Todo el tiempo es tiempo de alacranes

La última cortesía del ejército mexicano consistió en dejarme donde yo quisiera. Pedí Mazatlán. Si había llegado tan lejos, quería morirme junto al mar. Estaba arruinado.

Usé mis últimos cincuenta pesos en llamar a la Jefa, en Monterrey, para decirle que estaba bien.

Casi se me bota la lágrima cuando me contestó una voz extraña, diciéndome que ese número era de un Oxxo nuevo, que jamás había escuchado de la señora por la que preguntaba.

Hice una última llamada a Checo y Lola. Me contestó mi ahijada. Ya era toda una señorita.

Me dijo que sus papas estaban bien, que habían salido bien librados del asunto de la balacera, luego habían vendido el negocio y vuelto a los gallos. El Checo andaba con Chequito en Zacatecas, en una feria. Cuando le pedí que me pasara a su mamá, Lola no quiso tomarme la llamada. Lo entendí y colgué.

Leí en los periódicos que el capitán Tapia sobrevivió también. Que seguía en coma. Pobre diablo, yo que él, nunca despertaría.

Salí muy maltrecho de la balacera. Perdí como veinte kilos. Casi no puedo hacer esfuerzo y se me acabó de caer el cabello.

Poco le queda a un viejo que sólo sabe hacer una cosa. Es aún peor cuando esa única cosa es despachar cristianos.

Mazatlán estaba ardiendo. De haber podido, me hubiera largado. Pero no había nadie esperándome en ningún lado. Ni siquiera mis muertos.

Tras la muerte del Señor y ante la ausencia del Picochulo, todos los narquillos que venían debajo de ellos habían iniciado una guerra descarnada por liderar el cártel de Constanza. Me tocó ver varias balaceras sobre la costera y hasta un ajuste de cuentas en la fila para entrar al Señor Frog’s.

Todas esas veces me llevé automáticamente la mano a la sobaquera, sólo para encontrar ahí las pinzas de electricista con las que rellené el hueco de mi Colt. Su peso me consolaba. Su ausencia, no.

Se oían historias en la calle. Que si un sobrino del Picochulo había matado a un sicario del cártel de Mocorito, que si el nuevo procurador era ahijado del Paisano, que si los narcos habían contratado varios háckers para robar información de las computadoras de la policía, que si era una mujer la que iba ganando la guerra de los cárteles…

Yo las oía con nostalgia.

Lo que me salvó fue saber tallar figuras de madera, lo había aprendido en el taller de carpintería del ejército.

Comencé a hacer artesanías para venderlas en el malecón. Delfines, tiburones, pendejadas de ésas que les gustan a los gringos.

Una tarde de domingo mis artesanías atrajeron a una pareja. Ella era mexicana, él debía ser francés.

Al hombre le llamó la atención un alacrán que recién había tallado.

—Pego cómo, ¿ésta es guegión de alacganes? Si no he visto ni uno —dijo el baboso.

—Es que no ha de ser temporada —respondió la chica, con inconfundible acento de Los Mochis; luego me preguntó—. No es tiempo de alacranes, ¿verdad, señor?

Suspiré. Iba a contestarle cuando me arrancó la respuesta una voz femenina que no escuchaba desde el día de la balacera en Lerdo.

—Todo el tiempo es tiempo de alacranes —dijo Lizzy.

Ahí estaba, a mi lado; me observaba divertida. Sonreía.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó. Ahora su cabello era morado.

—Seiscientos —dije. El resto del universo se había disuelto para mí.

Me entregó una mochila roja Jansport, muy pesada, que yo conocía bien.

—Quédese con el cambio —dijo.

Al entregarle la figura, rocé suavemente el dorso de su mano con las yemas de mis dedos.

Nuestras miradas se engancharon dos segundos en un breve adiós que me resultó demasiado largo.

Sin decir más, dio media vuelta para caminar a su auto, un Impala 70, negro, con llamas pintadas en los costados. Un solícito Pancho le abrió la puerta antes de subirse a una picop amarilla llena de malandros que iban detrás. El hombre había perdido un ojo.

La nueva reina del cártel de Constanza arrancó para marcharse por la costera, escoltada por ocho guaruras y un coro de leones que no paró de rugir hasta que se perdieron en la lejanía.