V

… en abandonar el tajo

con los demás jornaleros.

Ya se van los pastores

a la Extremadura…

Ya se queda la sierra…

—¡Fuera! Hace falta más oído y que sigáis mi mano. ¡Otra vez!

Ya se van los pastores

a la Extremadura…

—¡Que no! ¡Que no es así! A ver si nos enteramos de una vez.

Siguió así el ensayo del orfeón en el patio de la cárcel, entre interrupciones, gritos del director y estropicios musicales. Dos docenas de reclusos cantaban al compás de los movimientos de la mano del que los dirigía, subido a un cajón. Muchos, al llegar a la última «a» de Extremadura abrían la boca y la nota parecía desfallecer en un largo bostezo. El director era un hombre larguirucho, escuálido, con la nuez del cuello muy saliente, ojos saltones tras las gafas de concha y cabello entrecano, espeso en el cogote y ralo en la bóveda craneal. Usaba como batuta su largo dedo índice y daba los tonos con su voz de barítono.

—Que no es un «do», sino un «la» —repetía—. Así, «la», «la»…

Entre los orfeonistas, sólo tres o cuatro tenían alguna noción de lo que eran y significaban las notas musicales y el pentagrama. Para el resto eran como caracteres chinos. Todos ellos se habían agregado al orfeón por los dos cazos de rancho de que disfrutaban sus componentes, o por matar el aburrimiento de tantas horas sin hacer nada o, más bien, por puro afán de notoriedad. Creían que el cartoncito que llevaban prendido sobre el pecho con la inscripción de «Orfeón» les otorgaba cierta preeminencia sobre los demás reclusos, como si se tratase de una condecoración. Y algo había de verdad en ello, porque los destinos, es decir, todos aquellos que ostentaban un cartoncito con la indicación del servicio a que estaban adscritos podían circular más libremente por dentro de la prisión, gozaban de comunicaciones especiales con sus familias, y, en cualquier caso, los guardianes les dispensaban un trato de favor con respecto a los demás reclusos.

Su director, Susano García, era maestro de escuela en un pueblecito cercano a Madrid cuando estalló la guerra. Allí había organizado un coro infantil que lo mismo actuaba en las fiestas religiosas que en las laicas. Interpretaba con el mismo entusiasmo la misa «De ángelis» que canciones populares o los himnos políticos en las conmemoraciones del 14 de abril o de la muerte de Pablo Iglesias, organizadas por el Ayuntamiento. Fue destinado desde el primer momento a la llamada sala de intelectuales y no tardó en establecer relaciones amistosas con el grupo de Molina, en especial con José Manuel, con el que compartía la fe religiosa y la afición a los versos y a la música.

—Es que la música es para mí como el aire que respiro. También me gusta mucho componer cuartetas y ponerles son —dijo confidencialmente a José Manuel mientras se arrancaba uno de los largos pelos que le asomaban por la nariz—. El arte no tiene color político, ¿no te parece? Es como las mujeres… Bueno, las mujeres… Pero te voy a contar lo que me pasó. El alcalde me prohibió que el coro cantase en misa, y el cura me advirtió, por su parte, que no me admitiría en la iglesia si mis chicos cantaban otra vez la Internacional o el Himno de Riego, para el que yo había escrito una letra más fina. Y no tuve más remedio, para quedar bien, que disolver el coro y dedicarme a componer letras y música para mí solo. Yo estaba con la República, naturalmente, pero ya sabes cómo se las gastan en los pueblos… El que no es de los tuyos, es tu enemigo. Si a mí no me había hecho ningún mal don Fulano, ¿por qué negarle el saludo? Pues había que hacer como que no se le veía cuando se cruzaba uno con él en la calle. Date cuenta. Pues por esta razón dejé de saludar al cura y, claro, él me correspondió del mismo modo. Y así nos cogió la guerra. Se formó, como en todas partes, un comité para gobernar el pueblo, y un día empezó la limpieza de la retaguardia, como se decía entonces, por aquello de que los fascistas no dejaban vivo a ninguno de los nuestros, que en la otra zona querría decir que nosotros no dejábamos vivo a ninguno de los suyos, con lo que en una y otra parte se azuzaba a la matanza. Yo fui a ver a los del comité para decirles que aquello me parecía una barbaridad, que sería mucho más inteligente poner a trabajar a todos los enemigos de la República. ¿Qué se adelantaba con matarlos? Nada. En cambio, haciéndolos trabajar de balde para el pueblo… Pero no sirvió de nada. Mataron a los mandones de derechas y también al cura. En vista de ello, para no ser testigo de más fechorías, me vine a Madrid y me alisté en las milicias. Y lo pasé bien al principio porque me nombraron miliciano de la cultura. Era mi oficio. Organicé en seguida una biblioteca en la columna, di clases y conferencias culturales, hasta que la cosa se puso seria. Las unidades de milicianos fueron transformadas en brigadas y a mí me destinaron a una de choque. Y empezó el ir y el venir de aquí para allá, de fregado en fregado. Y para que veas las cosas que pueden pasarle a uno… Fue en el frente de Aragón, cuando lo de Belchite. El chaqueteo de un batallón nos había costado un pueblo y nos mandaron a recuperarlo. Contraatacamos de noche y entramos en el pueblo sin disparar un tiro. Los fascistas, después de echar a los nuestros de allí, viendo que, por estar en un hoyo, la posición no tenía defensa, se habían retirado a una línea de cabezos fortificados. Eso lo supe después. El pueblo estaba vacío. Muchas de sus casas ardían y otras parecían despanzurradas. Como no encontramos resistencia, yo me metí en la casa que me pareció mejor en busca de algo de comer, porque tenía una hambre animal. Me animó mucho el que no presentase señales de haber sido saqueada. Total, que entré. Por el zaguán comprendí que pertenecía a gente acomodada y, rápido, me dirigí a la cocina. No funcionaba la luz eléctrica y encendí, para alumbrarme, uno de los candiles de dos brazos que vi sobre un vasar. Encontré pan tierno en el cajón de una mesa y, hurgando hurgando, me topé con una ristra de chorizos en una alacena. ¡Figúrate! Comí hasta que no pude más y, cuando me sentí harto, me guardé el sobrante en el macuto y me dispuse a abandonar la casa, temeroso de que me hubiesen echado de menos mis compañeros. Se oían tiros y me daba, además, vergüenza quedarme allí, al resguardo, mientras mis amigos peleaban. Pero, en el último momento, pudo más la curiosidad y quise echarle un vistazo a las demás habitaciones. Cogí el candil, atravesé el zaguán y entré en la sala. ¡Dios! ¿Sabes lo que me encontré allí? ¡Pues un piano, fíjate bien, un piano! Verlo y olvidarme de la guerra fue todo uno. Dejé el fusil y la mochila en el suelo, coloqué el candil sobre el piano y me puse a tocar en él como un loco. Ni sé el tiempo que estuve allí ni lo que pasó entre tanto en el pueblo. Hasta que, de pronto, me di cuenta de que alguien estaba allí, conmigo, escuchando la música que yo le arrancaba al instrumento lo mejor que podía. Había estado tocando, me parece, la serenata de Schubert y algunos valses. Dejé quietas las manos y me quedé a la escucha. Al pronto pensé que sería algún compañero que hubiese ido a buscar en aquella casa lo mismo que yo, pero el silencio que me rodeaba me desconcertó. El combate había terminado. Entonces… Miré alrededor y no vi a nadie. Sin embargo, sabía, sentía que estaba cerca de mí otra persona, porque me llegaba su onda, diría yo. Y empecé a temblar de miedo. No me atreví ni a moverme. ¿Y si los fascistas habían vuelto a ocupar el pueblo? ¡Dios! ¿Estaría acechándome desde la sombra algún enemiga? Aunque noté cómo me corrían por la espalda gotas de sudor frío, no perdí la serenidad. Pensé que lo mejor sería dar la cara y salir de dudas. Me costó trabajo decidirme, pero lo hice. Empuñé el candil y enfoqué su luz a todas partes. ¡Válgame Cristo! Desde un rincón de la sala me miraban, con ojos de susto, un hombre y una mujer, ancianos los dos. Estaban de pie y muy juntos, abrazados. Me quedé paralizado, no ya de miedo, sino de asombro, hasta que me sonrieron y ella empezó a hablar:

—Estábamos escondidos en la cueva desde que los nacionales abandonaron el pueblo para situarse en las alturas que caen a la parte de ellos…

Se acercó el hombre, dando la mano a la mujer, y me dijo:

—Soy el médico del pueblo.

Yo también sentí ganas de hablar y les pregunté si vivían solos. Cruzaron entre sí una mirada y supe por el hombre que no, que no vivían solos, pero que su hija, su yerno y los nietecillos se habían ido con los nacionales. Ellos no habían querido seguirlos.

—¿Adónde vamos que no estorbemos? —dijo la mujer.

Y el médico añadió:

—Yo he sido republicano toda mi vida. Poca cosa para los tiempos que corremos, ya lo sé; pero lo suficiente, creo yo, para que no me consideren enemigo los suyos, ¿no es así? En cambio, mi yerno pertenece a una familia muy derechista, fascista se dice ahora. A su padre y a sus dos hermanos mayores se los llevaron a Bujaraloz y los fusilaron, según supimos después. Por eso aprovechó la oportunidad de irse con los nacionales y llevarse consigo a su mujer, nuestra única hija, y a los pequeños.

Claro, al oír el piano no supieron qué pensar, pero poco a poco fueran confiándose y, al fin, se atrevieron a abandonar el refugio. ¿Quién sería el que tocaba? ¿Rojo o azul? Del combate ya sólo llegaba el eco de algunos tiros espaciados. Los dos ancianos, acurrucados en el zaguán, aguardaron, tiritando de miedo y de incertidumbre, a que cesara el estrépito de la fusilería, y cuando oyeron voces de gentes que corrían, se asomaron a la puerta y comprendieron que los republicanos se retiraban.

—Se ve que no pudieron tomar las alturas donde se habían atrincherado los nacionales y pensaron que quedarse aquí sería demasiado expuesto, hacer de carne de cañón… —y el viejo sonrió. Luego añadió—: Entramos aquí para advertirle que no queda en el pueblo más soldado rojo que usted, pero no nos atrevimos a interrumpirle. Era tan bonito lo que usted tocaba…, ¿verdad, Rosa?

La viejecita, que tenía cara de muñeca de trapo arrugada, asintió con un leve movimiento de cabeza al tiempo que brillaba en sus labios una infantil sonrisa sin dientes. Los viejos hubieran seguido hablando incansablemente, pero yo me sentía como sobre ascuas. Estaba expuesto a caer prisionero. Lo presentía con toda claridad. Hay que escapar de aquí corriendo, me dije. Me cargué el macuto, cogí el fusil y me dirigí bruscamente hacia la puerta, pero me detuvo allí la voz de la vieja. Ella no podía consentir que me fuese de su casa con las manos vacías y hube de consentir que me llenasen el macuto con unas cuantas viandas que la mujer sacó de un armario de la cocina. Creo que me abrazaron y me besaron después. Al fin pude abandonar la casa a toda prisa. Por fortuna, no me tropecé con nadie ni oí un solo disparo durante todo el tiempo que tardé en llegar a nuestras posiciones. Pero, así y todo, pasé mucho miedo. La noche era tan oscura que no alcanzaba a ver más allá de dos o tres metros delante de mí, y tan silenciosa que podía oír los latidos de mi propia sangre. ¿Qué hacía yo en aquel campo solitario, Dios mío? Las sombras se retorcían a mi lado como si quisieran estrangularme. Me detenía y, entonces, el temblor de mis piernas esparcía entre los yerbajos un ruidillo misterioso, como si reptasen hacia mí manos enemigas. De pronto, me sentí perdido. ¿Iba hacia nuestro campo o hacia el de los otros? No sería yo el primero que se extraviara en la noche y fuese a parar a las trincheras enemigas. ¿Qué harían conmigo si me atrapaban? Me acordé de toda mi vida en un momento, como dicen que les pasa a los condenados a muerte…

De repente, me pareció oír voces no muy lejos. Voces ininteligibles. ¿Estaría soñando? Me detuve. No, no soñaba. ¿Qué hacer? ¿Avanzar a pecho descubierto? ¡Ni hablar de eso! Me eché al suelo y avancé a rastras, haciendo adrede ruido para que me oyesen. Si me descubrían y eran enemigos, podía, en último extremo, desaparecer en la densa oscuridad. En cambio, si eran amigos…

—¡Alto! ¿Quién va? —me gritó una voz.

—¡Yo! —contesté instintivamente.

Entonces, el escucha me pidió la consigna, dándome la primera parte de ella. Yo la concluí. ¡Menos mal! Bueno, la lucha por aquel pueblo aún duró dos días más. Por último, quedó en nuestras manos. Pero ya no era más que un montón de ruinas. Cuando busqué la casa aquella, no encontré más que su sitio. Una bomba de aviación había rebanado hasta sus cimientos… ¿Qué habría sido de los dos ancianos? ¿Yacerían sepultados bajo los escombros de su casa? Los he recordado muchas veces y los recuerdo cada día más frecuentemente. Y los veo allí, en el rincón de la sala, escuchando la música de Schubert en actitud de éxtasis. ¿Muertos? Pensé volver allí cuando acabase la guerra para averiguar el final de la historia, pero ya no podré. Ahora sí que estoy atrapado, amigo mío…

Ya se queda la sierra

triste y oscura…

—¡Fuera! ¿Cómo os voy a decir que no abráis tanto la boca?

Al otro lado del patio, un centenar de reclusos ejecutaba movimientos gimnásticos a toque de silbato, dirigidos por Mister Eden, un guardián zanquilargo y remilgoso, con aires de seminarista, que trataba siempre a los presos desdeñosamente, como si le repugnasen. Desnudos de medio cuerpo para arriba, la mayor parte de los gimnastas mostraba una paupérrima anatomía de huesos y pellejos. Después de repetidas flexiones de piernas y cintura, Mister Eden les ordenó un nuevo ejercicio, consistente en tumbarse boca abajo y, una vez en esa posición, izarse sobre las manos y las puntas de los pies, para volver a posarse suavemente, a pulso, sobre el suelo, siguiendo la cadencia de la voz de mando:

—¡Uno, dos! ¡Uno, dos!

Cada vez, cinco o seis de aquellos desdichados atletas se derrumbaban, sin fuerzas ni aliento para continuar el ejercicio, exhaustos, resollantes. Mientras, el monitor proseguía martilleando:

—¡Uno, dos! ¡Uno, dos!

Hasta que no quedaron en pie más que dos. Eran más fuertes que sus compañeros, pero estaban también a punto de entregarse. Se les había enrojecido la piel, temblaban sus piernas y sus brazos, sudaban, jadeaban… Sus ojos, veteados de sangre, suplicaban a Mister Eden que diese por finalizada la prueba.

Mister Eden, moviendo despectivamente la cabeza, dio con el silbato la señal de descanso, y esperó a que estuvieran en pie los hombres, algunos todavía temblorosos, para decirles:

—Y vosotros queríais ganar la guerra, ¿eh?

—¡Ya podían callarse de una vez esos verracos! —exclamó Agustín, porque los berridos de los orfeonistas apenas dejaban entenderse a los que, sentados en sus mantas enrolladas o en el suelo, charlaban en corro junto a uno de los ventanales de la sala.

—Déjalos, hombre. Así, por mucho que gritemos nosotros, ni los guardianes ni los chivatos podrán oír lo que decimos.

—Tiene razón Olivares —dijo Molina—. ¡Que berreen todo lo que quieran!

Tras una pausa, preguntó don Alberto, el exgobernador de rostro socrático:

—¿Se teme de verdad un asalto a la cárcel?

—Pudiera ser, don Alberto —contestó Olivares, añadiendo a continuación—: Personalmente lo dudo, pero los informes que se reciben no pueden ser más inquietantes. Todos coinciden en que el día señalado para ello es mañana, primero de mayo, una fecha, como usted sabe, que odian. Sería una buena manera de celebrarla al revés. Y como, por otra parte, el Gobierno no se ha instalado todavía en Madrid, es probable que sea la última oportunidad que les quede para intentar el desquite del asalto a la Cárcel Modelo, ¿comprende?

—¡Aquello fue una barbaridad! —exclamó don Alberto—. Una barbaridad que nos cubrió de oprobio.

—De acuerdo; pero, desgraciadamente, ya no tiene remedio. Ahora hay que atenerse a las consecuencias. Tenemos con nosotros algunos individuos acusados de haber intervenido en el asunto, aunque, a lo mejor, ni lo olieron siquiera, pero para el caso es lo mismo.

—Ya —asintió don Alberto, moviendo pesarosamente la cabeza.

—Entra en la herencia, ¿sabe?

—Vamos, que tenemos que pagar todos, ¿no?

—De eso se trata, don Alberto. Así como todos y cada uno de los vencedores se sienten partícipes de la victoria, de la misma manera los que perdimos tenemos que repartirnos las consecuencias de la derrota.

Los del coro seguían vociferando y los pitidos de Mister Eden desgarraban de cuando en cuando el aire. Oscurecía y los impacientes se paseaban ya, inquietos, con el plato de aluminio colgado a la cintura, en espera del último rancho del día. Era la hora en que despertaban los recuerdos y en que los fantasmas comenzaban a invadir la prisión. Había quien permanecía obstinadamente aislado en medio de un nutrido grupo de compañeros, quien se dedicaba a recorrer los largos pasillos sin ver ni oír lo que se movía o sonaba alrededor, como si anduviera por un camino solitario; quienes, sentados en el suelo, ocultaban el rostro entre las manos; quienes, con los ojos cerrados, aparentaban dormir, y quienes hablaban a solas en voz alta. No faltaban los que escribían, quién sabe qué, en sobados cuadernos, quizá cartas que no leería nadie o testimonios de amor que no llegarían nunca a su destino, puesto que no estaba permitido enviar fuera más que una tarjeta postal de diez líneas como máximo cada semana. Eran más, sin embargo, los que buscaban compañía, tal vez para evitar la tortura de la nostalgia. Entonces surgían entre ellos diálogos incoherentes, porque cada cual pretendía más bien oírse a sí mismo que a su interlocutor, y que, en realidad, eran obsesivos monólogos entrecruzados.

—Mi novia me esperaba a la salida del trabajo. Nos cogíamos del bracete y nos íbamos a comernos unas tapitas y a bebernos unas cañas en el bar de la esquina. Luego…

—Pues a mí me gustaba jugarme una partida de mus con los amigos antes de volver a casa…

—Entonces Pilar estaba jamón. No parece la misma ahora, después de treinta y dos meses de guerra. También la han enchiquerado a ella, la pobre. Está en la prisión de las Ventas.

—Por la cara que llevaba, la parienta sabía si había perdido o ganado la partida. No es que me importase mucho pagar mi parte, como puedes suponer. Era la honrilla, ya me comprendes.

—Cuando estalló la guerra iban a ascenderme a jefe de sección en los almacenes. Ahora todo se ha ido al carajo. Ya veremos, cuando salga de aquí, si me quieren aunque sea para llevar bultos en una carretilla. Aunque lo más fácil es que no vuelva por allí.

—¿Para qué valen tres años aprobados de Medicina si ni siquiera es uno practicante?

—No pienso más que en lo que van a tener que hacer los viejos para atendernos a Pilar y a mí en la cárcel, porque aquí palma uno de hambre si no le ayuda la familia, y a los peques.

—Me gustaría llamar a la puerta de mi casa aunque hubiese perdido, no una, sino mil partidas.

—Se lo dije bien claro al gerente el 18 de julio. Ni jefe de sección ni nada, que me iba a luchar contra el fascismo y que ya hablaríamos del asunto cuando ganásemos la guerra, que era cosa de poco. ¿Y qué me podía decir él si tenía más miedo que siete viejas? Y, en medio de todo, acerté porque lo apiolaron pocos días después los del comité de incautación, y así nada tienen que achacarme por ese lado.

—Y aunque me dejaran matricularme, ¿qué? ¿Cómo podría mi familia pagarme los estudios si han dejado a mi padre cesante en el ministerio? ¿Y cómo me voy a ganar la vida cuando me pongan en libertad si no sé hacer nada?

—Menos mal que hemos escapado con vida y que pronto estaremos en casa.

—¿Será verdad eso de la amnistía?

—Eso dicen, y también que se quedarán los peces gordos. Y es natural. Bien que lo pasaban ellos en la guerra. Mando, coche, ¿no? Y gachís, ¿eh? Pues no les vendría mal pringar un poquito ahora, hombre. ¿Te acuerdas de lo que cantábamos cuando veníamos a retaguardia?

—Claro que sí —y empezó a cantar, coreado por sus amigos:

A la entrada de Madrid,

lo primero que se ve

son milicianos de pega

sentados en el café,

con pantalones de cuero

y la chaqueta también.

Y a los que vienen del frente

las pelotas se les ven.

Alguien puso una mano sobre el hombro a José Manuel. Se volvió éste y se encontró con una sonrisa. Se la dedicaba un hombre de mediana edad, de rostro huesudo y pálido, y era una sonrisa de dientes ennegrecidos por el tabaco.

—Tú eres José Manuel Garrido, ¿no es verdad?

—Sí. ¿Qué quieres?

—Verás. Es que me ha dicho Susano que haces versos. José Manuel se sonrió a su vez.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Es que resulta que mañana es el cumpleaños de mi nena. Cumple quince, ¿sabes? Vendrá a verme y quisiera regalarle algo como recuerdo. He pintado una tarjeta —y mostró a José Manuel una cartulina en la que aparecía torpemente dibujado un festón de flores— y he pensado que con unos versitos quedaría estupendamente. Se los pedí a Susano, pero me dijo que tú los haces mejor. Así que… Me llamo Fidel y soy compañero.

El tono y la actitud le conmovieron. Sin embargo, José Manuel trató de excusarse:

—Es que así, en frío…

—No importa. Con cualquier cosilla que pongas quedará bien. Un poeta tiene siempre algo bonito que decir. No es como uno que, aunque quiera, no le sale nada.

El hombre estaba en cuclillas a su lado y temblaba como si estuviera suplicando por su vida. José Manuel hizo un gesto de resignación y luego se enderezó lentamente hasta quedar de pie.

—Está bien —dijo—, pero vámonos de aquí.

Se dirigieron a un rincón y se sentaron los dos en el suelo.

Fidel le entregó la cartulina.

—No. Escribiré en mi cuadernillo y luego lo pasas tú a pluma, ¿estamos?

—Lo que tú digas.

José Manuel sacó de uno de sus bolsillos un pequeño cuaderno y un lápiz y le preguntó:

—¿Cómo se llama tu hija?

—Consuelo.

—Hombre, no podía tener un nombre más adecuado a tu situación. Además, es bonito.

—Es el de su abuela.

—Ya.

Y José Manuel se quedó ensimismado frente a la página en blanco. Tras unos momentos de silencio, murmuró:

—Yo también tengo una hija que todavía no ha cumplido los cuatro años.

—¿Y cómo se llama?

—Adoración, Dorita. ¿Qué te parece?

—Me gusta, compañero.

Tras otro silencio, José Manuel levantó la vista del cuadernillo. Tenía los ojos humedecidos. Fidel tragó saliva.

—Oye, Fidel, ¿tienes alguna foto de la chica?

Fidel rebuscó en sus bolsillos y extrajo una abultada cartera de cuero y, después de hurgar en ella, mostró a José Manuel una pequeña fotografía, diciendo:

—Se la hicimos antes de la guerra. Ahora es más bonita.

La fotografía revelaba el rostro indeciso de una niña delgaducha, de lacia melena y sonrisa triste. Lo más notable eran sus oscuros ojos, de mirada tímida y acariciadora. El padre quedó pendiente del comentario del poeta, pero éste se limitó a decir:

—Vale. Viendo un poco cómo es, se me ocurrirán mejor las ideas…

—¡Es clavada a su madre! —exclamó Fidel, sin poder contenerse.

Pero José Manuel ya había empezado a escribir.

Más de cuatro zagalas

quedan llorando.

Cantaban a voz en grito los del orfeón.

—¿Y tú crees que con concentrarnos en las últimas salas de arriba conseguiremos algo práctico si asaltan la prisión? —preguntó a Olivares un joven con aire de intelectual, que vestía cazadora y pantalones de soldado.

Olivares se encogió de hombros.

—No hay alternativa, compañero.

—Me llamo Zaldúa, Ignacio Zaldúa.

—Vasco, ¿no?

—Sí. Bueno, mi familia. Yo nací y viví siempre en Madrid, pero es igual —y añadió—: Yo creo que no hará falta, porque, de lo contrario, el recurso…

—No hay otro.

—Sí, ya sé, pero…

—Todo antes que dejarse apiolar como borregos —le interrumpió Agustín.

—Eso mismo teníamos que haber pensado antes de entregamos —y Zaldúa, con el rostro ensombrecido, recorrió el corro con la mirada—. Ya ¿qué más da? ¿No tiramos las armas? Pues ¿a qué venir ahora con lamentaciones?

Se hizo el silencio en el grupo. Los circunstantes se miraron unos a otros, repentinamente sobresaltados, como si alguien hubiese colocado en el centro de la reunión una bomba a punto de estallar. Las palabras de Zaldúa y, sobre todo, el tono y la intención con que fueron dichas, significaban un reto y hasta un insulto para algunos de los presentes. Molina, antes que una réplica dura produjese la explosión, intervino:

—No se trata ahora de discutir lo que hubiera podido ser, sino de atenerse a lo que es. Y nada más.

—Debimos resistir, porque ésa sí que era nuestra única posibilidad —insistió Zaldúa.

—Ya estamos como siempre: que si debimos hacer esto o lo otro, que si la culpa la tiene Fulano o Mengano, que si hubiéramos seguido ésta o aquella táctica no estaríamos donde estamos… ¡Bah! Eso sí que son lamentaciones vanas. Hay que mirar adelante y no atrás —replicó Molina, esgrimiendo su dedo índice.

—No estoy de acuerdo —y Zaldúa agregó: Hay que dejar bien sentadas las cosas para el futuro.

—¿Dejar sentado qué?

—Las responsabilidades.

Molina sonrió levemente. No así los demás, en cuya expresión se traslucían los odios y los rencores que despertaban las alusiones a un pasado inmediato en el que, agonizantes ya, se habían combatido entre sí, con renacido furor, los aliados en la lucha contra el fascismo. Era como derramar vinagre sobre una llaga en carne viva.

—¿Qué responsabilidades? —preguntó Agustín.

—¿Qué responsabilidades pueden ser? Las de la guerra.

Molina se adelantó a contener con un gesto a los impacientes que ya habían abierto la boca y adelantado el busto para replicar violentamente a Zaldúa, y dijo:

—Mira, Zaldúa, yo creo que no estamos en la cárcel por gusto y que no vale la pena echarse la culpa los unos a los otros. No ha sido un solo error el causante de este final desastroso, sino miles de errores acumulados por unos y otros. ¿Qué vamos a adelantar con seguir mordiéndonos aquí como nos mordíamos en la calle?

—Sí, y todos iguales, ¿no? Pues no. Nada de borrón y cuenta nueva. Existen unos responsables y son los que querían la paz a toda costa, y que…

—Mira, mira —le interrumpió Molina—, ya he dicho antes que el final de la guerra no se decidió en ocho días. Venía de muy lejos el mal.

—Cierto. Siempre hubo derrotistas. Desde el principio. Para eso estaban los Prieto, Largo Caballero, Besteiro, Azaña…

—Ojo, que te la ganas —gritó un joven blandiendo el puño.

Zaldúa miró fríamente al muchacho y le dijo, rechinando las palabras:

—¡Cuidado con las chulerías!

—Pues no insultes —le replicó el otro.

—Yo no insulto. Estoy diciendo la verdad.

—Será tu verdad —terció Agustín—. Eso es lo que nos ha perdido, el que cada grupo se creyera en posesión absoluta de la verdad y pensara que los demás estaban radicalmente equivocados. ¿No es más justo conceder que todos nos hemos equivocado alguna vez?

—Tienes razón, Agustín —opinó, sonriendo tristemente, Molina, que añadió—: Es una pena, mejor dicho, una tragedia, que los españoles, cualquiera que sea su color político, sigamos siendo los hombres de Trento: o aceptas lo que yo pienso, o te mando a la hoguera. La soberbia del dogma nos destruye.

Pero Zaldúa se mostró impertérrito. Tajó el aire con la mano y dijo secamente:

—Nosotros quisimos resistir, resistir y resistir. De haberse seguido nuestra consigna estaríamos aún con las armas en la mano y no aquí.

—¿Para qué? —preguntó Molina.

—Pues para ganar.

—Pero ¿con qué íbamos a ganar, con qué? —no pudo menos de gritar Agustín, exasperado—. ¿Con los dientes?

—Menos teníamos el 18 de julio —prosiguió Zaldúa, inalterable.

—Claro que entonces teníamos menos —y Agustín hablaba a borbotones—. Como que no teníamos a nuestra espalda treinta y dos meses de guerra, ni la pérdida del Norte y de Cataluña, ni el corte por Castellón, ni el resultado catastrófico de la batalla del Ebro… Teníamos, en cambio, el Gobierno en Madrid, y teníamos, teníamos… Mira, el 18 de julio estaba todo por ver mientras que el 5 de marzo estaba ya todo visto.

—Porque la Junta de Casado nos traicionó —terció bruscamente Segundo Planas, el jefe de sala.

Aquello era la bomba que al fin estallaba, y los cascos de metralla empezaran a silbar por el aire.

—¿Y qué hicisteis vosotros para impedirlo? Nada. Una pamema. Con los tres cuerpos de ejército que teníais en Madrid hubierais podido aplastar a la Junta en menos de veinticuatro horas. Pero no lo hicisteis. ¿Por qué? —y Molina prosiguió diciendo—: Pues porque vuestro partido daba por perdida la guerra, pero quería que fueran otros los que cargasen con el mochuelo, ¿no? Y plantasteis cara a la Junta, pero sólo para cubrir las apariencias, y luego quisisteis formar parte de ella, cuando habíais destrozado el ejército, que era la única baza que les quedaba a Casado y a Besteiro para negociar, por si se presentaba todavía alguna circunstancia de la que pudierais sacar provecho y, si no, para echar toda la responsabilidad sobre los hombros ajenos. Vosotros sois muy listos, pero en esta ocasión se os ha visto demasiado el plumero.

—¡Eso es mentira! —gritó Planas.

—Todo eso que acabo de decir es una verdad como un templo y todo el mundo lo sabe —le replicó en el mismo tono Molina.

—¿No nos había abandonado antes Rusia? —cargó Gonzalo, añadiendo: Además, ¿dónde están la Pasionaria y los demás gerifaltes de vuestro partido? Bien que se dieron el zuri, ¿no?

Planas, acorralado, guardó silencio, pero Zaldúa no se amilanó:

—¿Qué habríamos hecho sin la URSS? —gritó, a su vez—. ¿Quién nos mandó armas y alimentos para que pudiéramos oponernos al fascismo?

—Para la jaca, amiga, para la jaca —y Gonzalo levantó una mano como para contenerle—. Sí, nos enviaron armas y alimentos, pero las armas fueron para vosotros y los alimentos para cacarearlos por ahí, pura propaganda. Y todo pagado por adelantado. Lo que Rusia quería era que nos partiéramos la crisma con los fachas y a ver, si de paso, podían quedarse con todo. La prueba está en que nos dejaron tirados como una colilla en cuanto las cosas empezaron a ponerse muy mal para nosotros.

Entonces saltó el insulto anónimo:

—Camarada, eres un fascista por decir eso.

Gonzalo se irguió blandiendo en el aire el puño crispado.

—¿Fascista yo? ¡Fascistas vosotros! ¿Qué hicisteis con los del POUM?

—¡Basta ya! —tronó Olivares—. ¡Esto parece una riña de putas!

Olivares había seguido en silencio el debate hasta que alcanzó, como preveía, una temperatura peligrosa. Par eso se colocó en el centro del corro con los brazos extendidos antes de que la discusión degenerase en pelea. Su grito y su actitud contuvieron a los más exaltados y se produjo un colapso que él aprovechó para decir:

—¿Es que queréis que venga un guardián a poner paz entre nosotros? Eso sería lo último, ¿no os parece? Hay que saber perder, compañeros.

Su llamada al sentido común relajó un tanto la tensión.

—Tendremos mucho tiempo para analizar las causas de nuestro fracaso —continuó diciendo—, que, como decía Molina, no son una, sino muchas. La verdad que tenemos que afrontar ahora es que estamos en la cárcel a merced de los vencedores y que nuestro deber consiste en salvar este bache lo más dignamente posible.

Pero Zaldúa movió obstinadamente la cabeza en señal de disconformidad y dijo:

—No creo que eso sea lo más importante.

—¿Que no?

—No. Lo más importante es que está en puertas la guerra mundial, en la que España tendrá que entrar al lado del Eje, ¿no? —y como nadie le replicara, prosiguió—: Entonces, ¿cuál va a ser nuestra postura? ¿Vamos a luchar a favor del fascismo o a favor de las democracias que nos traicionaron? Ése es el dilema, camaradas. Pero antes es preciso dejar bien aclarado el desenlace de nuestra guerra, con el fin de que no volvamos a las andadas y adoptemos desde el principio una línea política justa.

—La vuestra, ¿no? —le preguntó Gonzalo.

—Tú dirás cuál, si no, después de lo ocurrido en España.

—Bueno, bueno, vamos por partes —y de nuevo extendió sus brazos Federico Olivares—. Puede que estalle pronto esa guerra, o puede que aún tarde bastante en estallar o que no estalle por ahora. Caben todas las hipótesis en este punto. Pero, suponiendo que empezaran los tiros mañana mismo, ¿qué crees tú —y se dirigió a Zaldúa— que haría la URSS? Tendría que decidirse también por un bando, y lo más lógico es suponer que se alinearía al lado de las democracias, ¿no?

—Por supuesto —concedió Zaldúa.

—Pues en ese caso, nuestro puesto estaría junto a las democracias y Rusia. —Miró fijamente a Zaldúa, hizo una breve pausa y añadió—: ¿O no? A lo mejor, vosotros, el Partido Comunista, creéis que tendríamos otro opción.

—Naturalmente —fue la tajante respuesta de Zaldúa.

—¿Cuál?

Por primera vez, Zaldúa sonrió, aunque fríamente, desde un nivel de superioridad.

—La históricamente justa.

Olivares dejó igualmente asomar a sus labios una leve sonrisa, pero no despectiva, sino burlona.

—Bien, explícate.

—Está claro. Ni nosotros ni la URSS podemos luchar a favor de las democracias, aunque sí contra el fascismo.

—¿Qué, qué? ¿Cómo se come eso? —y Agustín añadió—: Porque a mí me parece un galimatías.

Olivares interrumpió a su amigo:

—Déjalo. Ya sé dónde quiere ir a parar, pero es mejor que lo diga él.

—Si es pura dialéctica —y Zaldúa adoptó otra vez una actitud doctoral.

Para él se trataba simplemente de convertir la guerra imperialista en guerra revolucionaria, tal como la concebía Lenin. La próxima guerra sería una disputa entre perros —los fascismos y las democracias— por un hueso: el dominio mundial. Las fuerzas revolucionarias —la URSS harían de árbitros y, al final, se alzarían con la victoria.

—Es claro como el agua —y terminó diciendo: Pero no podremos sostener esa difícil postura si antes no nos unimos todos los antifascistas, ni formar una verdadera unión si antes no llegamos a un acuerdo para que no se repita la acción de tipos como Casado… Ése debe ser el punto de arranque.

—Total, que vuelves a lo tuyo, a lo del principio, ¿no es eso? —le preguntó Gonzalo, quien añadió—: Vamos, que lo que vosotros pretendéis es que os demos la razón en todo, para empezar, y que luego arrimemos el hombro a la sardina rusa, ¿eh? Pues estáis listos.

—¿Es que hay otro camino? —inquirió desabridamente Planas.

—Vamos, anda, ni que nos chupáramos el dedo. De manera que nosotros os ayudamos a triunfar y luego vosotros nos pasáis por la piedra, es decir, nos fusiláis por contrarrevolucionarios. Muy bonito, hombre, muy bonito. Las cosas no pasan más que una vez, hombre —le contestó Gonzalo.

Entonces Zaldúa se volvió al desairado Planas para decirle:

—Es inútil insistir. ¿No ves que están todos pensando en la amnistía y no les importa la tarea política que nos aguarda en la calle?

De pronto, Olivares rompió a reír. Como el orfeón se había callado y no se oían tampoco los pitidos de Mister Eden, sus carcajadas sonaron estrepitosamente en medio del asombro general. Por un momento nadie supo qué decir. Mientras algunos se sentían contagiados por el hormigueo de la risa, otros, por el contrario, se mostraban más sombríos y recelosos. Entre tanto, Olivares hacía esfuerzas inútiles por dominarse.

Al cabo, Zaldúa, pálido de rabia comprimida, le increpó:

—¿A qué viene esa risa ahora, camarada?

—Calla, hombre, calla… —pudo balbucir Federico entre frenazos a su risa desatada.

—¿Es que he dicho algún chiste o alguna tontería? —insistió aquél, desafiándole con la mirada.

Tuvo que intervenir Molina para evitar que se agravase más la situación:

—No le hagas caso, Zaldúa. Cuando le da la risa, no hay quien se la pare. Una vez, en Valencia, según me dijo, interrumpió una función de teatro y los actores tuvieron que esperar a que dejara de reír.

A Zaldúa no debió de convencerle totalmente la explicación de Molina, pero esperó, no sin evidenciar su impaciencia y su enojo, a que Federico se repusiese.

—Perdona, chico, perdona —se excusó, al fin, Olivares—, pero es que no he podido contenerme. Me ha parecido tan grotesca y tan fuera de lugar la discusión, que me he echado a reír como podría haberme puesto a gritar. No tenemos remedio —agregó, ya completamente sereno—. A mí, a veces, me asalta una duda: y es la de si estaremos locos todos nosotros, y por eso no nos damos cuenta de lo hondo que hemos caído.

Y reprochó a Zaldúa que sólo hablase de la junta de Casado que, en fin de cuentas, fue la liquidación de una larga serie de traiciones y desastres, y no, por ejemplo, de los que se quedaron en el extranjero a vivir tranquilamente con el dinero que les confiaron para comprar armas con destino a los ejércitos de la República, ni de las sucias maniobras de los grupos políticos en la retaguardia para apoderarse del mando mientras en los frentes caían antifascistas de todos los matices, ni de los jefes militares que saboteaban las operaciones de las tropas republicanas, como aconteciera en la última ofensiva de Extremadura, ni de los vergonzosos enjuagues del comité de No Intervención, ni de las promesas de armas que nunca llegaron, ni de las unidades combatientes que monopolizaban toda clase de armamentos y pertrechos junto a otras que carecían de lo más indispensable, ni de los que atesoraron joyas y dinero y situaron fondos fuera de España por si la guerra se perdía, ni de tantos otros pecados y miserias, propios de la condición humana, pero que, en definitiva, habían sido las verdaderas causas determinantes de la derrota de la República.

Se había enardecido y las palabras le fluían encadenadas unas con otras, inconteniblemente, como resultado de largas y doloridas meditaciones. Tuvo que hacer un alto para tomar aliento y prosiguió después, en un tono más sosegado:

—Por eso me parece que ha llegado el momento de mirar hacia delante y no hacia atrás ni al extranjero. Es absurdo creer que se preocupa alguien por nosotros en Francia, Inglaterra o Rusia, ni siquiera nuestros propios compañeros que han ido a parar a esos países. No, estamos absolutamente solos y la guerra se acabó. Pero se ha abierto para nosotros una etapa mucho más difícil, la de la derrota. Ahora sí que es preciso estar unidos, codo con codo, para no desfallecer ni dejarnos dominar por el miedo o por falsas esperanzas, ¿comprendes lo que te quiero decir? —Hizo otra breve pausa, sin dejar de mirar intensamente a Zaldúa, se puso luego en pie y terminó diciendo—: ¡Basta ya de restregarnos las llagas unos con otros! Por mi parte, no pienso decir una palabra más en un asunto que huele a podrido.

Y Olivares salió del grupo sin esperar la réplica de Zaldúa. Éste hizo un gesto de desdén con los labios y se retiró a su rincón. Uno tras otro, los demás contertulios fueron haciendo lo mismo. Mientras, la sala se había ido llenando de reclusos. Lucían ya las pobres bombillas eléctricas y en los patios nacía y se hinchaba la noche, cuyos tentáculos, como los de un pulpo gaseoso, penetraban a través de los ventanales. De pronto, sonó la trompeta y sus notas alegres, seguidas de las voces de los jefes de sala llamando a formar, estremecieron la prisión y pusieron en movimiento a los hombres. Corrían los rezagados por escaleras y pasillos y los tempraneros se disputaban los primeros puestos en las filas. Al principio fue una ligera vaharada de agrios olores lo que trascendió de los patios, donde estaban alineadas las grandes perolas humeantes, y, después, un tufo pestilente que fue creciendo a medida que iba llegando el rancho a sus puntos de distribución. Era un olor a heces fermentadas que producía una sensación táctil de sebo rancio. Pronto estuvieron en sus puestos los hombres del cazo, al aire el vello lustroso de los brazos, grasientas las manos de uñas renegridas, tiesos de costra sus mandiles de arpillera. Repentinamente la cárcel se quedó en silencio, en un silencio tan cristalino que podía oírse el repiqueteo de las uñas de algún impaciente sobre el fondo de los platos de aluminio, hasta que la aparición de los funcionarios encargados de vigilar el reparto del condumio desencadenó un nuevo grito que fue repitiéndose de sala en sala como un eco:

—¡Oído! ¡Fir-més!

Apenas habían tenido tiempo Olivares y sus amigos de sorber el caldo de las lentejas, cuando se presentó el jefe de servicios con un papel en la mano. Planas, sorprendido, salió a su encuentro atropelladamente al tiempo de gritar:

—¡Fir-més!

El Pelines, de rostro abotagado y nariz enrojecida, miró a los hombres, puestos mecánicamente en pie, con sus ojos saltones, adormilados y amarillos, de saurio. Mirada densa y pesada que provocó en los presos un mareo de ansiedad.

Los hombres miraron, a su vez, al Pelines preguntándose qué podía significar aquella insólita visita, a qué vendría, de qué noticias sería portador. Podría traer la libertad para algunos o quién sabe si para todos. ¿Tal vez la tan cacareada amnistía? Pero, ¿no era ya de noche? Podrían estar esperando afuera los sicarios como se dice que ocurrió en otras noches durante la guerra… Pero, simultáneamente, volvían a resonar en la memoria las palabras animosas de la hermana, de la hija o de la propia mujer: No te preocupes, porque me han asegurado que te van a poner muy pronto en libertad. Es cosa de días, quizá de horas. ¡Qué entrada en casa! ¿Qué diría la alcahueta de la portera? ¿Y el vecino, carca redomado? ¡Dios, la cama blanda, las sábanas limpias! Lo primero, lavarse todo el cuerpo con agua caliente. ¡Y chitón! Ahora, a estarse quietecito y callado. Si alguien te pregunta algo, que vaya a otro sitio a enterarse. ¡Ni una palabra de nada!

La voz del Pelines, viscosa, gargajienta, aumentó aún más la incertidumbre y el desasosiego de los reclusos cuando dijo:

—Los que vaya nombrando, que se preparen para salir inmediatamente.

Salir… ¿Quién? ¿Adónde? ¿En libertad? ¿A diligencias? ¿A otra prisión? ¿No sería que empezaban los famosos «paseos» al por mayor? Mañana, uno de mayo, ¿no? Tal vez hubieran cambiado de plan y, en vez de asaltar las cárceles, sistema arriesgado y escandaloso, prefiriesen vaciarlas y repetir varias veces lo de Paracuellos…

Entre sudores y angustias de los presos, el Pelines cantó el primer nombre:

—Federico Olivares García.

Siguió un palpitante silencio, que interrumpió desabridamente el Pelines:

—¿Es que no está aquí?

—Sí, señor —contestó Olivares desde su sitio.

—Pues diga presente.

—Presente.

Siguieron después, entre pausas:

—Manuel Molina Rodríguez.

—Presente.

—José Manuel Garrido León.

—Presente.

—Agustín Arias Moreno.

—Presente.

El Pelines se quitó entonces el papel de delante de los ojos y se dirigió a Planas:

—Que formen rápidamente en el pasillo y que los demás sigan cenando.

Volvió después la espalda a la formación y se fue, con paso cansino, caída la barbilla sobre el pecho. Cuando desapareció con rumbo a las demás salas del interior, se oyó la voz de Gaspar, preguntando:

—Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha dicho?

Unos le sisearon y otros le hicieron señas para que se callase, y Gaspar se quedó mirando a unos y a otros, visiblemente contrariado y perplejo. Por su parte, Federico y sus compañeros cedieron, a quien las quiso, sus raciones de rancho, enrollaron sus mantas y prepararon sus saquetes con la ropa y la poca comida casera que les quedaba.

Nadie se atrevía a hacer comentarios en voz alta. Incluso los cuatro amigos ejecutaron todas esas diligencias en silencio, mirándose entre sí de cuando en cuando, pero sin atreverse a manifestar lo que pensaban y temían. Estaban pálidos y serenos. Agustín, el menos impresionable, acabó encendiendo una punta de cigarro puro que guardaba desde mediodía, y Olivares, Molina y José Manuel prendieron también fuego a sus correspondientes cigarrillos. Los demás los contemplaban entre intimidados y curiosos, con una mezcla de simpatía y compasión en la mirada. Algunos reanudaron la cena, pero fueron mayoría los que se quedaron sin apetito. El silencio era agobiante y paralizador. Fue don Alberto el primero en acercarse a Olivares y hablarle en voz baja, aunque oyeron todos sus palabras:

—Yo creo que no es más que un traslado, a no ser que se trate, y ojalá sea así, de la libertad para ustedes.

Olivares sonrió.

—O nuevas diligencias, don Alberto, o…

—Calle, amigo; no sea pesimista.

—Lo que sea, sonará, ¿no le parece?

—Ya verá, ya verá —y el exgobernador le miraba cariñosamente— como no será para nada malo. Por mi parte, les deseo lo mejor. ¡De veras!

—Gracias.

Después de estrecharse las manos, don Alberto, con voz conmovida, murmuró:

—¿Y quién me va a contar ahora hermosos bulos para poder dormir?

Las últimas palabras de don Alberto provocaron algunas sonrisas y pusieron en movimiento otra vez la escena, paralizada por el estupor y el miedo. Hubo entonces una aproximación masiva a los cuatro amigos, palmadas amistosas en sus hombros, palabras de aliento, restregones de manos, bromas y otras muestras de amistad, hasta que intervino Planas para recordarles la orden del Pelines.

Cargados con sus cosas, salieron, al fin, al pasillo y quedaron frente a la puerta enrejada. Detrás, fueron formando en filas de a dos hasta casi medio centenar de reclusos, procedentes de las otras salas. Luego llegó el Pelines, quien dio orden de que se abriese la cancela, y pasaron al vestíbulo, débilmente iluminado por unas bombillas polvorientas. Allí los aguardaba un piquete de guardias grises. Fuera, en la calle, runruneaban lúgubremente los camiones.

El jefe de servicios y el jefe de la escolta recorrieron juntos las filas para contar los reclusos. Cuando terminaron y mientras se cruzaban entre ambos jefes firmas y papeles, Toledano, el escribiente, se acercó a Olivares y Molina, que encabezaban la expedición, y les dijo en un susurro:

—Tranquilos. Vais a las Salesas para ser juzgados.

—¿Para ser juzgados? —preguntó, incrédulo, Molina, sin mover los labios.

—Sí, en consejo sumarísimo de urgencia.

Y Toledano, fingiendo que volvía a contarlos, fue repitiendo, mientras recorría la formación:

—Vais a consejo, vais a consejo, vais a consejo…

Al desvanecerse sus peores dudas, los expedicionarios sintieron de nuevo el calor de la esperanza y recobraron la vivacidad. Pero no les dejaron tiempo para cambiar impresiones.

—¡De frente, march!

Se acomodaron estrechamente en dos camiones descubiertos, en compañía de guardias armados con fusil y pistola, y rompieron a hablar tan pronto como se pusieron en marcha.

—¿Nos puede decir adónde nos llevan? —preguntó alguien a uno de los guardias.

—Sí, hombre; a las Salesas.

La voz del guardia, segura y casi amistosa, los tranquilizó aún más.

—Consejo de guerra sumarísimo, de urgencia… —murmuró Molina.

—He estado dándole vueltas a las palabrejas —dijo Olivares— y pienso que se trata del sistema empleado en la línea de fuego para sancionar un delito grave.

—Pero ¿cómo van a juzgarnos tan rápidamente sin haber hablado una sola vez con nuestro defensor? Porque tendremos defensor, digo yo.

—Pronto saldremos de dudas, Molina —y añadió Olivares—: Pero a lo peor es así.

—No puede ser, hombre.

—Claro que no —terció José Manuel—, y como somos cuatro, tendremos cuatro defensores. De algo nos valdrá a todos, además, el ser yo cubano. Podremos avisar a nuestras familias para que asistan al juicio y tendremos, de paso, una comunicación extraordinaria, sin rejas por medio. Si Enriqueta ha podido localizar, al fin, a Afrodisio Ruidera, es muy probable que este amigo mío quiera comparecer como testigo de descargo. Sería fenomenal, ¿no?

—Y tanto. Pero me parece demasiado bonito, ¿no crees? —y Agustín, moviendo dubitativamente la cabeza, agregó—: Y no es que quiera aguarte la fiesta, José Manuel, es que no me fío ya de nadie.

Al paso del camión, algunas ráfagas de luz iluminaban sus rostros, que aparecían exangües. La noche era cálida, dulcemente primaveral, sosegada y translúcida en lo alto, donde unas nubes livianas velaban la luna y se destejían en la remota negrura del cielo; y descolorida, como ojerosa y sonámbula, en las calles. Todavía el alumbrado, el de los comercios y el municipal, era pobre, discontinuo y parpadeante. Funcionaba algún viejo anuncio luminoso, lucía una farola entre varias apagadas, se asomaba la luz doméstica en algunos balcones y ventanas, pero persistían aquellas medrosas sombras de las noches de asedio, pegadas a la paredes y arrastrándose por las aceras. En cambio, los árboles, mutilados de guerra muchos de ellos, reventaban de furor germinal, y se veía gente por todas partes. Había largas colas en las paradas de los tranvías y éstos transitaban repletos, dejando tras sí una estruendosa estela de timbrazos y chirridos. Circulaban escasos automóviles, de los que algunos conservaban todavía la pintura camaleónica de la guerra. En los escaparates de los comercios, presididos por retratos de Franco y de José Antonio, se advertía el esfuerzo por disimular la falta de mercancías. Por doquiera, en mil detalles, se delataban los síntomas del estado convaleciente de una ciudad que había padecido una agonía de meses y años: ruinas, vejez desportillada, servicios públicos deficientes, hombres y mujeres con trajes raídos… Aún parecían rondar por las esquinas los espectros del terror. El muñón de un árbol, el esqueleto de un banco público, el hueco del tablón de un anuncio, las ventanas sin marcos, los hoyos del pavimento, las huellas de metralla y los hierros retorcidos evocaban la larga lucha a muerte. Aquí y allá, brotaban los testigos de la desolación. Madrid aparecía salpicado de cicatrices, de vendas y esparadrapos, y apoyado en ortopedias, como un inválido que acabase de abandonar el hospital de sangre.

Los cuatro amigos, al igual que sus compañeros de aventura, perdieron pronto las ganas de hablar, atraídos por el espectáculo de la noche callejera. El torrente de la vida, en el que ellos eran como un barquichuelo varado en su margen, fluía alrededor, indiferente y esquivo. Y los presos, como obedeciendo a una tácita consigna, se esforzaban en mirar y ver, en mirar y ver y fantasear. ¿Quién sería aquel hombre que se había detenido a verlos pasar? ¿Y aquellos dos que hablaban a la puerta de un bar? ¿Y la mujer asomada al balcón? Parejas de enamorados se multiplicaban en sus retinas ávidas como en las incontables esquirlas de un espejo roto. Desde un tranvía, rostros confundidos e inidentificables, pegados al cristal, los miraban inexpresivamente durante un fugaz segundo. ¿Los miraron? Pero ¿los vieron?, ¿los reconocieron? Por más que desde su interior lanzaban vehementes mensajes: Vamos a que nos juzguen. Hemos luchado por vosotros. Somos de los vuestros. ¿Es que no nos recordáis? Pronto estaremos de vuelta, a vuestro lado otra vez. Ya lo veréis, nadie les contestó. Nadie los aplaudió. Nadie les sonrió siquiera. ¿Acaso los compadeció alguien? Tal vez, pero ellos no pudieron saberlo ni entonces ni nunca.

Olivares cerró los ojos.

(¡Cuántos de los que esta noche pasan a nuestro lado, como si no nos vieran, temerán ser también detenidos y encarcelados! Tal vez por eso se hacen los desentendidos. Bien mirado, su situación es aún peor que la nuestra. Un día cualquiera, a cualquier hora, ¡zas!, les echan el lazo y los enfrentan con una o varias denuncias anónimas sobre vaya usted a saber qué delitos… El miedo nos ha dispersado, pero, queramos o no, permanecemos uncidos, y bien uncidos, a la misma carreta. Éste es un naufragio en el que cada cual busca un tablón al que asirse para salvarse. Hay quien no piensa más que en volver con los suyos, taponarse después los oídos y no querer saber nada de nada, olvidar, seguir viviendo como sea. Pero no son todos, ni los mejores, porque hay quien no se deja avasallar por el miedo, que no abjuraría por nada, que seguirá fiel a sí mismo y a los demás hasta el fin… Nos quedan las ideas, aunque hayamos perdido todo lo demás, sin las cuales no tendría justificación nuestro pasado, ni nuestro presente, ni mereceríamos ningún futuro. Ideas, ideas, ideas… Pasaremos horas, días, tal vez años interminables hablando de ellas. Ellas son nuestra sangre y nuestro espíritu… No importan los desengaños, ni las decepciones, ni las flaquezas. Era tan resplandeciente, tan alta y pura, la cumbre que queríamos alcanzar… Era tan justo, tan humano, lo que pretendíamos conseguir… Valía la pena, ya lo creo… Por eso, la lucha fue tan encarnizada, y seguirá siéndolo, porque la guerra no ha sido más que el comienzo. Lo peor de la lucha empieza ahora… Solos, abandonados, indefensos… Y nuestra naturaleza es cobarde. Todos somos cobardes, queremos vivir. Yo también, como el que más. Mi madre, mi hermana Alfonsina, Aurora, Matilde… ¿Quieres cenar? ¿Vas a salir? ¡Adiós, Federico! ¡Buenos días, don Federico! Vamos a ver: ¿quién de vosotros sabe los nombres de los ríos y de las cordilleras más importantes de España? Sí, es cierto que el Guadalquivir fue navegable hasta Córdoba en los tiempos del Califato, y que el Mulhacén es el pico más alto de la Península Ibérica… Ven aquí tú, Vicentillo, y dime el pretérito imperfecto del verbo…, de cualquier verbo, del que se te ocurra… Anda, hombre… Bien, bien. ¿Queréis que leamos algo ahora? Ya sé que os gustan los versos… Entonces… Tú mismo, Vicentillo. ¿Cómo está tu abuelo, Vicentillo? Buen hombre tu abuelo, sí. Toma este libro. Son versos de Machado. ¡Ay, Machado, Machado! «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón…». Pero no, no. Me gustan más estos otros, éstos, que comienzan: «Yo voy soñando caminos…». Sí, porque la vida es un camino, un camino que no deja huellas. ¡Caminos! ¿La vida es o la soñamos? Lo peor es despertar, como yo, como mis compañeros. ¿Qué vendrá después? ¿Habrá después? Y si lo hay, ¿qué haré, adónde iré? Tendré que buscar una mujer, porque Aurora, Marilú y Matilde ya me habrán dejado atrás. Le diré… ¿Qué podré decirle? Pechos morenos, temblorosos, cálidos… Muslos… ¡Ay, el sexo entre vellones oscuros! Y el vientre suave, tibio, sumiso, misterioso… ¡No! Es mejor pensar en el combate de la Mocasilla, recordar cómo trepaban los soldados por la pendiente. Pero ¿por qué se me borran tan pronto estas imágenes de la guerra? En cambio… Otra vez los pechos redondos…).

Olivares suspiró y abrió los ojos.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Nada, que ya hemos llegado.

Los camiones, en efecto, se habían detenido al pie de la mole amedrentadora del Palacio de justicia. Por entre las sombras se percibía el movimiento de los guardias apresurados y se oía el rechinar de las botas y de las culatas de los fusiles. Se les ordenó que saltaran a tierra desde las plataformas.

—Nunca he estado ahí dentro —comentó Olivares.

—Toma, ni yo —dijo Agustín.

—Pues yo sí —confesó Molina dejándose caer al suelo.

Los obligaron a formar en dos filas y los contaron otra vez. Mientras comprobaban que no faltaba ningún preso y se realizaba su traspaso entre los jefes de la escolta y de la guardia, alguien bromeó:

—Ésta es la ocasión de coger una buena ración de aire libre, muchachos. ¡A saber cuándo se presentará otra!

—¡Silencio! —ordenó un guardia, recorriendo las filas con la mirada—. No hemos venido aquí de juerga.

—Ya lo sé, cabrón —le replicó un susurro seguido de risas ahogadas.

—Pues a mí me huele a mujer. Mira que si estuviera Enriqueta por ahí —bisbiseó José Manuel escudriñando la gente que discurría por los alrededores o se detenía a mirarlos. Algunas mujeres, especialmente, parecían buscar alguna cara conocida entre ellos, pero a distancia, sin osar acercárseles.

—Yo lo que siento ahora es hambre. Sí, señor. No sé lo que daría en este momento por un buen bocadillo de anchoas en aceite —y Agustín agregó, después de un bostezo—: Anchoas en aceite o… pepinillos en vinagre. Algo. Tengo el estómago como un acordeón.

Por fin las filas se pusieron en marcha. Una ancha puerta y, luego, un amplio pasillo, sucio, gris, con ese característico olor de transpiraciones añejas que exhalan los recintos públicos. Después, una puerta de barrotes de hierro y, finalmente, un corredor sombrío, con puertas ferradas a ambos lados, repleto de mujeres de todas las edades, de pie o sentadas en sus hatos de ropa. Los guardias que marchaban en cabeza hicieron detenerse a la columna y ordenaron ásperamente a las mujeres que se alineasen junto a uno de los muros. Mientras, a los presos les llegó hasta lo más hondo aquel espeso y mareante vaho femenino.

—Se ve que las hueles desde una legua. Tienes mejor olfato que un podenco, José Manuel —sopló quedamente Agustín a su amigo.

Los ojos de las mujeres parecían uno solo, inmenso, ávido, adhesivo y seccionador como una ventosa. Dos corrientes de signo contrario, pero idénticas, se cruzaron, como dos espadas chispeantes, entre unos y otras. Pero los guardias, apercibidos, se interponían entre ambos polos como una barrera de cristal. Distribuyeron rápidamente a los hombres por los calabozos y los dejaron encerrados en ellos tras golpes y chirridos de llaves y cerrojos.

Si alguno tiene una necesidad, que dé tres golpes en la puerta y grite el número de la celda. Pero sólo para eso —fue la última advertencia de los guardias.

Olivares y sus amigos, al quedarse solos, inspeccionaron detenidamente la pequeña estancia rectangular. Suelo, techo y paredes eran lisos, de cemento. Sobre la puerta, y protegida por una funda de alambre, la sucia bombilla derramaba una luz tan pobre que sólo lograba palidecer las sombras. Suciedad integral. Olor a orines. Letreros y dibujos. La Tomasa tiene el coño como una pasa. ¡Viva la FAI! El que no beba ni joda, que se pegue un tiro. ¡Viva Stalin! ¡Viva Falange! Para puta, la Maruja. Hoces y martillos. Testículos y penes. Yugos y flechas. Desnudos de mujer. Vaya par de tetas, compadre. Nada más.

—Bueno, esto sí que da verdadera sensación de cárcel, amigos —dijo Olivares.

—Pues ni aun así se me quita el hambre —se lamentó Agustín.

—Pues come algo, hombre —y Olivares le señaló el fardel de la comida.

Se sentaron en el suelo, en uno de los ángulos, apoyando las espaldas en los muros, e, inmediatamente, Agustín desplegó una manta y extendió sobre ella las escasas provisiones.

—¿No coméis vosotros? —preguntó.

—Hombre, no vamos a dejar que te lo comas tú todo y te dé un cólico —le contestó Molina en tono burlón.

Entonces les llamó la atención un ligero repiqueteo sobre la puerta. En seguida sonó una voz de mujer:

—¡Camaradas! ¡Eh, camaradas!

Después de mirarse, sorprendidos, se levantaron y se dirigieron a la puerta. La voz surgía de la cerradura. Luego de dar el nombre de la prisión de que ellos procedían, la voz añadió:

—¿Conoce alguno de vosotros a Félix Casavieja? Es mi marido y está preso allí.

Se consultaron con la mirada y Molina respondió por los cuatro:

—No, no lo conocemos.

Otra voz de mujer más joven preguntó:

—¿De qué os acusan?

—¿Y a vosotras? —retrucó Olivares.

—¡Huy, de todo! ¿No sabéis que en los periódicos nos llaman tiorras a todas?

Sí. Pero ¿por qué dices que os acusan de todo?

—Porque las hay con denuncias de haber asaltado el cuartel de la Montaña, o tomado parte en la muerte del obispo de Jaén, de bailar alrededor de los cadáveres de los «paseados», de pertenecer al Socorro Rojo o a la FAI, al partido comunista o a las juventudes libertarias, de insultar a las fachas y hasta de pisotear el pan que echaron los aviones fascistas… De todo. Ya te lo dije.

—¿Y a ti?

—De haber llamado carca y farsante a una vecina.

—Eso no es nada, mujer.

—¿Que no es nada? Pues a lo mejor te sale la Pepa por menos —dijo la primera voz.

—¿La Pepa? ¿Y quién es la Pepa?

—Chicos, estáis en Babia. La Pepa es la pena de muerte.

Entonces intervinieron otras voces desconocidas, que se atropellaban y se interrumpían unas a otras.

—Ya os enteraréis mejor mañana.

—¿Por qué mañana? —preguntó Molina.

—Toma, pues porque mañana os pasarán por la piedra. A nosotras, también.

—¿Os ha visitado el defensor? —volvió a preguntar Molina.

—No. ¿Y a vosotros?

—Tampoco.

—Menos mal.

—¿Por qué dices menos mal? —quiso saber Agustín.

Porque temíamos que se hubieran olvidado de nosotras. Se ve que no.

—¿Qué tal los interrogatorios? —preguntó Olivares.

Se sucedieron las exclamaciones:

—De espanto.

—De miedo.

—No quieras saber…

—¿Cómo, también a vosotras…?

—¡Huy!

—¡Claro!

—Sí, hijo, sí.

Siguió un silencio. Luego, preguntó Olivares:

—¿Tenéis miedo al consejo de guerra?

—Y cómo no, pero menos que a las diligencias. Esto es gloria en comparación, muchachos.

Tras otra pausa, inquirió Molina:

—¿Sabéis algo de la amnistía, compañeras?

—¿Y vosotros?

—Sólo lo que se dice.

—Lo mismo que sabemos nosotras. Una compañera se lo ha preguntado a un guardia y el guardia le ha contestado que sí, que la amnistía está para salir. También dice lo mismo uno de los curas que nos da pláticas en la prisión de las Ventas. Va a darnos pláticas de catecismo y sólo nos habla de la amnistía.

Y, seguidamente, las mujeres dieron la alerta:

—¡Chist! ¡Chist! ¡Cuidado!

Por los ruidos, los siseos y el repentino silencio de las mujeres, los cuatro amigos comprendieron que acababa de llegar otra expedición de reclusos, y volvieron a ocupar rápidamente sus sitios en el rincón de la celda.

—Con que la Pepa, ¿eh? —murmuró Olivares.

—Parece cachondeo —dijo Molina.

José Manuel ahogó un suspiro. Agustín, en cambio, tomó un trozo de queso y un pedazo de pan, diciendo:

—Los duelos con pan son menos, ¿no?

—Eres un energúmeno —le reconvino Molina en broma. Entonces, Agustín, alzando los brazos y con la boca llena, exclamó:

—Pero si esto es fantástico, gimnástico, orgiástico…