… o mil días fueron uno,
un solo día de fuego
¡Federico Olivares!
La voz le hizo estremecerse y, al abrir los ojos, se encontró con que Valdivia, envuelto en la niebla de humo del cigarrillo que colgaba de sus labios, le hacía señas con la mano para que se levantase.
—¡Vamos! —insistió Valdivia, impaciente, al tiempo que movía el cigarrillo y escupía vellones blancos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, aturdido, mientras afianzaba las manos en el borde de la bañera.
—¡A declarar! —contestó Valdivia—. ¡Date prisa!
Olivares recobró instantáneamente la conciencia y la lucidez como si hubiera recibido un chorro de aire frío en la cara. Se puso en pie de un vigoroso estirón y se restregó los ojos.
Luego miró a sus compañeros. Hasta Agustín se había despertado; los tres le miraban atónitos y ninguno se movió.
—¿A declarar? Está bien —dijo, esforzándose por aparecer sereno y clavando sus ojos interrogantes en los de Valdivia. Valdivia apuntó una leve sonrisa.
—Sí, hombre, a declarar. No se trata más que de eso. Puedes estar tranquilo.
Olivares se encogió de hombros con fingido desdén.
Por la ventana se asomaba la noche, indiferente y enigmática. Debía de ser la hora medrosa en que la muerte puede presentarse de pronto en un descampado, junto a las tapias de un cementerio, al borde de una cuneta… ¡Cualquiera sabe! La muerte alevosa, vengativa, miserable…
—¡Vamos, hombre!
Sus compañeros seguían mirándole, como si ya estuvieran muertos, con ojos redondos y apagados y una mirada estúpida y lejana. Se despidió así de ellos y se enfrentó con Valdivia, que le señalaba la puerta y le invitaba a que saliese. Entonces advirtió Federico que Valdivia llevaba un vergajo sujeto a la muñeca con una correa. Pasó junto a él, casi rozándole, y oyó que decía:
—Nosotros no damos paseos, rojillo.
El centinela que estaba en el pasillo se echó a un lado y le miró impasiblemente. Detrás, Valdivia le clavaba el aliento y la mirada en la nuca.
—Tira para adelante.
Su única preocupación era dominar el temblor de sus piernas y para ello pisaba con fuerza las carcomidas tarimas del piso, que crujían a su paso. A medida que avanzaba por el oscuro y largo pasillo iban tomando cuerpo e identificándose los ruidos interiores de la casa: golpes como de portazos, voces destempladas… Se detuvo en el pequeño vestíbulo convertido en cuerpo de guardia, donde vio al centinela que guardaba la puerta principal y a otro hombre sentado en una mesa. Aquél sólo volvió un poco la cabeza para mirarle, pero el otro preguntó a Valdivia:
—¿Éste es de los que trajiste tú esta mañana?
—Sí.
—¿Algún pez gordo?
—Ahora lo veremos, camarada Núñez.
Núñez era un hombre recio, de barba cerrada y espesas cejas negras, que se cubría con un capote de soldado. Se levantó y se acercó a Olivares, diciendo:
—A ver si le conozco, hombre —pero después de examinarle atentamente de arriba abajo, movió la cabeza y añadió—: No, no tengo su ficha en la cabeza, pero si necesitáis relevo en el interrogatorio…
Entre tanto empezaron a oírse en la escalera las pisadas de un grupo de personas que bajaba por ella, junto con un quejido entrecortado y monótono. Entonces, Valdivia cogió a Olivares por un hombro y le hizo dar media vuelta y ponerse de cara a la pared hasta rozar ésta con la nariz.
—¡Quieto así hasta que yo te avise! —le ordenó.
Federico quedó inmóvil y crispado. Valdivia permaneció junto a él en tanto que Núñez fue a situarse al pie de la escalera para observar desde allí a los que bajaban. Tras unos momentos de expectación, dijo:
—Traen a un rojazo que actuó en una checa de Chamberí.
Valdivia no hizo ningún comentario y Núñez siguió diciendo:
—Dicen que el muy cabrón tiene en su cuenta más de trescientos asesinatos.
La quejumbre era ya más sensible entre fuertes resoplidos. Y aumentó cuando los que bajaban pusieron el pie en el final de la escalera.
Federico, con la piel tan tensa que le escocía, miró de reojo al grupo. Lo formaban tres hombres, dos de los cuales conducían a otro, cuya cabeza de pelos alborotados pendía sobre su pecho.
—¿Ha cantado ya? —preguntó Núñez a uno de los que acompañaban al hombre aquel.
—Todavía se resiste, pero cantará. ¿Dónde lo dejamos? Núñez señaló la puerta de un cuchitril situado debajo de la escalera.
—Ahí mismo —dijo—, en el cuarto de las escobas.
El grupo siguió la indicación de Núñez mientras Valdivia tocaba en el hombro a Olivares y le decía:
—Vamos, ya podemos subir.
(¿Que ya podemos subir? ¿Adónde? Si esto parece una fantasía, un mundo aparte. ¿Qué soy yo ahora? ¿Dónde he caído? No soy nada ni sé dónde estoy).
Inconscientemente empezó a subir la escalera cuyos viejos peldaños gemían como si quisieran romperse. En el hueco que formaba su espiral confluían y se mezclaban los ruidos misteriosos que escapaban de las distintas habitaciones de los dos pisos del hotelito: jadeos, imprecaciones, gritos…
—¿A cuántos has matado? —preguntaba una voz terrible.
—¡A nadie! ¡Yo no he matado a nadie! —respondía otra voz exasperada.
—No creas que me gusta este trabajo —oyó que decía Valdivia tras él—. Pero alguien tiene que realizarlo. Habéis hecho tanto mal… ¿O es que me vas a negar que se torturaba a los presos en las checas del SIM, tanto de Madrid como de Barcelona? ¿Es que vosotros no os habéis hartado de matar?
(Matar, torturar… ¿Es que todo ha quedado en esto: yo mato, tú matas, yo torturo, tú torturas? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿De qué ha servido el cristianismo? ¿Es éste el fruto de dos mil años de civilización? No. Esto es el fracaso del hombre, el fracaso de la sociedad. ¡De todos! ¡Qué horrible miseria!).
Al llegar al descansillo de la primera planta se detuvo. Entonces percibió claramente unos chillidos de mujer que le atravesaron los tímpanos como agujas al rojo vivo.
—Sigue. Vamos al segundo piso —le ordenó Valdivia.
Y continuó la ascensión, peldaño a peldaño, perdiendo en cada uno de ellos pedazos de su ser, quedándose poco a poco huero, insensible, flotante.
(Yo debo de estar soñando. No puede ser verdad todo esto, no puede ser verdad. ¿No estaré muerto? ¿No serán éstas visiones de ultratumba? Pero ¿cuándo y dónde he muerto yo?).
—El que dice la verdad no tiene nada que temer —decía entre tanto Valdivia—. Porque eso sí, queremos saber la verdad, aclarar todas las fechorías cometidas en zona roja, y que los tíos den la cara como es debido y no nos vengan con cuentos chinos. No queremos que se escape ningún culpable. Por eso apretamos en los interrogatorios. Si tú no te haces el tonto o el demasiado listo, saldrás como entres y nadie te tocará el pelo de la ropa siquiera…
(Mamá y Alfonsina estarán ahora durmiendo, sin sospechar lo que me ocurre en estos momentos, mi agonía, porque es una agonía… No consigo verles las caras. Tampoco las de Aurora, Marilú, Matilde… Se desvanecen en el aire. A ver… Nada. Vacío. No han existido nunca, ¡nunca! Eran fantasmas de un sueño. Las soñé. Eso: las soñé. El verdadero mundo es éste de ahora. Mi vida es ésta y no aquélla. ¿Y soy yo el mismo?).
Le contestó la voz de su guardián:
—Espera.
Habían llegado ya al rellano del segundo piso. Las puertas que daban a él, aunque cerradas, no podían impedir la filtración del rumor de los interrogatorios: una especie de jadeo de refriega y acoso, interrumpido por voces conminatorias o por súbitos silencios.
Valdivia entreabrió una de aquellas puertas y asomó la cabeza a la habitación. Luego se echó atrás y dijo a Olivares:
—Anda, pasa.
Federico obedeció automáticamente. Era una estancia rectangular, alumbrada por una lámpara de techo y por el flexo de la mesa que había al fondo. Sentados tras esta mesa le miraban dos hombres: uno de ellos de mediana edad, pálido y delgado, con la camisa azul remangada hasta los codos y, el otro, más joven, con bigotito y también con las mangas de la camisa azul recogidas. El del bigotito tenía ante sí una vieja máquina de escribir Underwood y el más viejo una carpeta con papeles. Frente a ellos, y al otro lado de la mesa, aparecía una banqueta metálica de cuarto de baño. Dos hombres más, con vergajos como el de Valdivia, fumaban despatarrados sobre un deshilachado y cojo diván, al otro extremo de la habitación. El papel de las paredes presentaba grandes manchones de humedad. Por el suelo se veían papeles, puntas de cigarrillo y otras escorias. Y olía a tabaco, a polvo, a aliento humano y a orines.
Una rápida ojeada bastó a Federico para darse cuenta de que había sido conducido a una trampa sin escapatoria posible. Vio que los hombres de los vergajos se levantaban y, después de apagar los cigarrillos de un pisotón, avanzaban hacia él. Comprendió que comenzaban a cerrarse en torno suyos los férreos tentáculos de la fuerza bruta para quebrar su voluntad.
(La escena está preparada para infundirme miedo, para desmoralizarme. Estoy solo e inerme, es cierto, pero no hay que acobardarse. Eso sería lo peor).
Entonces, la turbación y la congoja dieron paso en su espíritu a la lucidez y a la calma. Su mente se iluminó como si hubiese estallado dentro de ella una fría claridad, y dejaron de temblarle las piernas y se le secó el sudor en todo el cuerpo. Y pudo decir sencillamente, como si se encontrase en una reunión con amigos:
—Buenas noches.
La escena, paralizada unos instantes, se puso en movimiento. Valdivia cerró la puerta tras él y, aunque nadie contestó a su saludo, el hombre de detrás de la mesa, el que apoyaba los codos sobre la carpeta, le señaló el asiento de cuarto de baño y le dijo:
—Acércate, hombre, y siéntate.
Olivares obedeció lentamente sin dejar de mirar a los ojos de aquel individuo, oscuros, inteligentes, rodeados por un círculo de sombras. Cuando se hubo sentado, percibió que Valdivia y los otros dos hombres le rodeaban y que el de la máquina de escribir colocaba en ella dos folios con una hoja de papel carbón en medio.
Fue un momento de angustiosa tirantez. Olivares sintió sequedad en la garganta y, al mismo tiempo, una respuesta eléctrica de todo su organismo ante el peligro acechante, la que le sacudía siempre al saltar fuera de los parapetos en los combates.
Al fin, el hombre de los ojos oscuros le preguntó:
—¿Me conoces? —y como Olivares hiciera un gesto negativo, añadió—: Bien. Pues para que lo sepas y no se te olvide te diré que me llamo Blas. También te diré que aquí no nos comemos a nadie, ¿sabes?, y que si contestas la verdad a lo que se te pregunte, nada tienes que temer, ¿comprendes? Pero que si te haces el tonto o el desmemoriado, o te pasas de listo… —y miró significativamente a los tres hombres que le rodeaban. Hizo una pausa y volvió a preguntarle—: ¿Tranquilo? Federico contestó con un gesto ambiguo.
(¿Por dónde me atacará? ¿Qué sabrá de mi? ¿Qué es lo que querrá que yo diga?).
El llamado Blas hizo como que leía en el papel que tenía delante, levantó luego la mirada para clavarla en los ojos de Federico y, con voz pausada y tono mordiente, le planteó la cuestión:
—Vamos a ver… Queremos que nos digas qué tramabais tú y tus amigos en vuestras reuniones contra el nuevo régimen.
—¿Reuniones? —preguntó, asombrado, Federico.
—Sí, reuniones he dicho.
—Pero ¿cuándo?
—Hombre, se entiende que después de la liberación.
Sucedió entonces algo absurdo e imprevisible. Fue que Olivares rompió a reír y su risa creció hasta convertirse en un verdadero estallido de carcajadas. Y era realmente el estallido histérico de todos sus temores. Cuando temía que el interrogador iba a atacarle con hechos concretos —falsos o verdaderos, pero en cualquier caso verosímiles, le salía con una acusación, ciertamente peligrosa, muy peligrosa, pero grotesca y absolutamente inverosímil.
La risa convulsiva, irrefrenable, de Federico dejó atónito y desconcertado a Blas. Los hombres de los vergajos levantaron los brazos, pero los contuvo un gesto de aquél y quedaron a la expectativa. Mientras, las carcajadas seguían estridiendo en el aire viciado y triste de la estancia. Para dominar el espasmo, Olivares dobló la cabeza y la apoyó en sus puños, sobre la mesa. El estómago se le contraía y dilataba dolorosamente. Faltaba aire a sus pulmones. Sin embargo, su mente trabajaba al máximo voltaje, desesperadamente.
(¿Reuniones clandestinas contra el régimen de los vencedores? Es una acusación gravísima y puede significar, sin duda, la muerte rápida, tal vez esta misma madrugada, junto a cualquier paredón siniestro. Absurda, sí, pero… ¿Cómo evitarla, cómo destruirla? ¿Cómo salir de este embrollo? No bastaría negar, no. Claro que no. Todo menos negar. Entonces, ¿qué?).
La risa se quebró al fin, disolviéndose en jadeos. Blas esperó que Federico levantase la cabeza para decirle:
—Bueno, hombre —y la voz de Blas hería con su acento irónico—, conque encima te hace gracia, ¿eh?
Los efectos de la risa desaparecieron fulminantemente en Federico, que se secó con los puños las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Después habló de prisa, atropellándose casi sus palabras:
—¿Y cómo quiere que no me ría? Si hasta ayer, como quien dice, hemos tenido un ejército de medio millón de hombres, cañones, tanques y aviones, y nos hemos rendido incondicionalmente, ¿cómo quiere que nos reuniéramos después cuatro individuos que no somos nada, que no tenemos ninguna fuerza, ni dinero ni influencia para oponernos a sus resultados? ¿No comprende usted que es absurdo? Habría que estar locos, y, créame, ninguno de nosotros está loco.
A medida que hablaba, Federico iba leyendo en los ojos de Blas el estupor, y vio que ganaba terreno y que había que aprovechar a fondo la oportunidad antes que él reaccionase y que interviniesen los otros. Y siguió:
—El único al que me une verdadera amistad es Molina. Con los otros dos apenas si he cruzado alguna palabra en toda mi vida. Ni siquiera son militantes destacados. No los conozco prácticamente —y, tuteándolos ya, agregó—: Además, ¿no me habéis detenido por pura casualidad cuando a quien buscabais era a Molina? Seguramente ni sabéis siquiera quién soy yo. ¿Estoy en lo cierto o no?
La pregunta quedó colgada en el aire. Blas bajó instintivamente la mirada a los papeles que tenía delante, pero Federico, sin esperar a que la contestase, retomó audazmente la palabra:
—Ahí constará que he sido capitán del estado mayor de una brigada. Y nada más. Justo lo que dije cuando me descubrieron los agentes que habían detenido a Molina. Pude declarar entonces otra cosa, dar una pista falsa, pero preferí atenerme a la verdad. Por otra parte, como nada más me preguntaron, nada más dije. Pero ahora estoy dispuesto a contar todo desde el principio.
(Me estoy ganando a Blas. Realmente no saben nada de mí, y acaso no sepan gran cosa tampoco de mis compañeros. Habrá que cargar las tintas, exagerar un poco la verdad, para que queden satisfechos. Tendré que demostrarles, sobre todo, que no trato de engañarlos y de escabullirme. El caso es quitarse de encima esa acusación de reuniones clandestinas…, porque si este hombre se obstina en mantenerla estamos perdidos. Y sería doblemente triste morir por lo que ni siquiera se ha pensado… Blas me mira con la boca abierta… El mecanógrafo también se muestra sorprendido y los hombres de los vergajos parecen menos agresivos…).
—Por ejemplo —añadió Federico antes que Blas pudiese intervenir—: soy fundador del Partido Sindicalista y he pertenecido a un círculo dirigente. Fui amigo y admirador de Pestaña hasta su muerte. Me sorprendió la guerra en zona nacional y me pasé voluntariamente a la zona roja…
—Espera, espera —le interrumpió Blas.
(Le brillan los ojos de contento y malicia. ¿Qué se le ocurrirá hacer ahora? ¿Mandará entrar en funciones a los otros? Porque ¿me creerá o, por el contrario, sospechará que pretendo engañarle? Si insiste en lo de las reuniones clandestinas, ¿qué hacer, por dónde tirar? ¡Valiente canalla el que se ha inventado esa historia! Tiene que ser alguien que conozca a Molina y a los otros, quizá para vengarse de algo o tal vez para cubrirse a tiempo y hacer méritos a los ojos de los vencedores… A ver…). Pero Blas dijo el mecanógrafo:
—Ponte a escribir —y, dirigiéndose a Federico, añadió—: Y tú cuéntalo todo, todo, sin olvidar nada. No creas que te va a ser fácil engañarnos. Aquí lo sabemos todo, aunque tú no te lo creas. Tenemos fichas personales de cada uno de vosotros, millones de fichas. Así que ándate con cuidado. Venga, ya puedes empezar.
(No sabe nada. ¡No sabe nada! Claro que no. Pues ahora te vas a enterar).
El mecanógrafo empezó a escribir, aporreando torpemente la máquina, las primeras respuestas de Federico, concernientes a su nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, estado, profesión y demás generalidades. Fueron preguntas rápidas de Blas, seguidas de respuestas concisas de Olivares. Tras este breve prólogo, Blas instó a Olivares:
—Ahora tú tienes la palabra. Por derecho y claro, ¿entiendes?
Con alegría temeraria que hubiera podido levantar sospechas u ofender los sentimientos de los que le oían, puesto que, más que responder a una indagatoria procesal parecía dictar la relación de sus méritos, Olivares se lanzó a contar su historia:
—Cuando Ángel Pestaña propuso la idea de un partido sindicalista, yo fui de los primeros en responder a su llamamiento, y constituida la agrupación local del nuevo partido, pasé a ser su secretario general. Ocupaba ese cargo el 19 de julio de 1936. Por eso, cuando aquel día por la tarde el pueblo cayó en poder de las tropas sublevadas en Algeciras, me oculté y, al cabo de unos días, me escapé a Gibraltar. Desde allí salté a Málaga y, seguidamente, a Madrid, donde me presenté a mi partido y me destinaron a su sección de propaganda.
Así que has sido un propagandista activo, ¿no? —le preguntó Blas, interrumpiéndole.
—Efectivamente.
—Sigue, sigue…
—Permanecí en la sección de propaganda pocos días y me incorporé, con el grado de teniente, a uno de nuestros batallones de milicianos destacados en la sierra, en Cebreros. Poco después, cuando, perdido Toledo, las tropas de Varela tomaron Illescas, me hicieron bajar del frente para asistir a una reunión en que se hicieron los primeros nombramientos de comisarios. Fui uno de ellos.
—Fuiste comisario, ¿eh? ¡Muy bien, muy bien! —exclamó Blas muy contento.
—Sí, fui comisario, pero por poco tiempo también. Renuncié al cargo a los quince o veinte días y volví a mi batallón, ya como capitán. Y llegó el mes de noviembre. Nuestro gobierno se marchó a Valencia, Madrid quedó prácticamente indefenso. Entonces, para levantar la moral de sus habitantes y de sus defensores, volvieron a acordarse de mí y ésa fue la razón de que anduviera dando mítines relámpago por las calles en aquellos días críticos.
Tuvo que detenerse y repetir varios párrafos porque su palabra era más rápida que los dedos del mecanógrafo. Entretanto, Blas encendió un pitillo e invitó a fumar a Olivares, que aceptó sin vacilar. El mecanógrafo hizo un alto para encender el suyo y, por su parte, los hombres de los vergajos, sentados ya sobre el borde de la mesa, hicieron lo mismo. Pronto se formó en torno a la lámpara del techo una espesa y fluctuante nube de humo blanco. Era evidente que había aflojado la tensión y que aquel paréntesis marcaba el principio de una fase de relajamiento. Así, cuando reanudó su relato, tanto el interrogador como sus ayudantes habían depuesto ya su actitud hostil y a Olivares pudo parecerle, incluso, que le miraban con ligera simpatía.
—Después —continuó diciendo—, fui destinado al frente de Guadalajara, donde permanecí hasta el final de la guerra. Esto es todo.
—Bien, bien, pero ¿por qué estabas en Madrid cuando lo ocuparon nuestras tropas? ¿Es que te escapaste del frente para no rendirte allí con tus fuerzas?
—No. Vine a Madrid para disfrutar cuarenta y ocho horas de permiso, pero no pude volver al frente. Por eso me cogió en Madrid el final de la guerra:
—¿Y con quién estuviste: con Casado o con Negrín?
—Por suerte, pude mantenerme al margen de la disputa. Quiero decir que fui neutral.
Blas se dio por satisfecho y ordenó al mecanógrafo que entregase a Olivares la copia de su declaración, y dijo a éste:
—Léetelo despacio. —Luego, dirigiéndose a Valdivia, añadió—: Que traigan café y coñac para todos. Creo que nos lo hemos ganado.
Salió Valdivia a cumplir la orden y Blas comentó con sus hombres:
—Así da gusto. Si todos se portaran como éste…
El mecanógrafo y los hombres de los vergajos asintieron con un movimiento de cabeza. Entretanto, Olivares había concluido la lectura de su declaración, que apenas ocupaba un folio.
—¿Ya? —le preguntó Blas.
—¿Estás conforme?
—Completamente.
—Pues firma los dos ejemplares.
Le dieron una pluma estilográfica y, mientras estampaba su nombre y rúbrica al pie de las dos hojas de papel, oyó que le decía Blas:
—Te felicito. Te has portado como un hombre. Claro que con esa declaración de haber sido comisario no hay quien te salve. Acabas de firmar tu sentencia de muerte.
Aunque dichas sin énfasis, aquellas palabras hicieron estremecerse a Federico. Otra vez comenzaron a temblarle las piernas, pero pudo, no obstante, sobreponerse a la impresión y preguntar con afectada indiferencia:
—¿Cuándo me vais a fusilar? Blas se encogió de hombros.
—Eso no depende ya de nosotros. Antes tendrás que pasar por un consejo de guerra.
—¿Un consejo de guerra?
—Sí, pero no te hagas demasiadas ilusiones. Te condenarán a muerte, no lo dudes. Ya te he dicho que el haber sido comisario es la peor recomendación…
(Conque no van a matarme ahora, ¿eh? La cosa cambia, a no ser que me engañe Blas. Pero no creo que pretenda engañarme. ¿Con qué objeto lo haría sabiendo que yo no podría valerme de ningún recurso para evitarlo? Estoy, como quien dice, a su merced, y puede hacer conmigo lo que quiera. Luego no tienen por qué disimular ni andarse con paños calientes… Además, parece sincero. Ha dicho bien claro que el consejo de guerra me condenará a muerte. Pero el consejo de guerra llevará sus trámites, su tiempo y entre tanto… ¡quién sabe!).
—Está bien —dijo—, pero en todo caso pagaré por lo que he sido y hecho.
—¿Es que no te asusta la muerte?
Olivares vaciló y, tras concentrarse durante unos segundos, dijo:
—Bueno, no sé qué responderte. Si digo que no, podrías tomarlo por una jactancia mía y, si digo que sí, no sería suficiente. No se puede contestar sí o no a secas. Lo único que puedo decirte en que no quisiera morir tan pronto.
Blas hizo un gesto afirmativo y luego se lamentó:
—Es una lástima que no nos hayamos entendido antes de la guerra o en la guerra, porque nosotros también somos sindicalistas. —Olivares permaneció impasible y Blas agregó—:
—Claro que nos separa algo muy importante y es que nosotros somos católicos y vosotros ateos.
Federico sonrió entonces levemente.
—Hombre, tanto como ateos… Entre nosotros también hay creyentes. Lo que pasa es no somos confesionales y dejamos fuera de nuestra actividad la cuestión religiosa que, a nuestro juicio, debe resolverse en la intimidad de la conciencia de cada individuo. Hemos combatido, eso sí, la influencia de los curas, pero porque han estado siempre a favor de los ricos y de los opresores, y no por otra cosa.
—¿Tú crees en Dios? —le disparó a bocajarro Blas. Olivares le miró, pensativo, antes de contestar. Siguió una pausa. Los ojos de Blas brillaban, codiciosos, y sus ayudantes se mostraban igualmente ávidos. Federico, acosado, movió lentamente la cabeza y dijo:
—No lo sé.
Blas saltó sobre su asiento. Los otros quedaron pasmados. Y aquél le preguntó:
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Eso sí que es absurdo! En un asunto como éste no puede uno quedarse al margen.
—Pues no es tan absurdo como tú crees, no —prosiguió diciendo Federico—. Se trata de una pregunta demasiado amplia y compleja para contestarla con un sí o con un no escuetos. Primeramente, tendríamos que ponernos de acuerdo acerca de que lo que entendemos por Dios. Y me sospecho que no sería posible. Si no estamos de acuerdo en otras proposiciones mucho más sencillas, ¿cómo podríamos coincidir en la idea de Dios, partiendo de la base de que Dios es incognoscible?
—Bueno, pero se cree o no se cree en Él.
—Lo sé, lo sé —replicó Federico—. Y en eso precisamente consiste la dificultad. La fe no depende de la voluntad. Tampoco se reduce a cumplir una orden.
Blas, desconcertado por los argumentos de Olivares, guardó silencio, sin dejar de mirar fijamente a su interlocutor, esforzándose, sin duda, en hallar alguna razón con que apabullarle y dejarle sin salida, pero la llegada de Valdivia con el coñac y el café interrumpió bruscamente el combate dialéctico y la tensión creada por él. Se sirvió el café en silencio y, tras el primer sorbo, Blas se dirigió de nuevo a Olivares para decirle:
—Eres un valiente.
(Lamento que estos hombres no sean mis jueces, porque, si lo fueran, estoy seguro de que escaparía bien. No hay duda de que me los he ganado. Y me los he ganado sin proponérmelo, sin recurrir a ninguna bajeza. Realmente, todo esto parece un sueño. ¿Iré a despertarme de un momento a otro? A veces he soñado que, despertaba y, sin embargo, seguía soñando. Dice que soy valiente…).
—No lo creas. Lo que pasa es que estoy al final de mi camino, con haber sido tan breve, y en mi situación no vale la pena fingir y engañar. ¿Para qué? Es como si estuviera dictando mi testamento, ¿comprendes?
Blas no podía resistir ni disimular la atracción que sentía por aquel enemigo que tan desconcertantemente se comportaba. ¿Cínico? No. ¿Ingenuo? Tal vez. De lo que no podía dudarse era de su sinceridad.
—¿Amas a España? —le preguntó.
—¿Estaría aquí si no? —le retrucó rápidamente Federico.
—¿Colaborarías con nosotros?
—Ahora no.
—¿Por qué?
(¿Cómo decírselo? Ha sido una gran suerte para mí que me haya tocado como interrogador en vez de uno de esos verdugos a cuyas víctimas he oído gritar. Y no quisiera ofenderle. Debiera decirle que nos separan los muertos, la sangre…, que están siendo utilizados como instrumento de venganza contra el pueblo por sus enemigos de siempre…).
—Porque no os conozco bien e ignoro lo que pensáis hacer.
—¿Sabes quién fue José Antonio?
—¿Primo de Rivera, el hijo del Dictador? Sí.
—¿Conoces su doctrina?
—Si te he de decir la verdad, no. Pero detesto las dictaduras.
—¿También la comunista?
—Claro. Por eso soy sindicalista.
—También nosotros, ya te lo he dicho, somos sindicalistas.
—Pero de otra manera, de arriba abajo. Nosotros partimos de abajo hacia arriba y creemos que sólo el pueblo es soberano, que el poder viene del pueblo y vuelve a él, que sin libertad no se puede vivir dignamente, que…
—Por eso habéis perdido la guerra.
—Tal vez. Pero una cosa es la guerra y otra la razón. Más vale perder aquélla que ésta.
—Entonces crees que teníais razón el 18 de julio, ¿no?
—Por supuesto. De no haberlo creído así, no estaría ahora donde estoy.
—Nosotros también creíamos que la razón estaba de nuestra parte el 18 de julio.
—Es natural. El hombre sólo se juega la vida cuando cree que las ideas que defiende valen más que ella.
Siguió una leve pausa. Blas observaba a Federico atentamente. Espiaba sus movimientos, sus gestos, sus reacciones, hasta sus parpadeos, implacablemente. Quería exprimir hasta su última gota de verdad.
—¿A qué o a quién atribuyes tú la causa de que perdierais la guerra?
—No lo sé aún con certeza. No tengo todavía suficientes elementos de juicio. Por otra parte, no soy belicoso. Odio la guerra.
—¿Y por qué la hiciste?
—Tú sabes muy bien que no había opción.
—Eso es verdad.
—Nos vimos metidos en una guerra y en seguida estalló la revolución, para la que no estábamos preparados, a mi juicio. Intervinieron luego las potencias extranjeras y ya no fuimos dueños de nuestros actos.
—Nosotros sí.
Olivares se encogió de hombros. Blas prosiguió:
—Y haremos ahora la revolución, nuestra revolución, porque no podemos traicionar a nuestros muertos.
(Yo le preguntaría ahora a qué muertos se refiere. Vamos, Blas, ¿incluyes acaso entre ellos a los del Requeté, a los gilrroblistas, a los de la aristocracia de la sangre y del dinero, a los caciques y a los latifundistas? No me vas a decir que murieron ésos también por vuestra revolución nacional-sindicalista… Pero sería inútil. Este hombre está todavía ebrio de victoria y de palabras).
—Me gustaría ver los resultados. De veras me gustaría.
—Y a mí encontrarte algún día para seguir hablando de todo esto, para decirte: mira lo que hemos conseguido, ¿qué te parece esta nueva España, alegre, trabajadora y justa?
(Y siente lo que dice. ¡De veras! Lo que pueden las palabras… Son como el alcohol…).
—¡Ojalá, Blas!
Blas apartó sus ojos de los de Olivares y fueron a posarse en el papel que éste había firmado y, tras una pausa, dijo: — ¡Ojalá!
Olivares comprendió la intención.
—Me fusilarán, ¿verdad?
Se encontraron de nuevo sus ojos. Olivares sonreía débilmente. En cambio, el rostro de Blas se había ensombrecido. Movió la cabeza y murmuró:
—No hay que olvidar que has sido comisario.
Después, se quedaron sin palabras y sus miradas se desenredaron. Durante la pausa que siguió, Blas puso dentro de la carpeta los dos ejemplares de la declaración y Federico cerró los ojos. El silencio latía penosamente. Entonces, Valdivia cogió un cigarrillo del paquete de Blas al tiempo que decía:
—Que son ya las dos de la madrugada y aún tenemos que tomar declaración a unos cuantos…
Blas, sorprendido, miró su reloj de pulsera.
—Es verdad —dijo. Luego, dirigiéndose a Valdivia, añadió—: Llévate a éste donde están los otros, pues ya no es necesaria la incomunicación, y tráete a… —repasó con la vista el papel que tenía delante y precisó—: A ese Molina, Manuel Molina.
Olivares se puso en pie lentamente. Parecía muy cansado. Blas le preguntó:
—Tendrás hambre, ¿no? Olivares afirmó con la cabeza.
—Bien —y ordenó a Valdivia—: Entrégales los paquetes de comida que hayan traído sus familiares, ¿estamos? Y tú —Blas se dirigió de nuevo a Olivares— quédate con mi paquete de cigarrillos. No puedo hacer otra cosa por ti.
Apenas tuvo Olivares tiempo para darle las gracias, pues sintió en su espalda la presión de la mano de Valdivia y oyó su voz:
—Vamos.
Salieron al descansillo de la escalera y allí los atrapó la marea de rumores de los interrogatorios, pero entonces ya no impresionaron tanto a Federico porque de pronto se le echó encima un cansancio insoportable. Sobre su instinto y su inteligencia oscurecidos empezó a flotar un solo deseo: dejarse caer en cualquier rincón para dormir y no despertar nunca. Le llamaba al sueño una voz cariñosa, lejana, irresistible, y, delante de él, la barandilla, los escalones, las paredes y su mismo guardián eran como fantasmas de humo o de niebla que se retorcían. Los rostros de Blas, de Valdivia, del mecanógrafo, de los hombres de los vergajos, de su madre, de su hermana, de Aurora, de Matilde, de Molina, de José Manuel y de Agustín giraban y giraban vertiginosamente alrededor de él y se apagaban y se encendían. Sonaban dentro de su cabeza voces de mando y descargas de fusilería. Seres desconocidos, enterrados hasta la cintura, se agarraban a sus piernas y le impedían moverse. Andaba luego entre cadáveres de niñas despanzurrados por las bombas. Le llamaban desde esquinas sin gente. Oyó estrépitos de aviones incendiados en el aire. Y gritos, muchos gritos, en un campo solitario, de color ceniza, sin árboles ni cultivos, inmenso. Vio largas hileras de hombres muertos que tiraban unos de otros. Tuvo que atravesar un pantano pestilente que se hundía bajo sus pies. Y sintió náuseas sin que pudiera aliviárselas el vómito… Y, por fin, cayó.
—Vamos, Federico. Despierta, hombre.
(Parece la voz de Molina. ¿Dónde estoy? ¿Y por qué me zarandean? Con lo bien que me siento ahora… ¡Y dale! Si lo que yo… ¡Dejadme en paz! Si lo que yo deseo es seguir durmiendo. Tengo sueño, mucho sueño, mucho…).
Se removió un poco. Abrió los ojos. Volvió a cerrarlos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —balbució inconscientemente.
—Nada, hombre, nada. Que ha llegado el momento de comer algo.
Abrió otra vez los ojos. Molina, arrodillado junto a él, le sacudía suavemente. Sentados más allá en torno a unas tarteras, José Manuel y Agustín, cuchara en mano, le hacían señas amistosas. Entonces pasó un codo por encima del borde de la bañera, pero antes de incorporarse preguntó:
—¿Habéis declarado ya?
—Sí, hombre, sí —respondió Molina.
—¿Y qué tal?
—Bien.
—Como la seda —remachó Agustín.
Se puso en pie trabajosamente, tirando de su cuerpo dolorido, con la ayuda de Molina. Se dirigió luego con paso torpe al lavabo, abrió los grifos y puso la cabeza bajo los chorros de agua. Se oyeron sus jadeos y espeluznos. Cuando se volvió a mirar a sus compañeros, el agua escurría por el cabello pegado a la frente, por el cuello y por las orejas… Parecía extremadamente débil y mucho más delgado.
Ya no había centinelas a la vista. En cambio, la puerta aparecía cerrada. En la ventana, de par en par abierta, se había hecho de día.
Federico sintió frío y se estremeció. Sus amigos parecían también cadáveres desenterrados. Se enjugó el rostro con los antebrazos y, al dejarse caer en cuclillas para formar corro con sus compañeros, dijo:
—Creo que hemos tenido mucha suerte. ¡Mucha suerte!
—Sí —convino Molina—. No sabían nada y cada uno de nosotros se ha limitado a contar su historia.
—¿Y a ti cómo te han tratado? —le preguntó José Manuel.
Federico sonrió.
—Milagrosamente bien.
—Bueno, ¿no os parece que es mejor dejar los comentarios para después? —intervino Agustín—. Estoy que no me tengo de hambre.
La proposición de Agustín fue aceptada por unanimidad y, durante un largo silencio, se aplicaron a limpiar dos tarteras que contenían un aguado potaje de lentejas, y una tercera, la de Molina, que encerraba un guiso de bacalao con tomate. Aquello no era comer, sino devorar, especialmente por parte de Agustín, cuya poderosa mandíbula se movía sin pausas, como una trituradora. No quedaron ni migas. Por último, Agustín sorbió las últimas gotas de caldo de los tres recipientes.
Cuando dieron fin a la tarea respiraron con satisfacción, como al llegar al término de una carrera, y encendieron los cigarrillos con que los obsequió Olivares.
—Son de Blas —dijo sonriendo,
—Pues para ser «ideales» del enemigo, no están mal —bromeó José Manuel.
—A falta de un «faria»… —comentó Agustín, lanzando una bocanada de humo.
Molina, por su parte, quiso saber cómo había transcurrido el interrogatorio de Olivares.
—¡Psché! —dijo Olivares, encogiéndose de hombros—. No sabían nada de nosotros, es cierto, pero existía una gravísima acusación: la de que celebrábamos reuniones clandestinas en las que conspirábamos contra el nuevo régimen. ¡Así como suena!
—¡Coño! —exclamó Agustín.
—Sí —continuó Olivares—. Pero, afortunadamente, la cosa me salió bordada. Claro, mi preocupación era adivinar por dónde me atacarían, así que, al oír semejante paparrucha, rompí a reír. De miedo, de puro miedo y de alegría, qué sé yo… El caso es que me dió un verdadero ataque histérico de risa. ¡Qué carcajadas, Dios! Pues me salvaron, ya veis. Porque se quedaron sorprendidos, sin saber qué hacer ni qué decir y, en vista de ello, aproveché su confusión para llevarlos a otro terreno, al de la verdad. Como no tenían ningún dato concreto sobre mí, al contarles mi historia se encontraron con materia suficiente para meterme el paquete, y se dieron por satisfechos. Luego hablamos de sindicalismo y de religión, pero ya tomando café, casi amistosamente, aunque, como podéis suponeros, sin confiarme ni poco ni mucho. A pesar de todo, sin embargo, creo que el haber escapado tan bien se lo debemos a Blas más que a otra cosa. Si en vez de atender a mis razones se hubiera empeñado en que confesase lo de las reuniones clandestinas…
—Por eso nos extrañó tanto que no nos acusase de nada y que se contentase con averiguar quiénes somos cada uno de nosotros… —murmuró Molina moviendo dubitativamente la cabeza.
—Pues de buena nos hemos librado —dijo José Manuel.
—Y tanto, pero de todas maneras nos han dicho que no tenemos escapatoria —apuntó Agustín.
—Pues yo no creo que se pueda matar a un hombre por haber sido comisario o periodista. En ese caso, tendrían que matar a más gente que en la guerra —y Molina fue subrayando sus frases con punteos de su dedo índice.
Olivares sonrió.
—Pues lo vamos a saber muy pronto, Molina. Intervino Agustín:
—¿Quién habrá sido el hijo de puta que nos ha denunciado?
—A saber. Quizá alguien del partido. Es lo más probable —opinó Molina.
—Sí, algún arrepentido o alguno que quiere hacer méritos en el nuevo régimen —dijo José Manuel.
—Pues daría algo por saber quién es —insistió Agustín.
—Me parece que te vas a quedar con las ganas, hombre, porque no nos van a dar tiempo para averiguarlo —y José Manuel puso una mano sobre el hombro de Agustín.
—¿Qué dices, hombre? —se revolvió Agustín vivamente—. Puede que a nosotros no, pero a ti… Tú eres cubano, no has intervenido en nada y tienes antecedentes de derechas. ¿Qué más quieres, coño?
Terció Molina, dirigiéndose a José Manuel:
—Tiene razón Agustín. A ti ni siquiera te harán pasar por un consejo de guerra. Ahora, lo primero que debe hacer tu mujer es presentarse en la embajada de Cuba y exponer allí tu caso. Después de haber protegido a tantos fascistas durante la guerra las embajadas americanas, ¿cómo van a permitir ahora que tú, un americano a quien sorprendió aquí la guerra, que no ha empuñado un arma y a quien no se puede acusar de ningún delito de derecho común, seas tratado como un rojillo cualquiera? Ni hablar, hombre, ni hablar. Tu situación nada tiene que ver con la nuestra. Vamos, es que no se parece ni por el forro…
—Claro que no —aseveró Olivares—. Con nosotros pueden hacer lo que quieran, pero contigo… Yo creo que no tienes nada que temer y que lo peor ya ha pasado para ti.
—¿Sabes lo que te digo, José Manuel? —y Agustín golpeó amistosamente en el hombro a su amigo—. Pues que no te perturbes, ni te conturbes, ni te masturbes, ¿estamos?
La chusca salida de Agustín disipó momentáneamente los presentimientos que angustiaban a sus amigos, y José Manuel no pudo disimular el gozo que le producía la opinión unánime de sus compañeros, que venía a confirmar su secreta y egoísta esperanza. Sonrió tímidamente e iba a murmurar algunas palabras tal vez protestas de amistad, cuando se abrió bruscamente la puerta del cuarto de baño y apareció Núñez, apresurado, con los ojos enrojecidos y ronca la voz.
—¡En marcha! ¡Deprisa! —gritó.
La sorpresa les impidió reaccionar con la prontitud que reclamaba Núñez, y éste hubo de repetir la orden, gritando más fuerte:
—¡Vamos! ¡Rápido!
Salieron al pasillo con Olivares en cabeza, sin más tiempo que para cruzar entre sí rápidas e interrogantes miradas. Al llegar al vestíbulo, se acercó Blas a Olivares para decirle:
—He preferido que os trasladen a la cárcel antes del relevo, por si acaso, ¿comprendes?
Federico asintió con un movimiento de cabeza, dándose así por enterado de lo que significaban aquellas palabras: nuevo interrogatorio, vergajos, insultos…, y murmuró, muy conmovido, mirándole a los ojos:
—Gracias. No lo olvidaré nunca.
Se les unió otro grupo de hombres terrosos y amedrentados, y, después, todos juntos, impelidos y azuzados desde atrás, fueron obligados a subir a un camión militar descubierto, que les aguardaba con el motor en funcionamiento. Los últimos en saltar a él fueron los guardianes, que se sentaron en el filo de la trampilla.
(Parece repetirse, Federico, lo de aquella noche en que los negrinistas me llevaban preso en un camión como éste y hacia un destino incierto. Pero entonces era diferente. Podíamos, al menos, discutir, y quedaba alguna esperanza de escapar con bien del embrollo. Ahora, no. Ahora somos unos derrotados, sin voz ni voto, camino de la muerte. Todos estos son ya cadáveres. No hay más que verles las caras. Y yo también soy un cadáver aunque conserve la conciencia y rememore, y sienta, y sufra, y me compadezca a mí mismo. Peor que cadáveres, porque sufrimos. Si al menos descansáramos ya definitivamente… Pero no. Aún nos espera…, ¿qué? ¿Qué es lo que nos espera? Morir tan joven es un fracaso, un total y tremendo fracaso. Tenía tantos proyectos en la cabeza… ¿Y qué habrá sido de mi madre y de mi hermana? Si han logrado sobrevivir hasta ahora, de ahora en adelante, ¿qué? Porque yo no puedo hacer nada por ellas ni por nadie. Somos, estamos muertos, y si andamos aún es porque vamos en busca de nuestra fosa. ¿Qué día es hoy? A ver… ¡Pero si sólo han pasado veinticuatro horas! Lo que quiere decir que estamos a veinte de abril de mil novecientos treinta y nueve y que pronto cumpliré veintisiete años. ¡Veintisiete años! ¿Muchos? ¿Pocos? Según se mire. ¿Y qué más da? Esos años son todos. Todos. Y sin embargo…).
El cielo estaba encapotado y corría un viento desapacible. Se veían balcones engalanados con las banderas triunfantes o con colgaduras religiosas, pero algo así como una polvareda de odios y miedos residuales, aventados de un estercolero tan grande como la ciudad, se arrastraba por las calles. En los tranvías se apretujaban, hasta descolgarse por los estribos, hombres y mujeres demacrados y silenciosos, aunque hubiese algún viajero que se esforzara en aparecer desafiante y distinguirse entre la masa en que por fuerza tenía que ir incrustado, hablando en voz alta sobre la sordidez y la cobardía de los rojos. Por las aceras, muchas sotanas, hábitos religiosos, uniformes militares y algunos hombres huidizos, con la gorra encasquetada hasta las cejas y los cuellos de las zamarras subidos hasta la nariz, y mujeres enajenadas y sin rumbo. De entre los transeúntes, algunos volvían su mirada de odio incandescente a los presos del camión; otros, los menos, con una velada simpatía y los más los ignoraban cobardemente.
En la calle de Hortaleza y en sus adyacentes, seguían las colas formadas por mujeres y chiquillos ante algunas tiendas de comestibles devastadas por los tres años de hambre de la ciudad, sin la certeza de conseguir algo, y que se hallaban allí por imperativo de la costumbre y de la necesidad, y eran las parroquianas fijas, de todos los días, desde la madrugada hasta el anochecer, iguales a las de todas las colas de todas las tiendas en todas las calles… Mujeres envueltas en toquillas, mantones y abrigos raídos, calzadas con pantuflas, zapatos agrietados, destaconados, y hasta con viejas botas militares; entumecidas y devoradas físicamente por las interminables horas de espera sin esperanza. Agotados los chismorreos, bulos y rumores, aparecían soñolientas, insensibles, inexpresivas. Sin embargo, al paso del camión, hubo entre ellas quien miró ávidamente los rostros de los detenidos; quien cerró los ojos, quien bajó la cabeza, quien sorbió lágrimas, quien dijo algo entre dientes… En cambio, los flacos chiquillos, arropados muchos de ellos con viejas prendas militares, los señalaban, y uno de ellos gritó:
—¡Jolín, más presos!
En los rostros de los presos quedaban visibles aún las huellas de los interrogatorios: párpados amoratados, labios tumefactos, hematomas aquí y allá. Uno, joven, mostraba fuera de la boca la lengua hinchada y blanquecina. Eran unos cuarenta e iban sentados casi unos encima de otros. Sin fuerzas para pensar, casi materia inerte, despojos de sí mismos, buscando en su interior, los más conscientes, alguna salida del laberinto en que se encontraban atrapados, o tratando de comprender su situación o, acaso, recordando a saber qué episodios, qué detalles, qué rostros, qué palabras.
El camión entró al fin en una calle estrecha y se detuvo frente al gran edificio de un colegio religioso, habilitado para cárcel durante la guerra. A ambos lados de la puerta principal se alineaban mujeres portadoras de cestas con comida, paquetes de ropa, colchonetas. Las había viejas, jóvenes y casi niñas. Con aspecto distinguido, de clase popular, con talante barriobajero y hasta con aires de golfería. Formaban todas un conjunto abigarrado. Mas, a pesar de su colorido y vivacidad, en la expresión de los ojos y en los ademanes de aquellas mujeres se advertía su desgarramiento interior y la violencia de un gran grito estrangulado.
—¡Pobres mujeres! Ellas son las que siempre pagan los vidrios rotos —dijo una voz entre los presos.
Los centinelas y la guardia del camión impidieron ásperamente, formando una valla con sus cuerpos y sus fusiles, que las mujeres se acercasen a los detenidos, pero no pudieron evitar que los animasen con sus calientes palabras y gritos:
—¡Ánimo, que os queda muy poco!
—¡Pronto estaréis en casa!
—¡Guapos!
Una ola de ternura y efluvios femeninos envolvió un instante a los hombres, que se sentían así consolados, fortalecidos y acompañados. Ellas reían o lloraban, o lloraban y reían a la vez, y ellos componían una actitud grave y digna. Entre ambos grupos, pese a la barrera aislante de los guardias, se estableció una intensa ósmosis emocional que removió el légamo de sus sentimientos más íntimos y profundos.
Un guardián abrió la verja, subieron unos escalones de piedra y penetraron en un amplio zaguán, cuyos accesos defendían otras tantas cancelas de hierro. A un lado, había una oficina, protegida igualmente por rejas. Hombres, unos uniformados y otros no, iban de un lado para otro y, cada vez que entraban o salían del o hacia el interior de la prisión, chirriaban los grandes cerrojos de las cancelas, por las que fluía además, hacia fuera, un espeso y nauseabundo olor a suciedades múltiples.
El responsable de la escolta los hizo formar en dos hileras y, después, entró en la oficina. Olivares y sus compañeros le vieron entregar un papel a un hombre uniformado, tocado con gorra galoneada, quien, tras una rápida ojeada, lo entregó, a su vez, a un individuo sentado ante una máquina de escribir. Por último, el hombre de la gorra de plato se asomó por la ventanilla y desde allí contempló, sin disimular su contrariedad y su mal humor, a los recién llegados.
—¿Y dónde los meto? —exclamó en voz alta—. Si ya no queda sitio ni para un alfiler… ¿Qué se creen, que esta mierda de cárcel tiene paredes de goma o que se puede estirar como un acordeón? ¿Están locos o qué?
Los presos le oían sin atreverse a realizar el más mínimo movimiento que pudiese ser interpretado de alguna manera en favor o en contra de las palabras pronunciadas por aquel hombre, y, menos aún, que revelase la satisfacción que les producía comprobar que, efectivamente, eran tantos los presos que ya no había cárceles suficientes en Madrid para albergarlos. Miles, miles, miles de presos. Millones. Mejor. Así no tendrían más remedio que abrir la mano y enviar a muchos a sus casas.
Se oyó susurrar en las filas de presos:
—Y si no cabemos, ¿qué?
—Por mí… Que no se preocupen. Me largo a casa y en paz.
—No caerá esa breva, muchacho.
—¡Silencio! —gritó uno de los guardianes.
El hombre de la gorra de plato se volvió al centro de la oficina y se dejó caer sobre un sillón giratorio, frente a una amplia mesa entre cuyos montones de papeles se destacaba una botella y dos vasos. Llenó éstos de vino oscuro e invitó al jefe de la escolta, que rehusó y, tras saludarle brazo en alto, se reunió con sus subordinados en el vestíbulo y, seguido de ellos, abandonó el edificio de la prisión. Momentos después, el camión militar se puso de nuevo en marcha.
Entre tanto, el oficial de prisiones, irritado, apuró de un solo trago uno de los vasos, dijo unas palabras al mecanógrafo, encendió un cigarrillo y se sumió en una larga meditación. Así transcurrieron varios minutos, hasta que el mecanógrafo se levantó y le mostró un papel.
—Juraría que es Toledano —murmuró Molina.
—¿Quién? —le preguntó Olivares.
—Digo que me parece que es Toledano, un chófer del partido.
—Pero ¿quién?
—El mecanógrafo, hombre.
Así, cuando el mecanógrafo apareció ante la formación con un papel en la mano, Molina dio con el codo a su amigo y exclamó entre dientes:
—¡El mismo!
Efectivamente, el aludido guiñó disimuladamente a Molina y luego gritó:
—¡Oído! ¡Formen de a dos y síganme!
Olivares y Molina quedaron en cabeza de la columna, pero antes de arrancar se les acercó Toledano.
—Soy el escribiente del Centro y os he destinado a la sala mejor, a la de intelectuales. Con el jefe de hoy, el Pelines, tengo mucha mano. Si algo necesitáis… —y se interrumpió él mismo para gritar:
—¡De frente! ¡March!
La columna se puso en marcha, pasó por una de las cancelas y anduvo por un pasillo hasta que, a una orden de Toledano, se detuvo ante una puerta vidriera, sin vidrios, de una gran sala con ventanales que fueron encristalados. La estancia aparecía repleta de hombres en pijama o en mangas de camisa, de pie o sentados en el suelo, que charlaban en corros o callaban, ensimismados, escribían sobre las rodillas o jugaban sobre improvisados dameros de papel…
—¡A ver, el jefe de sala! —llamó Toledano.
Se levantó un hombre alto, corpulento, de abundante pelo canoso, con gafas, que vestía un elegante pijama de seda y salió al encuentro de Toledano. Éste le dijo:
—Cuatro ingresos más, doctor.
El jefe de sala encogió la nariz para subirse las gafas y protestó suavemente:
—¿Cuatro más? Pero si ya no tocamos más que a cuarenta centímetros por cuerpo para dormir…
Pero Toledano se encogió de hombros y se despidió diciendo:
—Más tarde los llamarán para hacerles la media filiación.
Desapareció la columna, pasillo adelante, y Olivares y sus amigos se encontraron frente al silencio de más de cien hombres que los miraban impasiblemente.
—¿Quieren decirme sus profesiones? —preguntó el doctor.
—Periodista —dijo Molina.
—Periodista —repitió José Manuel.
—Profesor —contestó Olivares.
—Chamarilero más bien —bromeó Agustín.
—¿Cómo, cómo dice? ¿Chamarilero? —y el doctor se apuntaló las gafas con un dedo—. Pero ésta es la sala de intelectuales.
—Muy bien, pero yo digo —replicó Agustín—: ¿Es que no puede ser intelectual un chamarilero?
El doctor puso la boca redonda y se encogió de hombros.
—Bueno —dijo después—, hoy todo es posible —y añadió—: Pasen, pasen y acomódense como puedan.
Pero nadie se movió para hacerles un hueco, y Olivares y sus amigos tuvieron que sentarse allí mismo, junto a la puerta.