a ver a los abuelos… ¿Crees que los convencerás?
—Eso déjalo de mi cuenta, hermano —y, como recordando algo de pronto, añadió—: Ah, te he traído tu juego de ajedrez y tu libro de versos de Antonio Machado.
—Está en todo —terció la madre—. Yo no podría. Si no fuese por ella, yo no podría…
—No lo creas, no lo creas, Federico. Mamá está bien —y empezó a hablar de carrerilla—. Lo que pasa es que como ha sido todo tan brusco: la noticia de tu situación, la venta de nuestras cosas, el regalo, mejor dicho, de lo poco que nos quedaba, el viaje en un tren de soldados, qué viaje, y parando horas y horas en cualquier estación y hasta en pleno campo, y menos mal que llegamos… Pero en cuanto pase en Madrid unos cuantos días y se serene, volverá a ser la de antes. Vivimos con Rosario y con los tíos, que ya han vuelto, ¿sabes? El tío tiene un pánico loco. Se pasa las noches sin dormir, temiendo a cada momento que vayan por él… La tía le dice que se va a morir si sigue así, temblando cada vez que oye pasar un automóvil por la calle o cada vez que alguien llama a la puerta de casa, antes de que lo detengan… No se atreve a salir a la calle, qué digo, ni a asomarse al balcón, ni a mirar a través de los visillos siquiera… Es un caso. Pero tú no te preocupes por nosotras. Nos arreglaremos como podamos y te traeremos lo que necesites: ropa limpia, tabaco, algo de comida, para que puedas ir tirando. Sabemos que aquí os dan de comer fatal. Y ahora toma esto —y le puso en la mano un rollito de billetes de cinco pesetas.
Federico quiso retirar su mano, pero Alfonsina se la retuvo con fuerza.
—No seas tonto. Te hará falta.
A él se le saltaron las lágrimas y los tres quedaron en silencio, mirándose.
—Bueno, basta ya —dijo bruscamente Alfonsina a su madre que estaba a punto de romper a llorar. Después se dirigió a su hermano—: Y de Aurora, ni acordarte, ¿estamos?
—¿Qué? ¿Qué dices, Alfonsina? —y Federico pareció volver en sí.
—Que la olvides. No vale la pena, ¿comprendes?
—Creo que sí —contestó él, moviendo afirmativamente la cabeza. Luego, cogiendo entre las palmas de sus manos el rostro de la muchacha, añadió—: Eres formidable.
Alfonsina sonrió.
El ruido de la puerta y un ligero carraspeo les hizo volverse a mirar en aquella dirección. Entraban en ese momento el jefe de servicios y Antolín. Éste se dirigió hacia Federico con los brazos abiertos.
—Vaya, hombre, vaya —le dijo con marcado acento andaluz mientras se abrazaban—. Mira tú dónde nos ha traído nuestra mala cabeza, la de todos.
Federico se limitó a sonreír pálidamente. Entre tanto, las mujeres se habían apartarlo un poco y Alfonsina preguntó a don Félix:
—Ya es la hora, ¿verdad? —y como el funcionario afirmara con un movimiento de cabeza, añadió—: Pues muchas gracias. No sabe usted cuánto le agradecemos mamá y yo este favor.
—Y yo —dijo también Federico, gravemente.
—Ha sido cosa de Antolín. A él tiene que agradecérselo más que a mí —repuso don Félix mirando, sonriente, a su amigo.
—No hagas caso, chiquillo —replicó Antolín, dirigiéndose a Olivares—. Él sí que es canela fina.
Llegó el trance de despedirse. Federico y las mujeres se besaron y se abrazaron en silencio. Al llegar a la puerta, aún se volvió la madre para decirle:
—Y no te preocupes, hijo. Ya verás como todo se arregla. Entonces, don Félix ofreció tabaco a Federico y a Antolín.
—Sí, sí, trae —dijo éste—, que estoy más seco que la mojama. Ni para tabaco me ha dado la guerra, ya ves tú.
Don Félix y Antolín se miraron y sonrieron y aquel dijo:
—Valiente mierda de guerra.
Encendieron los cigarrillos y Antolín prosiguió diciendo:
—Ya te dije, Félix, que Olivares y su familia son buena gente. De siempre. —Luego dijo a Federico—: Como sabes, mi padre quebró y se fue a vivir a Sevilla con toda mi gente. ¿A qué? Pues a pasar fatigas. Yo tuve que dejar la Facultad y ponerme a trabajar en un Banco para tirar adelante con toda la prole, porque mi padre ya no era capaz de nada. Tenía yo dos cursos de derecho y pensaba terminar por libre. Yo, de política, nada, de nunca, niño, que tú me conoces. A mí lo que me quitaba la cabeza eran las gachís, los noviazgos, los planes, el cachondeo. Y en eso, zas, el follón. La cosa se puso muy mal, como te digo. Digo que si se puso mal… Negra. Más negra que el sobaco de un grajo. Pues como mi padre tenía el reconcomio de que la culpa de su ruina fue la República, me empujó y me presenté voluntario al Ejército. Ya ves tú, de chorchi. Sí, niño, y pegué más tiros que un loco hasta que me sacaron para hacer los cursillos de alférez. Me he salvado de milagro, como éste —y señaló a don Félix— y como todos. Ya sabes aquello de alférez provisional, cadáver definitivo. Y era verdad, ¿eh, tú? —don Félix hizo un signo afirmativo, y él prosiguió—: ¿Y qué? Pues aquí me tiene ahora, sin cinco, más cabreado que una mona y con más ganas que nadie de dejar todo esto y ganar parné. A ver si es verdad eso de los cursillos patrióticos y puedo terminar la carrera en dos o tres golpes. A éste —y volvió a señalar a su amigo el funcionario— le pasa lo mismo. No creas que para nosotros todo es coser y cantar. ¡Ni hablar! La guerra nos ha hecho polvo a los de nuestra edad, a unos más y a otros menos, pero a todos nos ha buscado la ruina. Claro que a ti te ha tocado lo peor, Federico, pero como no te van a matar ni te van a tener preso mucho tiempo, pronto nos encontraremos por ahí y a lo mejor tienes tú más suerte que yo, que todo puede ser. Mira, el que pega tiros no va a ninguna parte. Los que ganan de verdad son los cuatro de siempre, los que ven los toros desde la barrera… Si no hubiera sido por la guerra, yo estaría ya bien colocado, y éste igual, ¿no es verdad, Félix?
—Con toda seguridad. Y tendría a mi padre —respondió el jefe de servicios—. Porque ahora, ¿quién me devuelve a mi padre y los tres años que se me han ido en la guerra? Nadie —movió la cabeza y repitió—: ¡Nadie!
Tiró al suelo la punta del cigarrillo, la trituró con el tacón de la bota y fue a sentarse después en su sillón de junto a la mesa. Desde allí gritó:
—¡Ordenanza!
Toledano, que debía de estar esperando la llamada, apareció inmediatamente.
—¡A sus órdenes!
Entonces se dirigió a Olivares.
—Cualquier cosa que le ocurra o cualquier problema que tenga, si de mí depende, ya sabe… —y alargó hacia él su mano por encima de la mesa.
Federico se adelantó a estrechársela y le dio las gracias, y luego, acompañado de Antolín, que le despidió en la puerta con un abrazo, salió de la oficina del jefe de servicios bajo custodia de Toledano, que le dijo mientras se dirigían a la cancela:
—Si todos fueran como don Félix, ¿eh? También es simpático el alférez ese. No le importa nada de nada y lo mismo da un cigarro que lo pide.
Con alguna sorpresa por parte de los reclusos, tan sensibles a cualquier mínima alteración en la mecánica de la cárcel, se repartió el rancho nocturno con más celeridad de la acostumbrada, si bien nadie supo a qué atribuirlo porque, después de la experiencia del uno de mayo, no se concedía ya mucho crédito a los persistentes rumores de un posible asalto a la cárcel por parte de los falangistas. Por la tarde, como era ya de rutina, se cruzaron las expediciones de los que iban a consejo de guerra y de los que volvían de él, sin que se advirtiese ningún sospechoso cambio en el porcentaje de Pepas. Lo que había constituido la nota más sobresaliente de la jornada, aparte de los habituales debates entre los comunistas por un lado, y el grupo de los no comunistas por otro, en torno a la guerra y a su final, fue el ingreso de dos individuos acusados de haber desvalijado, tres o cuatro días antes, una joyería en la calle de la Montera. Eran dos tipos jóvenes que se dedicaron inmediatamente a exhibir por toda la prisión sus detonantes pijamas de seda amarilla y que, a la hora del rancho a mediodía, dieron el espectáculo de un verdadero festín con la suculenta comida que les pasaron de la calle. No faltó quien, impelido por la curiosidad, tratase de establecer una relación amistosa con ellos. Sin embargo, el que de los dos parecía llevar la voz cantante se apresuró a establecer las debidas diferencias.
—Ni mi consorte —y señaló a su cómplice— ni yo somos políticos —sonreía despectivamente, añadiendo, con énfasis—: Nosotros somos profesionales y no estaremos mucho tiempo aquí, porque nuestras parientas saben muy bien lo que tienen que hacer.
El grupo de Molina, debido a la renovación constante del personal, había avanzado en dirección a la pared, y ocupaba ya cuatro puestos en la línea central de la sala.
—De manera que ya lo sabes, José Manuel —decía Olivares mientras Agustín recogía los platos—. Tu asunto, como no podía menos de suceder, ha pasado a manos de la embajada de Cuba. Por lo tanto, lo más probable es que, sin tardar muchos días te pongan en la puñetera calle.
El aludido sonrió tímidamente.
—Bueno, eso es lo que pretendía Enriqueta. Lo que pasaba al principio es que había una confusión tremenda en la embajada. Como no hay embajador, sino encargado de negocios, y deben de andar muy enredadas las relaciones diplomáticas entre el gobierno de Cuba y el de Burgos, nadie se atrevía a tomar una determinación en mi caso ni en el de otros cubanos que se encuentran también en una situación comprometida. Pero por lo que te ha dicho tu hermana, se ve que han recibido instrucciones de allá últimamente. Enriqueta ya no lo dejará y…
—Si te he visto no me acuerdo, ¿eh? —bromeó Agustín, que ya se disponía a ir a fregar los platos.
José Manuel levanto la vista hasta él, meneó la cabeza y tras una pausa en que se le vio palidecer súbitamente, dijo:
—Os prometo una cosa, y es que, si me ponen en libertad y logro llegar a Cuba, intentaré por todos los medios dar a conocer vuestra situación y la de todos los que se quedan en la cárcel. No faltarán periódicos donde yo pueda hacer una campaña en vuestro favor. Si los demás callan, yo no me callaré. ¡Os lo juro por Dios!
Le brillaban como nunca sus grandes ojos oscuros y le temblaban de emoción los labios y las manos. Agustín, para calmarle, le dio suavemente con la punta del pie.
—Pero si era sólo una broma, hombre…
—Anda, anda, vete a lavar los platos y déjate de bromas, Agustín —de dijo Molina.
Agustín se encogió de hombros.
—Está bien, pero que conste que ha sido una broma, ¿eh? —y se fue un poco malhumorado, cruzándose en la puerta con Gaspar, el cual venía sacudiendo en el aire su plato recién fregado.
Cuando desapareció Agustín, Olivares ofreció tabaco a sus amigos. José Manuel lo rehusó.
—Pero ¿es que no piensas fumar nunca más?
—Por ahora, no, Federico.
—Bien, bien…
Se les acercó Gaspar y les habló en tono confidencial:
—Oigan, esta noche tendremos sesión arriba. Me han avisado mientras fregaba el plato.
—¿Sesión de qué? —preguntó José Manuel.
—De espiritismo, hombre —le respondió Olivares—. ¿Es que no sabías que Gaspar pasa por doctor en ciencias psíquicas?
—¿Qué, qué dicen? —pero Molina hizo un vago gesto para indicarle que no se preocupara y Gaspar continuó—: Es que me gustaría que asistiese alguno de ustedes, Federico, para evitar que los gazaparullos incordien al médium preguntándole bobadas: que si los van a juzgar pronto, que si va a salir el decreto de amnistía, que cómo está su asunto… Como si los espíritus se dedicaran ahora a andar por los juzgados militares… Con esos cotilleos lo único que se consigue es que los espíritus se enfaden y se nieguen a hablar o, como pasó el último día, que un chungón, que también hay guasones entre los espíritus, nos soltase un discurso en inglés…
—¿En inglés? —le interrumpió José Manuel, quien tenía que hacer un gran esfuerzo para no romper a reír a carcajadas.
Pero Gaspar siguió, impasible, con su historia, relucientes los labios de saliva y alargando cada vez más su escuálido cuello:
—Y soltando cuchufletas… Yo, con este oído y en inglés… No me enteré de nada. Y el compañero Nogales, el médium, un médium fenomenal, pasó un mal rato el pobre. Sudaba como si estuviese en un horno, se retorcía y daba golpes con la cabeza en el suelo y, como chillaba tanto, tuvimos que echarle una manta sobre la cara… Estuvimos a punto de asfixiarle. Una pena, aquello fue una pena…
Don Alberto, que se había acercado a la husma de noticias, preguntó con voz gangosa mientras mordía su pipa:
—¡Qué pena, qué pena! ¿Es que han juzgado a Gaspar?
Gaspar estiró su cuello de grulla hacia don Alberto y se lo quedó mirando fijamente:
—¿Qué?
—No, no le han juzgado —intervino Olivares.
—Ah, entonces es un bulo, ¿no? —y, bajando mucho la voz, lo que obligó a Gaspar a llevarse inútilmente las manos a las orejas, siguió hablando don Alberto—: Pues Zaldúa, Planas y otros estaban hace poco discutiendo sobre la alianza de los rusos con los franceses y los ingleses para acabar con el fascismo en Europa. Y un joven, que me parece que ha sido comandante…
—¡Oído! ¡En pie!
Era la voz atropellada de Planas. Los hombres, molestos por aquella inesperada interrupción de la sobremesa, se hicieron los desentendidos, pero la súbita aparición de Von Papen y de otro funcionario a quien apodaban Popeye por su parecido con el popular marino de las películas de dibujos, los puso en pie automáticamente y en silencio. Von Papen, llevando un papel en la mano, fue hasta el centro de la sala mientras que su compañero se situaba junto a la puerta. Por el pasillo, más funcionarios, taconeando apresuradamente, se dirigían a otros puntos, gritando:
—¡Cada cual a su sala!
Los rezagados, entre ellos Agustín, aparecieron corriendo y pasaron a ocupar sus sitios. Se oyeron algunas toses. La prisión, hasta entonces resonante como una inmensa caracola, quedó pronto en silencio, tras de callar los rumores de sala en sala como luces que se fuesen apagando. Cesaron hasta los ruidos de los rancheros en el patio. Por los ventanales sólo penetraba la noche de mayo, tímida, expectante y como atemorizada.
—¿Se habrán fugado los dos «choris» que han ingresado esta mañana?
La pregunta se le escapó a alguien en un levísimo susurro que, sin embargo se oyó claramente, como un indiscreto ruido intestinal. Muchas cabezas se volvieron hacia el punto donde sonó, entre ellas la de Von Papen, que carraspeó pero no dijo nada.
Los reclusos barruntaban una inminente y desconocida amenaza en el aspecto y en la actitud de los guardianes. Los dos se mantenían callados, atentos, vigilantes, como al acecho de una señal o de un peligro. Popeye giraba de cuando en cuando la cabeza en ambas direcciones del pasillo y Von Papen recorría sin cesar con la vista el círculo de rostros en los que se traslucían la ansiedad y el miedo. La situación se fue atirantando agotadoramente durante unos minutos interminables, hasta que, a una leve indicación de Popeye con la cabeza, convenida sin duda con Von Papen, éste dijo en voz alta.
—Los que nombre ahora, que se preparen rápidamente para marchar.
A continuación se encaró con el papel y leyó doce nombres, los doce correspondientes a inquilinos de la sala sobre los que pendía petición de pena de muerte por parte del fiscal. Terminada la lista, uno de los requeridos, un hombre recio, de pelo canoso cortado a cepillo, siempre taciturno y huraño, preguntó a Von Papen:
—¿Con todo?
El funcionario pareció titubear ante la dura mirada inquisitiva de aquel hombre intensamente pálido:
—Cojan la manta —contestó al fin, desviando sus ojos de él.
Aquél, sin embargo, insistió:
—¿También la comida?
—Sí, sí, pueden llevarse también la comida —volvió a contestar Von Papen sin mirarle y añadiendo—: Y dense prisa en salir al pasillo.
Sólo se movían y hacían ruido atolondradamente los elegidos, que cuchicheaban entre sí. En el tenso silencio pudieron oírse algunas de sus palabras:
—Se ha acabado la historia, compañeros.
—¿Es que van a picarnos?
—Lo que no creo es que nos lleven a una fiesta.
—A la mierda entonces.
Los demás, que parecían clavados en el suelo, cruzaban entre sí miradas de zozobra, de angustia y miedo. Mientras, otros funcionarios asomaron a la puerta de la sala.
Abriéndose paso entre sus compañeros inmovilizados de estupor, los doce hombres de la lista fueron saliendo al pasillo, no sin antes despedirse de los que quedaban.
—¡Salud!
El que interpelara a Von Papen, exclamó, bien fuerte:
—¡Hasta el valle de Josafat, compañeros.
Entonces habló Von Papen:
—No tienen nada que temer. Van trasladados a la prisión provincial.
Los funcionarios rodearon en seguida al grupo y así, en pelotón, prescindiendo del acostumbrado orden de las dos filas, marcharon todos en dirección al rastrillo. Apenas sonó éste al cerrarse de nuevo, los de la sala recobraron el movimiento y la palabra. Se deshizo la formación y empezaron a preguntarse unos a otros sobre el destino de los que acababan de desaparecer.
—Dice Von Papen que van a la provincial y la provincial es la prisión de Porlier. ¿A qué van a Porlier?
—Eso quisiera saber yo, ¿a qué?
Molina y Olivares se miraron intensamente, pero antes de poder decir nada hubieron de hacer frente a las preguntas de José Manuel, que no ocultaba su angustia:
—¿Qué, qué os parece esto?
Molina trató de sonreír.
—Hombre, ya lo has oído. Se trata de un traslado.
—¿Piensas tú lo mismo, Olivares?
—¿Y qué otra cosa quieres que piense?
—Entonces, ¿por qué Von Papen no les dijo desde el primer momento que cogieran todo lo suyo?
Federico se encogió de hombros.
—Ya sabes qué clase de bicho es el Von Papen y cómo le gusta hacer sufrir a los presos. A lo mejor, lo que buscaba con ello era dejarnos hechos polvo a nosotros toda la noche.
La sala, entre tanto, había sido invadida por grupos de reclusos procedentes de todos los departamentos de la prisión, que llegaban con la boca llena de preguntas sobre lo mismo. José Manuel, a quien no satisficieron las respuestas de sus amigos, se mezcló entre los diversos grupos a la caza de una información más convincente. Molina dijo entonces:
—Me da mala espina, ¿eh, Federico?
—A mí, malísima. Creo que ha comenzado lo que tanto temíamos.
Entre los invasores de la sala se había deslizado también Toledano, que se llegó a Molina y le sopló al oído unas palabras. Luego, se escabulló entre los grupos que discutían cada vez más acaloradamente, eludiendo preguntas y tirones de mangas.
—¿Qué te ha dicho?
Molina tenía cerrados los ojos. Los abrió de nuevo y después de mirar fijamente a su amigo contestó:
—Los concentran en Porlier para que pasen todos juntos la noche en capilla.
Olivares palideció.
—Quiere decir que al amanecer…
Molina hizo un leve gesto afirmativo y añadió:
—No lo comprendo.
Olivares miró alrededor y vio que hacían esfuerzos por acercárseles Gaspar y don Alberto.
—Gaspar y don Alberto vienen hacia acá —murmuró.
—Pues no hay que decirles nada. Más vale que pasen la noche tranquilos. Ya se enterarán mañana.
—De acuerdo.
Tras un último empujón, aparecieron los aludidos, cogidos del brazo. Fue don Alberto el primero en hablar:
—¿Es cierto que se los llevan para fusilarlos?
—¿Y quién ha dicho eso? —preguntó, a su vez, Molina, fingiendo despreocupación—. Eso sí que es un bulo, don Alberto.
—Es lo que dicen todos.
—Pues por eso es un bulo, ¿no lo comprende?
Don Alberto no supo qué replicar. Mordió la pipa y sonrió, muy aliviado. Entonces intervino Gaspar, dirigiéndose a Olivares.
—Han tenido que suspender la sesión, claro. Y es una lástima porque hubiéramos podido salir de dudas.
—¿Ah, sí?
Pero alguien había empezado a cantar el chotis de la Pepa y su sonsonete prendía rápidamente entre los demás. Olivares y Molina, sorprendidos al pronto, no tardaron en unir sus voces al creciente clamor. Gaspar estiró el cuello y se adhirió también con sus berreos al coro general mientras don Alberto lo tarareaba sin quitarse la pipa de la boca y lo subrayaba con acompasados movimientos de cabeza.
Pepa,
¿dónde vas con tantísimo tío?
Pepa,
que te vas a meter en un lío.
Y es la Pepa una gachí
que está de moda en Madrid
y que tié predilección por los rojillos…
El canto se desparramó por salas y pasillos como una ola sonora que fue creciendo, hinchándose y encrespándose, reventando en las paredes y vertiéndose al exterior por balcones y ventanas. Estallaba atronadoramente en el silencio de la noche y estremecía la vieja arquitectura de la prisión. Era un grito multitudinario de reto y protesta, extraña y absurdamente sometido al compás de una canción verbenera, por lo que quizá se hacía irresistible, convirtiéndose en la respuesta burlona y desenfadada al miedo medular y a la desesperante impotencia que irritaba a los reclusos. Tuvo que sonar insistentemente la aguda trompeta tocando a silencio para que los cantores empezaran a bajar el tono y pudieran oír luego las apremiantes y rabiosas órdenes de los pálidos y aturdidos guardianes, que corrían de sala en sala gritando:
—¡Silencio! ¡Silencio!
A sus gritos se unieron los de los jefes de sala y el vocerío se quebró bruscamente, en seco, como si hubiesen enmudecido a la vez todos los hombres. Sucedió un profundo silencio, igualmente estremecedor.
—¡Cada uno a su sala! ¡Cada uno a su sala! —ordenaron entonces los guardianes, crispando sus manos sobre las culatas de sus pistolas.
Lo presos, sin darse cuenta muchos de ellos de lo sucedido, obedecieron dócilmente y pronto quedó restablecido el orden.
Se formaron colas en los retretes, comenzó la difícil tarea de tender las mantas en el suelo y de distribuir los puestos para dormir, se nombraron las imaginarias, y el miedo, ahuyentado poco antes por el ruido y las voces, tornó a apoderarse del corazón de aquellos hombres, como vuelve la oscuridad cuando se apaga la luz.
Zaldúa, cercano a Olivares, susurró a éste:
—Nos han puesto contra la pared, pero no por mucho tiempo. Ya lo verás. Se esperan grandes acontecimientos en Europa.
—Ojalá —dijo Olivares por todo comentario, y siguió haciendo su cama.
—Por una noche al menos dormiremos más anchos— bromeó alguien.
Martínez Vega, desde el otro extremo de la sala, dejó oír su voz.
—¡Cállate!