Te lo digo yo, y basta,
porque fui de los primeros
—Me llamo Gaspar Hernández y llevo nueve días encerrado aquí. Pertenezco a Unión Republicana y soy dueño de una mercería en la calle de la Magdalena. Cuando empezó el lío, como por mi edad no podía ir al frente, me dije a mí mismo: Gaspar, tú no puedes quedarte mirando al toro desde la barrera. Tienes que echarte al ruedo y lidiarlo como puedas. Yo soy muy aficionado a los toros, ¿comprendes?
El hombre habla y habla, tragando saliva de cuando en cuando y subiéndose las pesadas gafas de oscuros y pesados cristales que se le escurren hasta la punta de la nariz poco a poco.
—Y me metí en el Socorro Rojo. Allí, claro, como sabía de cuentas, me encargaron del almacén.
Tiene cerca de sesenta años y habla en tono muy bajo. A veces no se le oye y muchas de sus palabras son soplos sin sonido alguno.
—¿Habéis declarado ya?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—Federico Olivares.
—¿Y os han zurrado?
—Por suerte, no, pero nos han hecho pasar mucho miedo.
—Pues habéis tenido suerte, muchachos, porque a mí me metieron varias veces la cabeza en una bañera llena de agua para que firmase que había sido masón y marxista. ¡Figúrate! Pero ni por ésas consiguieron lo que querían. Les dije que yo no era ni había sido nunca nada de eso y que aquí estaba más bien fichado como pequeño burgués…
Se aproxima aún más a Federico y le sopla al oído:
—Y espiritista, ¿sabes?, pero eso no se lo dije. No creas que soy ningún médium, no. Que me gusta asistir a las sesiones; eso es todo. No creo que con eso se haga mal a nadie, ¿eh?
—Claro que no.
—¿Cómo? ¿Qué? Bien, pero al llegar aquí, además de mi profesión, la de comerciante, di la de profesor de Ciencias Psíquicas, ya ves, y por eso me admitieron en esta sala. Porque aquí hay muchos intelectuales de pega como yo, ¿me comprendes? Claro que me comprendes. Por eso te hablo. De lo que se trata ahora, amigo mío, es de pasar lo mejor que se pueda estos días —y, al sonreír, se le mueve la dentadura postiza, que presenta varias melladuras—, porque nuestra prisión no puede durar mucho. —Vuelve a juntar su cabeza con la de Federico y susurra—: He echado mis cuentas y éstas no fallan. Fíjate en lo que voy a decirte. ¿Sabes cuántas cárceles hay en Madrid? Pues, que yo sepa, unas cuarenta. A cinco mil presos una con otra… Aquí ya somos unos tres mil. Pues, como te decía, a cinco mil presos una con otra, suman doscientos mil. Añade las de Barcelona, Valencia, Bilbao y, en fin, las de todas las capitales de provincia, las de los partidos judiciales y pueblos importantes, y los campos de concentración, y obtendrás un resultado de millones de presos. ¿Cuántos millones: tres, cinco, siete? ¿Crees que puede haber un Estado que aguante tantos presos? ¿Cómo alimentarlos aunque sea a base de lentejas? Y sobre todo, ¿quién va a trabajar?
—Irán expurgando poco a poco esa masa hasta quedarse con los que les interese…
—Ca, de tontos, nada. ¡Ni hablar! Eso creíamos. No van por ahí los tiros. No es más que apariencia. Quieren sembrar el miedo, asustar, meter a todo el mundo en un puño y luego… ¡zas!, a la puñetera calle. La amnistía. ¿Y quién se mueve, eh? Ni el Potito. Pero, ¡ojo!, porque tenemos entre nosotros muchos chivatos y agentes provocadores. No falta quien…
—¿Agentes provocadores dice?
—No falta seguramente quien pretenda armar un follón en las cárceles con el fin de provocar la entrada de la guardia y… —garabatea en el aire el gesto de cortarse el cuello, y sigue—: Están las viudas de los muertos, y los padres de los muertos, y los parientes de los muertos, y los amigos de los muertos… Saldrán como moscas. Ya están saliendo como moscas. Unos, para vengarse; otros, para colocarse bien; y muchos más, para aprovecharse. Pero el Gobierno de Burgos ha dicho que no. Lo sé de muy buena tinta —y guiña un ojo—. Hay en el piso de arriba un médium estupendo. Es valenciano. Anoche tuvimos sesión y lo dijo. Bueno, pero era Pi y Margall el que hablaba, ¿comprendes? Así que, por ese lado, tranquilo. Pero no os fiéis. No habléis con cualquiera. Puede ser un chivato y entonces lo que pasa es que le sacan a uno a diligencias…
—¿A diligencias? Pero si uno ha declarado ya…
—Lo que quiere decir pasar por un nuevo interrogatorio y ya se sabe… ¡Mucho cuidado! No vale la pena meterse en líos siendo esto cosa de pocos días. No te fíes. Pueden llevarte a declarar todas las veces que quieran.
Cuarenta rostros los miran. Cuarenta rostros que pueden ser los de otros tantos soplones y delatores. Uno tiene los ojos muy grandes. Otro tiene los ojos muy pequeños. Aquél sonríe. Ése toma notas. Los hay sin afeitar y recién rasurados. Viejos y jóvenes. Gordos y flacos. En pijama o en camiseta. ¡Qué de chivatos!
—Oiga, Gaspar.
Gaspar sonríe con su mellada dentadura postiza. Y sigue hablando, mejor dicho, soplando, porque apenas se le oye y no se le entiende. ¿Será también él un agente provocador?
—Se apuntan a todo, ¿sabes?; al orfeón, a la catequesis, a la brigada de rancheros, para ser acólitos y porteros…
—¿Quiénes?
—Es que quieren hacerse presentes, que no los olviden, que sepan que son buenos chicos. El cura dice…
—¿Qué cura?
—Que todos vamos a volver pronto a nuestras casas. Soy un poco teniente, ¿sabes?, desde lo de la farmacia de El Globo. Me pilló muy cerca de allí la explosión de la bomba y… Creí que se hundía el mundo.
—Oiga, oiga.
—No grites, que se van a despertar éstos.
Los chivatos ya no miran, duermen. ¿Estarán muertos? Cuarenta rostros. No, no, muchos más.
—¿Es también chivato el jefe de sala?
—¿Cómo?
—¡El je-fe de sa-la!
—¡Cuidado! Es médico. Se llama Segundo Planas. Teniente coronel de Sanidad Militar. Y está con los comunistas. Porque aquí hay dos grupos: el comunista y el de todos los demás.
—¿Es posible?
—Que se miran de reojo y se echan la culpa recíprocamente de lo sucedido. Ya sabes, lo de la Junta, lo de la paz honrosa y todo eso… Pero no les hagas caso tampoco. Siguen como si no hubiera pasado nada, con comités, reuniones, consignas y qué sé yo qué más niñerías. No hacen más que hablar y hablar. Que si nosotros, que si vosotros… Ya ves tú, igual que antes… ¿Has leído un artículo que se ha publicado en Domingo, ese semanario que sale en San Sebastián? Ya se ve que no, joven. Pues es de espanto. Se titula «El castigo de la espalda curvada» y lo firma una mujer. Se refiere a lo que deben hacer con nosotros… Nada de matarnos ni de tenernos presos. ¡Ca! Según la autora, ése sería un trato demasiado benigno. ¿Qué, cuatro tiros y ya está, no? ¡De ninguna manera! Pide que nos pongan a trabajar, sin sueldo y sin descanso. Toda la vida con la espalda curvada sobre la tierra, sin interrupción, sin redención, como esclavos. ¿Qué te parece? Algo serio, muchacho. Por eso hay que olvidarse por ahora de elecciones, mítines y demás. Todo eso volverá algún día, pero ¿cuándo y cómo, eh? Pi y Margall nos aconseja que tengamos paciencia, mucha paciencia, mucho aguante. Dijo: correligionarios, acabáis de penetrar en un túnel muy largo, muy largo, muy oscuro, muy oscuro… Le quisimos sonsacar algo a Lenin y ¿sabes lo que conseguimos? Sólo frases como éstas: guerra revolucionaria, conciencia de clase, disciplina y mando único, y otras por el… por el… por el estilo.
Gaspar bosteza. Le rechina la dentadura. Se hurga en los oídos con los dedos meñiques. Le tiemblan los mofletes. Bufa. Ronca. Finalmente, su rostro se derrite y se esfuma en la oscuridad.
De pronto, Federico se estremece. Tiene miedo de encontrarse solo, como un náufrago, en aquella negrura sin límites. Y se agarra con todas sus fuerzas. ¿A qué? ¿Es una roca? ¿Es el tronco de un árbol?
—¡Papá! —clama.
Entonces, otras manos cogen las suyas. Unas manos fuertes que le quitan el miedo y le trasfunden una ola de suave calor que le recorre todo el cuerpo. Y oye una voz antigua que le envuelve en calma y seguridad:
—Un poco de paciencia, hijo. Ya estamos llegando.
Siente el balanceo de la cabalgadura y, al abrir los ojos, su mirada tropieza con la ancha espalda de su padre. Se inclina a un lado y ve delante otros jinetes. Vuelve la cabeza y ve más jinetes a retaguardia. Son las primeras horas de una tarde llena de sol, de un sol que revienta en el azul altísimo como una yema de huevo, chorrea por la comba del horizonte y pringa el aire de reflejos dorados. A ambas orillas del caminejo se extiende un bosque de encinas y carrascos. Entre las untuosas hojas de las jaras cabecean, al suave aliento de la siesta, sus flores, blancas como azucenas. Todo chasca, cruje o jadea bajo el peso del sol y, súbitamente, un torpe aleteo rasga aquel vasto rumor de soledades.
—¡Perdices, don Julio! —grita uno de los jinetes.
—Ya, ya —responde el padre de Federico—, pero ahora no tenemos tiempo para seguirlas.
Al declinar la tarde descubren el humilde caserío del pueblo, rodeado de una atmósfera estática, Nada se mueve dentro ni alrededor. Parece abandonado. Por la parte de acá lo abraza el cauce seco de un arroyo y, por la parte de allá, linda con unas huertas que se hunden en un estrecho valle, entre dos colinas boscosas.
Las cabalgaduras se detienen.
—Aquí, el alcalde pedáneo será de los contrarios, ¿no? —pregunta don Julio.
—Sí, señor —le responde el jinete más próximo.
—Pues tienes que ir a verlo, Hipólito, para lo del pregón. Hay que hacer las cosas como manda la ley.
—Usted manda, don Julio.
Hipólito espolea su caballo, que inicia un trote ligero, y se pierde de vista. Los demás continúan la marcha al paso. Cruzan el cauce seco y se detienen ante la posada. El portalón está abierto y penetran en el corral, que tiene en el centro un abrevadero para las caballerías, y descabalgan. Luego pasan a la cocina de lar con campana y vasares, con una larga mesa de pino rodeada de banquetas con asiento de anea. El posadero es tuerto, achaparrado, de jeta peluda. Los recibe en mangas de camisa, muy zalamero. Una faja de lana negra suelda las dos partes desproporcionadas de su cuerpo: tórax de gigante y piernas de enano. La posadera es gorda, chata y desdentada, y lleva cubierta la cabeza con un negro pañuelo anudado a la nuca.
—Aquí es don Julio, el médico de Álamos de Arriba. Venimos a recoger votos —presenta el acompañante de don Julio, que no deja de la mano un saco de lona.
El posadero invita con un gesto a que se sienten y después dice:
—Hasta aquí han llegado los rumores de lo mucho que sabe don Julio. En Álamos de Arriba tenéis más suerte que nosotros…
De una de las vigas, negra y resinosa, pende una alcarraza rezumante, sostenida por un cordel que pasa por una garrucha y termina atado a una argolla en la pared.
—Pero quiera Dios que no lo necesitemos… —sigue diciendo el posadero mientras desanuda el cordel y hace descender la alcarraza.
A cada uno de sus movimientos se levantan enjambres de moscas que hinchen la estancia penumbrosa con el monocorde zumbido de sus aleteos. Las moscas se estrellan contra los rostros de los viajeros, quienes tienen que ahuyentarlas a manotazos, y con la cortina de arpillera que transparenta la claridad del corral. Se revuelven, giran, se posan, vuelven a levantar el vuelo… La posadera, entre tanto, allega unos vasos de grueso vidrio que su marido llena con el contenido de la alcarraza: vino oscuro y áspero.
—Verán qué fresco está —murmura el posadero.
Don Julio solo lo cata y cumple:
Sí que está fresco. Gracias.
Los demás lo beben gustosamente. Entonces, la posadera repara en Federico y dice:
—Y este angelito de Dios, ¿qué va a beber?
—¿Tienen leche? —pregunta don Julio.
—¡Oh, no, señor! —responde la posadera, sorprendida—. Gracias a Dios, tenemos todos buena salud en casa.
—Entonces…
—Tengo pan y miel —y pregunta al niño—: ¿Te gusta la miel, tesoro? —y, antes de que Federico responda, añade, mirando a don Julio—: No tenemos hijos, ¿sabe usted?
Se desgració el primero —continuó el posadero—y ya no hubo más gracia de Dios. ¡Qué se le va a hacer!
La posadera prepara la untada de miel en encarnizada lucha con las moscas, que acuden, innumerables, y forman en torno a la mujer un torbellino zumbador.
—¡Jesús! ¡Jesús! —exclama ella agitando los brazos.
Pero las moscas no cejan y el rumor de sus alas crece como el de una cascada según nos vamos acercando a ella. La mujer tapa apresuradamente el puchero de la miel y deja sobre la mesa la navaja pringada que, inmediatamente, se cubre de alitas vibrátiles.
—Toma, tesoro.
Pero antes de que Federico pueda morder el pan, las moscas se precipitan en tromba sobre la untada y se quedan pegadas a ella, formando un convulso amasijo que el niño repele.
—¡Acudan a la posada! —grita una voz lejana.
—Es el pregón —dice uno de los hombres.
—¿Vendrán? —pregunta don Julio.
—Vendrán las mujeres —contesta el posadero—. Eso lo apañan aquí ellas.
Federico abandona la merienda, intacta, en manos de la posadera, quien mueve los labios, pero no dice nada, y corre hacia la puerta.
—Voy afuera, papá.
Don Julio pregunta en ese momento:
—Los contrarios pasaron por aquí hace dos o tres días, ¿no?
—Antier —responde el posadero.
Federico choca contra el telón de luz que iza en el corral el sol poniente y se deslumbra, pero no deja de correr hasta llegar al abrevadero, en el que se chapuza gozosamente. Una de las veces en que saca la cabeza chorreando agua descubre a Hipólito, todavía a caballo, seguido por un grupo de mujeres enlutadas. Hipólito echa pie a tierra, ata su caballo junto a los otros, pasa por entre las mujeres y desaparece tras la arpillera que cubre la puerta de la cocina. En seguida se oye su voz:
—Ya están ahí fuera, don Julio.
—¿Y el pedáneo? —pregunta don Julio.
—Nada. Se conoce que se fue al campo para no decir ni que sí ni que no. Por eso he tenido que echar yo mismo el pregón sin permiso de la autoridad.
Sigue una pausa. Federico, recostado en el abrevadero, contempla las mujeres. Aunque a la primera impresión todas parecen iguales, las hay de distintas edades y tipos. Eso sí, todas usan sayas negras, blusas pechugonas y pañuelos negros. Cuchichean. Una de ellas, renegrida y angulosa de ojos de ardilla, es la que lleva, al parecer, la batuta en aquel coro. Cuando aparece don Julio con Hipólito a su derecha y el hombre del saco a su izquierda, enmudecen, y sigue un silencio expectante, durante el cual el grupo de mujeres y el grupo de hombres se curiosean recíprocamente.
—Buenas tardes —dice don Julio, rompiendo el silencio.
—Buenas se las dé Dios —se oye murmurar entre las mujeres.
Y otra vez vuelve el silencio, hasta que dice Hipólito:
—Aquí es don Julio, el médico de Álamos de Arriba —y, tras una pausa, añade—: ¿Cuánto queréis por el voto de vuestros hombres?
Las mujeres sonríen, pero ninguna contesta. Poco a poco, sin embargo, empiezan a rebullirse y a juntarse en corro. Luego, las palabras sopladas al oído circulan, dan la vuelta… Algunas cabezas hacen movimientos afirmativos, otras deniegan… Más palabras al oído, otra vuelta… Aumenta el número de cabezas que dice que sí… Una tercera vuelta y ya la conformidad es unánime. Entonces se encara con los hombres la de los ojos de ardilla:
—Los otros dan dos duros —dice, sonriendo fríamente.
Don Julio e Hipólito se consultan con una mirada.
Aquél asiente y éste manifiesta en voz alta:
—Está bien. Nosotros daremos tres.
Los ojos de las mujeres relucen de contento, pero la que hace de portavoz de todas retruca:
—¿Y si los otros ofrecen cuatro?
Hipólito habla quedo con don Julio. Mientras, las mujeres parlotean por lo bajo, excitadísimas. Sólo la de los ojos de ardilla permanece impasible, alta la cabeza, en actitud de reto.
—Nosotros daríamos cinco.
La voz de Hipólito deja sin aliento a las mujeres.
—¿Cuándo? —pregunta rápidamente la portavoz.
—Mujer, cuando pasen las elecciones.
—No vale. Tiene que ser ahora.
Hipólito forcejea:
—Ahora, tres; al día siguiente de votar…
—No. Tiene que ser ahora. Las promesas se olvidan.
Ya pasó eso un año.
Hipólito consulta otra vez con don Julio y luego inquiere:
—¿Cuántos votos?
—Cabalmente veinticuatro.
El coro negro ha quedado paralizado. Sólo hay vida en los ojos de las mujeres.
—¿Cómo se llama? —pregunta entonces don Julio a la que les hace frente.
—Emilia, para servirle —contesta la de los ojos de ardilla.
—Es usted muy lista.
—Regular nada más.
—Bien —y don Julio sonríe—, ha ganado usted.
Les daré cinco duros por voto.
—¿En plata?
—En plata.
Las mujeres suspiran hondo y ríen infantilmente, entre grititos. Emilia, en cambio, arruga y arquea los labios y en sus ojos puntea un irreprimible relumbre de orgullo. Se rompe el estatismo de la escena. Las mujeres rodean a Emilia y los hombres siguen a don Julio, de vuelta a la cocina. Federico recobra también el movimiento y va tras su padre por entre el grupo de las mujeres, algunas de las cuales tratan en vano de acariciarle el rostro.
Don Julio, Hipólito y el hombre del saco se han sentado en las banquetas de anea junto a la gran mesa de pino. Los demás se alinean a retaguardia. La pareja de posaderos se ha retirado a un rincón y desde allí contempla la escena. Por su parte, Federico se arrima a su padre y queda entre él e Hipólito, de pie.
A una seña de don Julio, el hombre del saco vierte el contenido de éste sobre la mesa. Se levanta una nube de moscas y se esparce un tintineo metálico que atrae hacia allí todas las miradas. Entonces, las mujeres levantan la cortina y se quedan absortas ante el montón de monedas de plata, sin importarles que las moscas, en su alocada huida hacia la claridad del corral, les golpeen los párpados, la nariz, los labios…
—Pasen, pasen —dice don Julio.
Se acercan a la mesa, fascinadas por el brillo de la plata. Hipólito, que tiene ante sí un cuaderno y unos papelitos, pregunta a Emilia:
—¿Cómo se llama tu marido?
—Francisco Rebollar López —contesta ella.
Hipólito apunta trabajosamente en el cuaderno con un lápiz que ensaliva a cada palabra.
—Bien. Toma —y le da uno de los papelitos—. Este es el voto que tiene que echar, ¿comprendes?
—De sobra lo sé, buen hombre —dice ella con orgullo, pasándose los dedos por la comisura de los labios.
Entre tanto, don Julio ha hecho un montoncito con cinco grandes monedas de plata y lo empuja hacia la mujer. Emilia coge, una a una, las monedas… Hipólito dice:
—A ver, otra.
Y don Julio comenta:
—El día de las elecciones…
* * *
Federico, tras su padre, contempla la hermosa mañana del campo. Un aire fresco que baja de los encinares peina, ondula y alisa, sucesivamente, las mieses doradas. Hay en torno un rumor que se aleja y una palpitación que crece. El sol rampante espejea en lo alto, y la lejanía es un círculo impreciso en que llanura y cielo se confunden. Una doble hilera de álamos altaneros señala los lindes del ancho camino real que lleva al pueblo. Pían débilmente algunos pájaros invisibles que no logran romper, sino acompañar, el silencio de la campiña, que es más bien una flotante sinfonía de sonidos inconcretos.
La Fuente, cabeza del municipio, es un poblado destartalado y polvoriento, de casitas blancas y ocres y calles desiguales, con una plaza en el centro. A un lado de la plaza está la iglesia y, enfrente, el caserón del Ayuntamiento, con soportales. En medio se alza un gran nogal, rodeado de bancos de azulejos donde se sientan los ancianos en los atardeceres.
Don Julio cabalga al frente de un cortejo de amigos y parciales. Se han detenido todos al remontar un alcor desde el que se ve el pueblo como al alcance de la mano y desde donde el camino se desliza entre trigales hasta empalmar con el de los álamos. Federico, como siempre, monta a la grupa y se agarra a la cintura de su padre.
A derecha e izquierda se descuelgan de las pequeñas alturas, por trochas y caminejos, más jinetes, en grupos bulliciosos. Hipólito los va reconociendo y señalando con el brazo extendido:
—Aquéllos son nuestros… Y ésos… ¿Ve los que vienen por allí? Son contrarios. Los que se ven más allá son también de los nuestros…
—Nuestros y contrarios… —murmura don Julio.
—¡Eh! ¿Qué es lo que pasa allí? —pregunta uno de los acompañantes, indicando la línea del pueblo.
Todos miran en aquella dirección.
—¡Los civiles! —exclama Hipólito.
Los ha identificado por el brillo de los tricornios. Son varias parejas de guardias civiles. Detienen a los caballistas que llegan y los dividen en dos grupos, a derecha e izquierda del camino.
—Vamos, vamos a ver qué sucede.
Y don Julio espolea al caballo. Le siguen y rodean sus hombres. Pasan corriendo por entre los rezagados y llegan allí, entre nubes de polvo y estruendo de cascos. Los guardias, al verlos aparecer, miran a su jefe, un sargento de negros bigotes a lo káiser, quien, sin inmutarse, ordena al grupo de jinetes que tiene a su izquierda:
—Hala, vosotros ya podéis seguir.
Luego se adelanta y se yergue en medio del camino, obligando así a don Julio a detener su caballo a pocos pasos de él. Mientras, los hombres a quienes el sargento ordenara seguir han penetrado al galope por una calle del pueblo. El otro grupo permanece a la expectativa, callados los hombres, cabeceantes los caballos. Hipólito murmura entonces cerca de don Julio.
—Los que tiene parados son de los nuestros.
—¡Buenos días, sargento! —saluda don Julio.
El aludido se lleva dos dedos de la mano derecha al borde del tricornio, en silencio y sin mover los labios.
—Soy candidato y quiero saber qué pasa.
El sargento es un hombre cetrino, alto, de mirada severa y aspecto triste. Bajo la oscura capa quedan ocultos su fusil y sus manos.
—Que éstos —y tuerce la cabeza en dirección a los retenidos— venían alborotando y desafiando.
—¿Alborotando y desafiando? —Y don Julio sonríe—.
¿Es que hay que ir a votar como a un entierro? Yo respondo por ellos, sargento, y le garantizo que…
—Llévenselos —le interrumpe el sargento, dirigiéndose a sus subordinados.
—Pero… —intenta protestar don Julio.
Entonces el sargento le mira de frente. Su expresión es fría, inanimada, y átona la voz:
—Lo siento, señor, pero tienen que declarar.
—¿Por qué? —insiste don Julio.
—Por perturbar el orden público. ¿Comprende ahora?
El grupo de caballistas, rodeado por los guardias, echa a andar a paso lento hacia el pueblo. Sólo quedan otros dos guardias, que se colocan a unos pasos tras su jefe. Éste permanece inmóvil, en actitud de cerrar el camino a don Julio y a sus acompañantes. El viento mueve ligeramente los pliegues de su capa. ¿Y los rezagados? Don Julio vuelve la cabeza y no ve a nadie. Transcurren así unos minutos de indecisión por parte del médico de Álamos de Arriba y de sus hombres. Federico, mientras tanto, no quita ojo al sargento, fascinado por su rigidez, su impasibilidad y su silencio. Sus negros ojos son adustos, obstinados, autoritarios. Ponen distancias, paralizan, mandan.
Al fin, subiendo el barboquejo por su mentón, dice el sargento:
—Puede dar parte, si quiere, pero no intente usted impedir que se cumplan las órdenes.
—Bien. ¿Podemos seguir, sargento?
El sargento se echa a un lado.
Sí, pero no me alboroten el pueblo. A los detenidos no les va a pasar nada. En cuanto declaren todos y se instruyan las correspondientes diligencias, serán puestos en libertad. Vamos, a no ser que armen jaleo.
Don Julio no replica y da rienda suelta a su caballo.
Sus hombres les siguen en silencio. Y entran así en el pueblo. Hipólito es quien rompe a hablar:
—Los demás han tenido miedo y se han vuelto.
En la primera esquina les sale al paso un hombre, vestido de pana y calzado con abarcas, que se para ante ellos.
—Es un pastor del señor Pablo —avisa Hipólito.
—¿Qué pasa? —pregunta don Julio al pastor al tiempo que detiene su caballo.
—Nada —contesta el hombre—. Que el señor Pablo me manda a decirles que los nuestros están todos borrachos en las bodegas.
Don Julio mira gravemente a sus hombres como pidiéndoles consejo. Y, como siempre, es Hipólito el que habla. Federico lo ve por primera vez aunque lleva mucho tiempo viéndole y oyéndole, y sabe que pretendió ser torero y que ahora es muñidor de elecciones al servicio de su padre. Tiene unos ojos claros que miran siempre con impertinencia, irreverentes. Una leve cicatriz de asta de toro divide en dos su barbilla. Dicen que mató a un hombre en pelea. Su mujer es hija del jefe local de los contrarios. La enamoró y se la llevó al monte. Luego, se casaron como Dios manda, pero porque quiso él, magnánimamente. Cuando no hay elecciones trapichea en ganado y cereales. Y, aunque va para rico, sigue siendo capaz de jugárselo todo a una carta. Dice:
—Al Ayuntamiento, don Julio. Vamos al Ayuntamiento. Hay que dar la cara y, si es menester…
La amenaza queda inconclusa. Se reanuda la marcha y pronto desembocan en la plaza solitaria. Asomado al balcón del Ayuntamiento se ve a un hombre que viste un elegante traje gris, se toca con un sombrero del mismo color y muestra enguantadas las manos.
—¡El marqués! —exclama Hipólito.
Federico sabe que el marqués es el contrincante de su padre. Dicen que, además de marqués, es banquero y hombre de mucha influencia en Madrid. Lleva ganadas varias elecciones por falta de candidato contrario y en ésta se presenta a favor del Gobierno. No conoce su nombre ni su título, pero ha oído comentar que es el cacique de la provincia. Un día, su padre recibió la visita de un mensajero del marqués, que le dijo: No sea usted tonto, don Julio. Pásese a los nuestros y tendrá lo que quiera. El señor marqués es muy de los suyos. Su padre se encolerizó y lo echó de casa. ¿Qué se habrá creído ese marqués —decía en voz alta a su madre—, que yo me venda por un plato de chuletas? ¡Ay, Julio, Julio, esto va a ser nuestra ruina, le replicó su madre llorando. ¿Es que quieres que me venda? No, Julio, no. Claro que no. Lo que yo quiero es que dejes la política antes que sea tarde. Ya sabes que la política fue la ruina de nuestra familia. Soy médico y no pretendo vivir de la política. Si me he metido en ella es por contribuir a echar de la política a los vividores y granujas que la deshonran. Ahora, Federico ve al marqués de cerca. Sin uniforme, espadín y sombrero de plumas, tal como se lo imaginara, no parece marqués. Es un hombre como tantos otros. Entonces, ¿qué quiere decir que se es marqués, para qué sirve eso? ¿A qué se dedica un marqués, qué hace? Pero está ahí y los mira orgullosamente desde el balcón del Ayuntamiento… Federico siente ganas de llorar y se agarra fuertemente a la cintura de su padre.
Suenan inesperadamente las campanas del reloj de la iglesia, y los jinetes se detienen junto al gran nogal, sorprendidos al oír cuatro lentas y gruesas campanadas.
—¿Cómo es eso? —exclama, indignado, Hipólito, después de comprobar la hora en su abultado reloj de bolsillo—. Mi reloj anda conforme con el sol y todavía no marca las once.
El reloj de don Julio coincide con el de Hipólito. Los demás miran a lo alto y luego hacen signos afirmativos con la cabeza.
—¡Bien nos la han jugado, bien! —y la voz de Hipólito revela la cólera que le domina—. Mientras los nuestros siguen en las bodegas sin haber votado, los contrarios estarán ya levantando las actas… ¡Hijos de puta! —y pregunta a don Julio—: ¿Qué hacemos ahora?
—Vamos a casa de Pablo.
Vuelven grupas. La casa de Pablo tiene enjalbegada la gran fachada donde se abren, asimétricamente, ventanas con verjas de hierro. El zaguán, de piso de tierra apisonada, es amplio, destartalado. Una puerta conduce al corral; la otra, a la cocina. El dueño es un hombre corpulento y vigoroso, de mirada dominante y pelo cano.
—¿Qué es esto, Pablo? —entra preguntando don Julio.
Pablo está de pie, junto a su mujer y los varones de la familia, cinco hijos como cinco varales. Detrás, aparecen las hembras —hijas y nueras—, vestidas de negro como la mujer de Pablo y, como ella, tímidas y ceremoniosas.
—Velay, don Julio. Que nos han hecho trampa otra vez.
Sigue un silencio cargado de ira, explosivo. Don Julio lee en todos los ojos una sombría resolución que sólo aguarda una orden suya para estallar en algarada. Aquellos hombres son como podencos ansiosos de cacería. Con sólo azuzarlos un poco se lanzarían sobre los colegios electorales para romper las urnas o los cráneos de los contrarios. En sí, son pacíficos y socarrones, pero se sienten humillados, burlados, en juego la honra personal. En el fondo no les importa quien gane las elecciones, pero forman grupo y son leales a él por encima de todo y contra todos. Llegarían a la riña sangrienta y habría en La Fuente un día de luto. Pregunta al fin don Julio:
—¿Y el notario de Ciudad Real?
Contesta Pablo, moviendo apesadumbradamente la cabeza:
—Seguramente los contrarios no le han dejado llegar a La Fuente. No precavimos eso, don Julio.
—¿Y el de aquí?
—Ése se fue de caza bien temprano. No es de unos ni de otros y, como usted ya sabe, no quiere compromisos.
Vuelve a caer el silencio sobre la reunión. Don Julio saca entonces su petaca de piel y la ofrece a Pablo. Éste se sirve tabaco y la entrega después a otro, y así va pasando por las manos de todos los hombres. El manejo de liar el cigarrillo rompe la tensión. Cuando, al final de la ronda, don Julio recoge su petaca, toma asiento en el estrado, sobre un cojín multicolor. Y dice, sin énfasis, resignadamente:
—Hemos perdido, señores.
Los hombres le miran, pero él parece atento tan sólo a la tarea de envolver el tabaco en el papel de fumar, que realiza pausadamente. Lo enrolla con los dedos, estira luego el cigarrillo, lo retoca, aguza uno de sus extremos y cierra el otro con la uña del dedo meñique…
Es Hipólito el que se adelanta y dice:
—Queda todavía un remedio, don Julio.
Después de prender el cigarrillo, don Julio sacude el fósforo hasta apagarlo y lo arroja después al fuego de leños que arde en el lar. Por último, levanta la mirada hasta los ojos de gato de Hipólito y le pregunta:
—¿Sí? ¿Cuál?
—Pues apostarnos en el camino, agarrar a los que lleven las actas y …
—Romperlas, ¿no?, para que se repitan las elecciones.
—Cabalito.
Don Julio medita unos instantes.
—Podría ser —dice, sonriendo, con desilusión en los ojos—. Sé que suele hacerse eso. Pero hasta ahí no llego yo. Prefiero renunciar y… renuncio. —Y luego murmura como para sí—: Todo eso es como una fruta podrida y yo no quiero morderla…
- oOo -
El silencio es ahora largo, espeso, sofocante, como una de esas nubes de polvo caliente en el verano. Pero Federico siente frío y oye decir a su madre:
—Este chiquillo se va a constipar, Julio.
—Abrígalo bien y no te preocupes, Cristina. Es conveniente que vea estas cosas.
—¡Pero si es muy pequeño y no se va a enterar!…
—No importa. Tal vez no lo entienda ahora, pero llegará un día en que lo recuerde y lo comprenda, mujer.
Están en el balcón de su casa, sobre la plaza del pueblo, y sucede en las primeras horas de una mañana manchega. Llegan del campo aires de escarcha y el sol es apenas un resplandor aterido en la cima del campanario. Todos los balcones aparecen llenos de curiosos y en el del Ayuntamiento se ha preparado un tinglado consistente en dos bombos con una tarima en medio. Sobre la tarima permanece en pie y, en primer término, un hombre, con chaquetilla de dril, bufanda al cuello y gorra de plato. Tras él se yerguen las figuras de otros hombres endomingados.
Abajo, junto al portón de la Casa Consistorial, hay dos grupos. El de la derecha lo forman hombres jóvenes, mozos, que empuñan guitarras, acordeones, bandurrias y vihuelas. El de la izquierda está constituido por mujeres jóvenes, mozas, y por otras de edad madura, sus acompañantes. Las muchachas, luciendo sus mejores galas: refajos, corpiños y mantillas, muestran, sobre grandes bandejas, alguna obra de dulcería casera: tartas, mantecados, rosas… Unos y otras aguardan una grave decisión de los hados, el sorteo de los quintos, porque la guerra de África reclama más carne de cañón cada día.
Nadie parece escuchar las primeras voces del alguacil, el hombre de la gorra de plato, mientras lee una especie de bando u orden gubernativa. Luego, cuando su mano impulsa los bombos y éstos empiezan a dar vueltas, los espectadores ahogan hasta la respiración. Es tal el silencio, que puede oírse perfectamente el chirrido de los ejes de los bombos.
—Papá, ¿qué pasa? —pregunta Federico en voz baja, atemorizado.
—Escucha y calla, hijo. Escucha y calla.
Los bombos se han detenido. Entonces, la mano del alguacil extrae de uno de ellos una papeleta. La lee y grita:
—¡Fidel López López!
De entre los mozos se destaca uno que lleva agarrada por el cuello una vistosa guitarra, adornada con borlas, madroños y cordones multicolores. Una de las muchachas, en cuyas manos tiembla una tarta de miel y almendras, sale a su encuentro.
Entre tanto, el alguacil lee la papeleta que ha sacado del otro bombo:
—¡Número dos! ¡África!
Se oye el grito de una mujer y luego:
—¡Virgen Santa del Espino!
El mozo de la guitarra y la moza de la tarta se encuentran y entonces él coge la bandeja con la confitura, la levanta en alto, como haciendo un brindis al público, y la estrella después contra el suelo, al tiempo que grita con una voz ronca de vino y de insomnio:
—¡Para mí solo!
El papel con el número fatídico es prendido a la gorra del futuro soldado por su novia, que se retira seguidamente en dirección a su casa, bajo la custodia de su madre, y sigue el sorteo.
Federico tirita, da diente con cliente. Su madre le hace acostar de nuevo y el chico sueña con los quintos que, durante un par de semanas, someten al pueblo a su vandálica tiranía. Asaltan los corrales y se llevan sus mejores piezas para sus ininterrumpidas comilonas; atacan a las mozas en plena calle; organizan serenatas estruendosas por las noches; irrumpen violentamente en las casas reclamando dinero y bebidas; duermen todos juntos en los pajares sus descomunales borracheras…
Y ve a su padre ante el retrato a pluma de la cabeza de un militar de grandes mostachos enhiestos, que ocupa casi toda la primera página de un diario, y se oye su exclamación:
—¡Los moros han matado al general Silvestre! Esto es un desastre. ¡Pobre país!
Se dice que las madres se sientan sobre las vías del tren para impedir que sus hijos sean llevados a la guerra.
—¡Con lo que cuesta criar un hijo, Virgen Santa!
Y otra vez el silencio, el chorro de humo que todo lo envuelve, la oscuridad…
- oOo -
Federico siente una fuerte presión en el pecho. Intenta moverse, pero no puede. Está atrapado en un cepo. Los pensamientos se le confunden con los recuerdos y de esta mezcla resulta una perturbación total de sus ideas. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? No tiene tiempo de encontrar las respuestas porque otro rostro, el de un funcionario de prisiones, se le aparece para preguntarle:
—¿Nombre?
—Federico Olivares García.
—¿Edad?
—Veintiséis años.
—¿Profesión?
—Maestro.
El funcionario repite sus respuestas al mecanógrafo.
—¿Nombres de sus padres?
—Julio y Cristina.
Después de saber el lugar y la fecha de su nacimiento, remata el interrogatorio con una sorprendente pregunta:
—¿Religión?
—Agnóstico.
—¿Ag… qué? ¿Cómo ha dicho?
—Agnóstico.
El funcionario, ceñudo, le mira entre receloso y amenazador.
—Pero, bueno, ¿está usted bautizado o no?
—Sí.
—Pues entonces —y se dirige al mecanógrafo— pon católico.
Y se reúne con José Manuel, Molina y Agustín, maniatados los cuatro. José Manuel llora y tiembla, y Federico tiene que tirar de él y sostenerle mientras atraviesan un campo de labor surcado por numerosas zanjas; abiertas unas; a medio tapar otras. Está amaneciendo entre temblores y escalofríos en un cielo nuboso y apesadumbrado. Tras ellos suenan las pisadas de la escolta, con un ruido esponjoso, ahogado. No se oye una palabra. Tan sólo, de cuando en cuando, una tos o un carraspeo rompen el temeroso silencio.
José Manuel se tambalea y tiene que detenerse. Entonces, Molina susurra:
—Aún puede llegar el indulto, José Manuel. ¡Ánimo! La escolta se ha detenido también. Tiritando, balbuce José Manuel:
—¿Y qué va a ser de mi hijita ahora?
Una voz ordena secamente:
—¡Adelante!
Federico coge del brazo a José Manuel y siguen.
Tropiezan. José Manuel anda con los pies a rastras.
—¡Adoración! ¡Dorita! —gime.
Así llegan hasta un pequeño muro de cemento que les cierra el paso. El suelo es también de cemento liso, con una serie de regueros que confluyen en un pequeño foso central. Al otro lado del muro se extienden las colinas, sembradas de cruces, de un cementerio. Largos y oscuros cipreses se cimbrean en la incierta luz a impulsos de la brisa del alba.
—¡Alto! —ordena la voz de mando—. ¡Media vuelta!
Obedecen torpemente, por las ligaduras. José Manuel se derrumba y sus amigos tienen que levantarlo y apoyarlo en el muro. Frente a ellos se alinea un grupo borroso de soldados de rostros invisibles en posición de disparar. A un lado se coloca el oficial, también sin rostro, y, en el opuesto, aparecen Blas y Valdivia, ambos con la cabeza baja. Pasa sobre todos ellos un aleteo de aire frío. Ya no carraspea nadie. Y dice Molina:
—¡Compañeros, ha llegado la hora de la verdad!
—¡Si somos inocentes, Señor! —apela, entre sollozos José Manuel.
Agustín permanece silencioso, con los labios apretados. Federico, en cambio, intenta algo, pero sólo dice:
—Tenía pensada una frase para este momento, pero se me ha olvidado… ¡Viva la…!
—¡Fuego! —le corta la voz terrible.
No suenan las detonaciones, pero Federico siente un fuerte dolor en una pierna…
* * *
Abrió los ojos y se incorporó. Unos pies descalzos huían hacia el pasillo. Una luz tímida, apenas un resplandor lechoso, le llegaba por detrás. Vio tendidos a su lado a Molina, a José Manuel, a Agustín… Pero eran más, muchos más, los hombres tendidos, apretujados, incrustados los unos en los otros. Y estaba allí también Gaspar, cuyos mofletes temblaban a impulsos de sus mansos ronquidos. Observó que todos tenían gotas de sangre en el cuello. Collares de gotas de sangre como lentejas, que se movían. De pronto, uno de los cadáveres se levantó y echó a andar por la espesa alfombra de cuerpos humanos, sorteando cabezas, pechos, vientres, pies… Se respiraba un denso, casi asfixiante, olor a humanidad.
Federico se levantó también y se dirigió al hombre que fumaba tranquilamente, sentado en el pasillo. El hombre, al verle, sonrió y le dijo:
—Menudo pisotón te ha dado ése. Ya lo he visto. Me llamo Gonzalo y estoy de imaginaria.
—¡Ah!
—Claro, es la hora de las vejigas. Pronto va a sonar diana.
Como eres nuevo, no sabes que la gente se anticipa para poder lavarse y hacer sus necesidades antes que se formen las colas.
—Y eso que tienen en el cuello, ¿qué es?
Gonzalo sonrió otra vez.
—¿Eso? Chinches, hombre, chinches. Las hay a manta y están muy bien amaestradas. Durante el día no se ve ni una, pero en cuanto suena el toque de silencio, por las noches, salen en formación de sus nidos y se preparan para el ataque. Se ceban especialmente en el cuello porque debe de ser la parte más tierna y donde corre la sangre más dulce. Y tan pronto como oyen el toque de diana, se escabullen.
—Son unos bichos asquerosos.
Sí, pero es peor lo que les ocurre a los reclusos que ocupan las escaleras para dormir. Allí son las ratas, por cientos, las que acuden a devorar la poca comida que guardan en sus bolsas los compañeretes. Y saltan y corren por encima de ellos…
Federico se restregó los ojos con los dorsos de las manos.
Luego contempló, pensativo, el cuadro que ofrecían tantos hombres durmiendo sobre el entarimado de aquella habitación que, años atrás, tal vez hubiera sido una aula donde se explicase Historia de España, o Matemáticas, o quien sabe si Catecismo y Apologética. Después, en cambio, se enseñaba en ella la difícil asignatura del dolor y la muerte…
—Te he estado observando mientras dormías —dijo Gonzalo, interrumpiendo sus cavilaciones—. Te quejabas y te retorcías. ¿Es que soñabas que te estaban zurrando?
—Algo peor: que me estaban fusilando.
—¡Coño! ¿Y qué tal se pasa?
—Muy mal, desde luego, pero no tan mal como se piensa. Se puede aguantar.
—Ya. Como no ha podido contarlo nadie todavía… De todas maneras no debe de ser un plato de gusto. Yo no quisiera averiguarlo.
—Ni yo.
Iba a seguir Olivares su camino cuando Gonzalo le preguntó, de sopetón:
—Oye, oye… ¿A qué organización o partido perteneces?
Federico le miró a los ojos y Gonzalo sostuvo su mirada, impasible.
—Al partido sindicalista, pero ¿a qué viene eso ahora?
—Yo, a la CNT. Así que somos compañeros, ¿no?
—Claro, pero estamos todos en el saco y no creo que vayamos a andar con esos tiquismiquis en esta situación.
—Ya lo creo que sí. Ya lo verás. Por de pronto, ten cuidado con los chinos.
Olivares no pudo ocultar su desagrado por aquella advertencia, pero se limitó a decir:
—Bien, bien, descuida.
Pasillo adelante, se encontró con otros presos que, en calzoncillos y con una toalla al hombro, se dirigían al mismo sitio que él. Ya había formada una cola de aspirantes ante el único grifo. Pidió en ella su vez y luego hizo lo mismo en la que iba estirándose ante la puerta del cuchitril que servía de retrete. El que se la dio en esta última le ofreció tabaco y, mientras liaban los cigarrillos, le preguntó:
—¿Cuándo ingresaste?
—Ayer.
—¿Eres del partido?
Federico vaciló un instante.
—Pues… sí.
—Entonces ten cuidado con ceneteros y socialeros, ¿estamos?
—Descuida.
Sobre tres tazas turcas, tres hombres descargaban sus intestinos a la vista de varios pacientes espectadores. Federico cerró los ojos.