VI

Al remate, nos rendimos,

sin sol ni luna en el cielo…

La sucia lámpara eléctrica que luce encima de la puerta impide que amanezca en el calabozo y no percibimos el resplandor de la mañana hasta que salimos al corredor para ir a los lavabos. Las mujeres se han aseado ya someramente y esperan en corros, de pie o sentadas en sus petates. Las mayores callan, abstraídas en sus preocupaciones. En cambio, las jóvenes colman de risas y parloteo la galería. Ni los guardias, con toda su adustez y malhumor, han podido acallarlas, y han tenido que rendirse ante su zumba maliciosa. Aún huele a lecho plural y a nocturnidades íntimas. Es primero de mayo, primero de mayo de mil novecientos treinta y nueve. ¿Es posible que sea hoy primero de mayo? Pues lo es, sin duda, aunque parezca mentira, aunque sea tan diferente de aquellos otros…

(Bandadas de muchachos y muchachas esparcidos por los alrededores campestres o montañeros de cualquier ciudad o villa importante. Visten de blanco y se tocan con el gorrito, en forma de merengue, de los marinos yanquis. Van y vuelven cantando letras ingenuamente burlonas o agresivas, rematadas casi siempre por el absurdo estribillo:

¡Ay, chíviri, chíviri!

¡Ay, chíviri, chíviri, cho!

En algún lugar, otros jóvenes aprenden la instrucción militar bajo las órdenes de algún sargento u oficial del ejército. A pesar del aire conspirativo y revolucionario de tales concentraciones, se diría más bien que se trata de excursionistas domingueros aficionados a jugar un poco a la revolución en vez de representar historias de policías y ladrones, aunque alguna vez, como en cierta tarde madrileña, ya de vuelta a la ciudad, alguien, se dijo que una aristócrata muy conocida, disparase desde un coche contra ellos y matase a Juanita Rico.

—A mí me dan náuseas, Federico, estas juerguecitas campestres —dice un joven libertario—. En primer lugar, esta fiesta es nuestra, de los anarquistas. Nosotros la celebramos de otra manera. Nos reunimos para discutir puntos doctrinales o programas de acción, para oír conferencias de los compañeros más experimentados y solventes, o para recordar a los mártires de Chicago, que así es como debe ser, y no con estas mojigangas a que son tan aficionados nuestros marxistas de pega. ¿Y para esto se han apoderado de nuestra fiesta, que no es una fiesta, sino una conmemoración? Ya veremos lo que hacen los del chíviri cuando llegue la hora de la verdad.

—¿Crees que llegará pronto?

El joven libertario tiene una mirada fría y pungente. Sus finos labios son como los bordes de una herida fresca. Es inflexible y vive sólo para su idea, para su alucinante aventura revolucionaria. Ama con absoluta entrega. Decide con rigor y sin miedo. Se llama Cruz y debe de ser temible.

—¿Y tú qué piensas?

—No sé.

—Pero ¿es que no hueles ya a chamusquina, Federico?

No fuma. Odia el alcohol. Su novia, libertaria como él, estudia el bachillerato y es la que enarbola la bandera rojinegra en las manifestaciones.

El anochecer es rumoroso y cálido el día primero de mayo de mil novecientos treinta y seis. La luz se desmaya de cansancio en los confines del horizonte. La paz de los campos y la pereza del mar en calma se desploman sobre la ciudad y la arropan suavemente.

Cruz me mira y sonríe difícilmente.

—Yo creo que son las ganas —digo.

—Claro, vosotros, los pestañistas…

—¿Qué?

—Tranquilo, hombre. Ya sé que sois buenos, pero llegáis tarde, Federico. El tiempo de las contemplaciones ha pasado. ¿Qué puede esperarse después de Lerroux y de Gil Robles? ¿Quieres que nos quedemos con Azaña para siempre? —Vuelve a reírse con dificultad y añade—: No, compañero. Están los marxistas, que van a lo suyo. Y estamos nosotros, que sabemos lo que queremos.

Es la hora en que las novias se preparan para asomarse a las rejas con un ramo de jacintos o de nardos en el pelo, pálidas y exigentes en la oscuridad.

—¿Qué, qué es lo que queréis?

—La revolución.

—¿Cuál?

—La nuestra, hombre. Supongo que vosotros la aceptaréis y la apoyaréis, ¿no?

Si sois capaces de hacerla…

—Ya lo verás. ¿O es que lo dudas?

—Es que no veo la cosa tan sencilla. Vuestros proyectos me parecen demasiado simples.

—Fíjate en que todo lo importante es simple: el cambio de las estaciones, el rodar de los astros, el nacer y el morir… Tú eres un intelectual y lo complicas todo.

—Está bien, y ¿cuándo crees que caerá la breva?

Piensa un momento, los ojos perdidos en los últimos grupos de excursionistas que regresan.

—Depende. ¿Un año más? Tal vez dos, pero puede que no tarde tanto.

Pasa un grupo de jóvenes, con camisa azul y corbata roja, cantando la Internacional, y Cruz comenta:

—Están verdes. No saben nada de nada.

—¿Y vosotros?

Se queda serio, chispeando sus ojos verdinegros.

—Nosotros sabemos que tenemos que morir. ¿Te parece poco?

—Hombre, todos estamos de acuerdo en que la muerte es la única verdad que no admite dudas.

Sí, pero los demás no cuentan con ella. Nosotros sí.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que nos da lo mismo que la muerte venga antes o después, si el antes es a causa de la revolución, ¿comprendes ahora? Yo prefiero morir luchando por la revolución a vivir cincuenta años más, para morir finalmente como vivo ahora.

—¿Y tu novia piensa lo mismo?

—Claro.

—¿No os queréis?

—¿Seríamos novios si no? Nadie nos obliga a ello.

—Pero ¿no sería más deseable vivir muchos años para amaros?

—En una sociedad como ésta no vale la pena. Nos desmoralizaríamos, nos cansaríamos el uno del otro, uncidos, arreados, con los hijos a cuestas. Mira alrededor y verás que es eso lo que pasa. En cambio, en nuestra sociedad libertaria, seremos libres, en amor y en todo…).

En el cuarto de lavabos, rezumante, maloliente y frío, hay que guardar cola para todo. Hay quien da saltitos o se retuerce para contener la apremiante exigencia de sus intestinos o de su vejiga. Algunos, que no pueden resistir más, orinan alrededor del que aligera el vientre sobre la taza turca, salpicándole. Agustín y José Manuel nos guardan sitio en la cola de los lavabos mientras que Molina y yo se lo reservamos a ellos en la de los retretes. Digo a Molina:

—Al ver a todos estos tan despreocupados, al parecer, de lo que los aguarda, nada menos que un consejo de guerra, me ha venido a la memoria el recuerdo de otros primero de mayo, especialmente el del año treinta y seis.

—Apunta para otro sitio, coño —protesta alguien, encolerizado.

—Perdona, hombre. Es que no podía aguantarme más.

—Qué perdona ni qué leche. Lo que hace falta es tener mejor puntería.

Molina fuma y me da un cigarrillo.

—Así —me dice— se defiende uno mejor contra los malos olores. —Cuando enciende el cigarrillo prosigue—: Me había olvidado ya del día que es hoy. Sí, aquellos primero de mayo…

—En la tarde del último, en el del treinta y seis, conocí a un joven libertario que se llamaba Cruz. Hablaba de morir por la revolución como si tal cosa. ¡Quién nos hubiera dicho entonces que estábamos a menos de tres meses del estallido de la guerra! Ni él, con todo su optimismo y toda su impaciencia, podía sospecharlo.

—Es verdad —asiente Molina pensativamente—. ¿Te acuerdas de aquella litografía que generalmente ocupaba un testero en las bibliotecas de los ateneos libertarios y en la que aparecía un reloj cuyas agujas señalaban el postrer minuto anterior a la hora de la revolución? Pues ya ves: después de tantos años de estar esperando que sonase, las campanadas de la revolución nos pillaron desprevenidos… —Hace una pausa y me pregunta—: ¿Y qué fue de aquel joven libertario?

—Murió el mismo 19 de julio en un tiroteo.

Le llega su turno para ocupar el retrete y callamos. Agustín, por su parte, ya se ha lavado la cara y viene a sustituirme. Y yo corro al lavabo.

Los últimos se ven apremiados a terminar rápidamente. Algunos salen abrochándose los pantalones y otros escurriéndose los cabellos y la cara con las manos. Casi a empellones nos meten de nuevo en los calabozos que alguien, en nuestra ausencia, ha baldeado. El piso del nuestro está húmedo, y sentimos frío. Molina propone que paseemos en fila india para desentumecemos, y empezamos a dar vueltas y vueltas hasta que José Manuel se detiene, mareado. Los demás hacemos alto también y nos quedamos muy juntos, de pie en un rincón, arropados con nuestras mantas. Ninguno tiene ganas de hablar. Agustín está pálido, terroso, de desfallecimiento. José Manuel, el más débil de todos, es también el más abatido. Para mí que llora por dentro. En realidad, es casi un niño. Cubano, católico, poeta e indiferente en política, ¿qué hace aquí? Además, tiene una hijita. ¡Pobre José Manuel! Molina es otra cosa. Molina es un veterano. Ha pasado por la cárcel en varias ocasiones, siempre por delitos políticos y sociales, y está acostumbrado a todo esto. Suele decir que la cárcel es descanso entre dos combates. Quiere mucho a su mujer, pero ella está avezada a estos contratiempos. ¿Y yo? Bueno, yo soy un novato y este episodio significa para mí una experiencia interesante… siempre que no dure mucho. Y la verdad es que tengo miedo. No es una huelga lo que hemos perdido ni estamos aquí por una algarada de más o menos. No. Hemos perdido una guerra a muerte, y eso es grave, muy grave. Lo peor de todo es que entre tantos odios, rencores, violencia y muerte, se ha perdido el respeto a la vida humana. ¿Y quién nos defenderá? La derrota se ha llevado las organizaciones, los partidos y los sindicatos. Antes, cuando un revolucionario iba a parar a la cárcel, sus compañeros y correligionarios podían actuar en su favor desde fuera. La Prensa y los oradores se ocupaban de él. Había movimientos de opinión que reclamaban su libertad. Le defendían buenos abogados en los tribunales y diputados adictos en el Congreso. Él y su familia eran socorridos económicamente. Podía convertirse en héroe. De hecho, casi todos los dirigentes políticos han pasado por el noviciado de la cárcel. Pero ahora… Nadie puede preocuparse por nosotros, porque tiene bastante cada cual con preocuparse de sí mismo. Estamos solos. Y, a pesar de ello, la mayoría de los compañeros no quieren darse cuenta del peligro que nos acecha. La gente prefiere tomar a broma la situación. Espera la amnistía. Hala, todos a la calle.

Aquí no ha pasado nada. Borrón y cuenta nueva. ¡Viva Franco! ¡Viva España! Y otra vez a empezar. Ni siquiera se toma en serio la pena de muerte. La llaman la Pepa. Al principio, también se reían de la guerra. La Pepa es como el café de Mola, como los desfiles por la calle de Alcalá, como las excursiones de los primero de mayo… Verbena. Pura verbena. Pero esto no es una verbena. Claro que no…

De pronto, los ruidos del corredor nos sacuden y espabilan. Órdenes. Toses. Advertimos que son evacuadas las mujeres por el rumor de sus pasos y de sus sordos adioses. Sigue un silencio y, a continuación, percibimos el chirrido de algo metálico que es arrastrado por el suelo y el de las puertas girando sobre sus goznes. Cruzamos entre nosotros miradas interrogantes, pero permanecemos mudos, a la expectativa. Pasan así unos minutos y, luego, suena la llave en la cerradura de la puerta de nuestro calabozo. Nos erguimos. Es abierta la puerta y, en su marco, vemos primeramente una caldera humeante. Después, dos guardias y un hombre con un cazo en la mano.

—¡El café! —dice un guardia—. ¡Rápido!

Ya Agustín ha sacado del talego los platos de aluminio y nos los reparte. No es café, por supuesto. Es una agua negra, ligeramente edulcorada, que, como está caliente, nos reconforta. La bebemos con tanta ansia que no nos damos cuenta de que han desaparecido los guardias, el ranchero y la caldera y se han olvidado de cerrar la puerta. Agustín, que es el primero en apurar su ración de aguachirle, se asoma con precaución y luego nos hace señas para que nos acerquemos. El largo corredor está vacío y las celdas han quedado abiertas tras el reparto del desayuno. Los demás prisioneros asoman también la cabeza y nos preguntan con la mirada lo mismo que nosotros quisiéramos saber. El silencio nos contiene a todos, y, cuando los guardias abren la última celda, uno de ellos se vuelve para gritarnos:

—Salgan y formen en filas de a dos. Pero dejen en las celdas las mantas y todo lo demás. ¡Rápido!

Obedecemos apresuradamente y empezamos a hablar.

—¿Adónde nos llevarán? —nos preguntamos todos, unos a otros.

—Las mujeres nos dijeron que nos sacarían para ir a juicio.

—¿Pero así, sin más ni más?

—Y yo qué sé.

Más preguntas y respuestas incongruentes:

—¿De qué cárcel venís vosotros?

—¿Es verdad que piden la Pepa por nada?

—¿Habéis visto qué valientes son las gachís?

—Habla bien, coño. Son compañeras.

—Y de la amnistía ¿qué?

—¿De la amnistía?, ¡leches!

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Que no sé nada, hombre.

—Pero se rumorea.

—Lo dice todo el mundo, es verdad.

—¿El qué, lo de la amnistía?

—¿Es que estamos hablando de fútbol?

—También dicen que te ponen la Pepa en broma, pero que luego te fusilan de veras.

—¡Qué van a fusilar!

—Entonces, ¿por qué ponen la Pepa?

—Porque son unos cachondos, compañero.

—Unos cachondos, ¿eh?

—Claro. Tienen que hacer algo para meternos el resuello en el cuerpo. Pero de ahí no pasan, ya lo verás…

Un guardia grita:

—¡Silencio!

Entonces cuchicheamos. Molina me dice:

—Yo creo que nos llevan a algún sitio donde podamos hablar con nuestros defensores.

José Manuel rompe su largo mutismo:

—¿Queréis que se lo pregunte a un guardia? Yo creo que es lo mejor para salir de dudas.

Y antes de que podamos contestarle se separa de nosotros y se dirige al encuentro de los guardias. Le vemos detenerse ante uno de ellos, saludarle con el brazo extendido y hablarle.

No podemos oír lo que dice ni lo que le contesta el guardia, pero, tras repetir el saludo fascista, vuelve a donde nos encontramos y nos informa:

—Amigos míos, de aquí vamos a consejo de guerra.

El más desconcertado es Molina.

Los guardias nos ordenan marchar en dos filas. Abren la puerta de barrotes de hierro y salimos al gran pasillo por donde llegamos la noche anterior. Yo voy emparejado con Molina, que parece sumido en penosas cavilaciones. Los demás callan también y observan.

La luz de la mañana me deslumbra al principio y luego despierta en mí una tumultuosa, efervescente sensación de vida que casi me ahoga. La sangre se atropella y derrama calor por todo mi cuerpo. Siento el golpeteo del corazón y cómo se me templan las cuerdas viriles. Se me han olvidado el cansancio y el hambre de una noche turbia, y subo la escalinata con la misma ligereza y el mismo alborozo con que, en otras circunstancias, he corrido por una playa o he trepado, con viento fresco de frente, por la ladera de una colina. Pronto cumpliré años. Tal día bailábamos en la azotea de mi casa hasta que se hacía de noche, y Aurora era mi pareja de toda la tarde. A veces, apretaba su cuerpo contra el mío con tal fuerza que, en algún momento, ella se quejaba dulcemente de que no la dejaba respirar. Yo le besaba las mejillas acaloradas y, con el pretexto de decirle algún secreto al oído, le mordisqueaba los carnosos lóbulos de las orejas. Su rostro ardía todo el tiempo como una lámpara de tibios y rosados resplandores. Cuando abría sus ojos para mirarme desde el fondo de sus entrañas conmovidas, aparecían húmedos y enturbiados. Era un largo y delicioso suplicio que continuábamos por la noche, en su ventana, entre besos y silencios.

Hacemos un alto. ¿Qué pasa? De frente viene otra columna de hombres como la que formamos nosotros. La dejamos pasar y después seguimos hasta detenernos finalmente ante una gran puerta cerrada. Nos encontramos en una galería a la que asoman otras grandes puertas, ante cada una de las cuales aguardan largas filas de hombres y mujeres. Por entre las formaciones de los reos se mueven los guardias y también algunos curiosos que no se atreven a acercársenos, pero que nos envían con la mirada mensajes de simpatía y adhesión.

De pronto se abren las puertas y se nos ordena entrar en la sala que hay tras ellas. Es una sala de audiencias, con estrado y asientos para el público. Está vacía y huele intensamente a aire viciado. Su luz es gris y polvorienta. Inmediatamente percibo una bocanada de tristeza y desolación, y toda la plétora visceral que sentía momentos antes se me apaga. La sangre se me aquieta y el corazón se agazapa a la defensiva. En cambio, en mi cerebro se encienden todas sus luces.

Nos hacen sentar. Yo lo hago en el primer banco y quedo entre Molina y José Manuel.

—No me gusta nada esto, Federico —me dice José Manuel.

—Tampoco me gusta a mí —le contesto.

Molina sigue ensimismado y Agustín se entretiene en mirar alrededor como si curioseara en un campo de fútbol. Echo yo también una ojeada en torno y veo que los reos ocupamos dos filas de bancos y que cierran el cuadro varios guardias. Detrás, aparecen algunos curiosos, cinco o seis, diseminados entre los asientos para el público.

El juicio comienza inmediatamente. Por las puertas de estrados entran varios hombres uniformados. A su aparición se nos obliga a ponernos en pie y, cuando los jueces han tomado asiento, nos manda que tomemos asiento. El presidente declara abierta la audiencia pública, con voz carrasposa, y en seguida entra en funciones el relator, que lee algo, poco, y en tal forma que apenas si entendemos que se trata de un relato de tropelías, crímenes y responsabilidades gravísimos. Mi nombre y los de mis amigos suenan mezclados con otros, pero no puedo discernir cuál es la parte que nos toca a cada uno en el reparto. Inopinadamente termina la lectura y en el silencio que sigue revolotean las preguntas entre los reos. Y ahora, ¿qué?, nos decimos con los ojos Molina y yo. Y nos decimos también ¿qué quiere decir esto? Y no nos respondemos nada. Es el presidente el que nos contesta:

—La acusación tiene la palabra.

Y el fiscal empieza:

—Con la venia.

Todo es tan apagado, tan susurrante, que me parece un sueño. Hemos llegado hasta aquí tranquilamente, sin que nadie nos haya increpado, maldecido o insultado en el camino, y sin que nadie tampoco haya abogado por nosotros. No nos ha sido posible adoptar una actitud gallarda. ¿Ante quién, contra quién enardecernos? Hubiera sido ridículo. Nos hemos deslizado rodeados de silencio, indiferencia y frialdad. A pesar de todo, en el 93 de Francia cabía la satisfacción de ser protagonista de una tragedia cuando, entre gritos e insultos, arrojaban a uno a la barra del tribunal revolucionario. Era víctima, sí, pero una víctima que podía revolverse y pelear frente a la acometida de los adversarios. Fouquier-Thienville acusaba con elocuencia siniestra, desde luego, pero era una elocuencia resonante, llena de grandes palabras, en una sala caldeada por la pasión de un público enfurecido. Era una gran representación de cara a la posteridad. Y el reo tenía también ocasión de lucirse. Podía gritar, despreciar, acuñar frases. Los reos entraban en la Historia clamorosamente. Así lidiaron con la muerte los girondinos, y Dantón, y Desmoulins, y tantos otros, reaccionarios y revolucionarios, víctimas y verdugos, inocentes y culpables… ¿Y nosotros? Miro al fiscal y lo veo lejano, desvanecido. ¿Qué es lo que está diciendo?

—Los hechos expuestos, que resultan probados, son constitutivos de un delito de adhesión a la rebelión exactamente tipificado en los artículos 238 y 239 del Código de Justicia Militar en relación con el bando declarativo del estado de guerra, debiéndose estimar por el Consejo como concurrente la circunstancia agravante de perversidad y trascendencia de los hechos, a que se refiere el artículo 173 del mismo cuerpo legal…

Hace una pausa. ¿Contra quién se dirige el fiscal? Molina y yo nos miramos otra vez y siento que José Manuel me da un suave codazo. En la sala hay un silencio de desván. Pienso que no hay nadie. ¿Y si todos fuéramos únicamente fantasmas? Los del tribunal yacen reclinados sobre los respaldos de sus sillones. Y ese joven rubio sentado a la izquierda del tribunal, ¿quién es? Apenas levanta la vista del papel que tiene delante. Vuelve a hablar el presidente con su voz de tabaco:

—Ahora, vayan poniéndose en pie a medida que los nombren.

Hace una seña al fiscal y éste continúa.

¿Qué? ¿Mi nombre? ¿Pena de muerte? Me pongo en pie inconscientemente. No me tambaleo. Ni siquiera me tiemblan las piernas. Eso sí, me parece que floto. Soy ingrávido. Me han levantado las miradas que me punzan por detrás, por delante, por los lados… Si siguen empujándome, llegaré a dar con la cabeza en el techo… Pero el presidente paraliza mi ascensión con un movimiento de su dedo índice y empiezo a bajar, a bajar y bajar hasta quedar otra vez sentado. Automáticamente. Ahora hay como un gran disco luminoso ante mí, que gira y gira mientras oigo otros nombres: Molina, José Manuel, Agustín…, y muchos más. El disco luminoso se aleja por el aire hasta perderse de vista y tras él aparece un campo herido por las explosiones de los obuses y las bombas. Es una llanura árida, sin confines, salpicada de embudos siniestros. Se ven esparcidos por ella innumerables cadáveres de soldados con las manos crispadas y los rostros vueltos hacia arriba. Una gran multitud de combatientes desharrapados, macilentos y silenciosos, entre los que me encuentro yo, marcha penosamente, a rastras casi, hacia el confuso horizonte, desde cuyo fondo avanzan hacia nosotros una gran nube de polvo y un estruendo ensordecedor. Nos detenemos despavoridos, y entonces vemos surgir de la polvareda la figura de un joven rubio que monta en pelo un nervioso caballo blanco. Jinete y cabalgadura flotan en la luz y aumentan de volumen a medida que se nos acercan. En la expresión de mis compañeros advierto un resplandor de asombro y de esperanza. Suena una voz:

—La defensa tiene la palabra.

En Molina resplandece la esperanza.

José Manuel parece en éxtasis.

Agustín se ha quedado con la boca abierta.

El resto de los compañeros, grises, inmóviles, aguarda sin respirar.

El jinete rubio empieza a hablar sin mirarnos y el aire se lleva sus palabras antes de que podamos oírlas; pero, súbitamente, cesa el viento, se desvanece la polvareda, se oscurece el horizonte, el caballo se transforma en una silla de madera, y oímos:

—… pido para los acusados la pena inmediata inferior.

Otra vez estamos en la sala de audiencia y el silencio se desploma sobre nosotros. El joven rubio nos mira tímidamente. Nos miran también los jueces. Y nosotros miramos al joven rubio y a los jueces. ¿Qué ha pasado? ¿Qué está ocurriendo?

—¿Tiene algo que alegar alguno de los procesados? —pregunta el presidente con su voz de tabaco.

¿Alegar? Yo alegaría. Sí, pero ¿qué? ¿Contra quién? Tendría que alegar contra la derrota, única causa de que yo esté aquí. Pero ¿cómo voy a echar en cara a los ganadores su victoria?

No digo nada. Nadie alega nada. En vista de ello, los jueces se ponen en pie y a nosotros se nos grita la orden de hacer lo mismo. ¡En pie! Después, los jueces desaparecen por la puerta de estrados y nosotros salimos de la sala de audiencia formados en filas de a dos.

El sol me deslumbra otra vez al pisar la galería. Tenemos que abrirnos paso entre las filas de los que aguardan su turno para ser sometidos a la prueba que nosotros acabamos de pasar.

—¿Qué, muchas Pepas? —preguntan los que esperan.

—La tira —contesta alguien entre nosotros.

—Esto no puede ir en serio —comenta Molina—. Yo creo que se trata, ni más ni menos, de un paripé para aplacar a las víctimas de nuestra zona.

—Paripé o no —dice Agustín—, tengo entendido que el fiscal ha pedido nuestras hermosas cabezas.

—Sí —replica Molina—, pero es cosa que entra en el juego.

Yo sólo digo:

—Y ahora ¿qué?

Los guardias no nos impiden hablar, pero nos obligan a acelerar el paso. Mientras descendemos por la escalinata no hago más que repetirme a mí mismo la pregunta: Y ahora ¿qué? Es como si me encontrara de pronto en un paraje desconocido, en un cruce de sendas cuyas direcciones ignorara, y estuviese solo, y no supiera nada. Porque en este momento he olvidado todo y se interpone una polvareda que no me permite ver ni recordar lo que he dejado atrás en mi vida ni tampoco lo que aún puede haber delante de mí. Soy incapaz de razonar.

—No te sulfures, ni te moltures ni te tortures —oigo decir a Agustín.

—¿Estaremos locos? ¿Seremos víctimas de una broma o de un mal sueño? Porque ¿cómo puede seguir bromeando Agustín?

—Esto es apocalíptico, sicalíptico, apodíctico…

—Vayamos por partes… —empieza a razonar José Manuel.

Ah, sí. Ahora recuerdo. Pero ¿de verdad me dijo Aurora una noche …?Prométeme antes que no te enfadarás, porque, si no, no te lo digo. Pues claro que te lo prometo, mujer. — Bien, Federico. Me han echado las cartas, ¿sabes? Yo no quería, pero se puso tan pesada la gitana… Ya sabes cómo son. Me comprendes, ¿verdad? — Naturalmente que sí, Aurora. ¿Y qué te ha dicho la gitana? — Cosas buenas y malas, más buenas que malas. Pero no te las voy a contar todas. Te diré una sola: que dentro de treinta años nos veremos reunidos en esta misma sala mi madre, ya vieja; tú, con el pelo casi blanco, y yo, un poquito, bueno, un muchito más gorda.

Gitanerías, zalemas para obtener una limosna sin pedirla descaradamente. Bobadas. ¿Cómo puedo creer ahora que viviré tanto tiempo? Acaso no me queden ni horas de vida. Quizá esta misma noche…

—Hay que tener en cuenta —arguye Molina— que vamos a ser muchos, muchísimos, los juzgados y condenados, y que… Pero yo sólo tengo una preocupación, y cuando penetramos en el sombrío corredor de las puertas ferradas, me pregunto a mí mismo, sin darme cuenta esta vez de que hablo en voz alta:

—¿Y adónde nos llevarán desde aquí?

Estamos ante la puerta de nuestro calabozo. Mis compañeros enmudecen y yo no me contesto porque la respuesta me horroriza.

Cuando de nuevo quedamos encerrados en el calabozo, observo que mis compañeros acusan un gran cansancio. Olivares, sentado frente a mí, fuma en silencio, con los ojos cerrados. José Manuel se ha cubierto la cabeza con la manta. Es Agustín, como siempre, el que aparece menos afectado. Tal vez las emociones le provoquen el apetito, porque se sujeta en la oreja el cigarrillo sin encender, coge el talego de las provisiones y me hace una seña como invitándome a comer o pidiendo mi consentimiento, ya que soy el único que permanece alerta, para echar un bocado. Le hago un signo negativo con la cabeza y él se encoge de hombros como si no comprendiese mi inapetencia. Luego, abre el saco y contempla lo que contiene: media gallega, un trozo de queso y algunas onzas de chocolate. Parece que duda. Vuelve a mirarme de reojo y yo hago como que estoy abstraído en mis cavilaciones, pero no dejo de espiarle con disimulo. Agustín presume de comilón. Le he oído decir que una vez se apostó a que se comía treinta bocadillos con sus respectivas cañas de cerveza, y que ganó la apuesta. Según cuenta, padeció en su infancia síntomas de epilepsia y una curandera recomendó a sus padres que sólo lo alimentasen con fruta y verduras. Naturalmente, tenía que ingerir grandes cantidades de forraje para poder sostenerme. Se me curó la epilepsia, sí, pero se me dilató el estómago. Lo tengo como un saco y he de llenarlo siquiera una vez al día con lo que sea, pues, de lo contrario, me desmorono, suele repetir. Y parece cierto, porque cuando está en ayunas se le desencajan las facciones, le tiembla la barbilla, se le enronquece la voz y su rostro adquiere una tonalidad terrosa, color de cadáver según Federico. También presume de agudo, de ser un poco cínico y despreocupado. Federico le toma el pelo, a veces, diciendo que las salidas de Agustín son tan agudas como las puntas de un colchón. Pero es inteligente, de rápida comprensión y posee una excelente memoria. Se sabe discursos enteros de Azaña, de Prieto y de Pestaña, y conoce los nombres de todos los jugadores de fútbol que ha habido y que hay en los equipos federados españoles. Es entendido en tauromaquia y puede citar de corrido la lista de los mejores lidiadores, con las fechas de sus nacimientos y muertes, como asimismo la filiación de los toros que adquirieron triste celebridad como homicidas. Me da vergüenza seguir espiándole y cierro los ojos. Vamos a ver qué ha ocurrido. No hay duda de que el fiscal ha pedido para los cuatro la pena de muerte. Bien. Pero, ¿hay que tomar el resultado al pie de la letra? Pese a lo mal que leía el relator, yo he entendido muy bien que a nosotros no se nos complica en ningún hecho criminoso, lo que quiere decir que nos aplicarán la norma que han venido pregonando: el que no tenga manchadas las manos de sangre o robo, no tiene nada que temer. Eso está bien. Claro es que nos van a cobrar de algún modo nuestra participación en la guerra. Sí, nos mandarán a algún campo de trabajo cierto tiempo. Iremos a formar parte de las brigadas encargadas de reconstruir los puentes, las carreteras y los edificios destruidos… Seremos jornaleros sin jornal. En el fondo, un castigo político. Olivares me echa muchas veces en cara mi optimismo, pero es que no puede ser de otra manera… Nadie pretendió el 18 de julio cometer un crimen. El que más y el que menos se lanzó a la calle para salvar al país. ¿Que se mezclaron bajas pasiones y que éstas llegaron a extremos pavorosos? De acuerdo. Aquí y allá se mató por venganza, por odio y por fanatismo y, en muchos casos, ni por eso, sino simplemente por la morbosa complacencia de matar, como los cazadores. ¿Por qué el asesinato tiene para algunos tan irresistible atractivo? Es un misterio. Ese mismo misterio que empuja a un hombre a violar a una mujer. Porque ¿cómo se puede gozar de una mujer poseyéndola a la fuerza cuando basta un simple gesto de desgana o de resignación en ella para que se nos afloje el deseo? Pues se viola. Y hasta se violan niñas. ¿Qué nos pasa a los hombres? Pues que en el fondo continuamos siendo bestias o que, al menos, nos queda todavía dentro una gran parte de bestia sin domar. De Perogrullo. De Perogrullo será, pero se nos olvida. De ahí lo peligroso que resulta siempre provocar una guerra. Es abrir la esclusas y decir ¡Mata!, ¡Mata!, ¡Mata!… ¿Qué importa cuándo y cómo mate? ¿Cómo se puede juzgar entre una muerte y otra? ¿Es lícito despanzurrar a un grupo de enemigos con una bomba de mano o triturarlos con la cadena de un tanque, e ilícito fusilar a un grupo de prisioneros? ¿Por qué? Se puede juzgar y fusilar a un enemigo y, sin embargo, está prohibido fusilarlo sin el trámite de un juicio cuyo resultado está ya previsto. Un soldado descubre que otro soldado de enfrente busca un lugar solitario para aliviar una necesidad fisiológica, lo enfila con su fusil y espera a que se quede quieto y tranquilo, tal vez pensando en la carta que acaba de recibir de su novia o en la partida de naipes con sus compañeros que ha dejado interrumpida, y entonces dispara y lo mata. ¿Esto no es también un asesinato? Si asesinato es ametrallar a unos cuantos hombres indefensos junto a una cuneta o a las tapias de un cementerio, ¿por qué no ha de considerarse lo mismo, o peor, descargar bombas ciegas sobre una ciudad? ¿Dónde está el límite entre el homicidio justo y el injusto? ¿Cuándo se puede matar y cuándo no? Pero, ¿es que existe el homicidio justo? Y en una guerra civil aún resulta todo esto mucho más indescernible. Un hermano está en un bando y otro hermano en el contrarió. Padre e hijo combaten bajo banderas irreconciliables. Lo que para unos es meritorio, para los otros constituye delito, y viceversa. ¿Cuál de los hermanos tiene derecho a matar, es al padre o es al hijo a quien le está permitido hacerlo? ¿Quién de aquéllos o de éstos es el asesino y cual el héroe? Además, muchos están en uno o en otro bando por razones geográficas tan sólo. A nadie se le permite escoger. Ah, si se les deja escoger, lo más probable es que la mayoría no se decida por ninguno de los bandos contendientes. ¿Entonces? Entonces, ah, entonces… ¿No estaremos ante un monstruoso crimen colectivo? Si es así, todos los que toman parte en una guerra civil son matadores, porque se puede ser matador de muchas maneras: apretando el gatillo, o consintiendo, tolerando, alentando y glorificando a los que lo aprietan. Ello quiere decir que en una guerra civil todos somos culpables. Tiene razón Olivares cuando dice que la guerra es una herencia a la que no podemos renunciar. Naturalmente, sus valores y créditos son para los ganadores, y a los perdedores les toca cargar con sus deudas. ¡Los perdedores! Los hay entre los que ganaron como hay ganadores entre los que perdieron. Así no es posible deslindar bien los campos. No sabernos ni quién es verdaderamente culpable ni quién es verdaderamente perdedor. ¿Y yo? Responsable sin duda alguna. Llevo quince años trabajando por la revolución: huelgas, campañas de Prensa, mítines, asambleas, manifiestos… He vivido para la revolución. Gracias a mí y a otros muchos como yo, los explotados y los humillados han comprendido su condición de víctimas en una sociedad injusta. Gracias a mí y a otros, muchos han sido capaces de rebelarse contra ella y, en la primera ocasión, no han dudado en destruirla. Como han podido. Como han sabido. De mala manera. Atropelladamente. Sin éxito. Hemos fracasado. Responsables: nosotros, yo. ¿Y Olivares? Menos. ¿Y Agustín? Mucho menos. ¿Y José Manuel? Nada. Yo soy el más responsable. Comprendí, a los pocos días de estallar la guerra, que la revolución se nos escapaba. Pero ya era tarde. Olivares llega a Madrid diciendo: Vengo de Málaga y Cartagena y no me gusta nada de lo que he visto allí, porque no hay un orden revolucionario, porque la guerra lo corrompe todo, porque no existe espíritu creador, porque no se parece a lo que yo tengo leído de la Francia del 89 y de la Rusia del 17. Estoy confuso, porque sin revolución las masas no son capaces de hacer la guerra y con revolución no es posible ganar la guerra. ¿Qué me dices tú? Que ya verás lo que hay por aquí. Igual. Pero no tenemos opción. Treinta y dos meses de lucha sin opción. Ahora, claro, responsable. No hay salida. Es decir, que no hay opción tampoco ahora. ¿Perdedor? De momento, sí. A la larga, no. El desarrollo histórico es incontenible y nosotros marchamos a su aire. Eso es lo que importa. Lo verdaderamente descorazonador, desesperante, sería quedarse sin fe, sin viento en la velas. Y ése no es nuestro caso. A esperar. Rosario está acostumbrada. No tenemos hijos. No tenemos nada fuera de nosotros. ¿Qué nos pueden quitar? Nada, porque tampoco el deseo sexual es gran cosa ya para nosotros. ¿Separados? Es doloroso, pero soportable. Ya volveremos a estar juntos. Lo único que importa es que Rosario no se desmoralice. Y que estos compañeros míos tampoco se desmoralicen. Olivares aguantará bien. Es un idealista. Un romántico. Y no tiene mujer ni hijos. Le queda mucho futuro y él lo sabe. A Agustín le salva su inconsciencia. No es más que un muchacho y no flaqueará. José Manuel es diferente. Le esperan en la calle una mujer joven y una hijita. No siente nuestras ideas. No le importan mucho. No le importan nada. Habrá que sostenerlo. Es sensible a la amistad y muy inteligente. Poeta y casi un niño. Tendremos que arroparlo, mimarlo… El hecho de que le hayan condenado junto con nosotros y a la misma pena indica que estos juicios no tienen más objeto que dar una satisfacción espectacular a los familiares y amigos de los asesinados en esta zona. Así se calmarán y luego… ¿Cómo se puede condenar en serio a un hombre como José Manuel? ¿Por cubano y católico y por haber estudiado en El Debate? Si es por haber sido redactor de un periódico durante la guerra, ¿cuántas penas de muerte tendrían que aplicarme a mí, que he sido su director? Que no, que no puede ser… No hay que asustarse. Necesitamos paciencia, eso sí, mucha paciencia. Paciencia y barajar… Hay que ver lo que nos guarda la vida… Yo, ferroviario, factor, tenía que haberme resignado a vivir con poco más de cuarenta duros al mes. Y como yo, miles. ¿No te conformas? Mi padre se conformó, ¿y qué? Miseria, miseria y miseria. Yo, al menos, he hecho lo que he podido, por mí y por los demás. Y aquí estoy, condenado a muerte, en un calabozo, tan tranquilo. Bueno, tranquilo… Sí, tranquilo. Porque, de todas maneras, si llegaran a ejecutar la sentencia, ¿qué? Condenados a muerte estamos todos desde que nacemos. Claro que yo no quisiera morir ahora. Eso de los balazos en frío… Pero no, que no. Que no puede ser, hombre. ¿Eh? Parece que se rebullen mis compañeros. Sí, Olivares me mira muy sonriente.

—¿Dormías? —me pregunta.

—Pensaba, que no es lo mismo.

—Entonces hablabas solo.

—¿Qué he dicho?

—Nada. Movías la cabeza.

—¡Ah!

—¿Y qué?

—Nada importante.

Federico vuelve a sonreír.

—Ojalá aciertes.

Agustín, por su parte, zarandea suavemente a José Manuel.

—¡Eh! ¡Eh!

José Manuel se descubre la cabeza y nos mira. Tiene los ojos enrojecidos. ¿Habrá llorado? Pero no.

—Chicos, me he quedado dormido —se excusa.

—Pues eres un tío con toda la barba. Hace falta mucho valor para dormirse tan despreocupadamente después de un consejo de guerra en que le han pedido a uno el cuello.

—No es valor, Federico —se defiende José Manuel, casi ruborizado—, es sueño lo que hace falta. Y yo tenía mucho.

¡Caramba! Ya está Agustín sacando otra vez los platos. Este hombre no piensa más que en comer. Dice:

—Pues a mí no me ha dejado dormir el hambre.

—¿Qué hora es? —pregunto.

Olivares se palmotea los muslos y se pone en pie.

—Y cómo quieres que lo sepamos dentro de esta mazmorra y sin reloj —se estira y añade—: Puede ser cualquier hora. Para mí ya han pasado días, tal vez semanas, desde el consejo de guerra.

El caso es que comparto esa sensación. Me encuentro cansado, muy cansado, y ahora mismo no sé por dónde anda el tiempo. ¿Cuánto duró el consejo de guerra? ¿Un minuto? ¿Un día? ¿Tres años? Pero ¿ha tenido lugar o es sólo un sueño? A lo mejor es que va a sonar el toque de diana de un momento a otro. A ver si es que sueño que estoy soñando… A ver, a ver qué dice Agustín.

—¿Es que no oís el ruido de la caldera? Es señal de que nos van a dar un rancho. Eso es lo importante y no la hora.

Y nos reparte los platos. Cojo el mío y me pongo en pie inconscientemente. José Manuel y Olivares han hecho lo mismo y ya estamos los cuatro en fila. Sí, se oye el chirrido de la caldera al ser arrastrada por el pasillo. Y el ruido de las llaves en la cerradura… Escuchamos quietos, callados, como hipnotizados. Ahora me doy cuenta del vacío de mi estómago, de la flojedad de mis músculos. Estoy desfallecido, desinflado. De buena gana me dejaría caer al suelo. Me quedaría dormido instantáneamente, creo, porque me pesan los párpados y me parece que floto. Pero hay que comer antes. Sin apetito. Sí, sin apetito. Tengo que vivir. Eso es: resistir, aguantar… Vaya, ya están aquí. ¡Hala, el cazazo! Casi se me cae el plato con el peso violento del condumio. ¡Dios! Pero hay que tragar… Paciencia, hermano, paciencia. Y, ahora, a comer. ¡Uf! Huele mal, pero sabe peor. ¿Cómo harán este comistrajo que ni los cerdos comerían? Mejor es no pensarlo. Nos sentamos en el suelo. Hasta Olivares ataca las lentejas sin remilgos. Si no fuera por los palitroques… Agustín sorbe el caldo ruidosamente. José Manuel cierra los ojos y engulle sin respirar. Claro, es conveniente no respirar hasta que la bola cae en el estómago. Así no se gusta. Es lo que hace Federico también. Me mira por encima de la cuchara y sonríe. Ah, pero le da una arcada. ¡Coño, cómo se domina! Le lloran los ojos, pero él sigue. ¡Hay que vivir! Hasta rebaña el plato, anda. Acabamos en un santiamén. Ya podemos respirar hondo. Nos miramos como después de una pelea, jadeantes. Únicamente Agustín se relame. ¿Será posible? Pues lo es.

—¿Le metemos también mano a esto? —y señala el fardel donde quedan nuestras últimas provisiones.

Olivares propone.

—Podéis hacer lo que queráis, pero yo creo que lo más prudente es reservamos eso para cuando no podamos aguantar más.

José Manuel es de la misma opinión. Sin embargo, solicita comerse media onza de chocolate para quitarse el gusto a sebo rancio de las lentejas. Y así se acuerda. La media onza de chocolate es nuestro postre. A mí me sabe a gloria. La rechupeteo.

—Quién inventaría el chocolate —comenta jocosamente José Manuel.

—Un tío grande —dice Agustín—. Más grande que Ramón y Cajal.

Luego, el cigarrillo. Andamos escasos de tabaco y partimos un «Ideal» para cada dos.

—Si tuviera ahora un «Faria», sería más feliz que el Guerra —se lamenta Agustín.

Fumo de prisa. No puedo más. Me siento tan a gusto… El fiscal… Se me borra la cara del defensor… ¿Tiene usted algo que alegar?

Ahora son ellos los que duermen. Hasta Olivares. Sí, parece que al fin ha caído Federico, aunque es posible que abra de pronto los ojos y me mire. Él es así, el más alerta siempre entre nosotros. El de ideas más realistas. A veces molesta su modo implacable de juzgar nuestra situación. No nos engañemos, hemos de pagar, estamos solos y nadie se preocupa de nosotros, hay que hacerse a la idea de que no hemos perdido una huelga sino una guerra y que esto es muy grave… Olivares tiene una mentalidad lógica, rigurosa. Al grano, al grano, menos palabras y al grano, las palabras nos emborrachan… Razona con absoluta frialdad, pero luego es capaz de actuar apasionadamente. ¿Un romántico? No del todo. El amor que no es acompañado de la posesión de la mujer, es una calentura, una especie de gripe. Y se ríe de Molina cuando éste le recita «Los motivos del lobo», de Rubén. Eso no es poesía, Molina, desengáñate, eso es pura sensiblería facilona, es poco más que una fábula de Samaniego. ¿Materialista? Tampoco. Dice siempre que lo importante es la vida, el hombre, pero que sin imaginación no es posible vivir. Hay que poner imaginación en todo. La vida es el fuego, pero la llama que, además de calentar alumbra, es la imaginación. Sí, este Federico Olivares es una extraña mezcla de realismo y fantasía. Por eso tal vez es el que más me convence de todos. Cuando ataca es demoledor y, cuando se defiende, ataca. ¿Un luchador? No lo sé, pero a mí sus palabras ánimo, José Manuel, ánimo, que todo esto no va contigo, me tranquilizan siempre. Yo creo que Olivares es, sobre todo, un carácter. Eso: un carácter. Y resulta muy consolador tenerlo al lado de uno en estas circunstancias. Porque Molina es bueno, sí, pero demasiado sentimental y, a veces, demasiado infantil, demasiado crédulo, y tiene menos cultura que Olivares. Molina es más blando, mucho menos enérgico. Molina se hace querer. Olivares se hace respetar. Son completamente distintos. Y Agustín… Bueno, Agustín es demasiado joven y un poco bárbaro todavía. Tiene talento, eso sí, pero carece de sensibilidad. Todavía no se ha enterado bien de lo que nos ocurre. Si pudiera comer y fumar todo lo que apetece, lo pasaría muy bien. Los tres me miran como si fuese yo un niño. Los tres me quieren como a un hermano pequeño. No se dan cuenta de que yo sí me doy cuenta de que me consideran como un estorbo en esta situación. Y, verdaderamente, es así. Pero me ofende que me tengan por un extraño. Soy su amigo. Durante la guerra fueron muy buenos conmigo y eso yo no puedo olvidarlo, porque sabían de sobra que yo no compartía sus ideas, y me respetaban y me defendían. Ya sé que yo no debería estar aquí. Tampoco ellos. Ahora conozco muy bien sus ideas y si algún defecto tienen es que son irrealizables por desgracia, porque son hermosas. Yo soy demasiado egoísta para sacrificarme por los demás hasta el punto de profesarlas íntegramente. Además, tengo a mi hijita y a mi mujer, que me esperan y que son lo primero para mí en el mundo. Yo sería feliz con ellas. Nada más que con ellas. Y tengo a Dios. Y ellos no tienen hijos ni esperan nada de Dios. Son más pobres y desvalidos que yo. A mí no me harán nada, me soltarán cualquier día y podré reunirme de nuevo con Dorita y con Enriqueta. Pero ¿qué será de mis amigos? Tal vez los maten. ¡Dios mío! ¿Cómo puedes consentir que los sacrifiquen? Otros han sido sacrificados también injustamente. Miles. Aquí y allá. ¡Qué pavorosa matanza entre hermanos! ¡Qué estúpida matanza! ¡Qué odiosa matanza! ¡Qué inútil matanza! Y tú, Dios mío, ¿hasta cuándo vas a permitir que continúe esa locura fratricida? Salva, al menos, a estos amigos míos. Duermen tranquilamente. Molina hasta sonríe. Y me da horror pensar que puedan ser fusilados el próximo amanecer o en otro amanecer cualquiera. ¡Fusilados! ¡Atravesados a balazos! Pero eso no puede ser. ¿O es que tú también, Dios mío, te has quedado ciego y sordo? ¿O es que tú también, Dios mío, eres partidario como dicen los curas? A ti te mataron. Pero tú eras Dios. Estos son solamente hombres. No puedes permitirlo, tú, el Dios de los pobres, el manso cordero, el que perdonó a la adúltera, el que arrojó del templo a los cambistas, el que despreciaba a los fariseos, el que prefería dejar abandonadas a las noventa y nueve ovejas buenas para ir en busca de la oveja perdida, el de la ley del amor. No puedes permitirlo. Yo te prometo… ¿Qué puede complacerte más? ¿Que renuncie a todo lo superfluo, que dedique el resto de mi vida a defender tu causa? ¿A cumplir a rajatabla los mandamientos? ¿A morir, si es preciso, por ti? Pues te lo prometo. A ver, ¿a qué puedo renunciar ahora? No tengo nada. Sí. Puedo renunciar al tabaco. Pues ya no fumaré más. Me privaré de todo aquello que no sea imprescindible para vivir. Hasta reprimiré mi amor por Enriqueta y trataré de convencerla para que ella participe voluntariamente en el sacrificio. No gozaremos, como hasta ahora, sin medida ni miramientos. No. No me acaricies de esa forma, Enriqueta. ¿Que te acaricie yo? Perdóname, Enriqueta, pero yo prometí a Dios… ¡Cómo me gusta tu cuerpo desnudo! Cúbrete, cúbrete. ¡Por Dios santo, Enriqueta! Tápate los pechos. Y no te des la vuelta. No. Ya no me pararé a medio camino para que tú me digas sigue, sigue… ¡No! ¿Que qué me pasa? Que tengo sobre mí la vida de mis amigos. Pero, Enriqueta… Y ahora, ¿cómo huir de todo esto? No quiero, no quiero. ¡Quietas, manos! Está lloviendo y hace frío. Es un camino cubierto de nieve. Y me espera Dorita pequeña. ¿No me das un beso? Soy papá. ¡Es inútil! Tengo que levantarme. Así y ahora… Aquí, en este otro rincón. Las paredes de cemento están sucias de esto. De prisa. No puedo más. ¡Enriqueta! Sólo esta vez… ¡Dios mío, Dios mío! ¡Enriqueta! ¡Ay, Enriqueta mía, mía, mía…! ¡Mía! No tengo remedio. Soy débil y miserable. Pero tengo que reprimirme. ¡Sí! Me doy asco. Enriqueta mía… Y yo que te prometí, Dios mío… Pero lo cumpliré, lo cumpliré. No quiero que los maten, Señor. Ten piedad de mí y de ellos. A sentarme otra vez en el suelo. Cansado. Asqueado. Quieto. Tranquilo. Que no sospechen mis amigos lo que acabo de hacer… ¡Qué vergüenza! Tiene razón Olivares cuando insinúa que soy un sensual. Lo soy, lo soy, por desgracia. O por suerte. ¡Yo qué sé! Pero tengo que luchar contra ello. De firme. Porque si no… Sí, ahora me encuentro flojo y arrepentido. Lo malo es que cuando me entra ese temblor y empiezo a ver y a recordar…

—¿En qué piensas, José Manuel?

¡Ah! Es Federico. ¿Se habrá dado cuenta…?

—¿No has dormido, Olivares?

—Sí, un poco.

—Pues estaba pensando en… eso de la Pepa. Sí.

Se sonríe. A saber de qué se sonríe.

—Yo también. Me quedé traspuesto pensando en lo grotesco que resulta el nombrecito. Y, al despertarme, se me ha ocurrido que debiéramos hacer algo así como un himno a la Pepa. En cachondeo. ¿Qué te parece?

—Hombre, no estaría mal.

—Con música de chotis, por ejemplo, ¿eh?

—¿Y por qué no lo intentamos y así nos distraemos?

Ya han conseguido despertarme, leche. Con lo a gusto que me encontraba yo en el limbo… Y son José Manuel y Olivares los que arman el jaleo. Se ríen. Y hasta parece que cantan… Es por la Pepa. ¡La Pepa! Pero mejor es no pensar ahora en ella y seguir durmiendo. Así, con los ojos cerrados y quietecito. Olivares dice que es un buen recurso para agarrar el sueño ponerse a contar imaginariamente ovejas negras. Puede que tenga razón. Este Olivares es un tío cojonudo. Si no fuera por ese aire de profesor que tiene a veces… Da gusto con él por lo claro que lo ve todo. No se entusiasma tan fácilmente como Molina, ni se hunde como José Manuel. Es el más sereno y el más consciente de todos nosotros. Si nos llevan contra la pared, Olivares será el único capaz de hacer una frasecita para la posteridad .Compañeros, cumplamos como hombres nuestro destino de hombres. Compañeros, ésta es nuestra última lección. O algo por el estilo. Tiene mucha literatura en la cabeza. Si yo hubiera leído siquiera la décima parte que él… Hasta cuando va y me dice: «Agustín, tus agudezas son como las puntas de un colchón», y se ríe un poco de mí, me cae simpático. Es un jodido, pero un buen compañerete. Yo iría con él a cualquier parte. Y también con Molina, claro, porque Molina es bueno como el pan. No falla. Y siempre tiene disculpas para todo y una frase amable en cualquier momento, y ayuda al que sea, y nunca se da importancia por nada. Y es cariñoso. Yo le quiero como a un hermano. Y a José Manuel también le quiero, pero como a un hermano pequeño. José Manuel es un cachondo triste y más vago que yo, que ya es decir. Si la misma Enriqueta me lo ha contado muchas veces: éste, en cuanto no tiene nada que hacer ya se está metiendo en la cama y pidiéndome que le haga compañía. Si siempre le hiciera caso, ya se habría consumido como una vela. Veremos cómo aguanta esto de la Pepa. Porque es flojo, eso sí. Todo lo que tiene de cachondo lo tiene también de miedica. Veremos, veremos… Porque a mí esto de la Pepa no me da muy buena espina, que digamos. Todo lo fantástico que se quiera, pero me han reunido unos jueces, han hablado un fiscal y un defensor, bueno lo del defensor sí parece una broma, y nos han echado una pena de muerte para algo, digo yo. ¡Hostias! No es para reírse como están haciendo estos cabrones ahora. ¿Quién dice que no nos saquen de aquí y nos lleven junto a las tapias del cementerio del Este? Eso es lo que yo quisiera saber. Te pegan cuatro tiros y después, ¿qué? Reclamaciones al maestro armero, recluta. Y se acabó. ¡Hum! No vale decir que uno no ha hecho nada, que uno ha sido un gilipollas toda su vida. ¿Qué culpa tiene uno de que sea delito ahora lo que antes no lo era? Pero ¿a quién se lo dices, Agustín de mi alma, eh? Aquí no hay maestro armero. Ahora lo que hacen falta son avales. Digo, si nos dan tiempo a buscarlos por ahí como sea y no nos apiolan antes.

No quiero ni pensarlo. No he matado a nadie ni he visto fusilar tampoco a nadie, pero me figuro que debe de ser un trago… ¡Dios, qué trago! ¡Apunten! ¡Fuego! ¿Qué pasa después? Yo soy Agustín, el mejor amigo de Agustín y, cuando Agustín termine, quiere decir que yo y mi mejor amigo, que somos el mismo, ya no seremos nada. Se dice muy bien, pero… Nada. A pudrirse en una zanja y ya está. Anda, pasa hambre y fatigas, ten ilusiones, no te aproveches de una amiga, lucha por el bien de todos, moléstate en leer y aprender, protesta por las barbaridades que hacen algunos, juégate el tipo por otros y jódete muchas veces para eso, para ir a criar malvas.

—Pero, Agustín, ¿para qué te metes en líos, hijo?

—Mire, señora Engracia, este servidor tiene una cabeza para algo. Y también un corazón que no es una patata. Quiere decir que pienso y siento algo. ¿Comprende, señora Engracia?

—Pues piensa en mí y quiéreme a mí, que soy tu madre.

—Pero, madre, ¿es que no te quiero y te respeto?

—Sí, pero…

—No seas egoísta. También hay que pensar en los demás. Porque, vamos a ver, ¿de quién vivimos nosotros? De los pobres, ¿no es así? ¿O es que viene algún marqués a vendernos o a comprarnos alguna prenda? Claro que no. Son los pobres, madre, los pobres. Pues tenemos que luchar junto a ellos, porque ésta es una guerra de los pobres contra los ricos o de los ricos contra los pobres, y para el caso es lo mismo. Y es en todo el mundo, madre.

—Bien, como tú digas, pero estáte quietecito en casa. ¿O es que piensas ganar tú solo la guerra?

—Claro que no. Pero si todos hiciesen lo mismo, ¿qué sería de ellos? No, hay que dar la cara. Ayudar. Y tú sabes que es así. Si viviera mi padre, me daría la razón…

—Es que estamos muy solos en el mundo, hijo mío.

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero no hay que pensar en lo peor. No me va a tocar la bola a mí precisamente.

Pues me ha tocado, por lo que se ve. A ver si puedo soltarla y que siga rodando. Pero tengo que decírselo bien claramente a mi madre. Bueno, señora Engracia, ha llegado el momento de espabilarse. Tienes que buscarme avales. ¿De quién? La verdad es que no hay fascistas en mi barrio. Allí todo es UGT y CNT y algún republicanillo. Como no sea Valeriano… Sí, el hijo de don Valeriano, el comandante retirado por la ley de Azaña, el que se fue a combatir a la sierra con una columna de milicianos de la FAI y que luego se pasó a los fachas, según dijeron. Valeriano, sí, madre, aquel chico de mi panda. Desapareció del barrio cuando corrieron rumores de la traición de su padre. A lo mejor vive. Y, si vive, lo más probable es que esté con éstos y hasta puede que sea un mandamás de los de ahora. Yo le di un aval de las juventudes sindicalistas. A ver si se acuerda. Él era un buen chico entonces. Claro que ahora es diferente y nadie quiere saber nada, pero no recuerdo ningún otro nombre. Dí muchos avales, sí, muchos, demasiados tal vez, quién sabe, pero se me olvidaron los nombres de los tipos… Bueno, es imposible dormir. Éstos siguen con su matraca. ¿Qué es lo que hacen? Anda, si están cantando…

—¡Eh! ¿Se puede saber por qué no dejáis dormir a las personas decentes?

También Molina ha abierto los ojos. Olivares sonríe. Este jodío Olivares.

—Perdona, hombre. Es que entre José Manuel y yo hemos compuesto un himno a la Pepa.

—¿Un himno a la Pepa? —Molina tampoco comprende.

—¿Qué, qué? ¿Qué clase de himno es ése? ¿Os parece que tenemos pocos himnos ya en España?

José Manuel parece muy contento.

—Sí, uno más —dice—, pero éste es nuestro. Y con música de chotis.

—¡Huevos!

Ésta sí que es buena. Un himno a la Pepa con música de chotis, puro cachondeo. Está visto que en este país todo es cachondeo porque la guerra tuvo mucho cachondeo y ahora…

—¿Se lo cantamos? —propone José Manuel a Olivares.

—Vamos allá.

—¡Qué tíos! Y lo tienen escrito de verdad en el cuadernillo de José Manuel… Y lo cantan muy serios…

Es la Pepa una gachí

que está de moda en Madrid

y que tié predilección por los rojillos.

Pepa,

¿dónde vas con tantísimo tío?

Pepa,

que te vas a meter en un lío.

Y es la Pepa una gachí

que está de moda en Madrid…

Hombre, pues está muy bien. Se pega al oído.

—¿Qué, lo cantarnos los cuatro? La letra es bien fácil —dice José Manuel, más contento que un chico con zapatos nuevos.

Y tan fácil. Lo cantamos a grito pelado:

Es la Pepa una gachí

que está de moda en Madrid

y que tié predilección por los rojillos.

Pepa,

—¡Silencio!

Y suenan, a la vez, unos golpes autoritarios en la puerta de nuestro calabozo. Debe de ser un guardia. Nos miramos, expectantes, y dejamos de cantar. Sigue un largo silencio.

—Claro, han debido de oírnos hasta en el cuerpo de guardia —dice Molina.

Olivares se mete conmigo:

—Ha sido por culpa de la voz de barítono de Agustín.

—¿Ya la has tomado otra vez conmigo, Federico?

—No, hombre, es que hay que decir algo.

—Ya.

—No tienes sentido del humor, Agustín —insiste—. En realidad, les fastidia que cantemos. Ellos querrían oírnos llorar o gemir.

—Naturalmente.

—Pues ahora vamos a cantar por lo bajo otra letra que se le ha ocurrido a José Manuel con música de tango. ¿A la una, José Manuel?

Y canta con sordina:

Por un hijo de puta

cuatro sindicalistas

se buscaron la ruina

delante de un fiscal.

Los condenan a muerte,

pero ellos se sonríen

pensando que las cosas

aún tienen que variar

y que si no varían

no hay más que palmar.

Ya sé que ahora

vendrán caras extrañas

fingiendo indultos

que están en el alero.

Todo es mentira.

Nos matarán primero

y luego, acaso, indultarán.

—¡Estupendo! —y Molina aplaude sordamente.

A mí también me ha gustado.

—Si nos llevan a dar el paseo, tenemos que cantar hasta que se nos corte la respiración —propone Federico—. ¿Qué os parece?

Molina se encoge de hombros. Yo digo:

—Mejor sería no tener que cantar en esas condiciones, ¿no?

—Por supuesto, pero si llega el caso, que no lo creo, sería la mejor forma de hacerle un corte de manga a todo esto como despedida —dice Molina, mirándonos sucesivamente a todos. Luego nos quedamos en silencio hasta que pregunto:

—¿Qué hora será?

—Tarde —contesta Olivares y me retruca—: ¿Es que ya tienes hambre otra vez, Agustín?

Siempre, pero ahora lo que más me aprieta es la sed.

En efecto, me doy cuenta de pronto de que tengo sed, mucha sed. Mis labios y mi garganta están secos. También tengo hambre, porque el hambre no me abandona desde hace años, pero lo que yo quisiera ahora es beberme una docena de cañas de cerveza bien fresca.

—¿Qué tal nos vendría una cañita de cerveza? —bromeo.

—¡Cállate!

—¡Cállate!

—¡Cállate!

Los tres han coincidido. La cerveza tiene algo de chavala, de melena de chavala rubia… Los tres chascan la lengua. Están tan sedientos como yo. A mí no me importaría ducharme en frío con tal de poder tragarme unos buches de agua. ¡Y dale con la sed! Habrá que pensar en otra cosa.

—¿Un cigarrito? —propongo.

Olivares y Molina aceptan sin mucho entusiasmo, pero José Manuel dice:

—Paso.

Partimos por medio los «Ideales» y nos entretenemos en liar nuestras pajitas. Es un modo de pasar el tiempo. A mí, la primera chupada me sabe mal. Y es que tengo como goma en vez de saliva en la lengua.

—¿Adónde nos llevarán desde aquí y cuándo? —pregunta Olivares mientras expulsa una bocanada de humo.

Nadie contesta de momento. Nadie quiere contestar, se ve. Y ¿si nos llevan directamente al cementerio del Este para pegarnos allí cuatro tiros a cada uno? Lo digo en voz alta y Molina me replica:

—No puede ser tan pronto, hombre. Tendrán que darnos algún plazo para poder apelar.

—¿A quién? —pregunto.

—Hombre, ¿no hay un Tribunal Supremo de Justicia Militar?

—Supongo.

—Pues al Tribunal Supremo de Justicia Militar.

No sé cómo se llevan estas cosas, pero me parece muy razonable la opinión de Molina. ¿Por qué no? Olivares no hace ningún comentario, tal vez por no amargarnos más aún la espera, pero no parece muy convencido. Fuma en silencio, como abstraído. Sobre José Manuel parece que se ha derrumbado una sombra espesa. A ver si se nos hunde ahora… Hay que cantar, aunque sea en voz baja. Empiezo:

Por un hijo de puta

cuatro sindicalistas…

Y cantamos todos. Al principio, mecánicamente; luego nos animamos mirándonos, sonriendo… Nos divierte. Nos ahuyenta las preocupaciones, aquello en que no queremos pensar. José Manuel es quizá el más aliviado. Cantamos y cantamos. Repetimos varias veces las dos letras. Por fin cedemos y poco a poco, como si se nos hubiera consumido toda la mecha, volvemos a nuestro silencio y a nuestra taciturnidad. Entonces dice bruscamente Olivares:

—Una cosa hay cierta y es que Molina, Agustín y yo quisiéramos estar en el pellejo de José Manuel.

José Manuel se estremece, sorprendido:

—¿Por qué?

—Toma, porque tú eres el que tienes más probabilidades de escapar de esta trampa. Te pondrán de patitas en la frontera, ya lo verás.

José Manuel sonríe, halagado. Hasta se sonroja un poco.

—El que está en peor situación soy yo, por mis antecedentes y por mi cargo de director del periódico —y añade Molina—: Vamos, que por mí no se puede dar ni un real en este momento.

Y se ríe. Es verdad. Si la cosa se pone fea, a él le tocará la peor parte. Así lo reconoce Olivares, que dice:

—Y después, yo. Luego, a mucha distancia, Agustín.

Y es así.

—Y no lo digo por presumir —agrega Olivares.

Siento la sed como una bola de harina atravesada en la garganta. Voy a tener que llamar al guardia… Bueno, ¿habrán asaltado por fin las cárceles anoche? Lo pregunto.

—Y cómo vamos a saberlo estando encerrados aquí?

—Tienes razón, Molina.

Agua, agua, agua. ¡Agua!

—¿Qué, no habéis oído?

Si, también ellos han percibido el mismo ruido que yo y guardan silencio. Fuera, en el pasillo de los calabozos, suenan voces y portazos. Inconscientemente nos ponemos en pie los cuatro. Una angustiosa incertidumbre se apodera de mí y me parece que también de mis compañeros. ¿Qué pasará ahora? No se oye el chirrido de la caldera del rancho. Se me ocurre una idea:

—¿No será un reparto de agua?

Mis compañeros ni me miran. Sólo escuchan. Los tres tienen abierta la boca, como peces fuera del agua.

—¡Salgan con todo lo que tengan!

Es una orden. Nos miramos. Murmura Molina:

—Nos trasladan. Seguro.

—¿Adónde? —inquiero.

Pero nadie me contesta. El rumor de las voces ha crecido fuera. Se abre la puerta de nuestro calabozo. Es un guardia, que repite:

—Salgan con todo lo que tengan.

Obedecemos rápidamente. Como no puedo resistir más tiempo la sed, corro, seguido de mis compañeros, a la sala de lavabos, que ya han invadido los demás presos. Hay que ponerse en cola. Cuando me llega el turno para beber, pongo mi cara bajo el chorro. El agua me corre por la cara y la sorbo a borbotones. ¡Qué gusto, madre! Me hincho. Alguien, impaciente, me empuja, pero yo me agarro al lavabo con todas mis fuerzas y sigo bebiendo hasta que oigo el glo-glo del líquido en mi estómago. Entonces corro a otra cola y, mientras espero mi turno, cazo al vuelo trozos de preguntas y respuestas:

—¿Yo? La Pepa. ¿Y tú?

—Nada más que treinta años.

—Coño, enhorabuena.

—¿Adónde nos llevan?

—He oído decir a un guardia que nos devuelven a las cárceles.

—A saber. Yo estoy mosca.

—Toma, y yo. Estos cabrones son capaces de apiolamos esta misma noche.

—No diría ni que sí ni que no.

—Yo no me he enterado de nada de lo que han dicho en el consejo.

—¿Tampoco de la pena?

—Me parece que han sido doce años y un día.

—¿Es que eres camisa vieja?

—¡Leches!

—Pues más vale que no preguntes. No te jode… Doce años y un día, y dice que no se ha enterado de nada.

Todos aparecemos nerviosos, atolondrados, excitadísimos. ¡Atiza! Olivares se ha puesto a mear contra la pared. Y también Molina. Bueno se va a quedar esto cuando nos marchemos. Una letrina. Pues yo no espero más. Aquí mismo, en medio del corro. Cualquiera sabe cuándo podremos vaciar la vejiga otra vez. Hombre, ya están los guardias metiéndonos prisa… Vamos, vamos, rápido. Salimos a trompicones y a trompicones formamos en dos filas. Aparecen aún algunos rezagados con los pantalones caídos o secándose la cara con pañuelos…

—¡Silencio! ¡De frente!

José Manuel marcha a mi lado. Detrás, Molina y Olivares. Vamos en el centro, aproximadamente, de la formación. José Manuel parece un gorrión mojado. Suda miedo. Yo también. ¿Volvemos, de verdad, a la cárcel? Encontramos guardias armados a todo lo largo del recorrido y en la calle percibimos un ostentoso despliegue de fuerzas. Siento cómo, al andar, el agua me hace glo-glo en el estómago. Es ya de noche y el ambiente es cálido. Ahí tenemos los camiones… Pero están ya ocupados todos ellos hasta rebosar. Nos mandan hacer alto. Nos agrupan y nos cuentan. Mientras, caen las trampillas de los camiones y empiezan a saltar a tierra sus ocupantes. Por lo visto es el relevo. Otro rebaño. Otra cola. Más pretendientes a la mano de la Pepa. Más de ciento, ya lo creo. Claro, los hacen formar y, hala, para adentro.

—Mira: Martínez Vega. Y Gonzalo. Y Cantero también —dice tras de mí Olivares.

Es cierto. Y más caras conocidas. Ha empezado a funcionar la noria, se ve. Pues les ha caído buena a los jueces… Tendrán que darse mucha prisa si quieren terminar antes de que llegue la amnistía. A ver… Ciento al día, hacen tres mil al mes, treinta y seis mil al año. Pongamos treinta mil al año, por los descansos. ¿Cuántos seremos los presos en Madrid? ¿Cien mil? Pongamos sesenta mil. Necesitan dos años, pues, para pasarnos por consejo de guerra a todos. ¡Ya está bien! Dos años funcionando como una máquina de hacer chorizos… ¿Qué hacen ahí esas mujeres enlutadas? Se han camuflado con crucifijos y medallas en el pecho… Se acercan a los guardias. ¿Por quién preguntarán? Por algunos presos, familiares suyos, seguramente. Sí. Bueno, andando, al camión. Ah, las mujeres enlutadas. Nos miran. ¿A quién buscarán? Parece que intentan acercarse más a nosotros y que los guardias lo impiden. ¿Cuándo aprenderán los guardias a tener corazón? ¡Bestias! Pero ¿qué dicen esas mujeres?

—¡Asesinos! ¡Canallas! ¡Malditos rojos!

—¡Atiza! Si es contra nosotros. Coño, si pudieran, nos despedazarían. ¡Vaya unas señoras! Y yo que las había tomado por compañeras… ¡Qué patinazo!

¿Qué te parece, José Manuel?

—Increíble, espantoso.

Subimos al camión. ¿Que no caben más? Vaya si caben. Más. Más. ¿Ya? Bueno. Nos meten como a sardinas en lata. Todo el mundo gruñe, pero nadie protesta. ¿Qué adelantaríamos con protestar? En marcha.

—¡Las tías putas esas…! —masculla alguien.

En efecto, la actitud de esas mujeres, inesperada, nos ha dejado atónitos, primero, y nos ha hecho estremecer de pavor, después. ¡Qué explosión de odio! Si ése es el ambiente que nos rodea… Si cayéramos en sus uñas, seguro que serían capaces de sacarnos la piel a tiras. Nadie habla, y yo siento otra vez el gorgoteo en el estómago a cada salto del camión sobre el adoquinado. Estamos pendientes de la ruta que seguimos. Pronto, sin embargo, se aclara la cosa. ¡Volvemos a la cárcel! ¡Menos mal! Se nota el alivio que esta evidencia produce en todos, porque los viajeros se rebullen y empiezan a bromear. Pero hay uno que apunta:

—¿Y si volvemos a la cárcel sólo para dejar en ella a los que no tienen la Pepa?

Puede ser, claro, y esta suposición vuelve a hundirnos en el silencio lleno de temores. Yo quiero pensar en otra cosa. Sí. Es la primera vez que entro en un prostíbulo. Me falta un real para el duro que cuesta en esta casa estar un rato con una mujer. A ver si me echan… Estoy sentado en el recibidor. Hay hombres aquí que esperan lo mismo que yo. Entra una mujer, se levanta un hombre y desaparecen los dos por un pasillo. ¿Cuándo me tocará a mi la vez? ¿Qué tendré que decirle para que no me rechace? Porque éstos y ellas ya se conocen y no se dicen nada. Pero yo… Las idas y venidas se suceden y al fin me quedo solo. ¿Me voy? ¿Me quedo? ¿Qué hacer? Pero si me voy… La verdad es que se me han quitado las ganas. Me voy. No. Alguna vez tienes que empezar, Agustín. Mira quién está mirándote. Me tiemblan las piernas.

—¿Vienes, rico?

Es a mí. Y me sonríe.

—Me falta un real para el duro, ¿sabes?

Ríe más. No me gusta esta mujer; pero ¿quién se atreve a decírselo? Yo la querría más no sé cómo y menos no sé qué. Pero ya no hay tiempo.

—Anda, vamos, guayabín.

Me ha llamado guayabín. ¡Guayabín! ¡Ja! Está medio desnuda y me siento de pronto envuelto en el calor y en los olores que despide su cuerpo. Cierro los ojos y trato de abrazarla, pero ella se me escurre.

—Después, después, rico.

Luego, me coge de la mano y me lleva. Yo pensé que esto sería diferente… Cuando entramos en la alcoba, cierra la puerta y se quita el quimono y los sujetadores. No está mal de cuerpo, pero tiene los pechos caídos.

—Soy maña, ¿sabes? Y me llaman «la Maña». Te lo digo por si vienes otro día y quieres ocuparte conmigo.

Y se sienta en una especie de palangana.

—Y limpia como los chorros del oro, ya lo ves.

Y se enjabona el vello… Yo miro para otro lado. La colcha de la cama es amarilla con ramos muy brillantes. Hay un espejo sobre la cabecera. Y otro en el techo, y los dos están empañados, sucios.

—Eres novato, ¿verdad, chaval?

—¿Quién, yo? Vamos, anda.

—Bueno, hombre, bueno. Pues no te quedes ahí pasmado y desnúdate. Tengo que lavarte. La higiene es lo principal. Por eso a esta casa la llaman «la higiénica», ¿comprendes?

El camión se detuvo ante la cárcel y una voz de mando hizo que los presos descendieran de él:

—Vamos, de prisa.

Esa vez no había nadie esperando en la calle. Por toda ella se extendía una pastosa oscuridad en la que abrían su blanca pupila algunos tristes faroles. Los presos respiraron aire libre por última vez y cruzaron el umbral del gran portalón. En el vestíbulo, donde los acogió el familiar olor a rancho, a retretes y a transpiraciones humanas, advirtieron un nerviosismo y una expectación inusitados en guardianes y ordenanzas, que habían acudido allí en gran número y los contemplaban con una mal disimulada curiosidad. Toledano se encargó de ordenar su formación y, al pasar a la altura de Molina, murmuró quedamente:

—Toda la cárcel sabe ya que traéis la Pepa.

Molina, asombrado, le preguntó, silbando las palabras y sin mover los labios:

—¿Y cómo?

Pero Toledano ya le daba la espalda y no pudo contestarle.

Se ve que las malas noticias corren más que la pólvora —comentó entre dientes Olivares.

Salió de su oficina el jefe de servicios y se le acercó el encargado de la escolta para entregarle unos papeles. Aquél no era el Pelines, sino un joven de aspecto agradable que vestía sahariana del ejército y aparecía destocado. Miró los papeles un instante y luego recorrió lentamente la formación con la vista. Firmó por último uno de los documentos con su pluma estilográfica, se lo devolvió al guardia y cuando éste, tras saludar militarmente, se reunió con sus hombres en la calle, ordenó:

—Ahora vuelvan a sus respectivas salas.

La formación se deshizo al atravesar la cancela de hierro. Cada cual marchó en dirección a su sala, pero hubieron de detenerse muchas veces en los corredores a contestar las preguntas de los amigos y compañeros que les esperaban.

—¿Qué tal? La Pepa, ¿no?

—¿Habéis tenido defensor?

—¡Coño, déjame ahora!

—¿Os han dejado hablar?

A Federico y sus amigos los interceptó Segundo Planas, que les preguntó:

—¿A qué sala os han destinado? Contestó Molina:

—A la misma de antes.

—¿A la nuestra?

—Claro.

Segundo Planas pareció muy contrariado.

—Pero eso no puede ser —murmuró, confuso.

¿Por qué no? —le preguntó Olivares.

—¿No es cierto que traéis petición de pena de muerte? —y Planas lo dijo atenuando mucho el tono de su voz.

—Sí, ¿y qué?

Pero Planas, en vez de contestar a Olivares, se dirigió a Molina:

—Comprende, Molina. Volver con la pena de muerte a una sala tan significada en la prisión como la de los intelectuales sería ponerla peligrosamente en evidencia.

—¿Qué, qué dice? —saltó Agustín—. ¿He oído bien?

—Oye —le dijo Olivares impacientándose—. ¿Es eso lo que piensan los compañeros de la sala o es solamente lo que piensas tú?

Dirigiéndose otra vez a Molina, Planas contestó:

—Al enterarnos de que habían pedido la pena de muerte para vosotros se planteó en la sala la cuestión si sería conveniente o no que volvierais a ella, y por mayoría de votos se decidió que no, ¿comprendes? Le comunicamos el acuerdo a Toledano para que os cambiase de sitio, y eso esperábamos.

—No podemos comprender que nuestros compañeros, en vez de solidarizarse con nosotros, nos repudien. Es una cobardía —protestó Olivares.

—¡Una hijoputez! —remachó Agustín.

—De manera que los compañeros se niegan a admitirnos de nuevo en la sala, ¿no? —insistió Molina.

Planas, ya muy nervioso, trató de excusarse:

—Bueno, yo no he hecho más que cumplir su encargo. Olivares se interpuso entre Planas y sus amigos, volviendo la espalda a aquél, y dijo a éstos:

—Está bien. Vamos a hablar con el jefe de servicios. Que decida él.

—Tienes razón. Vamos —propuso asimismo Molina.

Y, sin cambiar una palabra más con Planas, ni siquiera mirarle, volvieron sobre sus pasos. Al llegar a la cancela hablaron con el ordenanza encargado de su custodia y éste se dirigió a la oficina del jefe de servicios.

—¡Qué compañeros! Lo que nos faltaba —se lamentó José Manuel, que se había mantenido silencioso hasta entonces.

—Me huele a maniobra política —sugirió Molina.

—¡Ca! Yo creo que es miedo —fue la opinión de Olivares.

—De todos modos, una marranada. ¡Valientes cabrones! Peor que fachas —dijo Agustín.

Entretanto apareció el jefe de servicios, que los increpó con voz autoritaria:

—¿Qué es lo que pasa?

Los cuatro amigos se pusieron en actitud de firmes y levantaron el brazo. Fue Molina el que habló por todos:

—Que no nos admiten en la sala porque el fiscal ha pedido la pena de muerte para nosotros.

El funcionario, ceñudo, repasó a los cuatro con la mirada.

—Conque ésas tenemos, ¿eh? —dijo, después de una breve pausa.

Hizo una seña al ordenanza para que abriera la cancela y, sin detenerse, les ordenó:

—Síganme.

Era de mediana estatura, delgado, joven. Andaba muy ligero, y en su actitud se traslucía el esfuerzo que le costaba aparecer rígido y autoritario.

—¡Atención! ¡Firmes! —se oyó gritar a Planas, quien, asomado a la puerta, los había visto dirigirse hacia allí. Y saludó después, brazo en alto, al jefe de servicios, diciendo—: ¡Sin novedad!

—¿Cómo que sin novedad? —gritó, a su vez, el funcionario, empinándose un poco sobre las puntas de los pies—. ¿Por qué se ha resistido a cumplir mis órdenes?

Podría, por la edad, ser hijo de Planas, pero en aquel momento el joven tenía tras sí toda al enorme fuerza del aparato represivo y era el más viejo quien debía rendirse a su autoridad.

—Ha sido un acuerdo de la mayoría y yo… —balbució Planas.

—¡Cállese! ¿Cuándo se van a enterar de que ya no hay comités, ni votaciones,— ni ninguna otra de esas zarandajas? —siguió una tensa pausa y luego—: Usted no tiene más cometido que cumplir las órdenes que se le den, ¿comprendido? —Planas hizo un gesto de asentimiento y el jefe de servicios prosiguió—: Estos reclusos ocuparán el mismo sitio que tenían antes de ir a consejo, y que no me entere yo de que les ponen dificultades, porque disolvería la sala y formaría con ustedes brigadas de limpieza. —Se había acalorado. Paseó la mirada por la formación y dijo por último: Debería darles vergüenza, porque… —pero se interrumpió y, dando bruscamente la espalda, se dirigió a paso rápido hacia la cancela.

Siguió un penoso silencio. Mientras los demás rompían la formación, Olivares, Molina, José Manuel y Agustín penetraron en la sala y se sentaron al lado de la puerta, muy juntos, como protegiéndose mutuamente contra la hostilidad que los rodeaba. José Manuel, muy consternado, murmuró:

—Ni que fuéramos enemigos.

Molina se encogió de hombros y Agustín propuso distribuirse las viandas que les quedaban, añadiendo:

—Porque ya hace rato que repartieron el rancho y a mí los disgustos me dan hambre.

Molina hizo las particiones y empezaron a comer. En los otros grupos se cuchicheaba y, poco a poco, las conversaciones fueron subiendo de tono y girando sobre temas ajenos por completo al incidente, incluso bromeando, movidos, sin duda, por el deseo de borrar cuanto antes su efecto deprimente. Pronto comenzaron los preparativos para pasar la noche. Mientras unos extendían las mantas, otros salían al pasillo para efectuar su última visita a los retretes. Los grupos se disgregaban, y como cada día a la misma hora, surgían acaloradas discusiones por el trozo de suelo que correspondía a cada uno en el lecho común del suelo entarimado de la sala.

—A ver si haces el favor de lavarte los pies. Apestan.

—Pues diles que me pongan en libertad.

—Jefe de sala, éste quiere ocupar una tabla más.

—Y yo ¿qué culpa tengo de no ser tan esmirriado como tú?

—Te juro que no me hace ninguna gracia dormir tan pegado a ti.

—Si fueras una gachí…

—Para ti iba a ser, hombre.

—Algo me darías, ¿no?

—Claro, una patada en los cojones.

Planas advirtió en voz alta:

—Menos discutir y más hacer. Va a sonar muy pronto el toque de silencio.

Don Alberto, el exgobernador, que se había mantenido aparte en su rincón, callado y fumando su pipa todo el tiempo, se acercó tímidamente a Olivares.

—¿Me puedo sentar aquí? —y como no obtuviera respuesta, se sentó diciendo—: Lamento mucho lo que ha pasado.

Los cuatro amigos le miraron en silencio y, tras una pausa, le preguntó Federico:

—¿Es que ha pasado algo, don Alberto?

Don Alberto parpadeó, confuso.

—¿Cómo? ¿Qué? —Gaspar, que había imitado a don Alberto sin pedir permiso a nadie, continuó en voz alta—: Ha sido una vergüenza. Se lo dije a toda la sala. ¡No hay derecho, no hay derecho a lo que queréis hacer! Pero no me hicieron caso.

Estaba furioso. Alargaba el cuello con las dos manos pegadas a las orejas. Olivares le hizo una seña para que se calmase y entonces habló don Alberto:

—A eso quería referirme. Cuando se supo que el fiscal había solicitado la pena de muerte para ustedes…

—¿Cuándo lo supieron? —le interrumpió Molina.

—A mediodía. Por lo visto, la noticia se filtró por el locutorio.

—Y parecía que no había nadie conocido en las Salesas… —comentó Agustín.

—Siga, siga, don Alberto —le apremió Olivares.

—Que empezaron los comentarios.

—¿Qué comentarios?

—Pues unos decían… Sí, decían que cuando el fiscal pide la pena de muerte será por algo. Que hay que dejarse de tonterías y disimulos, que en nuestra zona se han hecho muchas cosas feas y alguien ha tenido que hacerlas… Que si los comisarios, que si los periodistas… Que ahora ninguno quiere saber nada, pero que en la guerra bien que mandaban y se daban postín y se aprovechaban… En fin, ya conocen ustedes la moral de algunos de los nuestros, bueno, de algunos de los que están aquí. Y, claro, no faltó quien dijo que resultaría un desprestigio para la sala que ustedes volvieran a ella. Y eso de que hubo votación es un cuento. Lo que pasó es que algunos lograron convencer a Planas de que pidiera el traslado de ustedes a otras salas, sin que valiese mi oposición, la de Gaspar, la de Zaldúa y la de otros varios.

Don Alberto hablaba mordiendo la pipa sin lumbre, lo que daba a su voz un tonillo gangoso. En el entretanto, se había ido alfombrando con mantas el suelo de la sala y en las primeras filas de junto a los ventanales los hombres, semidesnudos, se tendían unos junto a otros a fin de que los de las filas siguientes pudieran, a su vez, hacer lo mismo. Se apagaron algunas bombillas, y la luz que iluminaba la escena quedó reducida a una débil y difusa claridad. Las íntimas transpiraciones humanas se expandieron formando un gas pesado y soporífero. Algunos se cubrían los ojos con las manos. Otros mantenían sus pañuelos junto a la nariz. Había quien esperaba al sueño mirando a lo alto con los ojos de par en par. Para muchos era la hora de la fuga hacia el mundo de los recuerdos, en lucha contra el insomnio y los temores. No faltaba el que consumía su postrer pitillo sirviéndose para ello de una lata de conservas vacía como cenicero. Era el momento preferido para las confidencias susurradas. Comenzaba para todos la interminable noche de la prisión. Pronto sonarían ronquidos espeluznantes, gemidos por quién sabe qué aventuras eróticas soñadas o por quién sabe qué torturantes remordimientos. Alguien se sentaría de pronto, jadeante, y miraría alrededor para cobrar conciencia después de una horrorosa pesadilla. Alguien permanecería horas y horas pensando, soñando despierto, hasta que los primeros espeluznos de la madrugada lo abatiesen. Y comenzaría la callada y feroz batalla contra las chinches, contra el escozor de la piel sudada, contra la náusea, contra la angustia, contra la agonía del espíritu. Bajo la aparente calma de la noche, como bajo la película del agua estancada, hervirían mil vidas truncadas, febriles, incoherentes, y se ahogarían palabras impronunciables, deseos inconfesados y ambiciones nunca entendidas, y se sufrirían otras muertes, quién sabe qué muertes y qué negros odios y qué pérfidas venganzas. Todos los sufrimientos: el de la espera y el de la desesperanza, el de la ira y el del miedo, el del rencor y el de la lujuria, el del hambre y la sed, el de la soledad y el desamparo, el de la duda y el de la desconfianza, el de la autoconmiseración, el de la envidia, el del orgullo, el de la cobardía, el de la crueldad, y quién sabe cuántos otros más, serían los fantasmas atroces, los fantasmas ardientes, los fantasmas implacables, los fantasmas acosantes, los fantasmas impíos que torturarían, que desgarrarían con uñas y dientes, con cuchillos y con clavos, con ascuas y tizones, con aceite rusiente, con púas de ortigas, con descargas eléctricas, con bofetadas, con vergajazos y quién sabe con cuántos otros martirios, los nervios y las vísceras, los sentidos y el alma, de aquellos réprobos, para no se sabe qué purificaciones, qué deleites, qué espasmos, qué orgías ni qué místicas expiaciones. La noche estaba ya allí, densa, pegajosa, asfixiante, pestilente, ciega, sorda, misérrima, sin paz y sin sosiego, como la cuesta arriba de un calvario para una procesión de suplicantes, como un prólogo de tambores siniestros que anunciasen la muerte, una muerte pavorosa, una muerte degradada, sucia, triste, tristísima…

—Don Alberto, que ya le toca a usted —le gritaron desde su rincón.

Pero don Alberto quiso saber antes algo que le inquietaba y preguntó, o mejor, suplicó a sus callados interlocutores con la palabra y la mirada:

—¿Y qué bulos corren por ahí? Aquí se sigue hablando de la próxima amnistía. ¿Y en la calle? Porque ustedes acaban de llegar de la calle.

Federico le puso una mano sobre el hombro:

—Váyase usted tranquilo, don Alberto, y procure dormir sin preocuparse de nada, porque en la calle también se habla de esa amnistía, también.

Don Alberto sonrió como un niño y cuando se fue hacia el rincón desde el que le reclamaban, Federico, moviendo la cabeza, murmuró:

—A quién se le ocurriría nombrar gobernador a este hombre…

Entonces sonó triste, retorciéndose como un gemido inacabable, el toque de silencio.