De la columna «Vida pública», del periódico Reforma (2)

Vivimos en un país en guerra, amigo lector, y nadie nos ha dicho nada.

La balacera en un prostíbulo del centro de Ciudad Lerdo, Durango, ha destapado una coladera de la que nadie en los altos círculos del poder hubiera deseado que se supiera nada.

A través de las imágenes de la televisión, hemos acudido al baño de sangre que dejó como saldo siete policías muertos, al director de la División Antiasaltos para la región noroeste de la Procuraduría en coma, cuatro sicarios del narco muertos, dos conocidos matones asesinados y el cadáver de un joven presuntamente norteamericano rociado de plomo.

La nota chusca, el detalle folclórico lo dio el dueño del congal, un tal Sergio Velas, quien estuvo presente en el tiroteo, en el suelo, ebrio. Cuando lo despertó la policía, crudo, no recordaba nada.

La guarapeta le salvó la vida. Bendito alcohol.

Volviendo a la masacre, la procuraduría intentó correr una cortina de humo sobre los muertos, diciendo que se trataba de un pleito de borrachos.

¿Qué hacían entonces ocho agentes de las fuerzas de élite de la procuraduría, con su director regional al frente en el lugar de los hechos? ¿Y los gemelos Raúl y Jorge Treviño, Leonardo Augusto conocido como Tiroloco y el piloto aviador Enrique López, todos ellos en la nómina de la familia Zubiaga?

Por si esta lista no fuera para irse de espaldas, falta la cereza del pastel: apareció muerto de siete tiros de distintos calibres Elíseo Zubiaga, cabeza del cártel de Constanza, alias el Señor, llamado así por propios y extraños, uno de los diez hombres más buscados por el FBI y quien se suponía que purgaba una condena por tráfico de armas en el penal de Topochico.

Como se ve, no fue una riña cualquiera.

(Entre paréntesis, se dice en los pasillos del poder, se susurra en las sobremesas y se murmura en las ruedas de prensa que este hecho se relaciona directamente con el reciente deceso, en un asalto bancario del que dimos cuenta en esta columna, de Fernando Figueroa alias El Picochulito, ahijado del Señor e hijo de Chimino Figueroa El Picochulo, cuyo paradero se ignora a la fecha.

La prueba de lo anterior es la versión, no confirmada, de que el norteamericano muerto es el mismo que coprotagonizó el asalto en Zopilote junto al Picochulito. Por supuesto, la procuraduría guarda silencio, alegando que el rostro del gringo, destrozado por las balas, dificulta la identificación).

Como un terremoto con su epicentro localizado en la comarca lagunera, el hecho ha generado consecuencias desastrosas que ya alcanzan la capital de la República; el escándalo ha provocado ya la renuncia del procurador Vargas Martínez y su equipo sin que al cierre de esta edición se haya designado un sustituto.

Con él, han rodado las cabezas del director nacional de la División Antiasaltos, el jefe de la Policía Banearía, el director del penal de Topochico, el director antinarcóticos y hasta los gobernadores de Coahuila y Sinaloa, todos ellos presuntamente vinculados con el narco.

La descomposición social de este país ya apesta, amigo lector. Puedo asegurarle que este asunto no termina aquí, pues quedan muchas preguntas sin resolver. Lo único que puedo adelantarle, echando mano de la bola de cristal de esta columna, es que se viene una guerra sin cuartel por el liderazgo del cártel de Constanza, que hasta hace unos días dirigía Elíseo Zubiaga, el Señor.

Recordemos que el narco es como la hidra, monstruo mitológico al que tras cortarle una cabeza le surgen otras siete. Pero no hay nada más peligroso que un cártel acéfalo.

Sentémonos, pues, a ver el desfile de cortejos fúnebres que habrá de pasar por la prensa en los próximos días.