I

… puesto que en un solo día,

mil días se consumieron,

Siguiendo por el oscuro y largo pasillo, Olivares y Molina se encontraron de pronto en un espacioso cuarto de baño, en el que se advertían los estragos de la incuria y del abandono: azulejos desportillados, goteo incesante de los grifos, manchas de óxido en los recipientes, desconchones en las paredes y mugre por todas partes. En contraste con tanta sordidez, por la ventana que daba a un patinillo se vertía un chorro de luz que doraba el aire.

Después de separar a los dos amigos, Valdivia les advirtió:

—No os juntéis ni habléis. Estáis incomunicados hasta nueva orden.

Los prisioneros quedaron inmóviles y callados, a la expectativa. Su guardián, que no cesaba de mirarlos, se recostó contra el marco de la puerta y luego dijo:

—Sentaros donde podáis.

Molina lo hizo sobre la tapa del inodoro y Olivares en el borde de la bañera de porcelana. Siguió un silencio durante el cual Valdivia miraba de cuando en cuando hacia el fondo del pasillo, sin perder de vista por eso a los detenidos. De fuera llegaban, muy debilitados, ruidos de tranvías y automóviles, y, desde el interior, voces ásperas de mando y algún que otro grito de ¡Arriba España!, coreado por otras voces graves y cansadas.

—Podéis fumar si queréis —volvió a decir Valdivia al cabo de un rato.

Entonces, Olivares sacó su cajetilla y lanzó un cigarrillo a su compañero, y ambos se apresuraron a liar y a encender cada uno el suyo. Valdivia hizo lo propio y los tres hombres, situados en triángulo, quedaron pronto ensimismados y ajenos, aparentemente, a las circunstancias que los habían reunido en aquel lugar. Fumaban, callaban y pensaban o recordaban.

El humo de los cigarrillos se desovillaba perezosamente en la dorada transparencia del aire adormilado. Por un agujero de junto a la bañera asomó una cucaracha. El bicho permaneció un instante inmóvil y, luego, abandonando toda cautela, se aventuró a trepar por los baldosines.

Fue otra vez Valdivia quien rompió a hablar:

—¿Habéis estado presos antes de ahora?

Federico Olivares negó con la cabeza. Molina, en cambio, dijo:

—Yo sí; varias veces, ¿y tú?

—Desde el verano pasado hasta que entraron las tropas nacionales, en San Antón. ¡Lo mío!

Entonces, sonriendo levemente, le preguntó Olivares:

—Así, has pasado de preso a guardián, ¿no?

—Sí, cosas de la vida… —y, tras una pausa, agregó—: Todavía me rasco las costras que me hicieron las picaduras de las chinches. ¡Nos comían vivos!

Olivares y Molina no pudieron contener un amago de risa y Valdivia se exasperó.

—Ya se os quitarán las ganas de reír cuando os muerdan por la noche, eso contando con que os den tiempo para que puedan morderos… En ese caso, ya veréis lo que es bueno, ya. Si te rascas, malo, porque te haces llagas; y, si no, es como si te revolcases entre ortigas. De cualquier manera te las hacen pasar canutas.

Molina, serio ya, le preguntó:

—¿Y por qué fuiste a parar a San Antón?

—¿Que por qué? —y Valdivia se enderezó como si aún sintiera en sus espaldas los aguijones de las chinches—. ¡Vaya pregunta, hombre! Ni que llegaras ahora de la China… Vamos, que tú no sabías que las prisiones rojas estaban a rebosar de nacionales, ¿eh?

Molina hizo un gesto de asentimiento y dijo suavemente:

—Sabía que había presos políticos, naturalmente. Estábamos en guerra y…

—Pues yo era uno de ellos —le interrumpió su guardián—. Me trincaron en agosto, junto con otros muchos, por pertenecer a la Falange clandestina, lo que vosotros llamabais quinta columna.

—Pero ¿no estabas movilizado? —la pregunta de Molina parecía envuelta en un tono de reconvención.

—Bueno, sí; pero me había enchufado en el CRIM[1].

—Ya.

Olivares, que había seguido atentamente el diálogo entre su compañero y Valdivia, tomó la palabra:

—¿Ya eras falangista el 18 de julio?

Valdivia le miró fijamente unos segundos, como si dudara en contestar, pero finalmente dijo:

—Sólo de derechas. Hasta que matasteis a un tío mío, que era cura y muy buena persona. Entonces fue cuando me afilié a Falange.

Federico y Molina cruzaron entre sí una mirada urgente. En ambos, las palabras de Valdivia habían levantado la misma sospecha. Y Federico quiso salir de dudas.

—¿Matasteis dices? ¿Es que piensas que nosotros…, vamos, que fuimos nosotros los que mataron a tu tío cura?

Valdivia se recreció. Miró a sus prisioneros, gozando en silencio de su zozobra, y luego dejó caer sus palabras equívocamente acusadoras:

—Alguien lo hizo, digo yo, ¿no?

—Claro, pero no nosotros —se apresuró a replicar Molina.

Valdivia se encogió de hombros.

—Hombre, ahora todo el mundo se lava las manos o se hace el inocente. Pero ahí están los muertos… Fueron tantos, que tuvieron que ser también muchos los matadores. ¿Y quién me dice a mí que no habéis dado «paseos» vosotros también?

Las palabras de Valdivia irritaron a Olivares, que estalló:

—Oye, tú, que muertos y matadores ha habido en las dos zonas. ¿O es que me vas a negar que en la otra zona se hizo una buena limpia de partidarios de la República?

—¿De la República? ¡Valiente mierda de República! —y los ojos de Valdivia relucieron.

—Es igual. No vamos a discutir eso ahora —replicó Olivares, enardecido—. Pero ¿es cierto o no que tanto en un lado como en otro se cometieron barbaridades? ¿Y qué culpa tenemos de ello nosotros… o tú?

—¡No compares! —gritó Valdivia.

—Si no trato de comparar, hombre —agregó irónicamente Olivares—. Sólo pretendo aclarar las cosas.

Valdivia, rojo de ira momentos antes, se calmó de pronto. Volvió a mirar despacio a los detenidos, volvió a rascarse la espalda contra el bastidor de la puerta, sonrió con aire de superioridad y, finalmente, dijo:

—Me parece que se te olvida una cosa, rojillo. Una cosa muy importante, y es que nosotros hemos ganado y vosotros habéis perdido. ¿Te parece poca la diferencia?

Ahora se burlaba, y Federico optó por contenerse y callarse. El cigarrillo se le había apagado y aprovechó la pausa para encenderlo otra vez. Molina, por su parte, intentó suavizar la tensión creada por la disputa.

—Tienes razón, hombre —dijo en tono conciliador a Valdivia—, pero todo eso pasó ya, afortunadamente. Aquello era la guerra y esto es la paz. ¿No es bastante que hayamos perdido?

Federico parecía preocupado únicamente por su cigarrillo. Valdivia, en cambio, tiró al suelo la punta del suyo y, después de pisarla con fuerza, se encaró con Molina, nuevamente excitado:

—Sí, y todos iguales, ¿no? Pues no. Alguien tiene que pagar. Haceros a esa idea.

Molina tragó saliva y, sin dejar de sonreír pálidamente, insistió:

—Pero vosotros mismos habéis dicho que el que no tenga las manos manchadas de sangre o robo no tiene nada que temer. Si es así…

—Y es cierto —le interrumpió vehementemente Valdivia—, y es cierto. Pero ¿quién de vosotros tiene limpias las manos? ¡Ninguno! Unos por matar, otros por mandarlo y otros por consentirlo, resulta que todos estáis pringados.

Molina comprendió entonces que no era posible entenderse con aquel hombre sobre un plano real y objetivo, y calló. Volvieron a oírse los ruidos del exterior y las voces airadas que provenían de otras dependencias del hotelito. La luz era cada vez más opulenta y centelleante. Obligaba a Federico a tener baja la cabeza o a defenderse de ella los ojos con las manos cuando la levantaba. Enfrente de él y de espaldas a la ventana, Molina se entretenía en oprimir con las rodillas sus manos entrelazadas hasta verlas palidecer, para dejarlas otra vez libres y volver a empezar el juego.

Sólo Valdivia parecía excitado. Miraba frecuentemente al fondo del pasillo y, en los intervalos, espiaba todos los movimientos de sus prisioneros o revisaba su pistola. Para ello, extraía el cargador y luego sacaba las balas de éste. Tras de contar y sopesar los proyectiles, volvía a introducirlas en el cargador A veces cerraba un ojo y miraba a través del cañón a la luz de la ventana.

Así fueron pasando, lentos y aburridos, los minutos hasta que se percibieron las pisadas de un grupo de personas que se acercaban por el pasillo. Valdivia salió, dejando por primera vez solos a los prisioneros, y éstos, alertados también, se quedaron mirando en aquella dirección. Al cabo de unos segundos de espera, aparecieron en la puerta del cuarto de baño dos jóvenes a quienes escoltaba otro armado con un fusil, uniformado de azul y tocado con boina roja, seguidos los tres por Valdivia.

Los recién llegados no pudieron ocultar el asombro en sus ojos al encontrarse con los de Olivares y Molina, que los miraban también estupefactos. Pero ninguno de los cuatro prisioneros pronunció una sola palabra y los últimos, de pie en el centro de la estancia, permanecieron inmóviles, dando la sensación de estar muy aturdidos, hasta que habló Valdivia:

—Bien, ya podéis sentaros, si queréis, pero separados y sin hablar.

Mientras los aludidos, después de girar rápidamente la mirada alrededor, se situaban uno frente al otro y tomaban asiento en el suelo, Valdivia ordenó en voz alta al muchacho del fusil:

—Tú te quedas ahora de guardia. Están incomunicados y no pueden hablar entre sí. Si lo intentan, no tienes más que dar una voz, y entonces vendremos nosotros y los encerraremos por separado. ¿Estamos? —y tras de recorrer con la mirada los inexpresivos rostros de los presos, desapareció por el pasillo.

El centinela se situó en medio del vano de la puerta, con las piernas separadas, sosteniendo enhiesto entre ellas el fusil que asía con ambas manos por el cañón. Los prisioneros, pasado el desconcierto inicial, empezaron a mirarse y a tratar en vano de comunicarse con los ojos, al principio a hurtadillas y con mucho disimulo, y luego descaradamente.

De los dos nuevos, uno era alto y frágil, de ojos grandes muy negros y de cabellera ondulada. Sus ojos, cuando miraba intensamente, se llenaban de brillos húmedos y el iris cubría casi toda la córnea. Vestía de oscuro y completamente de paisano. Lucía una corbata deshilachada sobre la arrugada pechera de su vieja camisa de incierto color claro. Calzaba zapatos bajos, muy desgastados, pero limpios. Aparte de sus ojos, lo más singular en él eran sus manos, de finos y largos dedos, casi femeninas, y su aire indolente, casi enfermizo. Al convencerse de que resultaría inútil cualquier intento de comunicarse con los demás, acabó por reclinarse, lo más cómodamente que le fue posible, contra la pared y cerrar los ojos.

(¿Y qué hago yo aquí? Mejor dicho, ¿a qué has venido tú aquí, José Manuel Garrido y León? ¿Y cómo saberlo, eh, cómo saberlo? Con todos estos líos… Pero aquí tiene que haber una equivocación, porque yo… Tú sabes que ni siquiera soy español, que me trajeron de Cuba, con doce años de edad, cuando mis padres decidieron regresar a España pensando que con los pesos que habían ahorrado allí podrían vivir aquí, invirtiéndolos en un pequeño negocio. Ya, ya. Buenas estaban las cosas en España cuando llegamos nosotros… Agonizaba la Dictadura, y la baja de la peseta fue lo único de que pudo aprovecharse mi padre para sacar alguna ganancia. Luego cayó la Monarquía y vino la República y, con ella, la huida de capitales, el paro… Mi padre, que era republicano, se alegró mucho por el cambio de régimen.

—Ya es hora de que España se sacuda de las espaldas a los que siempre la jinetearon y se ponga a la altura de los tiempos. Puede que nos cueste caro, pero no importa. Merece la pena.

Mi madre, que no era nada políticamente, pero a quien complacían mucho las historias y chismorreos de reyes y princesas, no perdonó nunca a la República que prescindiese de ellos y los desterrase.

—¿Por qué no puede haber una República con reyes y todo eso, Manolo?

—Porque son cosas incompatibles, Griselda.

—Pues es una lástima, Manolo.

¡Qué guapa era mamá! Una verdadera belleza criolla. Lánguida, friolenta, dulce… Tenía, como yo, horror al frío y se pasaba los inviernos pegada al brasero. Y con razón temía tanto al frío. Un año, por Navidad, se la llevó al otro mundo una pulmonía. Tú sabes cuánto lloré al verla morir entre ahogos y estertores. ¡Dios mío, qué horrible fue aquello!

Se marchó cuando todo se ponía mal para nosotros. La tienda de zapatos que había abierto mi padre, resultó ser un pésimo negocio, una ruina, y él envejeció tan rápidamente que, al poco tiempo, se transformó en un anciano.

—No hay un real —decía—. ¿Cómo va a comprar zapatos la gente?

Se quedó con un solo dependiente, pero ni aun a costa de los mayores sacrificios y economías pudo evitar la catástrofe. Era un hombre bueno. Tuvo que emigrar en su mocedad a Cuba, harto de destripar terrones y de vivir sin esperanza. Empezó a trabajar allí por dos pesos de sueldo al mes y mantenido y el derecho a dormir bajo el mostrador de la tienda, sobre los sacos de azúcar.

—Tuve que trabajar duro, hijo mío, y ahorrar. Por eso no pude casarme antes.

Cuando murió mamá, mi padre tenía cincuenta años y yo quince, pero él aparentaba setenta y, a partir de entonces, enfermó de tristeza. Cuando el primer embargo, se pasó una noche gritando a solas:

—¿Y para esto trabajé tantos años en la Habana como una bestia?

Se diría que esperó a que yo terminase el bachillerato para irse en busca de mamá. Una mañana no despertó. Hasta para morirse fue humilde y callado. Se fue de puntillas. Yo pasé varios días sin darme cuenta de mi nueva desgracia, atontado. Luego empecé a preguntar a las pocas personas que trataban de consolarme:

—¿Por qué, por qué me ha dejado solo?

Entonces apareció don Tomás, un viejo amigo de mi padre.

—Te queda Dios y te quedo yo.

Don Tomás era dueño de una academia de taquigrafía, mecanografía y preparación de oposiciones. Era viudo y vivía en una pensión. Añadió:

—Vendrás a vivir conmigo y darás clases de gramática en mi academia. Luego, Dios dirá.

Fui el profesor más joven de su academia y el huésped predilecto de la dueña de la pensión, doña Josefina, una bondadosa mujer que a cada dos por tres evocaba sus años jóvenes de cupletista famosa y se consolaba diciendo:

—Y menos mal que guardé algunas alhajas, que, si no, me encontraría ahora pidiendo limosna por ahí.

Fue entonces cuando empecé a sentir dentro de mí el escozor de los sentimientos religiosos. Mis padres eran creyentes, pero tibios, de esos que no pisan la iglesia más que en ocasiones solemnes. La tristeza que me rodeaba fue, sin duda, la que me empujó a buscar consuelo y alegría en la religión. Poco a poco fui aficionándome a frecuentar la iglesia, hasta oír misa, comulgar y rezar el rosario diariamente. Y pensé ingresar en un Seminario y si no lo hice fue porque el bueno de don Tomás me contuvo con sus consejos:

Espera un par de años a ver si sigues pensando lo mismo. No hay que precipitarse, muchacho, no hay que precipitarse… —y me sugirió—: ¿Por qué no entras de momento en la Escuela de Periodistas de El Debate ? Allí podrías formarte una idea clara de muchas cosas, conocerías gente importante… Tal vez esté tu sitio allí y no en un Seminario.

Seguí su consejo y poco después conocí a Enriqueta, que estudiaba mecanografía y taquigrafía en la academia de don Tomás, y desde entonces no volví a pensar más en el Seminario. Enriqueta era un año más joven que yo y la primera muchacha que se cruzaba en mi camino, y quizá porque me encontraba tan solo me enamoré de ella. Esto ocurrió en vísperas de la revolución del 34, cuando lo de Asturias. El padre de Enriqueta, el señor Simón, trabajaba como linotipista en el diario La Tierra y era asiduo de la Casa del Pueblo, donde alimentaba sus sueños revolucionarios. Ignoro lo que hizo en los turbulentos días de aquel sangriento otoño, pero fue aprehendido y condenado a varios años de cárcel al ser derrotados los obreros. Las consecuencias de todo aquello me impresionaron profundamente. Me abrieron los ojos y los oídos, y pude darme cuenta de que España padecía una enfermedad muy grave.

En El Debate se respiraban aires de triunfo y se alardeaba de satisfacción y seguridad. Todo eran en aquella casa proyectos y esperanzas.

—¡Gil Robles ha decapitado la hidra de la Revolución!

Conocí de vista a Gil Robles, el gran jefe, a Ángel Herrera y a otros personajes, y me hice amigo de un joven algunos años mayor que yo, que ya destacaba por su facilidad de palabra, por su impetuosidad y sus dotes de poeta; Afrodisio Ruidera. A propósito, ¿por dónde andará ahora Afrodisio Ruidera? Se oye mucho su nombre. Debe de ser un jefe importante. Le diré a Enriqueta que lo busque, porque se acordará de mí, claro, y podrá echarme un cable en esta situación en que me encuentro. A no ser que… ¿Y si me pregunta por qué no seguí su mismo camino? ¡Hum! Yo me quedé con éstos. Pero, ¿qué otra cosa podía yo hacer entonces? Sí, en El Debate se comentaban las barbaridades cometidas por los revolucionarios en Asturias, pero en otros sitios, como la casa de Enriqueta y la pensión, se hablaba de las atrocidades de la represión. Don Tomás, que hubiera podido orientarme, se negaba a comentar los acontecimientos y se limitaba a repetir como un estribillo:

—Veremos qué hace ahora Gil Robles, pero ese Lerroux no me gusta, no me gusta nada. Tú, muchacho, eres cubano, ¿no? Pues entonces ¿por qué preocuparte de lo que pase o pueda pasar en este país?

Pero yo no podía desligarme de lo que me rodeaba, y eso lo sabes tú muy bien. El encarcelamiento del padre de Enriqueta dejó a ésta y a su madre completamente desamparadas. Al faltar el único jornal de la casa, la economía familiar se hundió. El Monte de Piedad y las casas de empeño se fueron llevando, día a día, las pocas cosas pignorables que tenían, hasta que no les quedaron más que algunos cacharros de cocina y los colchones y mantas de sus dos camas, a pesar de que la madre trabajaba hasta el límite de sus fuerzas fregando escaleras y lavando ropa ajena. Y un día me dijo Enriqueta, llorando:

—Mañana tendremos que empeñar mi colchón.

No lo consentí. Le hice aceptar el poco dinero que me daba don Tomás para mis gastos pequeños después de pagar la pensión, y aquella misma noche le expuse el problema a mi protector. El bueno de don Tomás me escuchó atentamente y cuando yo me callé, muy turbado, él se puso a hurgar entre los papeles que cubrían su mesa de trabajo. Fue un inacabable silencio que me hizo tiritar. Al fin, levantó la cabeza y, después de mirarme largamente con sus tristes y cansados ojos, me dijo:

—Está bien. Desde mañana ocuparás la plaza de Inspector de estudios, que desempeñaba Gutiérrez. Mira que le tengo dicho veces: Gutiérrez, no sea usted niño. No se meta en jaleos políticos. No le digo que no piense como quiera, pero sí que haga lo que yo: estarse quietecito. Pero no me hizo caso y ¿qué ha ganado? Pues la cárcel. Dice que es marxista y no tiene la más remota idea de tal cosa. ¿Marxista y va a misa todos los domingos? Que lo hace por no disgustar a su mujer… ¡Bah! Ahí se ve lo infeliz que es el hombre. Puede que lo que le ha pasado le sirva de escarmiento para el futuro… Bueno, pues mientras no lo pongan en libertad tú ocuparás su puesto, lo que quiere decir que ganarás treinta duros más al mes.

De esta manera pude mantener a Enriqueta y a su madre hasta el triunfo de las izquierdas en las elecciones de febrero del año 36. Pero antes ocurrieron otras cosas. Yo entraba en casa de Enriqueta como si fuera de la familia. Su madre me quería y confiaba plenamente en mí, y hasta los vecinos me saludaban siempre con simpatía. Una mañana en que, debido a no sé qué huelga, no abrió la academia, fui a ver a Enriqueta con la turbadora esperanza de encontrarla sola. Y acerté. Como nos queríamos y nos necesitábamos… Yo perdí el tino en seguida y ella, que había cambiado de color al encontrarse conmigo en la puerta, actuó después como si hubiera pensado antes en esa eventualidad inevitable, mansamente, con complacida y silenciosa complicidad. Un beso, muchos besos y luego el instinto nos guió sin necesidad de que ninguno de los dos pronunciase una sola palabra. Lo que sí me asombró es que Enriqueta se mostrase tan tranquila cuando volvió su madre, en tanto que yo no sabía dónde mirar por temor a que descubriera la culpa en mis ojos. Pero la buena mujer ni lo sospechó siquiera o, al menos, eso aparentó. El descubrimiento del placer nos enloqueció a Enriqueta y a mí, y desde aquel día no pensábamos ya en otra cosa que en buscar y aprovechar cualquier ocasión para repetirlo. Comenzaba el verano del 35, un verano sofocante que nos echaba por las noches a la calle en busca de algún frescor. Cuando devolvía a Enriqueta, su madre dormía ya como una piedra, extenuada por tantas horas de rudo trabajo. Entonces, nosotros, que volvíamos sin hablar, como sonámbulos, nos entrelazábamos sobre el suelo del pasillo, a oscuras, hasta descargar nuestra tormenta interior. A veces, nos interrumpía la voz soñolienta de su madre:

—¿Estás ya ahí?

Enriqueta reaccionaba instantáneamente y contestaba, sin un temblor en la voz:

—Sí, mamá, y ahora mismo me acuesto.

Fue para nosotros aquel verano como una larga fiebre que nos enajenaba por completo. Ni los primeros síntomas del embarazo de Enriqueta nos detuvieron. Pero su madre los descubrió e intervino resueltamente. Aquel día me estaban esperando madre e hija cuando yo llegué. Al ver cómo me miraban, me eché a temblar. Tenían los ojos llorosos y el gesto dolorido. Quise entonces decir algo, pero no pude. Las dos parecían acusarme de algo terrible y presentí una dramática escena de lágrimas y lamentos. Pero no fue así. Después de besar a Enriqueta y de secarle las lágrimas con un pañuelo, su madre dijo, con voz ronca:

—La cosa ya no tiene remedio. Lo único que me preocupa ahora es el disgusto que se va a llevar Simón. En estas cosas es un hombre montado a la antigua. Por eso no le diré nada hasta que estén listos los papeles para casaros. Porque hay que casarse a escape, ¿estamos?

Yo tartamudeé:

—Cuanto antes, mejor.

Enriqueta, inmóvil hasta entonces, abrazó a su madre y la cubrió de besos.

Pero, de ahora en adelante, nada de andar por ahí haciéndolo a escondidas y de mala manera. Quiere decirse que es mejor que lo hagáis en casa. De todos modos os tendréis que quedar a vivir conmigo…

Así cerró el caso la madre de Enriqueta. Don Tomás fue menos explícito:

—Eres tan loco como Gutiérrez, pero de otra manera.

A partir de aquel día, todo fue rápido, y una mañana nos casamos, apadrinados por don Tomás y por doña Josefina, y yo me fui a vivir a casa de Enriqueta. Su madre nunca dijo cuál había sido el comentario de Simón al enterarse de lo sucedido. Cuando fuimos a verle a la cárcel, después de casados, nos saludó sencillamente a través de las alambradas del locutorio y luego se puso a hablar de política. Sólo al marcharnos me gritó:

—Cuídala bien, chaval.

Pero Enriqueta, a preguntas mías, me confesó que el comentario de su padre, al darle su mujer la noticia fue:

—¡Qué se le va a hacer ya! Lo único que me fastidia es que se la lleve un carcunda. Pero no te apures. Ya le leeré yo la cartilla al palomino ese cuando salga de aquí.

El tiempo pasó sin darnos cuenta, y un buen día apareció en casa mi suegro. Yo me temí alguna brusca embestida de él, algún reproche al menos o quizá alguna indirecta, pero, por el contrario, me abrazó efusivamente y me dijo:

—Pocos hubieran hecho lo que tú. Te has portado como un hombre y ya eres para mí como un hijo de verdad.

Conoció a Gutiérrez en la prisión y salieron juntos, pero mi antecesor en el cargo de Inspector de estudios no quiso volver a la academia. Se hizo pagar una indemnización por don Tomás y se dedicó desde entonces a preparar otra revolución.

—¡Insensato! Su locura ya no tiene remedio.

Y don Tomás se dejó decir además:

—Tú estáte quietecito, hijo mío. Esto va a acabar de mala manera. Porque no es solo Gutiérrez el que está loco sin remedio. ¡Ay, si fuera sólo Gutiérrez! Pero no. Su locura es la misma que está prendiendo en todos los españoles.

Fue como si hubiéramos entrado en la espiral de un torbellino. Al mes de hallarse en la casa el señor Simón, Enriqueta dio a luz una niña, y yo empecé a sentirme enajenado otra vez. ¡Es que era padre a los dieciocho años! Primer problema: ¿qué nombre impondríamos a la niña? Mi suegro quería que se llamase Luisa, como su mujer, y ésta se mostraba muy contenta por ello. Pero Enriqueta prefería transmitirle el suyo. Entonces yo corté por lo sano y decidí que su nombre fuese Adoración. Segundo problema: ¿y el bautizo? Mi suegro no quería ni oír hablar de semejante cosa, pero entonces fue mi suegra la que zanjó la disputa de forma inapelable:

—¿Qué quieres, Simón?, ¿que nuestra nieta sea mora? ¿Cuándo se ha visto eso en nuestra familia? Dorita se bautizará como nos hemos bautizado todos, ea, y no se hable más del asunto.

Y Dorita recibió las aguas bautismales y mi suegro convidó a sus amigos a la pequeña fiesta que él mismo organizó para celebrar el acontecimiento. Es decir, que se cumplieron todos las ritos de la tradición. Llegaron después otras complicaciones. El diario La Tierra no se publicaba ya y mi suegro se quedó sin empleo y tuvo que resignarse a ser correturnos en otros periódicos, con lo que sólo hacía un par de jornadas de trabajo a la semana. Enriqueta y Dorita requerían cuidados que resultaban una carga considerable para nuestro exiguo presupuesto familiar, y hubimos de hacer frente a la situación a costa de sacrificios y austeridades. Dejamos el tabaco, al que yo me había aficionado, el chatito de vino, el café…

No es que hubiera perdido la fe religiosa, pero desde mi encuentro con Enriqueta me había descuidado mucho en mis obligaciones de creyente. Ya no oía misa más que los domingos. Alguna vez me acompañaba Enriqueta, más por complacerme que por convicción.

—Una cosa es Dios y otra cosa son los curas —decía, callándose, sin duda, otras razones para no ofenderme.

Por mi parte, respetaba sus opiniones y nunca quise discutir con ella de esas cosas, y cuando el señor Simón apareció en nuestra vida, yo seguí cumpliendo mis deberes estrictos de católico observante, sin tener en cuenta para nada el juicio que pudiera merecerle mi conducta. Pero mi suegro no se permitió la más ligera crítica, si bien en una ocasión, creyendo, sin duda, que yo no podría oírle, dijo a su mujer:

—Es mejor que él mismo se apee del burro un día, mujer.

En cambio, no sé por qué, empecé a sentir la necesidad de hacer versos. Se me ocurrían de pronto y muchas veces, en medio de reuniones familiares o de amigos y compañeros, tenía que encerrarme en el retrete para apuntarlos en un papel, con el fin de que no se me olvidaran. Después, por las noches, en que me quedaba solo con el pretexto de los estudios, los pasaba en limpio a un cuaderno. Un día me atreví a leerle algunos a Enriqueta.

—A mí me suenan bien, pero creo que en ese plan no te darán mucho. Yo que tú escribiría letras para cuplés.

He oído decir que se gana mucho dinero de esa manera. Por ejemplo… ¿No conoces «Mi jaca» o «El barquito velero»? Pues una cosa así.

Pese a la decepción que me produjeron las palabras de Enriqueta, yo seguí escribiendo versos, mis versos, que me subían desde no sé qué profundidades, como burbujas doradas, y me estallaban dentro de la cabeza. Así fueron pasando las semanas hasta que una noche, mientras yo transcribía y corregía un poema, me despertó a la realidad mi suegro. Volvía de la calle muy excitado, sudoroso y descompuesto, como si estuviese ebrio. Se me quedó mirando con una fijeza que me dio frío y luego, tras de respirar hondo, me dijo:

—Los militares se han sublevado en África y tememos que quieran hacer lo mismo aquí, ayudados por los fascistas. Creo que ha llegado la hora de la verdad para todos. ¿Entiendes, muchacho? ¡La hora de la verdad!

Después puso una mano sobre mi hombro y con acento paternal y dominando a duras penas su excitación, añadió:

—Pase lo que pase, tú no te metas en nada. Eres cubano y esto no va contigo. Tu única obligación es preocuparte de las mujeres y de la niña, ¿estamos? Yo tengo que volver a mi puesto ahora y, si ellas te preguntan por mí, les dices que me he ido a la Casa del Pueblo.

Me dejó estupefacto, sin saber qué pensar ni qué hacer. Al día siguiente, no hubo clases en la academia. Encontré a mi protector sumamente inquieto y receloso. Él también me aconsejó:

—Vete ahora mismo a casa y no salgas de allí hasta que acabe el jaleo.

Pensé hacerlo así, pero mi mujer y mi suegra me obligaron a salir en busca de mi suegro. Grupos de hombres y mujeres, a pie, en camionetas o en los tranvías, marchaban no sé hacia dónde, cantando himnos revolucionarios y lanzando vivas y mueras. Enarbolaban banderas y saludaban con el puño en alto. Y yo sentía como si vibrara todo a mi alrededor, como una conmoción eléctrica, como un viento abrasador, qué sé yo. Se anunciaba así algo grande, terrible y esperanzador a la vez. Aquella mañana todo parecía de otra manera, cambiado, desconocido. Para mí era incomprensible, misterioso. ¿Qué está pasando, Dios mío? ¿Un milagro? ¿Está ocurriendo un milagro? Hubiera querido entrar en una iglesia y preguntárselo a Dios, pero la única que vi estaba cerrada. Luego, insensiblemente, me fue contagiando aquella exaltación colectiva. Tuve miedo y después una alegría inexplicable. Y otra vez miedo, y un temblor íntimo y una opresión en el pecho y en la garganta muy semejantes a las que me ahogaban en los momentos que precedían a la posesión de Enriqueta. Así, angustiado y aturdido, llegué a la Casa del Pueblo. Las gentes ya no cabían en ella y por mucho que pregunté a unos y a otros, nadie supo darme noticias de mi suegro, porque nadie sabía nada de nada y en todos los labios brotaban las preguntas en vez de las respuestas. La perplejidad y la confusión, mezcladas con el entusiasmo y la esperanza, fue lo único que hallé, formando todo ello como una sinfonía enloquecedora. Hube, pues, de regresar como había llegado, pero a medio camino se me ocurrió visitar la Embajada de Cuba. Tampoco supieron explicarme allí el verdadero significado y alcance de los acontecimientos que se estaban desarrollando en Madrid. Únicamente me advirtieron que no interviniese en ellos, me expidieron un certificado que acreditaba mi nacionalidad cubana y me dieron dos banderitas de mi país, una para que me la cosiese en la manga de la chaqueta y la otra para que la clavase en la puerta de mi domicilio. Estos detalles, sin embargo, aumentaron mi alarma y emprendí el regreso, huyendo de los grupos, por las calles menos frecuentadas. A pesar del solazo, intermitentes ráfagas de frío me erizaban el vello. También sentía un vacío muy grande en el estómago. Conté a las mujeres algo de lo que había visto, pero, como no le concedieron gran importancia, me retiré a mi alcoba para aislarme y poder reflexionar a solas sobre la nueva situación y sus posibles consecuencias. Mi hijita dormía en su cuna inocentemente. El calor obligaba a mantener entreabierta la ventana y corrido el cortinaje, para atajar la solina y dejar paso al aire del exterior. En aquella ardiente penumbra no me fue posible concentrar mi pensamiento en nada fijo y sí sólo sudar copiosamente. Las vecinas se comunicaban unas a otras noticias inverosímiles, de ventana a ventana, entre gritos y exclamaciones. Y mi hija, al fin, se despertó llorando. No recuerdo más de aquella jornada sino que al alborozo y algarabía de la mañana sucedieron un atardecer triste, con disparos, y ruidos de coches y camiones, y una noche medrosa y calenturienta. El señor Simón no volvió hasta dos días después. Apareció agotado, sucio, con la barba crecida, la camisa desgarrada, ronco y cubierto de polvo, con un fusil en las manos y, en la cabeza, una gorra de oficial. Nos gritó al abrir la puerta de casa:

—¡Los hemos aplastado!

Y quiso colocar la gorra militar sobre la cabecita de nuestra Adoración, diciendo:

—Se la quité a un teniente.

Comió algo y estaba tan cansado que apenas fue capaz de desnudarse antes de quedarse dormido. Y a la mañana siguiente vino a recogerle un camión repleto de hombres armados. Su despedida fue:

—Nos vamos a la sierra. Esto hay que terminarlo pronto, de un porrazo.

Yo no sabía qué pensar ni qué hacer. Tenía miedo, mucho miedo, y una inmensa desgana, y un perezoso desinterés por todo. Me hubiera gustado entonces dormirme y no despertar hasta sabe Dios cuándo. Creo que las mujeres empezaban a sentir desprecio por mi flaqueza, pero yo no podía remediarla. Al fin, tras algunos días de encierro, me aventuré a presentarme en la academia, temprano. La encontré cerrada. El portero me informó:

—Ya no funciona. Se han llevado las máquinas de escribir y mucho material, todo requisado. Y el local ha quedado por el momento a disposición de Gutiérrez, quien, por lo que se ve, tiene vara alta ahora.

—¿Gutiérrez? ¿Y don Tomás?

—A don Tomás se lo llevó también Gutiérrez en un coche.

—¿Adónde?

No supo decirme más. Volví corriendo a casa y llamé por el teléfono de un vecino a la pensión. Doña Josefina, llorando, me dijo que no había vuelto a saber nada de mi protector desde hacía muchas horas. Entonces, sin ningún motivo cierto, sentí ganas de llorar. Aún ignoraba que ya no vería más a mi gran amigo y, sin embargo, lloré por él, y por mí, y por mi hija, y por todos, porque presentí que nadie podría escapar indemne de aquella explosión de odio y sangre. Enriqueta me sorprendió llorando y no supe cómo excusar mi debilidad. Luego, más sereno, le expliqué lo de la academia y lo de don Tomás.

—A lo mejor se ha ido también, como mi padre, a combatir a los fascistas.

Le dije que no, que don Tomás no era, ni mucho menos, un hombre de acción, que no podía serlo por sus muchos años y sus muchos desengaños. Enriqueta le quería también y quedó muy preocupada. ¡Qué terribles aquellos días de desconcierto, de confusión y embriaguez! Yo llamaba frecuentemente a la pensión para obtener noticias de don Tomás y la respuesta de doña Josefina, siempre igual, me dejaba cada vez más desesperanzado.

—Ni rastro de él, hijo, ni rastro.

Hasta que, inesperadamente, regresó el señor Simón, más magro, más moreno y también menos eufórico.

—No me gusta lo que está pasando en la retaguardia. Por eso me volveré mañana mismo al frente. Aquí hay mucha mierda, sí, y es allá donde hay que batirse, porque tenemos faena para rato. Por lo menos para un mes.

De porrazos, nada. Los tíos esos están muy preparados y dispuestos a todo, a todo menos a dejarse coger por las orejas.

Cuando le comuniqué mi temor de que le hubiera ocurrido algo malo a don Tomás, vi que se estremecía. Se puso en pie y empezó a pasear, muy excitado, de un lado para otro.

—Lo que te decía.

—Pero ¿qué ha podido pasarle si don Tomás no se metía en nada?

—Era cavernícola, desde luego.

—Bueno, pero eso no es un delito.

Mi suegro se detuvo para mirarme fijamente.

—Lo es y no lo es.

—No lo entiendo.

—Pero ¿es que no te has dado cuenta de que esto es una matanza? Aquí, ser carca es muy mala recomendación, tan mala como ser socialista o republicano de izquierdas en la otra zona. Aquí están apiolando a los de derechas y allá a los de izquierdas. ¿Te das cuenta? Si tienes un enemigo personal, no hay quien te salve ni aquí ni allí. Un enemigo por lo que sea. Y ese Gutiérrez no tragaba a don Tomás. Lo sé porque él mismo me lo dijo cuando estuvimos presos los dos.

—Pero es que eso de matar…

—Yo tampoco lo entiendo.

El señor Simón se dejó caer sobre una silla, como si, de pronto, lo derrumbara el cansancio.

—Tenemos noticias de lo que están haciendo en Valladolid con los ferroviarios, y yo tengo allí un hermano que es factor.

Movió la cabeza y, casi sin voz, y añadió: Seguramente…

Perdí el dominio de los nervios y le interrumpí gritando:

—¿Por qué? ¿Por qué?

Al día siguiente me acompañó a pedir trabajo para mí en un periódico sindicalista.

—Ahora, mientras yo lucho en el frente, tú tienes que trabajar en algo porque hay que sacar la casa adelante, y no puedes pensar en la academia de don Tomás ni en ninguna otra por el momento. El comer es cosa de todos los días, muchacho. Yo tengo mujer y tú tienes mujer e hija, y con mis dos duros de miliciano no hay para todos, ¿comprendes?

Fue allí, en la redacción del periódico, donde conocí a Molina, que lo dirigía. Mi suegro y él se profesaban una vieja amistad, porque Molina era también ferroviario y compañero de lucha de su hermano Vicente, el factor de Valladolid,

—Llega a tiempo, hombre —dijo Molina al señor Simón—. Necesitamos profesionales de la pluma y del periodismo, gente que sepa de esto, en suma. Así que puede quedar acoplado desde este mismo momento.

Me dieron un carnet político y a partir de aquel día pasé a formar parte de la redacción, con un sueldo de diez pesetas diarias. ¿Quién iba a pensar entonces que la guerra duraría casi tres años? Muchas veces me acordé durante ese largo tiempo de las palabras del señor Simón: «Esto hay que terminarlo pronto, de un gorrazo…». Murió en la batalla del Jarama. Claro que para entonces no pensaba así: veranos, inviernos, primaveras y otoños interminables… Hambre, miedo, bombardeos, tristeza, orgullo, desesperación, heroísmo sin voces y voces sin heroísmo, y la muerte al acecho. ¿Que me fui dejando ganar poco a poco por la causa de estos hombres? He sufrido su propio dolor, he compartido con ellos desastres y esperanzas, la angustia y los temores, los deseos de vivir, la amistad, la miseria y los sueños… He temblado por lo mismo que ellos, sus alegrías han sido mis alegrías y hasta su increíble entusiasmo me ha arrebatado a veces… Y han sido más generosos conmigo que yo con ellos. Porque, salvo mi trabajo en el periódico, nada hice para ayudarlos. En algún momento pensé que debería cambiar la pluma por el fusil, pero me faltó el valor necesario para hacerlo. Ellos, en cambio, me decían:

—No, tú no debes ir al frente. Tu sitio está en la retaguardia, combatiendo con la pluma.

Así me dejaba convencer y así quedaba oculto a su mirada mi enorme, mi asquerosa cobardía. Ni por curiosidad siquiera me asomé nunca a un frente de batalla, ni empuñé un arma, ni cavé trincheras ni presté mi colaboración personal a ningún trabajo de guerra. Por no dar, hasta negué mi sangre para los heridos. Sólo luché por el chusco, por las lentejas, por un bote de leche condensada, por una cajetilla de tabaco… Esos fueron los únicos combates en que participé con todo el ardor de que soy capaz, que ni para eso es mucho. Gracias a Enriqueta y a mi suegra, que se alternaban en una fábrica de municionamiento, pudimos malcomer los tres y mi hija no careció de lo imprescindible. Soy así y no puedo remediarlo por más que me avergüence de ello. Nací y crecí débil, flojo, cobarde, egoísta. Hasta me olvidé de Dios, al principio por miedo y después por comodidad y por desidia. Y aquí estoy sin saber por qué. ¿Por qué? ¿Quién me habrá denunciado y de qué? ¿Lo sabrán éstos? Por lo del periódico no puede ser, porque ni Olivares ni Agustín pertenecían a su redacción. Por otra parte, nunca he sido amigo de Olivares. ¿Amigo? Yo creo que no he cruzado jamás una palabra con él. Y en cuanto a Agustín… No es ningún personaje. Sí, he asistido con él a alguna reunión de la juventud sindicalista, hemos pasado juntos algunos ratos discutiendo de literatura, de política, de fútbol, de mujeres, del futuro…, pero todo era hablar por hablar, sin compromiso, hasta que reclamaron su quinta y se lo llevaron al frente como soldado. A partir de entonces, nos hemos visto muy de tarde en tarde. Además, ¿de qué podrán acusarle, eh? Aquí debe de haber un lío. Lo que yo te digo: un lío. Sin duda, un lío que podrá aclararse. Pero mientras tanto… Lo que hace falta es que Enriqueta encuentre pronto a Afrodisio Ruidera…).

El otro de los recién llegados era muy joven todavía aunque su cabeza mostrara señales de calvicie. En cambio, poseía una barba apretada y negrísima. Los ojos, oscuros y brillantes; la dentadura, blanca y agresiva; el talante, aplomado; abdominal, cuadrado y prognato. Miraba sin cesar a todos los lados, bien a los ojos del centinela, bien a los de sus compañeros, inquiriendo razones, explicación, motivos, pistas y huellas, como quien examina las piezas de un rompecabezas. Con osadía e inconsciencia, como si se tratase de un juego.

(Vaya, ya estamos en chirona. ¡Ja! Y con Olivares y Molina, como si formáramos parte de alguna plana mayor. Esto sí que tiene narices. Pero si yo, Agustín Arias, no he sido más que un triste comisario accidental de compañía… Si ni siquiera pude conseguir el nombramiento oficial de mi cargo… ¡Comisario de compañía! Lo que no quería ser nadie. Mucha responsabilidad y dos duros de sueldo, hala. Y todo porque dicen que hablo bien, vamos, porque soy capaz de estar tres horas hablando de lo que sea. A ver, Agustín, repítenos el discurso de Prieto. ¿Es que es tan importante eso de aprenderse de memoria un discurso? Parece que sí. Por eso me tomaron por un tipo culto. ¡Y no he pasado de la escuela primaria! Claro que he leído mucho; bueno, mucho en comparación con los demás. Me conozco a Anselmo Lorenzo, a Pi y Margall, a Nietzsche, a Sorel, a Stirner… Sobre todos, a Ortega y Gasset. ¡Qué cabezota la del tío! Luego he visto que todo el mundo lo cita, pero que son muy pocos los que han leído sus libros. Yo sí; todo lo que ha publicado. La lectura y el fútbol. Y fumar puros y comer bien. A todo ello me enseñó mi padre. Él era también anticlerical y liberalote. De él me viene a mí la vena… Se pasaba leyendo todo el tiempo que le dejaba libre su ropavejería, que era mucho, porque en cuanto ganaba lo suficiente, echaba el cierre y ya no había dios que le sacara de sus libros, aunque le ofrecieran oro en paño. Y, sin embargo, creía en el espiritismo y en otras monsergas. ¡Gran tipo mi padre! Decía que hablaba con Dantón, con Lenin y hasta con el Conde de Aranda y con Santa Teresa.

—Si Santa Teresa viviera hoy —decía—, sería otra Pasionaria u otra Federica Montseny.

¡Qué formidable! Y acertó cuando me dijo, poco antes de que acabara con su vida uno de aquellos achuchones del corazón que le daban frecuentemente:

—Te aseguro que antes de un año va a estallar en España una verdadera revolución, una revolución con «comité de salud pública» y todo. Una revolución tan importante como la francesa. Nos lo dijo el otro día el propio Maximiliano Robespierre. ¡Qué sesión, hijo mío! Hacía ya muchos años que no asistía yo a otra igual. ¡Qué médium, Agustinito, esa mujer de Cuevas de Almanzora! Analfabeta perdida y medio tonta, pero ¡cómo habla cuando está en trance! Robespierre, después de vaticinar la revolución española aún nos recitó el discurso que pronunció en la Convención francesa sobre el Ser Supremo. Cuando terminó, yo tuve el valor de preguntarle: ¿Y cuándo va a estallar esa revolución en España? Y él me contestó: Cuando se siegue el trigo en Castilla. Y yo insistí: ¿En qué año? Y él me respondió: Cuando sus números sumen veinte menos uno. La cosa quedó clarísima.

—¿Qué quedó claro, padre?

—La fecha. ¿Cuánto suman 1 más 9 más 3 más 6. Diecinueve, ¿no? Pues quiere decir que la revolución estallará en el verano del año que viene. ¿Está claro o no está claro?

Podría haberse dicho lo mismo del año 1945, o del 1954, o del 1963, y de otros muchos. Pero fue en 1936.

A mí me cogió jugando al fútbol en un solar del barrio. Lo anunciaron unos tiros que oímos por allí. Y me lo confirmó mi madre cuando apareció en el solar, muy alborotada, para gritarme:

—¡Agustinín! Tú, ahora mismo, a casa. Yo he cerrado ya la tienda. ¡Hala, vamos!

Pero al día siguiente me escapé de casa para averiguar lo que estaba pasando. Me reuní con la panda y fuimos todos a ver cómo ardía la iglesia de un convento.

—Dicen que los frailes y los fascistas disparaban desde arriba.

Alguien, de entre los muchos curiosos que, como nosotros, contemplaban el espectáculo, añadió:

—Es la justicia del pueblo.

Luego, ya se sabe. Todo vino como rodado. Yo no tenía entonces más que dieciséis años. Algunos de mis amigos se alistaron voluntarios en las milicias y yo hubiera querido hacer lo mismo, pero mi madre no me dejó. Ella no tenía más que a mí en el mundo y no pude resistir sus lágrimas. Pero me afilié a las juventudes sindicalistas. Como éramos muy pocos, y por aquello de que yo hablaba como un papagayo, pasé a formar parte de la secretaría de propaganda. Así, cada vez que se organizaba un mitin en las barriadas o en algún pueblo, allá iba yo de telonero.

De esta forma conocí a José Manuel, que escribía en nuestro periódico; a Molina, que lo dirigía; a Ángel Pestaña y a algunos otros dirigentes, y vi alguna que otra vez a Olivares. Por cierto, me llevé un chasco con Pestaña. Yo pensaba que sería un hombre violento, arrollador, de ardiente temperamento, y era todo lo contrario: razonador, calmoso, frío. Recuerdo que nos dijo una vez a los jóvenes:

—Nosotros no hemos desencadenado esta revolución. Nos la han impuesto, lo cual quiere decir que nos ha cogido desprevenidos, sin preparación. El anhelo revolucionario del pueblo es grande y nosotros lo compartimos, porque España, nuestra sociedad, necesita una honda transformación. Pero ¿cómo podemos repartirnos la piel del lobo si el lobo anda suelto por el monte? Lo primero será matar al lobo, ¿no? Una vez logrado eso habrá llegado el momento de empezar a construir según nuestras ideas, que no son las de un solo grupo, sino las de todos. Es decir, que tendremos que llegar previamente a un acuerdo sobre lo que debemos hacer. De lo contrario, si cada uno tira por su lado, el final será la ruina de todos.

Y en otra ocasión:

—No busquéis mujeres entre las que trabajan aquí con nosotros, sino fuera, a no ser que pretendáis encontrar una verdadera compañera. Pero no creo que por vuestra edad y por las circunstancias que estamos viviendo os veáis en ese apuro. Hay que huir de la irresponsabilidad y del arrebato. La ética es fundamental siempre, y mucho más aún en un período revolucionario.

Hubo muchas mujeres por medio, me parece a mí, que hicieron más daño a nuestra causa que las balas de los fascistas. Me gustó mucho Pestaña. Era un hombre honrado, sincero, con una gran experiencia de los hombres. Y sencillo y austero. Sí, fue uno de los pocos que vieron claro y al que, quizá por eso mismo, no se quiso escuchar. Así nos ha lucido el pelo. Menos mal que se murió antes de ver este final tan triste. En fin… Ahora sí que habrá que resistir como sea, porque cualquiera sabe lo que piensan hacer con nosotros. A mí no me convenció nunca aquello de que «el que no tenga manchadas las manos de sangre o robo nada tiene que temer». Se dice, sí, pero… Me parece que ha sido el anzuelo para que picásemos. Y, si no, ¿por qué estoy yo aquí? Ni he robado ni matado, pobre de mí. Más de cuatro avales a tontas y a locas sí que he dado. ¿Hice bien? ¿Hice mal? No lo sé. El caso es que los di. La verdad es que no he hecho gran cosa por nuestra causa. Hasta que me movilizaron no supe de verdad lo que era un frente. Claro que me había asomado alguna vez por las líneas, pero sólo de visita. Y luego me tocó un frente tranquilo, estabilizado. De no haber tenido lugar la segunda batalla de Brunete, hubiera terminado la guerra sin ver un verdadero combate. ¿A quién se le ocurriría la idea de numerar los oficiales y comisarios de cada unidad combatiente para que se relevasen según fueran cayendo? Justamente cuando el número dos, a quien yo debía sustituir, cayó ante las alambradas fascistas, se dio la orden de suspender aquella descabellada operación. Eso me salvó y ahí terminó mi historia de guerrero. Veremos si ahora tengo la misma suerte… ¡Hum! Por de pronto no sé de qué se trata y me parece que éstos están tan informados como yo. ¿Será una denuncia? ¿Y quién me ha denunciado y de qué si yo no soy nadie políticamente? Bueno, Agustinito, bueno. ¿Sabes lo que te digo? Pues que es inútil por ahora darle vueltas a la cabeza, y que tengo hambre. Sí, hambre, para que te enteres. Y lo peor es que me da en la nariz que nos van a tener a palo seco hasta que nos traigan algo de casa para llenar la andorga. Pero ¿cómo se va a enterar la señora Engracia, mi madre, de que estoy aquí? Y que pesa el hambre, eh. Vaya si pesa. Siento un vacío en las tripas y un sueño… Mira, no quiero ni pensar siquiera en el hambre que vamos a pasar. Si al menos tuviese un cigarro puro, una faria, para calmar este hormiguillo…).

Un reiterado carraspeo de Molina atrajo la atención de sus compañeros. Entonces hizo que se fijasen en sus manos. En vez de seguir oprimiéndolas con las rodillas, formó con los dedos de la derecha el primer signo del alfabeto de los sordomudos, al tiempo que hacía, disimuladamente, el gesto correspondiente con la boca. Olivares, José Manuel y Agustín, que le habían visto hablar de esa manera con el novelista Hoyos y Vinent, comprendieron rápidamente su intención y siguieron con vivo interés sus movimientos. Primero la letra «a». Muchas veces, hasta que todos lograron imitarla. Luego, la «b», con la misma insistencia y resultados. Y la «c»…

El centinela ya no los espiaba tan pegajosamente. Salía al pasillo de cuando en cuando o se quedaba ensimismado. A veces, sonreía. Otras, silbaba el himno de la Falange. O se quedaba mirando fijamente las baldosas del pavimento, como si las contase, o se entretenía con los proyectiles del fusil que guardaba en un bolsillo de su pantalón. Claro que entreveraba todas estas acciones con ojeadas a sus prisioneros, pero por simple rutina. Sin embargo, Molina suspendía sus manipulaciones siempre que el centinela tornaba hacia él sus ojos, y le sostenía firmemente la mirada hasta que aquél retiraba la suya.

Así fueron apareciendo y desvaneciéndose en el aire los garabatos del alfabeto para sordomudos. Molina hubo de repetir incontables veces cada uno de ellos hasta dejarlo fijado en la memoria visual de sus amigos. Entre tanto, relevaron al centinela. El nuevo era también un muchachito con acné juvenil. Molina aprovechó el cambio para beber agua del grifo del lavabo y orinar. El centinela no se alteró, pero cuando los demás trataron de imitar a su compañero, se alarmó, dirigió hacia ellos el cañón del fusil y les advirtió:

—¡Cuidado! ¡Uno a uno y sin hablar!

Así lo hicieron, por turno y en silencio. Cuando cada cual volvió a su sitio, desentumecidos un tanto los músculos y las articulaciones, el sopor cayó de nuevo sobre la estancia y los hombres quedaron en actitud inmóvil y de aburrimiento.

Pasaron lentos, lentísimos, los minutos, cangilones de una noria sin fin. Los rumores que se percibían, procedentes tanto del exterior como del interior, seguían inalterables y monótonos. Sólo el sol ventanero había hecho una pirueta juguetona y desaparecido después, dejando en su lugar una claridad que griseaba lentamente.

Poco a poco también, el nuevo centinela fue como licuándose. Primeramente desapareció su tiesura; luego, se retrajo a sus propias cavilaciones. Cuando Molina advirtió que se reblandecía su vigilancia, volvió a convocar a sus compañeros con un carraspeo para continuar el interrumpido juego de manos. La «m», la «n», la «o», la «p»… Para Olivares, José Manuel y Agustín aquello era como descifrar un crucigrama o un acertijo. La «r», la «s», la «t»…

Al fin, Molina pudo formular su pregunta:

—¿Sabe alguno de vosotros por qué nos encontramos aquí los cuatro?

Apenas se veían ya las caras y por eso advirtieron que había anochecido. Molina tuvo que repetir la frase, palabra por palabra, una y otra vez, casi a oscuras. Y, de pronto, se encendió la luz eléctrica. Tanto los prisioneros como el guardián quedaron deslumbrados y éste pareció sentir entonces la abrumadora pesadez de varias horas de estar inmovilizado allí como un mueble, y salió al pasillo para reclamar:

—¡Eh! ¡A ver cuándo me llega el relevo!

Entre tanto, lo mismo Olivares que José Manuel y Agustín, mirando fijamente a Molina, le respondieron, sin necesidad de recurrir al alfabeto tan pacientemente aprendido, con un simple encogimiento de hombros. Muy contrariado, Molina articuló trabajosamente otra pregunta:

—¿No sospecháis de alguien?

La respuesta fue también unánimemente negativa por el procedimiento de mover la cabeza, y los cuatro hombres se encontraron como al cabo de un indeciso camino que termina en medio de un bosque, perplejos y desalentados.

Tras sucesivos y furiosos bostezos que casi le desencajaban las mandíbulas, se puso en pie Agustín, intensamente pálido por efecto del hambre y de los reflejos de la luz eléctrica. José Manuel se levantó también y, al desperezarse, se oyeron los crujidos de sus articulaciones. El centinela, sorprendido, dio un paso atrás y apercibió el arma, pero se relajó en seguida al ver que los presos se limitaban a recostarse perezosamente sobre la pared sin demostrar ninguna intención agresiva. Olivares y Molina cambiaron de postura, pero permanecieron sentados. Aquél sacó su paquete de cigarrillos y lo ofreció por señas a sus compañeros, mas uno a uno fueron rechazando todos su invitación. Él mismo, después de dudarlo un momento, renunció también a fumar.

Habían aumentado los ruidos dentro de la casa. Se oían gritos de mando y carreras. Luego, tras un breve silencio, un conjunto de voces dispares empezó a cantar el «Cara al sol». A la primera frase del himno, el centinela juntó los talones y colocó el arma al costado, en posición de firmes, y gritó a los prisioneros:

—¡En pie! ¡Rápido!

Los prisioneros le obedecieron de mala gana y él unió su voz al coro, en actitud tensa, desafiante, crispada.

El himno estremecía. Fuerte, cortado, rotundo, como una marcha militar. Sus frases líricas reventaban como cohetes multicolores en la noche festiva. Era un canto de victoria juvenil, alegre, punzante, que removió en los prisioneros los entusiasmos de otras horas.

Siguieron los gritos:

¡ESPAÑA! ¡UNA!

¡ESPAÑA! ¡GRANDE!

¡ESPAÑA! ¡LIBRE!

¡ARRIBA ESPAÑA! ¡ARRIBA!

Tres gritos como tres descargas de fusilería. Luego, a la orden de ¡Rompan filas!, el coro contestó:

—¡FRAN-CO!

Siguió una algarabía de voces juveniles, como de escolares al comenzar el recreo, que no tardó mucho en dispersarse, y otra vez volvieron los rumores apagados, las voces ahogadas y la quietud.

Pasada la conmoción, provocada en sus espíritus por el canto y los gritos, los prisioneros fueron sentándose y acomodándose cada cual como mejor pudo. José Manuel se cruzó las solapas y se subió el cuello de la chaqueta y cerró los ojos. Sus compañeros parecían dormir también al poco rato. Así, cuando relevaron al centinela, ninguno de ellos padeció la tortura de ver al nuevo comerse una naranja y un pedazo de pan.