No me quieren ni en el infierno

En el sueño me veía caer al fondo de las aguas de un pozo oscuro. Era imposible ver bien, pero podía sentir al fondo el bulto de cuerpos muertos y algunas cosas peores.

Me ahogaba al intentar alcanzar la superficie, que estaba más lejos de lo que había pensado.

Fue cuando desperté. Todo daba vueltas alrededor de mí. Cuando el mundo se quedó quieto, vi que estaba en un sanatorio.

Un poco después reconocí el lugar, un hospital militar al sur de Coahuila. Había estado ahí un par de veces con el general Díaz Barriga.

Era el único ocupante del pabellón. Una enfermera malencarada me cambiaba el suero cada seis horas. Al segundo día me llevó una bazofia servida en charola. Gastronomía militar.

La mujer no contestaba mis preguntas, se comunicaba a través de gruñidos, aunque pude entender que llevaba dos meses hospitalizado.

Tres días después apareció un oficial con cara de piel roja. Avanzó hasta mi cama como si le diera asco verme.

—¿Es usted Alberto Ramírez Montelongo?

—Por el momento.

—Soy el capitán Anatolio Pérez. La libró usted de milagro. ¿Usted cree en dios?

—A veces.

—Yo no, pero sigo sin explicarme qué pasó con usted. Una bala le perforó parte del pulmón. Si hubiera llegado al quirófano dos minutos después, ya lo hubiéramos cafeteado.

Lo observé, inexpresivo.

—Estuvo usted dos minutos muerto. No sé qué lo salvó.

—A lo mejor no me quieren ni en el infierno.

—A lo mejor.

Sacó una cajetilla de Delicados con filtro, encendió uno para lanzarme el humo a la cara.

Al respirarlo, me ardió como fuego. Sentí que se me saldría el estómago por el ataque de tos.

Cuando terminaron los espasmos, volvió a hablar:

—Como ve, su capacidad pulmonar quedó muy reducida. Dé gracias a su entrenamiento militar, gracias a él pudo sobrevivir sin el trozo de pulmón que le arrancamos. Desde ahora, no más agitaciones, no más sofocos ni cigarro. O caerá muerto con un infarto respiratorio.

Me observó con sorna, midiendo el efecto de la noticia.

—Tiene usted amigos poderosos. Por lo menos uno, en el más allá. Si lo trajimos aquí fue por el número de serie grabado en su pistola. Un arma preciosa, por cierto.

Recordé lo que dijo el general al regalármela. Lo del registro en la Defensa y la inmunidad legal al portador. No sabía que incluía seguro médico.

—Creo que le debe una al general. Ya se la pagará cuando se lo encuentre en el otro lado. Yo, por lo pronto, le voy cobrando un adelanto.

—¿Qué quiere decir?

—Me quedo con su arma. No podemos permitir que esos números especiales anden por ahí. Un vicio de tiempos de Echeverría. La suya es la última, no quedan más.

Por primera vez, sonrió.

—Todo parece indicar que ya se puede ir. Lo daremos de alta en un par de días, después no quiero volver a saber nada de usted, o le vacío el cargador de su Government.